Capítulo 29

El tren avanzaba velozmente por las vías. Yo tenía el estómago revuelto, todos los músculos del cuerpo me dieron las gracias por aquel breve respiro. Entonces vi mi reflejo en la ventanilla.

Dios mío. Estaba claro que Amanda tenía mucha imaginación.

Contemplé la cadena de oro falso que corría entre la aleta derecha de mi nariz y mi oreja derecha, la peluca larga y rubia que me tapaba todo el pelo, menos parte de las patillas castañas. Bromas aparte, parecía hijo natural de Joey Ramone, o un payaso de rodeo. Completaban mi atuendo unos vaqueros negros hechos jirones, cubiertos con pintadas fluorescentes en honor de las bandas de los años ochenta a las que Amanda reverenciaba. Llevaba una camiseta negra con una A roja en el centro. Bajo ella se leía la palabra anarquía.

Amanda llevaba carmín negro, tan oscuro que cualquiera pensaría que se lo había montado con una chocolatina, y se había puesto tanta gomina en la cresta que habría bastado para surtir a todo el reparto de Friends otras diez temporadas.

El tren iba lleno de gente, pero nadie se había sentado a menos de cinco metros de nosotros. Amanda estaba garabateando en un cuaderno que me sonaba.

– Dijiste que te lo habías dejado en casa -dije.

Se encogió de hombros.

– Mentí.

Cerró el cuaderno y se lo guardó en la riñonera de nailon que había comprado en Union Station por 1,99 dólares. No había nada que espantara más a la gente que una riñonera. Sacudí la cabeza al ver el fajo de billetes de veinte dólares que había dentro.

– Todavía no me creo que le hayas robado la cartera a ese tipo.

– No le he robado la cartera -contestó a la defensiva-. La he tomado prestada. Además, ¿viste ese Rolex? Créeme, Henry, el dinero nos hace mucha más falta a nosotros que a él.

Yo confiaba en que el señor Rolex entendiera aquel argumento.

Miré más allá de Amanda, vi a un revisor recogiendo billetes. Era gordo, llevaba la gorra mal puesta y su cintura parecía un champiñón relleno. Sonreía mientras recogía los billetes.

Luego volví a mirar a Amanda. Aquel absurdo maquillaje no eclipsaba su belleza natural, la suavidad de sus ojos. Sabía la verdad sobre mí, sobre Henry Parker, y yo estaba seguro de que nunca volvería a mentirle.

Vi un ejemplar abandonado del Chicago Sun Times en un asiento cercano. Lo recogí, pensando que así me distraería y dejaría de pensar un rato en el montón de mierda en que se había convertido mi vida. Las noticias eran locales en su mayoría: un incendio en una guardería en North Shore, una bolera del condado de Cook investigada por sus vínculos con el crimen organizado. Luego, en la tercera página, vi una columna que me habría hecho vomitar si hubiera comido.

La firmaba Paulina Cole. En su firma se leía New York Gazette.

Había titulado el artículo «El arte del engaño».

Bajo el titular se leía La verdad sobre Henry Parker.

Seguí leyendo.

Henry Parker llegó a Nueva York precedido de una fama como redactor por la que cualquier joven reportero habría matado, dueño de un ojo clínico por el que mucha gente habría muerto. Y de pronto, hace dos días, alguien, en efecto, murió. Ahora, una de las persecuciones que más expectación han despertado sigue en marcha en Nueva York. Y los interrogantes continúan abiertos.

La noble profesión del periodismo ha pasado por baches importantes estos últimos años, debido sobre todo a escándalos de plagio que sin embargo no han logrado desacreditar a todo el oficio, a los profesionales honestos y esforzados que se ganan la vida con la conciencia limpia y que han conseguido capear el temporal del pasado reciente.

Pero, al mismo tiempo, los medios glorifican a esos presuntos villanos abriéndoles el camino hacia la fama y el dinero que tanto ansían, pese a trabajar en un oficio en el que los más nobles redactores no ambicionan ninguna de esas cosas. Varios de esos forajidos literarios han vendido sus libros por cientos de miles de dólares a las pocas semanas de producirse el escándalo, y hasta se han hecho películas sobre sus desmanes, que han hecho correr más tinta que muchas barbaridades cometidas en tiempos de guerra.

Cabría decir que no sabemos cuáles son nuestras prioridades. Que fomentamos esta cultura.

Con un poco de suerte, una vez desenterrado este sórdido asunto, podremos volver a curar esa fisura.

Los que conocíamos a Henry Parker apenas podemos creer que esto haya pasado. Sin embargo, no debería sorprendernos que el salto evolutivo del delito periodístico haya alcanzado por fin un precedente fatal. Sólo podemos confiar en que esta tragedia, que tiene en vilo a toda una ciudad (no, a todo un país), se resuelva rápidamente. Sólo podemos culpar a Henry Parker hasta cierto punto.

Mientras los medios de comunicación y su público entregado sigan deificando a los periodistas, coronándolos con la misma aureola de fama que rodea a quienes se dedican a otras formas de entretenimiento, no debería extrañarnos que los delitos de esos otros ámbitos contaminen este mundo.

Así pues, me veo obligada a hacerme una pregunta, una pregunta que asalta el corazón mismo y el alma de esta nación, y las noticias que conforman su espíritu: ¿estaba ese gen violento imbricado en el ADN de Henry Parker en el momento de su nacimiento, o ha sido este mundo el que ha vuelto malo a un hombre bueno?

Solté el periódico. De pronto estaba frío, mareado. Amanda tomó el periódico y leyó la columna de Paulina. Luego lo arrugó y lo tiró al pasillo. Me dolía la cabeza. Tuve que hacer un esfuerzo por contener la tristeza que llenaba mi pecho como una bola de plomo.

– No hagas caso -dijo ella-. Tú sabes la verdad. Y yo también. Y pronto la sabrá todo el mundo.

– No es eso -dije con voz débil-. Estas cosas no se van así como así. Yo trabajaba con Paulina. No me trago ese rollo de «yo contra todos». Está intentando labrarse un nombre con este embrollo y finge estar haciendo algo noble.

– Y ahora mismo no puedes hacer nada al respecto. Así que no malgastes energías.

– Lo sé -dije-. Es sólo que… Se trata de mi vida. ¿Cómo voy a volver allí después de esto?

– Encontraremos un modo -dijo Amanda-. Ahora mismo, la gente necesita héroes. No se dan cuenta de que, cuando todo esto acabe, el héroe serás tú, no Paulina.

No pude menos que sonreírle.

– No tienes ni idea de lo graciosa que estás -susurré.

– Mira quién habla. Tú sabes que el punk pasó de moda cuando nosotros estábamos en el instituto -dijo.

– Me sentiría ofendido si no supiera que estas cosas las elegiste tú -miré el cuaderno de espiral que sobresalía de la riñonera-. Oye, ¿puedo hacerte una pregunta personal?

– Claro -contestó. Pero tenía una mirada indecisa.

– ¿Por qué escribes lo que haces en esos cuadernos?

Amanda me miró un momento, nuestros ojos se encontraron. Luego apartó la mirada.

– ¿Por qué quieres saberlo?

Me quedé callado un momento mientras pasaba una pareja mayor, mirándonos como si nuestra sola existencia perturbara su mundo apacible.

– Cuando estuvimos en tu casa -dije-, entré en tu cuarto pensando que estabas en la ducha. Vi el baúl que había debajo de la cama y… no sé. No pude remediarlo. Los leí. Leí sobre esas personas con las que te cruzas, todo lo que escribes sobre ellas.

– Los leíste -dijo en tono de afirmación, más que de pregunta.

Asentí con la cabeza. La mala conciencia me quemaba como un ascua. Dije:

– Me moría de curiosidad. Lo siento mucho. Pero necesito saberlo.

No dijo nada, estaba pensando en otra cosa. Me quedé callado, intentando encontrar qué decir.

– He conocido a todo tipo de periodistas, desde gente que lleva archivos detallados a gente que asegura tener un dictáfono en la cabeza. Pero nunca había visto nada parecido. ¿Por qué escribes sobre todas las personas con las que te encuentras?

Amanda cambió de postura, se puso a mirar por la ventanilla. Las carreteras pasaban a toda velocidad. Tantos kilómetros recorridos, sin observar ninguno. Una sola lágrima escapó de sus ojos. Se apresuró a limpiarla.

– Mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía cinco años. Lo tienes todo en esta vida y un segundo después el mundo tal y como lo conoces deja de existir. Los servicios sociales me llevaron de orfanato en orfanato. Yo estaba todavía traumatizada. A los cinco años no te explicas la muerte, así que durante años estuve pensando que mis padres se habían tomado unas largas vacaciones. No sé por cuántos orfanatos pasé, perdí la cuenta después de los primeros cuatro o cinco. Luego, cuando acababa de cumplir once años, me adoptaron Larry y Harriet Stein.

Me quedé boquiabierto, pero no dije nada. Amanda seguía mirando por la ventanilla.

– La mayoría de los huérfanos se sienten felices cuando por fin encuentran un hogar. Pero a mí, cuando me adoptaron, se me vino todo encima por fin. Fue como si alguien me diera una bofetada y dijera: «Eh, que tus padres no van a volver».

– Lo siento.

No pareció oírme.

– Mientras estuve en esos sitios horribles, veía a las parejas llevarse a los niños uno tras otro a sus casas. Mis amigos desaparecían como si nunca los hubiera conocido. Mis padres habían muerto y nadie me quería. Era como una niña que alguien deja en la parada del autobús y a la que nadie se molesta en buscar. No podía hacer amigos porque al final todos me dejaban.

– No entiendo -dije suavemente-. ¿Por qué los cuadernos?

Amanda se recostó, apoyó la cabeza contra el asiento. Cerró los ojos y casi pude ver cómo la atravesaba el dolor mientras evocaba aquellos penosos recuerdos.

– Nadie me quería, nadie se quedaba conmigo -una gruesa lágrima resbaló por su mejilla. Fue a limpiársela, pero la agarré suavemente de la mano y dejé que la lágrima cayera.

Ella tenía los ojos tan grandes, tan abiertos, que me dieron ganas de saltar a ellos, de verlo todo desde allí dentro.

– Llegué a la conclusión de que, si todo el mundo acababa dejándome, tenía que hacer algo para que se quedaran conmigo. Y como no podía hacer que se quedaran físicamente, quería recordarlos. Así que allá donde iba llevaba un cuaderno. Cuando conocía a alguien, aunque sólo fuera unos segundos, escribía sobre esa persona. Cuando mis amigos me dejaban, abría un cuaderno y leía mis recuerdos de ellos. Pero lo peor fue que, con el tiempo, empecé a juzgar a la gente por esos pequeños detalles. Por cómo se daba la mano una pareja. Por cómo hablaba un padre a su hijo. Por cómo sostenía alguien la cuchara de la sopa. Cada detalle simbolizaba una vida entera. Y eso era mucho más fácil de entender para mí.

Se volvió en el asiento para mirarme de frente.

– Somos muy parecidos, tú y yo -dijo-. Los dos intentamos ver lo que hay bajo la superficie basándonos en lo poco que podemos discernir de ella. Sólo que tú profundizas más. Yo lo dejo correr. Para mí siempre ha sido más fácil así. Pero tú traspasas la epidermis.

El tren se sacudió y me agarré al reposabrazos. Amanda se volvió hacia la ventanilla. No tenía nada más que decir.

Bajo el maquillaje sus ojos seguían siendo los mismos. Yo no lo sabía en aquel momento, pero mientras rebuscaba entre sus cuadernos escondidos, comprendí que su corazón latía al mismo ritmo que el mío.

Tal vez, si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias, habría habido entre nosotros algo bello y sincero.

Amanda… Estudiando para abogada de menores. Se esforzaba por ayudar a quienes no podían defenderse porque a ella no la habían ayudado cuando lo necesitaba. Yo no había ayudado a Mya. Y ahora Amanda me ayudaba a mí.

Puse mi mano sobre la suya. Tenía la piel fresca al tacto. Sus dedos se cerraron alrededor de los míos. Apretaron con fuerza, hasta que nuestras manos quedaron entrelazadas como bramante, su vínculo irrompible. Apoyó la cabeza sobre mi hombro. Yo la oía respirar. Rítmicamente. Casi podía sentir cómo corría la vida por ella.

– ¿Dónde estamos? -preguntó cansinamente. Miré mi reloj.

– Deberíamos llegar a Penn Station dentro de menos de dos horas -dije.

– Menos mal -dijo ella, y soltó un suspiro profundo-. Necesito un masaje y un analgésico. Y a ti tiene que verte la pierna un médico.

– Creo que he visto un Tylenol sin envolver debajo del cojín de mi asiento. Pero vas a tener que aguantarte sin el masaje.

– Gracias. Eres todo un caballero.

De pronto se oyó un horrible chirrido metálico y salí despedido hacia delante. Docenas de maletas cayeron al suelo a nuestro alrededor. Oí un chillido de engranajes. Mi bote de refresco cayó al suelo, derramando líquido oscuro por todas partes. La gente que estaba en los pasillos intentaba mantener el equilibrio mientras el tren se sacudía. Parecía que alguien estaba arañando un encerado; luego, a través de aquel chirrido metálico, se oyó una bocina estruendosa. Me tapé los oídos con las manos y me apreté contra Amanda, abrazándola. Entonces me di cuenta de lo que ocurría como si alguien me hubiera dado un mazazo en las tripas.

El tren estaba frenando.

Cuando por fin nos detuvimos, miré por la ventanilla. Mi corazón latía a mil por hora, tenía la boca seca. Fuera no había ninguna estación, ni andén al que salir, ni pasajeros esperando para subir. Sólo veía una carretera polvorienta que corría paralela a las vías del tren y una autopista a lo lejos.

Estábamos atrapados.

Se oyó un chisporroteo eléctrico por entre los gruñidos de los pasajeros y luego sonó una voz por los altavoces.

– Señoras y señores, les rogamos permanezcan en sus asientos. La Autoridad de Tráfico de Manhattan acaba de informarnos de una posible incidencia en este tren. El personal de servicio va a pasar por los vagones. Por favor, tengan preparados sus billetes y su documentación. Les pedimos disculpas por las molestias y nos pondremos en camino en cuanto se resuelva la incidencia. Gracias por su paciencia y su comprensión.

El micrófono se apagó. Un sudor frío me corría por la espalda. En términos oficiales, había una incidencia en el tren. En lenguaje de la calle, nos meteríamos en un lío de cojones si no salíamos pitando de allí.

Me levanté, localicé las salidas a uno y otro lado del vagón.

Tomé a Amanda de la mano y nos dirigimos a la salida más cercana. Cuando nos acercábamos a la puerta, un revisor apareció al otro lado de la ventanilla. Estaba en el coche contiguo, comprobando billetes y documentos de identidad. No parecía muy contento.

Amanda me tiró del brazo.

– ¿Qué hacemos, Henry?

Me di la vuelta. La otra salida parecía despejada. Miré por la ventanilla, vi que a cincuenta metros de allí las vías corrían paralelas a una hilera de árboles. A través de los árboles se veían coches circulando a toda velocidad por la autopista.

– Allí -murmuré-. La autopista.

Amanda me miró como si yo acabara de dar a luz.

– ¿Cómo diablos…?

– Vamos -dije, tirando de ella-. Haz como si estuvieras mareada.

Cuando el revisor entró en el vagón, corrí hacia él. Las cadenas de mis brazos y de mi nariz se sacudían frenéticamente. Los pasajeros nos miraban mientras esperaban con los billetes y los carnés en la mano. Chasqueé los dedos y grité:

– Eh, tú, el de los billetes, mi novia se ha mareado y va a vomitar encima de los asientos si no haces algo enseguida.

– Henry -jadeó Amanda-. ¿Qué…?

– Haz como si fueras a vomitar -le dije entre dientes. En cuanto lo dije, un gemido bajo y gutural salió de sus labios, seguido por una tos densa y cortante. Noté una salpicadura de saliva en la mejilla. Era buena actriz.

El revisor se disculpó con los pasajeros mientras avanzaba por el pasillo. Amanda (de la que yo ya estaba convencido de que debería haber estudiado en Juilliard) me pasó el brazo por los hombros y fingió que se desmayaba. La sostuve con visible esfuerzo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó el revisor con una mezcla de preocupación y repugnancia. Repugnancia, supuse, por nuestra apariencia. Y preocupación porque Amanda parecía a punto de vomitar encima de la señora del asiento de al lado.

– Mi novia va a vomitar, idiota. ¿Quieres que te ponga perdido el tren?

– Maldita sea -dijo, secándose la frente con una mano carnosa-. ¿No puedes llevarla al aseo?

– El váter está atascado. Hay mierda por todo el asiento.

– Hay otros dos vagones más allá.

En ese momento Amanda se tapó la boca y eructó.

– Creo que no va a llegar, amigo.

El revisor se quitó la gorra y se pasó la mano por el pelo escaso. Una mujer sentada a unas filas de allí gritó:

– Eh, muévanse de una vez.

– ¿Qué sugiere que haga? -preguntó el revisor, que empezaba a perder la paciencia.

Contesté:

– Déjanos salir un momento a tomar el aire, ya sabes, para que eche los mocos, las flemas y las bilis. Volvemos enseguida, te lo juro. Y así la señora esa no tendrá que preocuparse porque le estropeemos el peinado.

– Se supone que no debo dejar salir a los pasajeros a no ser que estemos parados en una estación.

De nuevo Amanda se inclinó y dejó caer al suelo un hilillo de saliva. El revisor la miró con horror.

– Qué asco -dijo la anciana de la fila siguiente-. Por favor, quite a ese ser de mi asiento.

El revisor se puso a maldecir en voz baja.

– Vamos.

Nos hizo señas de que lo siguiéramos. Amanda cojeaba como si le hubieran pegado un tiro en las rodillas. El revisor nos llevó hasta la puerta del vagón. Quizá para despejar una última duda, miró hacia atrás. Por suerte, el hilo de baba de Amanda tenía ya casi un metro de largo. Aquello bastó para convencerlo.

Agarró un pequeño mango negro y tiró hacia abajo. Se oyó un fuerte silbido, como de una bote de refresco recién abierto, y la puerta se abrió.

Amanda suspiró:

– ¡Aire, qué bien!

– Tenéis cinco minutos -dijo el revisor-. Después no os prometo nada.

– Entendido, jefe. Vamos, cariño. Ya sabía yo que no tenías que haber comido tanto beicon antes de ir a la rave.

Bajamos con esfuerzo los peldaños y llevé a Amanda a una franja de hierba seca que había a unos veinte metros del tren. Mientras ella se inclinaba, vi que el revisor volvía a meterse en el tren. Esperé hasta que se perdió de vista y dije:

– Ahora.

Corrimos hacia la hilera de árboles y la autopista gris que se extendía tras ella. Cada vez que daba un paso una punzada de dolor me atravesaba la pierna, pero no había tiempo para mirar atrás, tiempo para asegurarse de que no nos habían visto.

Entonces llegamos a los árboles, nos abrimos paso entre las ramas, nos escondimos detrás de un par de grandes robles. Un viento suave nos envolvió mientras recuperábamos el aliento. Me asomé desde detrás de un árbol, vi el borde azul de la gorra de un revisor escudriñando los alrededores. Luego se metió dentro y la puerta del tren se cerró.

Cuando echamos a andar hacia la autopista oí un chirrido metálico a nuestra espalda; luego, una bocina restalló en el aire. Cuando me volví, el tren se estaba alejando.

Miré a Amanda. Tenía la frente sudorosa.

– Lo has hecho muy bien, nena -le aparté un mechón castaño de la cara, sentí su piel tersa bajo el dedo. Sonrió y supe que ella sentía lo mismo-. Lo has hecho realmente bien.

– Gracias -estaba muy colorada por el esfuerzo y quizá también porque se había ruborizado-. Bueno, ¿a cuánto estamos de la ciudad?

– A nueve o diez horas a pie, creo, y a tres o menos en coche.

Amanda frunció el ceño.

– Nunca he hecho autoestop.

– Bueno, a mí nunca me habían pegado un tiro, pero supongo que hay cosas que no pueden elegirse.

Me agarró de la mano cuando nos acercábamos a la autopista. El sol caía implacable sobre nosotros. Nueva York quedaba en algún lugar más allá del horizonte. Estábamos muy cerca de la guarida del león y allí, en alguna parte, estaba la verdad. Tenía que arrancársela de las fauces antes de que se cerraran sobre mí. Mientras avanzábamos hacia la carretera, me pregunté si iba camino de la absolución o de un destino espantoso.

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