Capítulo 23

Mauser tomó dos pastillas y se las metió en la boca. Luego se lo pensó mejor y se tragó otras dos. Dio las gracias al chico que, de pie junto a él, sostenía el frasco de pastillas sonriendo como un perro que acabara de ganarse un premio. A Joe le dolía la cabeza. La sangre golpeaba el bulto que tenía en la sien izquierda. Los analgésicos tardaban en hacer efecto. El chico con el uniforme marrón claro de la policía del condado de San Luis parecía encantado de estar allí. Mauser le dio de nuevo las gracias y se levantó lentamente de la cama en la que llevaba sentado media hora, intentando despejarse.

Denton estaba en el pasillo. El jefe de la Brigada de Búsqueda de Fugitivos, un tal Wendell que no parecía tener más de treinta años y cuyo pelo, sin embargo, empezaba a volverse gris, lo miraba con el ceño fruncido y maldecía como si sus compañeros de clase acabaran de enseñarle un taco nuevo. Mauser había tenido que aguantar sus improperios hasta que lo había ahuyentado diciendo que el dolor de cabeza podía desencadenar en él reacciones violentas contra «cretinos que se creen que tienen un megáfono en la boca».

Denton tenía un moratón de color arándano a un lado del cuello, donde se había golpeado contra el armario. Se había puesto totalmente blanco, pero Mauser había conseguido calmarlo, le había dicho que el departamento le daría una prima por los moratones adquiridos en acto de servicio.

Encontraron una mochila que pertenecía a Parker. Denton la abrió y puso cara de desilusión cuando sólo sacó una grabadora y una libreta. En la cinta no había nada, excepto una entrevista con Luis Guzmán, el hombre al que Parker había atacado después. Una tapadera perfecta, en realidad. Parker lo entrevistaba, fingía hacer su trabajo para que pareciera que tenía un motivo legítimo para estar allí.

Mauser observaba a Len Denton. No era sólo rabia lo que se había apoderado del joven agente, sino una especie de miedo. A Mauser le sorprendía que hubiera apretado tan pronto el gatillo, que no se hubiera molestado en negociar, que hubiera corrido el enorme riesgo de que la bala diera a Amanda Davies. Se preguntaba si el sistema nervioso de su compañero había alcanzado su punto de quiebra, como les pasaba a muchos otros agentes que no estaban hechos para el trabajo de campo.

Los miraba discutir en el pasillo de Amanda Davies. Denton se rascaba distraídamente el cuello amoratado. Wendell fue poniéndose morado, luego azul, después de un tono de gris que no podía ser sano. La habitación olía todavía a pólvora y residuos de gas lacrimógeno. Los forenses se habían llevado ya el casquillo disparado por Denton, junto con las muestras de sangre y las huellas dactilares del asesino vestido de negro. A pesar de sus dudas, Mauser apoyaría la decisión de Denton de abrir fuego.

Había visto la mirada de aquel hombre, sabía que había sido pura suerte que aparecieran en aquel momento. Aquel tipo habría matado a Parker y a Davies sin pensárselo dos veces.

Mauser miró a Denton y sus ojos se encontraron. Los dos miraron al cielo al unísono. Wendell se lo estaba pasando en grande. El jefe de brigada dejó por fin de gritar. Pero, más que sin tacos, parecía haberse quedado sin carburante.

Una inspección rápida de los alrededores no había arrojado ningún resultado, salvo algunas ramas rotas y huellas que conducían a la carretera. Era casi imposible detectar las gotas de sangre en el barro, así que no sabían si Parker o Davies estaban heridos. No había cadáveres, ni rastro de Parker o Davies, ni del hombre al que Denton había disparado.

Mauser se encolerizó al comprender que había perdido su única pista.

Wendell entró en la habitación de Amanda Davies y se detuvo frente a él. Le temblaban las cejas. Joe suspiró. Por el bien de Wendell, esperaba que se diera cuenta del poco aguante que tenía.

– Lo que han hecho su compañero y usted esta noche ha sido muy poco profesional -dijo Wendell-. Me alucina que hayan roto el protocolo de esa manera, no informando a ningún departamento sobre ese fugitivo. Y no sólo no han conseguido detenerlo, sino que han puesto en peligro la vida de otras personas. ¿Y si hubiera entrado en otra casa? ¿Y si…?

– Pero no lo hizo -lo interrumpió Mauser.

– Ésa no es la cuestión -continuó Wendell, impertérrito-. Ésta es mi jurisdicción, agente, no la suya.

Su saliva salpicó la cara de Mauser. Mauser se la limpió con calma, pero notó que el calor empezaba a difundirse por su cuello. Buscó a su compañero con la mirada y lo vio en el pasillo, charlando con un agente rubio. Imagínate.

– Jefe -dijo Mauser-, con el debido respeto, cállese la puta boca. Ahora mismo.

Wendell cruzó los brazos sobre el pecho y esperó a oír lo que aquel bestia tenía que decir. Mauser prosiguió.

– Si no le informamos fue porque no podía confirmar el paradero de Parker. Si hubiéramos difundido una orden de busca y captura en el estado, se habría largado mucho antes de lo que usted es capaz de meterle la lengua por el culo a su supervisor. Teníamos a Parker en esta casa, y se acabó.

Wendell bufó y señaló la puerta.

– ¿Y se acabó? ¿Y dónde está ahora, si no le importa que se lo pregunte? ¿Escondido debajo de la cama, quizá? Es un buen escondite, quizá debamos mirar ahí. Su compañero y usted lo tenían acorralado en una casa, solo y desarmado. Tenían armas y él no. Lo tenían a su merced. Quizá deberían haberle pedido que se atara y que saliera al porche envuelto con una bonita cinta rosa.

– Con el debido respeto, jefe -dijo Mauser-, sabe usted muy bien lo que pasó. No podíamos prever que fuera a aparecer ese otro tipo.

– Sí, ya. Su amigo Denton consiguió meterle una bala en el cuerpo y aun así los han perdido a los tres.

– Es cuestión de tiempo -dijo Mauser-. Fuera la hierba está húmeda. Tienen dos caminos de pisadas. Dejaré que adivine usted cuál pertenece a Parker y a la chica. Se habrá fijado en que los dos llevan a la carretera. ¿Ha puesto controles?

– Los están montando en este momento -respondió Wendell. Mauser asintió con la cabeza.

– Bien. Hay muy pocos sitios a los que puedan ir. ¿Quiere que le dé un consejo, jefe? Compruebe las áreas de servicio, los moteles, los restaurantes de comida rápida de todas las carreteras interestatales hasta Illinois. Es lo que más le conviene.

Wendell asintió distraídamente, como si le costara dar su brazo a torcer. Denton entró guardándose un trozo de papel en el bolsillo. Mauser dedujo enseguida que le había sonsacado su número de teléfono al agente rubio. Siempre a la caza. Denton le puso la mano en el hombro, habló en voz baja.

– ¿Qué tal estás, socio?

– No me llames socio -Denton levantó las manos fingiendo que se rendía. Mauser se frotó la frente-. Me duele la puta cabeza como si tuviera un oso sentado encima.

– Quizá deberías hacerte una resonancia magnética -dijo Denton-. Si tienes una conmoción cerebral, deberías descansar unos días.

– Y una mierda -respondió Mauser-. Tráeme una aspirina y estaré perfectamente. Parker nos lleva dos horas de ventaja. Cuanto más tiempo pasemos aquí sentados, más posibilidades hay de que ese payaso vestido de negro al que le pegaste un tiro los atrape a él y a la chica.

Denton asintió con un gesto. Mauser notó que le temblaba un poco el cuello. No sabía si era por mala conciencia o por otra cosa.

– Se te fue el gatillo, ¿eh? -dijo, y sus ojos se suavizaron un poco.

– Sí, supongo que sí.

– La chica estaba en medio. No veías bien.

– Veía suficiente. Mejor que tú ayer, en Harlem -Joe tenía que reconocer que sí, pero por alguna razón su disparo parecía justificado-. Tú le viste los ojos a ese tipo igual que yo. Si hubiéramos llegado cinco minutos más tarde, Davies habría muerto. Además, he hecho ese disparo una docena de veces. Apuntaba al nervio supraescapular del hombro. Si le das, se le cae la pistola. Y, visto lo visto, dio resultado.

– No le estabas apuntando al hombro. Tiraste a matar, Leonard, no te hagas el tonto. Y Parker sigue ahí fuera. Tenemos que atraparlo o esa chica está perdida.

Denton asintió distraídamente con la cabeza. Rehén o no, Amanda Davies formaba ahora parte de la ecuación. Igual que aquel loco violento, salido de no se sabía dónde.

En el pasillo sonaban voces, se estaba formando un revuelo. Oyó la voz crispada de Wendell.

– ¿Estás seguro? ¿Completamente seguro? Pero ¿es posible?

Mauser ladeó la cabeza, intentó aguzar el oído. Entendió alguna que otra palabra y se volvió hacia Denton, que estaba haciendo lo mismo. Pasados unos minutos, Wendell volvió a entrar en la habitación con los brazos en jarras. A su lado había un técnico calvo, nervioso, angustiado. Wendell parecía un padre listo para una regañina (y perversamente entusiasmado por ello).

– Bueno, agentes, se han llevado ustedes oficialmente la palma -dijo con una leve sonrisa en la cara. Aquella sonrisa, pensó Mauser, era de pura alegría por la desgracia ajena-. Enséñaselo, Tony.

Tony, el técnico, les dio unas hojas de fax. Era un historial delictivo que les había pasado el Departamento de Justicia. Sin leerlo, Mauser dijo:

– ¿Qué es esto?

– Hemos identificado a su asesino misterioso, el que ahora lleva un flamante agujero de bala gracias a Jesse James y a su gatillo flojo. Hemos encontrado huellas completas en el escritorio de Davies. Francamente, es lo único de la noche que no es un completo desastre. No me extraña que hayan sido mis hombres quienes han impedido que acabara siendo precisamente eso.

Tony dijo:

– Hemos sacado huellas completas y las hemos cotejado con el SAIIH.

Joe asintió con la cabeza. El SAIIH era el Sistema Automatizado Integrado de Identificación de Huellas del FBI, una base de datos que incluía registros de más de cincuenta y un millones de personas. Hasta que estuvo operativo en 1999, podía tardarse meses en cotejar unas huellas. Ahora, dos horas se consideraba mucho tiempo.

– Nos han mandado una coincidencia perfecta. Ese tipo tiene un historial impresionante. Pero no en el buen sentido, ya me entienden. Nunca ha estado en la cárcel, pero lo han interrogado muchas veces por una lista de delitos que van desde el «lo siento, agente, no volverá a ocurrir» al «tengo un sitio especial reservado en el infierno». Nuestro amigo misterioso estuvo en un reformatorio por el robo de un coche, pero al parecer se pasó al homicidio a la tierna edad de dieciocho años.

– Presuntamente -dijo Denton. Wendell soltó un bufido.

– Sí, exacto. Presuntamente. Y no se trata de un solo homicidio, sino de cuatro, para ser exactos. En todas las ocasiones tenía una coartada que se sostuvo o el testigo principal fue encontrado al fondo del hueco de un ascensor. Ya se pueden hacer una idea.

Mauser miró la primera página. Una foto. Reconoció al hombre al que Denton había disparado, sólo que en la foto parecía diez años más joven. Llevaba entonces el pelo más largo y tenía las facciones más suaves. Estaba sonriendo: una gran sonrisa dientuda. Parecía lleno de confianza en sí mismo, como si no tuviera nada de que preocuparse, como si supiera que iba a largarse con una palmada en el culo y una piruleta en la boca.

El hombre al que se habían enfrentado esa noche tenía el mismo color de piel, el mismo color de ojos, la misma estructura facial, pero Joe notó que su alma se había estragado durante los años transcurridos desde el momento en que se tomó la fotografía. Aquel hombre era frío, implacable, desprovisto de confianza porque no había tal cosa en su mundo. Alguien le había hundido una hoja de acero en el corazón y la había retorcido.

Mauser leyó su nombre en el historial.

Shelton Barnes.

Joe oyó que Denton emitía un suave jadeo, que su cabeza temblaba ligeramente. Wendell continuó.

– Hay una orden de detención contra él todavía vigente por el asesinato de un camionero en Williamsburg. A la víctima le pegaron dos tiros en la nuca y luego le sacaron los ojos y los dientes. También le cortaron los dedos, y nunca se encontraron. A ese pobre diablo lo identificó su mujer por una cicatriz que tenía en la cara interna del muslo, de cuando de pequeño se cayó subiéndose a una valla de alambre.

Mauser echó un vistazo al historial. ¿Qué relación tenía Shelton Barnes con Henry Parker? ¿Y cómo había acabado Barnes en San Luis? Se le buscaba por asesinato en otro estado, había conseguido zafarse durante diez años, y luego, de pronto, aparecía en medio de una persecución. No tenía sentido.

– Todavía no sabéis lo mejor -Wendell les pasó otra página con una fotografía mal iluminada y borrosa. Mauser la miró, sintió un estremecimiento, se le revolvió el estómago. Respiró hondo. Estaba mirando la fotografía de un hombre mutilado y carbonizado. El cuerpo estaba irreconocible, la piel se había desprendido, los huesos estaban astillados y quebradizos. No parecía un esqueleto, sino un trozo de carne que se hubiera dejado demasiado tiempo en la parrilla. Oyó que Denton tragaba saliva. Levantó la vista, tenía la boca seca.

– Creía que había dicho que el tipo al que Barnes mató en Williamsburg había muerto por disparos de bala -dijo Mauser-. A este tipo parece que lo han metido en una freidora.

Wendell negó con la cabeza, y Mauser lo comprendió de pronto.

– Ése no es el hombre al que mató Shelton Barnes -dijo Wendell con voz firme-. Es Shelton Barnes. Según el Departamento de Justicia, Shelton Barnes y su mujer, que estaba embarazada, murieron en un incendio hace diez años. Parece que lo único que han encontrado ustedes esta noche es un puto muerto viviente.

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