Capítulo 10

Federal Plaza era como un cambio de turno en el cementerio a las tres de la mañana: todo el mundo iba por ahí como un zombi. Muchos agentes conocían al hombre que había muerto la noche anterior. Y todos esperaban que Joe Mauser llevara a Henry Parker ante la justicia.

Mauser abrió de golpe la puerta del despacho. El joven agente, Leonard Denton, ya estaba allí. Recién afeitado, olía como si se hubiera echado por encima una botella entera de Drakkar Noir. Joe saludó con una inclinación de cabeza casi imperceptible y se sentó a la mesa. Olfateó e hizo una mueca: la loción de afeitar del agente olía a rayos. Al diablo la higiene. En aquel momento, a Joe le importaba bien poco casi todo. Parker seguía allí fuera. El puñetero Departamento de Policía de Nueva York lo tenía atrapado como a una rata y había dejado que se escabullera.

Leonard Denton tenía una reputación impecable en el FBI; tan chirriante de puro impecable que había quien creía que algún día se volvería loco y armaría una escabechina. Era eficiente y formal, cualidades admirables. Pero tener cualidades admirables y ser admirado eran cosas bien distintas. Denton había pedido aquel caso precisamente por eso: para demostrarles a todos que era capaz de atrapar a un hombre que había matado a uno de los suyos. Cuando se trataba de echarle el guante al asesino huido de un policía, uno quemaba el reglamento y se reía de él mientras ardía. Y Mauser notó por la cara de Denton que eso era justamente lo que el joven agente estaba dispuesto a hacer.

Denton había pedido que lo pusieran como compañero de Mauser. Joe había aceptado. Era la primera vez que trabajaban juntos. Un compañero de toda la vida podía dar cierto ambiente de relajación a un caso, y Joe quería mantenerse alerta. Denton medía un metro ochenta y cinco. Era quizá demasiado flaco. Posiblemente bebía mucho café, no comía gran cosa y se entrenaba como un loco. No llevaba anillo de casado. Nunca hablaba de chicas, ni de novias serias ni de ligues pasajeros. Su vida estaba volcada en el trabajo. Era la clase de tío que convenía para seguirle los pasos a Henry Parker.

Joe había visto el cuerpo tendido en el pasillo como un saco de carne. Había tenido que morderse el labio y darse la vuelta. Se le habían saltado las lágrimas de pura rabia. Louis Carruthers le había puesto la mano en el hombro para consolarlo, pero Joe lo había rechazado violentamente. Louis sabía, como lo sabían los demás, que no era fácil encontrar consuelo. Aquellos brazos cordiales se retiraron antes de que Joe pudiera sacudírselos. Los habría rociado con un lanzallamas, si hubiera podido.

No iba a permitir que otro (alguien objetivo e indiferente) se hiciera cargo del caso. Tenía que ser suyo. No había sólo que cerrarlo: había que cerrarlo bien. El agente Joseph Mauser tenía que encontrar en persona a Henry Parker. Dado que cabía la posibilidad de que Parker cruzara la frontera de otro estado, la policía de Nueva York llamó a los federales. Joe solicitó el caso. Nadie opuso resistencia. Los agentes que se jugaban algo personal en la persecución de un fugitivo se entregaban a su trabajo hasta el punto de la obsesión.

El agente John Fredrickson. Su cuñado. Muerto. De un disparo en el corazón, a manos de un desgraciado de veinticuatro años. John llevaba veinte años trabajando honradamente en la policía de Nueva York. Su mujer, Linda, era la hermana pequeña de Joe. John dejaba dos hijos: Nancy y Joel. Pagar las facturas era ya bastante difícil en casa de los Fredrickson, Joe lo sabía muy bien, y ahora habían perdido su principal fuente de ingresos. Linda trabajaba como taquígrafa judicial; en realidad, se ganaba bien la vida, pero su sueldo no bastaría para alimentar tres bocas. Joel estaba en la universidad y bastante costaba ya pagarle los estudios.

El marido de su hermana, borrado del mapa por un demonio sin alma.

Dios.

Joe no sabía si podría ir al entierro. No soportaría ver a su querido amigo en una caja. ¿De qué podía servir quedarse de pie delante de un agujero, diciendo un adiós sin sentido? Lo hecho, hecho estaba. Eso era lo que se decía. Las lágrimas no cambiarían nada. Pero afluían de todos modos.

Joe Mauser llevaba años hundiendo las manos en la muerte, y ahora la muerte había llegado a su casa. De pronto se había convertido en uno de esos tristes fardos que lloraban en un pañuelo arrugado, ésos a los que tantas veces había querido consolar a la fuerza. La noche anterior se había puesto colorado y había sentido que una oleada de calor lo recorría como un incendio. Intentó sofocarla, salió, dijo que el calor le estaba afectando.

John Fredrickson. Su cuñado. Muerto.

Y ahora Len Denton. Diminutivo de Leonard. Dios, si hasta tenía cara de llamarse Leonard. Con sus gafas de montura metálica y su pelo peinado a raya, su traje de mil dólares y su loción de afeitar, su perfume de diseño y aquel puñetero nombre que casi rimaba. Seguro que sus padres estaban muy orgullosos de eso.

Pero mientras consiguieran encontrar a Henry Parker…

Denton también tenía algo que ganar. En cierto modo, Mauser lo entendía. La necesidad de sentirse respetado podía ser un estímulo tan poderoso como la rabia. Entre los dos sumaban un montón de motivación.

– ¿Agente Mauser? -dijo Denton. Le tendió la mano. Joe se limitó a inclinar la cabeza-. Lo acompaño en el sentimiento. De veras.

– Gracias -le estrechó la mano flojamente.

– Sé que quiere cerrar el caso rápidamente. Para eso estoy aquí. Soy consciente de que me implicación no es tan personal como la suya, pero le prometo que…

– Ahórrate la saliva. Vale, somos compañeros. No esperes cháchara, cotilleos ni gilipolleces. ¿Quieres que seamos amigos? Pues ayúdame a trincar a ese cabrón con una sierra mecánica.

Denton sonrió.

– Estoy aquí para ayudarte a enchufarla.

– Bien -Joe se sacó de debajo del brazo una carpetilla marrón y la abrió por la primera página. El permiso de conducir de Henry Parker. Mauser pasó varias páginas tan deprisa que Denton no pudo verlas-. Esto lo hemos conseguido a través del casero de Parker, un tal Manuel Vega. El muy cretino intentó alquilarme un apartamento en la planta bajo por mil trescientos dólares al mes después de que le interrogara -Mauser procuró enmascarar la ira que resonaba en su voz. ¿Era ira?

De pronto se sintió emocionado, casi incapaz de hablar. Tosió, se limpió los ojos con el borde de la corbata, le enseñó la carpeta a Denton y pasó la siguiente página.

– Hemos examinado las cuentas bancarias de Parker y congelado sus fondos. En cuanto ingresa un cheque se le va el dinero en pagar el alquiler, el teléfono, porno en Internet, etcétera. Ahorra un dólar y medio al mes, más o menos -Mauser pasó la página.

– ¿Y la factura del teléfono? -preguntó Denton.

– Es un móvil. No hemos encontrado ninguna línea fija en su apartamento.

– Eso es muy común hoy día -dijo Denton-. Sobre todo entre la gente joven. Casi todo el mundo suele usar el móvil como el teléfono principal. Suponiendo que se tenga cobertura, es más barato que pagar una línea fija y además un móvil.

Mauser asintió con la cabeza. Vio pasar a varios agentes por la oficina, mirando a través de las ventanas. En algunas caras había rabia; en otras, pena. Todos estaban ansiosos por encontrar a Henry Parker y cortarle los huevos. Mauser cerró las persianas y vio desaparecer sus miradas.

Normalmente, tratándose del asesinato de un policía, habría dejado que la policía llevara la voz cantante. Pero esta vez no. Tenía que encontrar a Parker antes que nadie. Su rabia era íntima, no profesional. No como la de los demás. Respetaba su enfado, se nutría de él, pero no le bastaba. No podía bastarle.

Mauser sacó la última factura de teléfono de Parker. Se la pasó a Denton, que le echó un vistazo, siguiendo con el dedo varios números subrayados en amarillo.

– ¿De quién son éstos?

– Hemos marcado todos los números que aparecían en la factura de Parker más de una vez por semana. La verdad es que no son muchos. Su buzón de voz en la Gazette… Trabaja allí, como periodista, empezó hace un mes. No llama mucho fuera del estado. Sus padres viven en Bend, Oregón, pero sólo los ha llamado dos veces en el último mes y medio.

– Eso está bien -dijo Denton-. Significa que no están muy unidos. Un sitio menos donde buscarlo.

Mauser asintió con la cabeza. Denton señaló un número subrayado varias veces en la lista.

– ¿De quién es éste?

– De su novia, Mya Loverne. Estudia derecho en Columbia. Su padre es David Loverne. A su familia se le sale el dinero por las orejas. Conoció a Parker cuando estudiaban juntos en Cornell. Ya sabes. Chico pobre del noroeste conoce a niña rica y mimada a la que nunca le ha metido mano un tío sin un fondo fiduciario. Alquila una película de Molly Ringwald y ya tienes el cuadro. Mya se graduó el pasado mayo y decidió seguir los pasos de su padre y estudiar derecho.

– Por lo menos Parker tiene buen gusto -dijo Denton-. Se gana mucho más dinero trabajando de abogado que en un periódico, a no ser que encuentres un modo de emular a Rupert Murdoch. ¿Te has puesto ya en contacto con Mya?

– Es la siguiente atracción del parque temático.

Denton dijo:

– A mí siempre me ha ido más el parque de atracciones. Disney World nunca ha sido lo mío.

Mauser lo miró con desprecio.

– ¿Me vas a venir con bromitas o qué? ¿Es eso lo que vas a hacer? -se levantó, se volvió para salir de la habitación-. A la mierda. No pienso aguantar esta mierda ahora.

– Joe, vamos, hombre. Sólo…

– ¿Sólo qué? -dijo Mauser, escupiendo saliva al hablar-. ¿Es que te quieres pasar de listo conmigo? ¿El puto parque de atracciones?

Denton bajó la cabeza. Su mirada se entristeció. Habló solemnemente y (Mauser lo notó) con sinceridad.

– Siento lo de tu cuñado -dijo-. Te lo aseguro. Pero Parker está ahí fuera, y hay mil policías peinando las calles con la mano en la pistola, esperando a cualquiera que tenga menos de treinta años para saltar. Estoy aquí para ayudarte. Si quieres que me calle, de acuerdo. Pero quiero encontrar a Henry Parker y quiero saber por qué murió John Fredrickson anoche. Igual que tú.

Mauser se acercó hasta que Denton notó su aliento en la cara.

– Igual que yo no. ¿Entendido?

Denton asintió con la cabeza.

– Entendido -hizo una pausa antes de hacer su siguiente pregunta. Mauser sabía que la hacía por amabilidad. Denton no permitiría que su curiosidad se quedara cruzada de brazos-. No quisiera parecer entrometido, pero ¿cómo está la señora Fredrickson? Es tu hermana, ¿no?

– Mal -dijo Mauser. Se sacó un pañuelo del bolsillo de la pechera y tosió con fuerza. Luego se limpió la boca.

– ¿Y los chicos?

– Como era de esperar. Joel está en la universidad, menos mal que ya ha acabado el curso. Imagínate, hacer los exámenes finales teniendo encima el asesinato de tu padre. Cuando te haces mayor estás más preparado para estas cosas.

– ¿Has visto a Linda?

– Me pasé por su casa anoche, cuando salí de la escena del crimen.

Denton dijo con voz suave:

– Fuiste tú quien le dio la noticia, ¿no?

Mauser sintió un nudo en la garganta y asintió con la cabeza. Las lágrimas llegarían enseguida. El marido de su hermana. El hombre con el que se había reído tantas veces, con el que se había emborrachado tantas veces. Con el que había visto tantos partidos delante del Panasonic viejo y cutre, animando a los Mets, aquellos maravillosos perdedores, y deseando que los Yankis se fueran al carajo. Uno de sus mejores amigos. Uno de sus pocos amigos.

Mauser siempre había creído que era una suerte que Linda se hubiera casado con un tipo tan sencillo y campechano, y no con uno de esos cretinos que se forraban en la bolsa y no veían nunca a su familia, excepto las dos semanas de vacaciones en los Poconos, donde se pasaban el día pegados a sus BlackBerries. Si te casabas con un policía, te casabas por amor. Y, de momento, Mauser no había encontrado a ninguna mujer dispuesta a darle lo que Linda le había dado a John. Admiraba a su hermana por haber hecho aquella elección. Se lo había dicho muchas veces.

– No es una decisión consciente -le había dicho ella-. No es que me despierte todos los días y piense: «¿Debería o no debería estar con John?». Simplemente estoy. Me hace feliz.

Y ahora él había muerto. Linda, sola con los niños. Joe sabía que tendría que ofrecerle ayuda. Anímica. Económica. Convertirse en una especie de padre postizo para los hijos de su hermana le apetecía tanto como una colonoscopia, pero tenía responsabilidades con la familia. Y la primera de todas, la única que aceleraría el proceso de duelo, era encontrar a Henry Parker y destriparlo como a un pez.

Mauser se sentó, se sacudió los pantalones. Denton lo miraba expectante. Joe dijo:

– Vamos a hablar con la chica, Mya. A ver qué dice la zorrita del asesino.

Denton sonrió. Se levantó, alargó indecisamente el brazo y le apretó el hombro.

– ¿Seguro que estás bien?

Mauser asintió.

– Vámonos ya. Quiero empezar antes de que me dé el bajón.

– Conduzco yo.

– Sí, más nos vale. Porque si veo a alguien en la calle que se parezca al de la foto, me lo llevo por delante sin pensármelo dos veces.

Salieron de la comisaría en el Crown Victoria, con Denton al volante, y se incorporaron al tráfico en West Side Highway. El sol de primera hora de la mañana entraba por el parabrisas. El cuero frío de los asientos irritaba la piel de Mauser. En la radio sonaba un rock suave; el dj parecía haberse tomado una sobredosis de Xanax.

– La factura del móvil de Mya Loverne la mandan a un apartamento cerca del campus de Columbia reservado para estudiantes -dijo Joe-. Mantén los ojos bien abiertos por si nuestro hombre decide pasarse por allí para que le preste el coche.

– ¿Vive sola? -preguntó Denton.

– Sí, ¿por qué?

Denton soltó un bufido.

– Yo no pude pagarme una casa hasta que cumplí los treinta. Es increíble, joder.

Mauser habló con cierta aprensión.

– Es una chica guapa. He visto fotos suyas con su padre: fiestas para recaudar fondos en Cipriani, cenas elegantes que cuestan más por plato que tu hipoteca. Corre el rumor de que Loverne va a presentarse a fiscal del distrito. Da miedo, es casi como si usara a Mya como reclamo publicitario. Ella siempre lleva vestidos con mucho escote y las cámaras siempre sacan su lado bueno. El de los dos.

Denton dijo:

– La gente casi siempre vota por el candidato cuya hija está más buena. ¿Has visto a la hija de Bloomberg? Es increíble que sea hija suya -Denton tomó la salida de la calle 96 sin poner el intermitente.

– Habla tú -le dijo Mauser. Denton lo miró preocupado.

– ¿Seguro que quieres seguir con esto? Puedo hacer que le asignen el caso a otro, no hay problema.

Joe agitó la mano desdeñosamente.

– Por encima de mi cadáver. Estaré bien en cuanto lleguemos.

– No digas eso. Por encima del cadáver de Parker. Eso sí.

Joe sonrió.

– Trato hecho -bajó la ventanilla. El aire fresco le dio en la cara. Los árboles se sacudían suavemente, sus hojas crepitaban al viento. Se quedó mirando por la ventanilla. Sus ojos se fijaban en todo lo que se movía.

Denton aparcó en un sitio muy estrecho, en la esquina de la 114 con Broadway, apoyándose en el cabecero mientras daba marcha atrás. Mauser notó que ni siquiera miraba por los retrovisores. Aquel tipo sólo se fiaba de sus ojos. Y eso a Mauser le gustaba.

Joe sintió crujir sus rodillas al salir del coche. Denton se puso unas gafas de sol de diseño. Su cabello rubio encajaba a la perfección entre los hombres y mujeres jóvenes que, provistos de maletines, atestaban las calles. Cuerpos morenos y atléticos, sanos y vigorosos a la luz cobriza del sol. Listos para ocupar su lugar entre el proletariado neoyorquino.

– Vas a desentonar -dijo Mauser, señalándole el pelo. Denton se pasó la mano por él, se lo peinó con los dedos, se echó a reír.

– Eres un capullo -dijo con una sonrisa.

Mauser se sintió más relajado. Tal vez los rumores sobre Denton fueran falsos. O quizá se le estuviera pegando algo de él.

– Venga, vamos a hablar con la señorita Loverne.

Mauser admiró la fachada del edificio, sus limpios ladrillos rojos, como si los gamberros le tuvieran demasiado respeto para mancillarlo con su «arte». Veía pasar a los transeúntes con la cabeza bien alta, tan alta que no veían la mugre que había a sus pies. Una cosa que había aprendido con los años era que casi todos los universitarios veían el mundo desde dentro de una pecera. Controlaban lo principal: el genocidio en Kamchatka, la caza ilegal de ballenas en el Círculo Polar Ártico, gilipolleces de ésas. Pero si les preguntabas sobre algo que atañera a sus vidas, te miraban con ojos vidriosos y se ponían a beber a sorbitos sus cafés con leche con doble de moca.

Parker era sólo otro más en una línea cada vez más larga de cretinos que se creían los reyes del mambo. Conseguían un poco de fama, un poco de notoriedad, y de pronto eran Edward R. Murrow, una leyenda del periodismo.

El edificio de Mya Loverne no tenía portero, sólo un portero automático anticuado con una pequeña cámara para que los inquilinos vieran quién llamaba desde el confort de su sofá cama. Mauser encontró el directorio en la pared y pasó el dedo por él hasta detenerse en M. Loverne. Apartamento 4A.

Denton apretó el botón gris y esperó. Mauser se paseaba alrededor arrastrando los pies, cada vez más nervioso. Cada momento que esperaban era un momento más que Parker tenía para escapar. Denton volvió a llamar. Diez, quince, veinte segundos después, seguía sin haber respuesta.

– A la mierda -dijo Mauser. Hizo a Denton a un lado y pulsó el botón. Lo dejó allí un minuto entero; luego lo soltó cinco segundos y volvió a pulsarlo. Por fin contestó una voz cansada de mujer.

– ¿Quién es? ¿Henry?

Denton intentó sofocar la risa. Mauser le dio un codazo.

– ¿Señorita Loverne? -dijo Denton.

– ¿Quién es?

– Señorita Loverne, me llamo Leonard Denton, del FBI.

– ¿Cómo dice? ¿Por qué…? ¿Qué ocurre?

Denton esperó unos segundos para que a ella se le acelerara el corazón. Para que empezara a asustarse.

Luego volvió a apretar de nuevo el botón y dijo:

– Tenemos que hablar con usted sobre su novio, Henry Parker.

– ¿Hay…? ¿Llevan una identificación o algo así?

Denton sostuvo su carné con el elegante sello azul del FBI delante de la cámara. Pasado un momento de vacilación, sonó el timbre y Denton abrió la puerta. Miró a Mauser inexpresivamente.

– Allá vamos.

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