Capítulo 21

La mirada de terror absoluto de Amanda me dejó paralizado. Tenía el cuerpo rígido y la boca cerrada con fuerza. Estaba demasiado asustada para gritar.

El hombre tenía una expresión tranquila, relajada. Llevaba vaqueros negros y una chaqueta oscura que le tapaba hasta la mandíbula, en la que empezaba a asomar una sombra de barba. Sus ojos eran fríos, maquinales. Tenía treinta y pocos años, los pómulos altos, el pelo corto, los antebrazos nervudos. Sujetaba con firmeza la pistola y su postura era firme pero no rígida. Parecía listo para atacar. Hablaba con voz monocorde, pero entre dientes. Un leve rastro de vapor entraba desde el pasillo. La ducha. Dios. Había estado en el cuarto de baño con Amanda, utilizando la ducha como subterfugio. Ella llevaba aún la misma ropa. Noté incluso un leve abultamiento en su bolsillo. El cuaderno perdido.

– Amanda… -dije, y las palabras parecieron brotar de mi boca como agua-. ¿Quién…?

– Eso no importa -dijo él con voz como metal. La segunda vez en un día que me apuntaban con una pistola a la cabeza. Y, lo mismo que la primera, el seguro estaba quitado. Noté que no era la primera vez que aquel hombre apuntaba a una persona. Lo había hecho muchas veces-. Lo que de verdad importa es el porqué, Parker.

– No entiendo -dije. Amanda temblaba mientras de su boca escapaban sollozos involuntarios.

El hombre me señaló con la cabeza, movió la pistola.

– Quiero el paquete que le robaste a Luis Guzmán. Eso es lo único de lo que tienes que preocuparte. Si me lo das, tú serás el único que muera aquí esta noche.

«El único que…».

Amanda.

Oh, Dios.

– No lo tengo, lo juro.

– Parker, vas a darme lo que te llevaste o aquí tu amiga va a empezar a respirar por la nuca. Y haré que la veas morir antes de volver a preguntártelo.

– Carl -dijo Amanda con voz chillona, suplicante. De nuevo tardé un momento en darme por aludido-. ¿Por qué te llama así? ¿Qué está pasando?

El hombre se rió suavemente, levantó las cejas.

– ¿Carl? ¿Eso es lo que le has dicho? No tienes mucha pinta de llamarte Carl.

– Amanda, puedo explicártelo.

El hombre sacudió la cabeza.

– No, Henry, no vas a explicarle nada. No hay tiempo que perder, nada de explicaciones. Tú me das lo que quiero y la señora Davies se despierta mañana por la mañana.

Amanda dio un respingo. Él era muy fuerte. Ella no podía moverse.

– Escucha -dije, intentando no tartamudear, con el cuerpo entumecido-. Te juro que no sé nada de un paquete. Los periódicos se equivocan. Los Guzmán están mintiendo.

Amanda volvió la cabeza hacia mí. Había miedo en su cara, pero también un asomo de rabia. Sabía que yo estaba ocultando algo. Y mi engaño había conducido a aquel hombre hasta su casa. Había puesto una pistola junto a su cabeza. Sentí un nudo en la garganta. Amanda podía morir por mi culpa. Y los dos lo sabíamos. Dije «lo siento» moviendo los labios sin emitir sonido, aunque sabía lo poco que debía de consolarla aquello.

– Carl, por favor -dijo ella. Las lágrimas le corrían a raudales por las mejillas, caían hacia su barbilla y se precipitaban blandamente hacia el suelo-. Por favor.

El hombre se rió suavemente. No fingía. Aquello le hacía gracia de verdad.

– Está bien, Parker. Te paso una -se quedó callado un momento-. Dile la verdad.

Miré a Amanda poniendo cara de pena. No me costó mucho. El vacío que notaba en las tripas vino solo.

– No me llamo Carl -dije-. Me llamo Henry. Henry Parker.

Amanda frunció las cejas. Pareció reconocer el nombre vagamente.

– ¿Y qué has hecho, Henry? -preguntó el hombre. Lo miré, intenté fulminarlo con la mirada, de hecho, pero me salió una expresión lastimera-. Adelante, cuéntaselo.

Sofocando las lágrimas que me ardían en la garganta, dije:

– Creen que he matado a un policía.

– ¿Quién lo cree? -Amanda tenía los ojos enrojecidos-. No lo entiendo.

– La policía. La policía cree que lo maté.

– John Fredrickson -dijo él-. Una lástima. He oído que su mujer y sus hijos contaban con él.

– ¿Eres policía? -le pregunté, y de pronto me sentí estúpido. ¿Tomaría de rehén un policía a una mujer inocente?

– No, pero me halaga que consideres que mi criterio está al mismo nivel que el suyo. Sé mucho de policías y te aseguro que te haré un favor si te mato rápidamente.

– ¿Henry? -era Amanda. Me miraba fijamente mientras decía por primera vez mi verdadero nombre.

– ¿Sí?

– Dáselo.

¿De qué estaba hablando? Ella sabía mejor que nadie que yo no llevaba nada encima.

– Amanda, no sé…

– Henry, no quiero morir. Ve a buscarlo. Trae el paquete. Dale lo que quiere.

– Exacto, Henry -dijo el hombre-. Ve a buscarlo.

Amanda dijo:

– Me dijiste que lo pusiera en la mesilla cuando subimos, ¿te acuerdas? Dáselo.

– ¿En la mesilla? Amanda, no sé de qué me hablas.

El hombre empujó a Amanda y dio un paso hacia mí. Se inclinó hacia delante.

– Parker, quiero que te acerques a la mesilla y me lo des. Tienes cinco segundos. Si al acabar esos cincos segundos no lo tengo, la sangre de Amanda manchará tus manos.

– Amanda, yo…

– Uno.

– Pero…

– Dos.

– Tráelo, Henry -gimió Amanda.

– Tres.

De pronto me acordé. Sabía lo que había en la mesilla de noche. Tragué saliva y asentí.

– Para. Voy a buscarlo.

Dio un paso atrás y el hombre se acercó. La mesilla de noche de Amanda era pequeña, de madera de balsa, con un cajón. Fuera lo que fuera lo que buscaba aquel tipo, no podía ser más grande que un tablero de ajedrez. Coloqué el cuerpo de tal modo que no pudiera verme las manos, entreabrí el cajón y metí la mano dentro. Toqué papeles y monedas. El envoltorio de un condón. Entonces lo noté. Un cilindro fino, seguramente del tamaño de una barra de labios. Gas lacrimógeno. Amanda no bromeaba cuando dijo que lo guardaba en la mesilla de noche. Apoyé el dedo sobre el pequeño botón. Veía sus sombras justo por encima de mi hombro derecho. Sólo tenía una oportunidad; si no, estábamos los dos muertos.

– Amanda -dije moviéndome ligeramente hacia la derecha-, aquí está.

Vi que él aflojaba un poco el brazo.

En ese momento Amanda agachó la cabeza y agarró la pistola. Yo me volví bruscamente y bajé el botón. Un chorro de líquido transparente roció la cara del hombre. Soltó un grito y dio un paso atrás. El olor me revolvió el estómago. Agarré a Amanda del brazo.

– ¡Corre!

Corrimos hacia la puerta. Yo agarraba con fuerza a Amanda por la muñeca. Pero de pronto sentí que tiraban de mí hacia atrás. Amanda chilló. El hombre la había agarrado del pelo y tiraba de él como de una correa.

Tenía los ojos enrojecidos. La nariz le goteaba. Sorbía, pero aparte de eso parecía impertérrito. Se limpió suavemente los ojos con la manga, con cuidado de que el gas no penetrara más adentro.

– Dios -susurré.

Volvió a levantar la pistola. Amanda se retorcía violentamente, intentando soltarse.

– Parker -dijo él con rostro inexpresivo, los ojos inyectados en sangre. Su frialdad resultaba aterradora-. Creo que me han rociado con gas lacrimógeno treinta o cuarenta veces. La verdad es que no escuece tanto cuando te acostumbras.

Tiré del brazo de Amanda, pero él la sujetó con fuerza.

– Por favor -gimió ella. Él pareció quedarse pensando un segundo.

– ¿Por dónde iba? Ah, sí. Acababa de contar hasta cuatro.

Apuntó a Amanda a la cabeza. A mí no me quedaban más ases en la manga. El cuerpo de Amanda estaba entre nosotros como una barrera. Yo no sabía qué había en aquel paquete, así que no podía improvisar. No había más opciones. No había más tiempo.

«Por favor, que esto no pase. Lo siento, Amanda, no quería involucrarte. No sé qué hacer. No…».

De pronto se oyó un estruendo en la planta de abajo, un ruido de madera rompiéndose. Amanda gritó. Una expresión de sorpresa se grabó en la cara del desconocido. Entonces oí pasos abajo. Pasos de más de una persona.

– ¿Quién coño es? -preguntó el hombre-. ¿Quién coño hay aquí?

Subían por la escalera. Yo miraba a un lado y a otro, buscando una salida. De pronto dos hombres irrumpieron en la habitación. Uno era grueso, mayor. El otro era delgado y más joven. No podía ser. Eran los mismos policías que me habían perseguido esa mañana. ¿Cómo habían descubierto dónde estábamos?

El mayor me miró con odio. El corazón me latía a mil por hora. Entonces él vio a Amanda. Miró al hombre de la pistola, cuyo cañón se apoyaba firmemente contra su cabeza.

– ¿Qué demonios está pasando? -dijo.

– Dios -dijo el más joven. Miraba fijamente al de la pistola, abría y cerraba la boca como un pez moribundo. Miraba al hombre de negro como yo los miraba a ellos. Como si lo hubiera visto antes-. No puede ser.

– ¿Amanda Davies? -preguntó el mayor. Parecía hacer esfuerzos por conservar la calma mientras apuntaba al espacio que había entre el asesino y yo.

Amanda asintió con la cabeza, dejó escapar un gemido.

– FBI. Agente Mauser, éste es el agente Denton. Ahora está a salvo.

Ella no parecía muy convencida. Denton, el que no se había presentado, dio un paso adelante. Me miró con los dientes apretados, luego se volvió hacia el pistolero.

– Baja la pistola. Inmediatamente -le tembló la voz, le tembló la pistola al apuntar al asesino, parecía no creer que la pistola pudiera hacer más daño que una cerbatana. Como si aquel hombre fuera invencible.

Mauser continuó.

– Henry Parker, queda usted detenido por el asesinato de John Fredrickson. Todo lo que diga me importa un carajo. Muévase y lo mato.

Giré la cabeza. Tres pistolas se movieron. Los tres me querían muerto.

– Suelta la pistola, gilipollas -dijo Denton, señalando al hombre de negro. Mauser me apuntaba a mí, pero lentamente se volvió hacia el desconocido. Miré a Amanda. Ella se retorció violentamente y logró desasirse. El hombre de negro no pareció notarlo.

Los ojos de Denton brillaron un momento. Luego, sin previo aviso, apretó el gatillo y una detonación retumbó en la habitación. El hombre de negro se volvió bruscamente y aulló, llevándose las manos al pecho.

– ¡Joder! -gritó Mauser, y entonces se desató el caos. El desconocido se lanzó hacia delante, nos apartó a Amanda y a mí de un empujón y tiró al suelo a los dos agentes. Mauser se golpeó la cabeza contra el picaporte con un ruido seco. Denton se estrelló contra el armario y se desplomó. Una pistola cayó al suelo al tiempo que el hombre salía corriendo al pasillo y se precipitaba escaleras abajo, agarrándose el brazo. Su sangre manchó la pared. Los dos agentes estaban aturdidos. Aquélla era nuestra única oportunidad. Era reaccionar o morir. Agarré a Amanda del brazo y tiré de ella.

– ¡Vamos!

Corrimos escaleras abajo, salimos por la puerta delantera a la noche gélida.

«No hay tiempo para pensar. ¡Huye!».

No se veía al hombre de negro. Yo todavía olía el rastro del gas lacrimógeno, el olor de algo que se quemaba. Entonces Amanda me tiró del brazo.

– Por aquí.

Me llevó por un lado de la casa, pasamos junto a un cobertizo y una trampilla cerrada. Nos abrimos paso entre una hilera de árboles del jardín trasero. Las ramas me arañaron la piel. La adrenalina fluía por mis venas como impulsada por una bomba de gasolina sin válvula de seguridad. No sabía si tiraba de Amanda o si era ella quien tiraba de mí, pero enseguida nos encontramos corriendo por una carretera mal iluminada, el cielo negro sobre nosotros, los árboles de un verde neblinoso.

Aflojamos el paso al acercarnos a un cruce de cuatro calles. Me dolía el pecho, la sangre me golpeaba las sienes. Había pocos coches en la carretera. Estábamos a la intemperie, protegidos sólo por la oscuridad de la noche. En alguna parte, en la penumbra, había tres hombres que querían matarme. Sólo pasaría un momento antes de que alguno de ellos nos encontrara.

– Allí, mira -dije, señalando una camioneta Ford Tundra con la parte de atrás descubierta que se había parado delante del semáforo en rojo. La cabina oscilaba arriba y abajo, como si fuera hidráulico.

Tomé a Amanda de la mano. Nos agachamos, pasamos escondiéndonos junto a la parte de atrás. Me asomé a los retrovisores para ver al conductor, luego me erguí para ver mejor. El conductor llevaba una gorra verde de camionero bajo la que se adivinaba su cabeza. En los altavoces sonaba música country a todo volumen. El conductor movía rítmicamente la cabeza. Hice una mueca. Lo único peor que verte perseguido por tres hombres que querían matarte era verte perseguido por tres hombres que querían matarte, y además tener que escuchar música country.

Eché un vistazo alrededor, me aseguré de que nadie nos veía.

– Vamos -le susurré a Amanda, señalando la parte de atrás de la camioneta.

Me miró con incredulidad.

– Será una broma.

– Estarán aquí en cualquier momento. Por favor, tienes que confiar en mí. Tenemos que salir de aquí.

No sé si fue por fe ciega o por puro terror a que la atraparan, pero Amanda me siguió cuando doblé la esquina trasera de la camioneta. Justo cuando el conductor movía con más ímpetu la cabeza, la aupé por encima del parachoques trasero. El semáforo se puso en verde. Oía chillar los neumáticos. La camioneta empezó a moverse. Amanda levantó la cabeza, una mirada asustada en los ojos.

Justo antes de que el vehículo se pusiera en marcha a toda velocidad, me agarré a su borde y de un salto me encaramé a la parte de atrás. Había una lona amontonada en el suelo. Agachándome para que el conductor no me viera por el retrovisor, la agarré y nos la eché por encima. La música de una guitarra salía por las ventanillas mientras intentábamos respirar. La lona olía a sucio, pequeñas migajas caían sobre nuestros cuerpos, sacudidas por el traqueteo.

Miré a Amanda, el aire entre nosotros era caliente y sucio. Me miró con furia y negó con la cabeza. No dije nada. No tenía sentido. Pronto se lo explicaría todo. Se lo debía.


A lo lejos, el Hacha vio alejarse la camioneta en la oscuridad y desaparecer tras un recodo de la carretera. Había pocas luces que iluminaran la calle, pero por suerte el leve resplandor de los semáforos le permitió leer y memorizar la matrícula.

Tocó suavemente la herida de bala y una oleada de dolor sacudió su cuerpo. Palpó la piel desgarrada y sintió otra punzada. Cerró los ojos con fuerza, intentando bloquear el dolor. Se imaginó la cara de Anne y el dolor remitió, el calor envolvió la herida como un bálsamo sedante. Sintió sus besos húmedos en la mejilla, sus manos entrelazadas, sus dedos suaves, sus uñas pintadas. El dolor era ahora lejano, había quedado olvidado entre sus recuerdos.

Volvió a pensar en la herida y mantuvo a Anne al fondo como un anestésico. Pasó el dedo a lo largo de su pecho y de su hombro. No había orificio de salida y la bala no estaba alojada en su carne. Seguramente le había roto una costilla o dos y había rebotado.

Notaba que la sangre empapaba su ropa. No podía hacer nada, excepto ignorarla. El aire frío de la noche se colaba por el agujero de su chaqueta. El agujero junto al bolsillo derecho de la pechera. La sangre en la ropa. Empapándolo todo…

El Hacha se quedó paralizado.

No. Por favor, no.

Con dedos temblorosos, ardiendo de dolor, buscó el pequeño bolsillo de su pecho donde guardaba la foto de Anne. El único recuerdo de su amada. El único resto de la vida de Anne. El único vínculo que tenía con ella, salvo los recuerdos que se iban difuminando cada día.

«Por favor, que esté bien».

Se enredó con la tela, el dolor se abría paso entre sus barricadas mentales. Contuvo el aliento al sacar la fotografía. Los semáforos daban la luz justa. Lo que vio le rompió el corazón y selló el destino de Henry Parker.

Su trato con Michael DiForio estaba olvidado. La muerte de Henry Parker era lo único que le importaba ahora.

Sobre la frágil fotografía había una densa capa de sangre. Sangre suya. La cara de Anne había desaparecido bajo aquel amasijo rojo. Su cara rota por un agujero de bala. Intentó delicadamente limpiar la fotografía, pero el papel se desmenuzó entre sus dedos. Una vez más, su vida había contribuido a la muerte de Anne. Desde aquel momento, su cara seguiría intacta sólo en su recuerdo. Pero el recuerdo era más falible que una fotografía.

Un grito gutural de rabia escapó de sus labios mientras apretaba los restos de la fotografía contra su pecho. Su corazón palpitaba bajo ella, la sangre manaba de su herida.

Anne había abandonado su vida hacía años. Pero, para el Hacha, Henry Parker acababa de volver a matarla.

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