Capítulo 7

Joe Mauser no podía dormir. Notaba el torso caliente bajo las mantas. Pero tenía las piernas desnudas y frías. Miró el dedo de whisky de su mesita. Dejaba uno allí todas las noches. A veces funcionaba. A menudo no. Y a menudo se descubría yendo a llenarlo otra vez.

Se sentó, se restregó los ojos y miró el reloj. Eran las 4:27 de la mañana. Encendió la lámpara antigua que le habían regalado Linda y John cuando cumplió cuarenta y cinco años. Era una lámpara de lectura, dijeron. Y a su luz leía la etiqueta de la botella. Sobre la mesita no había otra cosa, salvo su Glock 40.

Joe levantó el whisky y bebió un sorbito. Sintió que el líquido lo quemaba bajo la lengua, pensó en encender la televisión. A veces se dormía viendo la teletienda. Quizá pudiera echar un vistazo a los canales de cine. No, eso no serviría. A esa hora sólo ponían películas porno y publirreportajes.

Tenía agujetas en las piernas. De correr por la mañana temprano. Había perdido nueve kilos en seis meses, quitándose de encima varios años de descuido. Ahora pesaba noventa y cinco kilos. No estaba mal, pero midiendo uno ochenta tampoco le vendría mal perder otros diez kilos. Correr por la mañana era fácil si uno no podía dormir.

Apagó la lámpara y cerró los ojos con la esperanza de que el sueño saliera a su encuentro. Justo cuando notaba que la oscuridad descendía sobre él, el pitido del teléfono hizo añicos cualquier posibilidad de dormir.

Maldiciendo, Mauser volvió a encender la lámpara y levantó el aparato.

– ¿Sí? -dijo.

– ¿Joe? ¿Te he despertado?

Mauser reconoció la voz de Louis Carruthers, su viejo amigo y jefe del Departamento de Policía de Nueva York. Carruthers ocupaba el cargo desde 2002. Era el cuarto jefe de departamento desde 1984, cuando todavía se llamaba al puesto «jefe de policía».

– No, idiota, acabo de volver de la bolera.

Joe y Louis habían sido compañeros tres años en la policía de Nueva York. Luego Mauser se marchó a Quántico para unirse a los federales y Louis siguió ascendiendo. Se veían para tomar una copa una o dos veces al año, pero siempre quedaban con semanas de antelación. Joe dedujo que, si lo llamaba tan tarde, no era para sentarse en un bar a engullir aperitivos.

– Estoy en la parte alta de la ciudad, entre la 105 y Broadway -dijo Louis-. Tenemos a dos víctimas de una agresión camino del hospital. Hay uno más, pero… pero está muerto. Tienes que venir, Joe.

– Así que tienes un fiambre en Harlem -dijo Mauser-. ¿Y para eso me llamas a estas horas?

Oyó que Louis respiraba hondo. Le costaba hablar.

– La víctima tiene una bala del 38 en el pecho. Ya había muerto cuando llegamos. No queremos moverlo hasta que llegues, Joe.

– ¿Es el Papa? -preguntó Mauser-. Porque si no es el Papa o el presidente o alguien muy importante, me vuelvo a la cama -oyó una respiración profunda al otro lado de la línea. Y voces sofocadas. Louis estaba intentando tapar el teléfono.

– Deberías venir -dijo su amigo-. La 105 con Broadway. Sigue a los coches patrulla. Es el apartamento 2C.

– ¿Hay algún motivo por el que deba salir de la cama para ir a ver a un muerto que ni siquiera está en mi jurisdicción? -hizo una pausa. El corazón empezó a latirle más deprisa-. Lou, ¿esta llamada es personal o profesional? ¿Deberías llamar al FBI?

– Me ha parecido que debías saberlo antes de que los llame. Joe -dijo con un suspiro audible-, hemos encontrado la documentación de la víctima.

– ¿Quién es?

– Por favor, Joe. No quiero decírtelo por teléfono.

Mauser sintió que una punzada de dolor le atravesaba el pecho. No era el whisky. Era algo en la voz de Louis.

– Lou, amigo, me estás asustando. ¿Qué pasa?

– Ven aquí -A Mauser le pareció que sofocaba un sollozo-. Hace mucho tiempo que los chicos no te ven. Se alegrarán cuando les diga que vas a venir -colgó.

Tres minutos después, Joe Mauser se había puesto su cazadora de cuero y unos pantalones viejos y se había guardado las llaves de casa en el bolsillo. La pistola la llevaba en la funda del tobillo.

Al salir a la cálida noche de mayo, el agente federal Joseph Mauser se subió el cuello de la chaqueta y montó en su coche. Encendió la radio. Mientras oía a dos locutores discutir sobre quién tenía la culpa de que los Yanquis hubieran perdido, se dirigió a la parte alta de la ciudad. Tenía la sensación de que el cadáver que estaba a punto de ver significaría muchas otras noches de insomnio.

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