Capítulo 12

Grité al teléfono:

– ¿Mya? ¿Mya? ¿Qué pasa?

«Huye», había dicho ella.

No un simple «vete, Henry, por favor». Me estaba suplicando, avisándome.

Me aparté de la cabina como si estuviera apestada. Tenía las mejillas calientes. Miré a derecha e izquierda, no vi nada fuera de lo normal, sólo los ruidos cotidianos del tráfico y la conversación de la gente.

«Huye».

No tenía sentido. ¿Por qué estaba Mya tan asustada? Las tripas me decían que tenía que largarme. Había ido hasta allí con la esperanza de ver a Mya, pero también tenía un plan por si acaso ella no podía ayudarme. Ahora tenía que olvidarme de ambas cosas. No estaba a salvo. El nerviosismo se abatió sobre mí como una ola de agua helada.

Entonces oí un ruido que me heló la sangre. Pasos. No el ruido habitual de unos pies caminando al compás que marcaba el cuerpo, sino el retumbar de una carrera. Agucé el oído. Eran más de dos pies.

Di media vuelta y vi horrorizado que dos hombres venían corriendo hacia mí a menos de una manzana de distancia. Sus ojos se clavaron en los míos. Uno de ellos llevaba una pistola. La luz se reflejó en otro objeto y comprendí instintivamente que era una insignia.

«Huye».

– ¡Henry Parker! -gritó el más alto y delgado-. ¡No muevas ni un puto músculo!

Mis pies se movieron antes de que pudiera pensar, y de pronto me vi corriendo a toda velocidad por la calle 116, entre dos carriles llenos de coches. El ruido de las bocinas atronaba mis oídos, los conductores me insultaban en idiomas extranjeros. El parachoques de un coche me dio en la pierna y perdí el equilibrio. Me rehice, vi a un taxista con turbante haciéndome un gesto obsceno.

Corrí al otro lado de la calle, doblé una esquina, me abrí paso entre los peatones. La gente volvía la cabeza al verme pasar. Sentía ya los pulmones a punto de estallar. El viento me arañaba la cara. No sabía si los policías estaban cerca, el golpeteo que notaba en los oídos era ensordecedor como un trueno.

De pronto un brazo me agarró, arrancándome un gran trozo de tela debajo de la axila. Logré desasirme mientras un tipo musculoso con sudadera gritaba:

– ¡Es Henry Parker! ¡Alto! ¡Has matado a un policía, cabrón!

Mi única salvación era el metro. No podría llegar a ninguna parte a pie. Tenía que salir de Nueva York. La gente empezaba a reconocerme. Aunque pudiera dar esquinazo a los dos policías, no podría zafarme de toda una ciudad.

Esquivé una fila de cubos de basura en la esquina de la 115 con Madison. Armándome de valor, empujé los cubos uno a uno, haciéndolos rodar calle abajo. La acera quedó cubierta de basura maloliente.

– ¡Parker! ¡No te muevas! -gritó alguien. Estaba cerca. Muy cerca.

Zigzagueé entre el tráfico. En mi cuerpo se mezclaban el sudor ardiente y el frío del viento y el miedo. Tenía los nervios al rojo vivo.

Llegué al semáforo siguiente corriendo con todas mis fuerzas. Me ardían las piernas. Las costillas magulladas me dolían.

– ¡Parker!

– ¡Henry!

Distinguí dos voces. Ambas furiosas, vigilantes. No iban a detenerse.

Entre Lexington y Park llegué por fin a la entrada de la línea 6, a punto de desmayarme.

Entonces un estruendo aterrador rompió el aire como un trueno en un día despejado, y a mi alrededor los peatones agacharon la cabeza para cubrirse. Sentí un pinchazo en la pierna, como si me hubiera picado una abeja.

Dios mío, ¿qué era eso?

Bajé las escaleras de tres en tres, tirando al suelo a una mujer hispana que me llamó de todo. No tuve tiempo de disculparme.

Aflojé el paso al entrar en la estación, eché mano de mi cartera. Si saltaba el torno, llamaría la atención. El jefe de estación me vería, llamaría a la policía de tráfico. Por fin mis dedos húmedos sacaron el abono del metro y lo pasé por el escáner.

– Vuelva a pasar el abono, por favor.

Dios mío. Ahora no.

Volví a pasarlo y un pitido confirmó que había pagado el billete.

Respirando con dificultad, caminé a toda prisa hacia el fondo del andén, intentando pasar desapercibido entre los desconocidos enfrascados en periódicos y libros de bolsillo.

Al llegar al final del andén, me escondí detrás de una columna. Me ardían los pulmones. Me incliné hacia la línea amarilla y me asomé al túnel. Se veían dos luces brillantes. Se estaban acercando. Pero el tren no llegaría a tiempo. Me miré el muslo, vi el agujero en mis pantalones, la sangre que teñía la tela azul. No sentía dolor, era como si mi sistema nervioso se hubiera bloqueado. Oh, Dios…

Por favor, que el tren llegara antes que los policías. Necesitaba más tiempo.

Miré hacia los tornos, se me encogió el corazón al ver a los dos policías corriendo por el andén, mirando de un lado a otro. Me pegué al pilar mugriento, intentando aquietar mi respiración. Ya no oía pasos; el tren estaba demasiado cerca, su chirrido sofocaba cualquier otro ruido.

El primer vagón de la gigantesca serpiente metálica pasó velozmente a mi lado. El aire se rompió a mi alrededor en un instante, el pelo se me pegó a la frente.

«¡Vamos!».

Entonces el tren empezó a aminorar la marcha. Los frenos rechinaban contra las vías, el viento aflojó.

Cuando el tren se detuvo y las puertas se abrieron, esperé a que salieran los pasajeros y me metí luego en el último vagón. Me senté junto a una chica con traje azul de rayas. Llevaba auriculares y mecía la cabeza rítmicamente, en silencio. El hombre sentado enfrente iba leyendo un periódico doblado. Ninguno de los dos me miró. Respiré despacio. Mi corazón comenzó a latir más despacio.

Dejé escapar el aire cuando las puertas empezaron a cerrarse. Sabía adónde ir. Sólo tardaría unos minutos en llegar.

Entonces, justo antes de que las puertas se cerraran del todo, volvieron a abrirse. Alguien intentaba entrar en el último instante. En mi vagón nadie intentaba abrirlas, así que me levanté y miré por la ventanilla hacia el vagón siguiente.

No.

Dos pares de brazos se esforzaban por abrir la puerta como arañas atrapadas en el interior de una planta carnívora. Distinguí el brillo de una placa, vi las caras a través de la ventanilla. Los policías iban a entrar.

Intentando actuar con normalidad, me levanté y avancé despacio hacia el otro extremo del vagón.

La voz rasposa del conductor sonó por los altavoces.

– ¡Nos vamos, señores! Hay otro tren detrás de nosotros.

No tuve tiempo de pensar. Cuando las puertas volvieron a abrirse, justo en el instante en que los policías entraban en el tren, volví a salir de un salto al andén. Corrí hacia la entrada del metro, vi el cañón de una pistola atrapado entre las puertas del otro vagón. Los policías me habían visto bajar y estaban intentando volver a salir. La voz del conductor volvió a sonar, irritada, cuando las puertas volvieron a abrirse y los policías salieron al andén. A menos de seis metros de mí.

«Corre».

Seguí a la gente que se había bajado del tren en la 116 y esquivé a una mujer que llevaba un carrito de bebé. Subí corriendo un tramo de escaleras hasta el andén superior. El olor mohoso a café vertido y cigarrillos apagados saturaba mis fosas nasales cada vez que respiraba. La salida a la calle estaba más allá de los tornos, pero yo no quería salir. No había duda de que los policías habían pedido ayuda. En cualquier momento rodearían la estación como tiburones sedientos de sangre. Dadas las circunstancias, la huida era preferible a la confrontación.

Me metí en un quiosco de prensa y cogí la primera revista que encontré. Penthouse.

Daba igual.

La abrí y me quedé de pie justo detrás de la nevera de los refrescos para que no se me viera. Asomándome por encima de una fotografía de pechos del tamaño de pelotas de playa, vi a los policías subir al andén. Hablaban a golpes, gesticulaban frenéticamente hacia un lado y otro de la estación. Luego, el más joven señaló hacia el gentío que subía las escaleras en dirección a la calle. Corrieron hacia la salida, gritando y abriéndose paso a codazos entre los transeúntes asustados. Cuando se perdieron de vista, me recompuse y regresé andando lentamente al andén inferior. Otro tren estaba entrando en la estación.

Me escondí detrás de un pilar, sólo por si acaso, y esperé.

El tren se detuvo, las puertas se abrieron y entré. Cuando las puertas se cerraron a mi espalda y el vagón comenzó a moverse, comprendí que estaba solo. Respiré hondo y me senté.

Una mujer mayor, sentada frente a mí, me miró con desprecio y sacudió la cabeza. ¿Lo sabría?

Entonces bajé la mirada y vi que seguía teniendo el Penthouse en la mano. Sonreí, me encogí de hombros y levanté la revista para que la viera.

– Lo siento -dijo-. Creía que era el Newsweek.

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