Capítulo 35

Joe Mauser clavó las uñas en el reposabrazos al notar que el tren de aterrizaje se desplazaba bajo el avión. El piloto anunció que se disponían a aterrizar y Joe bebió otro trago de whisky de su petaca, que sujetaba con tanta fuerza que se le transparentaban los nudillos. ¿Por qué habría vuelto Parker a Nueva York?

Sentado a su lado, Denton hablaba por un teléfono Airfone y anotaba algo en una servilleta. La llamada parecía importante. Tal vez hubiera buenas noticias. Joe rezaba por que así fuera. Parker ya los había puteado bastante. Y Joe no podría soportar otra llamada de Linda hasta que se hubiera hecho justicia. El asesino de John llevaba demasiado tiempo suelto. Era hora de cobrarse venganza.

Denton colgó y señaló con la cabeza la petaca de plata de Mauser, que llevaba grabadas las iniciales JLM.

Joseph Louis Mauser.

Joe siempre decía que le habían puesto ese nombre por el boxeador Joe Louis. Pero era mentira, claro. Su abuelo se llamaba Louis y su abuela Josephine. Daba igual. Todo el mundo sabía que hacía muchos años que la verdad estaba criando malvas.

– ¿Me das un trago? -preguntó Denton. Mauser le pasó la petaca sin decir nada. Miró por la ventanilla, vio los millares de luces minúsculas que salpicaban el paisaje de Nueva York. Todo el mundo seguía con su vida sin pensar en el asesino desalmado que había entre ellos. Un leve estremecimiento recorrió su cuerpo mientras el licor hacía efecto. Cuando Denton acabó de beber, Mauser dio otro trago.

– Tranquilo, jefe -dijo Denton-. Tengo noticias que te van a hacer entrar en calor mejor que cualquier bebida.

– Es Glenlivet de doce años -contestó Mauser-. Más te vale que sean noticias acojonantes.

– Descuida -luego añadió-: La policía de Nueva York tiene una pista sobre Parker y la chica.

– ¿En serio?

– Sí. Por lo visto un hombre mayor dice que vio a Parker y a Davies sentados en una cafetería de Harlem. El agente que tomó la denuncia no se lo creía, dice que el testigo parecía tener un pie en la tumba, pero las descripciones de los dos coincidían. El cocinero de la cafetería ha corroborado la historia. Dice que había visto una foto de Parker esa misma mañana en el periódico.

– Entonces Amanda Davies sigue viva.

– Supongo que sí -dijo Denton-. Pero ¿por qué mató a Evelyn y a David Morris y no a Amanda? ¿La lleva como rehén?

– ¿Tú sabes lo difícil que es llevar a un rehén por una sola calle? Cuanto más por un país entero. Opino que está metida en esto con él -algo pareció encajar en la cabeza de Mauser-. ¿Dices que los han visto en Harlem? ¿En qué parte de Harlem?

Denton miró su servilleta garabateada.

– Aquí dice que el sitio se llama Tres huevos con jamón. Qué monada. Está entre la 104 y Ámsterdam.

– Entre la 104 y Ámsterdam. Justo al lado de…

– Del edificio donde liquidaron a Fredrickson -Mauser miró con rabia a Denton y éste pareció darse cuenta de que había metido la pata-. Perdona, Joe. Donde fue asesinado. En todo caso la policía está peinando el barrio. El testigo tardó su buen cuarto de hora en llamar al 911, así que supongo que Parker podría estar en cualquier parte. Pero de todas formas se está haciendo el registro con la debida diligencia.

– Me importa un bledo -dijo Mauser, enfadado-. Quiero que claven a Henry Parker en la pared con una chincheta. Quiero mirarlo a los ojos y ponerle la pistola bajo la barbilla. Quiero ver el miedo en sus ojos antes de volarle la tapa de los sesos con la debida diligencia.

Sintió que el avión se sacudía y se escoraba a estribor. Se agarró al asiento con más fuerza y cerró los ojos, deseando que el alcohol los mantuviera cerrados hasta que aterrizaran.

– Yo tengo tantas ganas de que eso pase como tú, Joe, créeme.

Con los ojos todavía cerrados, Mauser dijo:

– No creo, Len.

Abrió los párpados, miró al hombre más joven sentado a su lado. Sentía bullir la ira dentro de Leonard Denton, pero era una ira silenciosa. Una ira que habitaba dentro de su sangre, que no dependía del calor de las circunstancias para empezar a hervir. Ésa era la ira más peligrosa.

– ¿Por qué crees que ha vuelto Parker? -preguntó Denton-. ¿Por qué arriesgarse a volver al lugar de los hechos? ¿Crees que será por las drogas, por ese paquete que les robó a los Guzmán? Puede que haya vuelto por eso.

– ¿Sinceramente, Len? -dijo Mauser-. Me importa un carajo. No voy a malgastar saliva en teorías sobre por qué hizo Parker esto o aquello. Eso se lo dejo a los tribunales, si es que alguna vez llega a alguno. Si encontramos las drogas, estupendo.

– ¿Y qué hay de Shelton Barnes?

Mauser detectó un asomo de miedo en su voz. ¿Era posible que aquel tipo siguiera vivo? Joe seguía sin saber cómo y por qué había aparecido aquel zombi armado en la casa de Amanda Davies, en San Luis.

A la mierda.

No importaba. Nada importaba. Mientras encontraran a Henry Parker antes que la policía o Shelton Barnes. Había tantos comodines en la baraja que costaba hacer trampas. Pero todo valdría la pena si disponía de un segundo a solas con Henry Parker.

– Entonces, ¿cuál es el plan? -preguntó Denton.

– Me juego algo a que Parker todavía está en Manhattan. No habría vuelto si no tuviera una buena razón. Puede que sea por las drogas. Quiero que la policía interrogue a todos los porteros, turistas, taquilleros del metro y paseadores de perros que haya a dos kilómetros a la redonda de esa cafetería. Pero no quiero que detengan a Parker hasta que lleguemos. Tengo mis planes y no los voy a cambiar.

– Tenemos los mismo planes, Joe. No lo olvides.

Mauser lo miró. Los ojos de Denton brillaban: había una pequeña chispa tras las pupilas. Su rabia, disparada por el miedo, era tangible. Habría que ocuparse de ella cuando aquello acabara.

Joe bajó la voz. Dejó que el alcohol templara sus emociones.

– Len, sé que estás cabreado porque no te hayan ascendido antes. Pero créeme, la mitad de este trabajo es pura suerte. Consigues una buena pista, el caso se resuelve y tu carrera ya está enfilada. Y en cuanto atrapemos a ese canalla, todo el mundo sabrá que no podría haberlo hecho sin ti.

– Te lo agradezco, Joe, de veras -dijo Denton con una mirada distraída-. Pero a veces uno tiene que forjarse su propia suerte.

– Sí -respondió Mauser, y se relajó en el asiento cuando el avión se enderezó-. A veces sí.

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