Capítulo 18

Estaba otra vez en aquel pasillo. El hombre me apuntaba con su pistola. Su sonrisa horrible, aquella sonrisa de maníaco, hendía la oscuridad. Su dedo apretaba el gatillo. Se oía un estruendo y la boca del cañón me cegaba. Él disparaba otra vez. Y otra. Pero, en vez de desgarrarme el cuerpo con sus balas, John Fredrickson retrocedía, tambaleándose, cada vez que apretaba el gatillo. Y un nuevo agujero aparecía en su pecho.

Él miraba la pistola como si se preguntara qué había hecho mal; luego volvía a disparar y salía despedido hacia atrás como un pelele. Cada bala dirigida a mí se incrustaba en él. La sangre salía a borbotones de su pecho.

Cuando el cargador estuvo vacío, Fredrickson se quedó mirando la pistola. Tenía la chaqueta y la camisa hechas jirones y ensangrentadas. Dijo «¿qué ha pasado?» moviendo los labios sin emitir sonido y luego se desplomó. Cuando miré hacia abajo, la pistola había desaparecido de su mano. Y estaba en la mía.

«Despierta, Henry».

Volvía a estar en el coche con Amanda.

Parpadeé para despejarme. Había sido un sueño. Tenía el cuello agarrotado. Por lo visto me había quedado dormido con la cabeza apoyada en la ventanilla. Notaba la cara pegajosa. El reloj del salpicadero marcaba las 8:52 de la tarde. Amanda se estaba tomando un café recién comprado. En el posavasos, sin abrir, había otro para mí.

– Te he comprado uno, por si acaso -me dijo-. Seguro que se habrá quedado frío, pero no quería despertarte.

– Gracias, me vendrá bien -quité la tapa y tomé un trago. Estaba frío, y cargado de leche y azúcar. Estaba claro que a Amanda Davies le gustaban los pequeños placeres de la vida.

Ella señaló el vaso.

– No sabía cómo te gusta, pero tienes pinta de que te gusta con leche y azucarado.

– Tienes razón -dije-. Dime una cosa, Sherlock, ¿has llegado a esa conclusión basándote en las pruebas científicas anotadas en tu cuaderno?

– No, pero tienes un poco de tripa, así que he deducido que no prescindías de los dulces.

– Touché.

Amanda sonrió con ironía y volvió a concentrarse en la carretera.

Estiré los brazos y noté que mis músculos se aflojaban lentamente. Beber el café hizo que me diera cuenta de que estaba hambriento. Y de que necesitaba hacer pis.

Un letrero apareció delante de nosotros y Amanda torció hacia él. El letrero decía: San Luis-Terre Haute.

– ¿Cuánto queda?

– Tres horas, más o menos. No hay mucho tráfico, aunque hace unos kilómetros se me ha atravesado un imbécil.

Entonces me fijé en el cuaderno de espiral que tenía sobre el regazo, con un bolígrafo metido dentro.

– ¿Has estado tomando apuntes mientras dormía?

Amanda asintió como si no hubiera nada de extraño en ello.

– Vamos bien de tiempo -dijo distraídamente-. Tienes que decirme dónde te dejo. Con un poco de tiempo, ¿de acuerdo?

– Claro -dije. Pensaba a toda prisa. En algún momento Amanda se daría cuenta de que no tenía dónde ir, de que no había nadie esperándome. Se me ocurrió una idea. Era endeble, pero tal vez funcionara. Y de todos modos no tenía nada mejor.

– La verdad -dije-, como me he perdido las últimas paradas para ir al servicio, estaría bien que paráramos en una zona de descanso.

– No hay problema, Carl. En la primera que vea.

El nombre aún me sonaba raro. Mis mentiras iban amontonándose como barro en un reloj de arena.

Diez minutos después paramos en una zona de descanso llena de todoterrenos y monovolúmenes. Gente con todo el tiempo del mundo y ningún estrés. El aparcamiento estaba rodeando por una densa hilera de árboles y el aire olía a tubo de escape y grasa de hamburguesería.

– Ah -dijo Amanda, respirando hondo-. Me encanta el olor de la grasa de cerdo por la noche -miró mi cara paralizada-. Ya sabes, Robert Duvall. En Apocalypse Now.

– He pillado la broma, perdona. Es que tengo la cabeza en otra cosa. Todavía estoy un poco dormido.

– ¿Todavía estás cansado? Debiste de pasártelo en grande anoche.

– Podría decirse así.

– Bueno, yo voy a comprar unas patatas fritas y un batido mientras vas al servicio.

– Voy contigo. Me vendrá bien una transfusión de patatas fritas. Además, es justo que pague yo.

– Vas a pagar la mitad de la gasolina. Más vale que te asegures de que puedes permitirte invitarme a una hamburguesa.

Me reí sin ganas, consciente de que mis fondos estaban en las últimas.

Mientras caminábamos hacia el complejo, empecé a notar una cosquilleo nervioso, una especie de sentido de arácnido paranoico. Tenía en mi poder cuarenta dólares y ninguna posibilidad inmediata de conseguir más dinero. No tenía familia o amigos a los que recurrir… o a los que quisiera recurrir. Miré a la chica que caminaba a mi lado y me pregunté si ella podría encontrar alguna lógica en aquello. Me pregunté qué haría si descubría la verdad.

Amanda fue al aseo de señoras y yo batí el récord a la micción más larga de la historia. Aun así, naturalmente, salí del servicio antes que ella y me fui derecho a la hamburguesería. No era muy aficionado a la comida rápida, pero en aquel momento las patatas fritas me olían tan bien como un filet mignon. Un minuto después Amanda se reunió conmigo en la cola.

– Gracias por ponerte a la cola -dijo-. ¿Te importa que comamos en el coche?

– En absoluto. La verdad es que tengo que hablar contigo.

– ¿De qué? -preguntó mientras echaba un vistazo a la carta-. No sé si pedir una ensalada campera o una hamburguesa doble con queso.

– Ya hablaremos cuando volvamos al coche.

Ella se encogió de hombros.

– Como quieras.

Pedí un menú normal con extra de patatas fritas. Amanda pidió una ensalada posmoderna que, siendo de McDonalds, seguramente tenía más grasa que un donut con mermelada.

La primera bolsa de patatas desapareció antes de que llegáramos al coche, y cuando volvimos a la autopista lo único que quedaba de mi cena eran tres moléculas de lechuga y un montón de servilletas sucias.

– Bueno, ¿vas a decirme dónde te dejo? ¿O quizá debería dejarte en el primer albergue para indigentes que encuentre? -sonrió, y yo le devolví una débil sonrisa.

– La verdad es que es de eso de lo que quería hablarte -Amanda me miró preocupada-. No sé cómo decirlo, pero mis tíos… Se suponía que iba a quedarme con ellos, pero los he llamado mientras estabas en el servicio y todavía no han vuelto de viaje. Están de vacaciones en Cancún y su vuelo se ha retrasado hasta mañana.

Pasó un momento.

– ¿Y? -preguntó Amanda.

– Y no tengo llave de su casa.

Ella volvió a mirar la carretera y dio un sorbo de su refresco tamaño grande.

– ¿No puedes dormir en un hotel? ¿Ver un poco la tele o un canal porno o algo así?

– Supongo que sí -contesté, indeciso.

Nos quedamos callados unos minutos. Amanda tenía los nudillos blancos de apretar el volante. Había sido muy complaciente hasta ese momento, y lo que yo le estaba pidiendo era un abuso.

Luego ella volvió a hablar.

– Tengo gas lacrimógeno en mi habitación.

– ¿Qué?

– Gas lacrimógeno -contestó-. En la mesilla de noche. Puedo agarrarlo, apuntar y disparar en menos de dos segundos. Si te acercas a mí mientras duermo, te abraso los ojos.

– Vaya, y yo que pensaba que nos llevábamos bien.

Sonrió, pero estaba intranquila. Estaba siendo amable, más que amable, pero quería asegurarse de que yo comprendía la generosidad del favor que estaba a punto de hacerme.

– No, en serio -dijo, apartando los ojos de la carretera y del cielo oscuro y frío. Noté que un escalofrío me recorría el cuerpo. Jamás podría pagarle lo que estaba haciendo por mí-. Tenemos un cuarto de invitados. Puedes quedarte una noche, pero sólo una. Después, si la tita Bernstein no ha vuelto, te quedas solo. Soy partidaria de practicar la caridad, pero tengo que estudiar y ya voy con retraso.

– Amanda -dije con sincera gratitud-, no sabes cuánto te lo agradezco. Te juro que no saldré de mi habitación. Ni siquiera dormiré en la cama. Me acostaré en el suelo.

– Tienes suerte de que mis padres estén de vacaciones. Si no, tendrías que dormir en la suite presidencial del Motel de las Ratas.

– ¿Cuánto cobran por noche?

– La verdad es que cobran por horas. La mayoría de los huéspedes contraen la rabia y no pueden permitirse pagar la factura del hospital.

– Entonces tendré que acordarme de rociar con desinfectante mi pijama -Amanda se rió y yo la imité-. No, en serio, eres muy amable.

– No tiene importancia. Además, mi casa me da un poco de miedo cuando estoy sola. Por lo menos sé que si entra alguien irá primero a por ti.

– ¿Y eso por qué?

Me miró como si no hubiera entendido un chiste buenísimo.

– Porque tú eres el chico, tonto. Se supone que tienes que enfrentarte a los malos con un bate de béisbol mientras yo duermo apaciblemente con un vaso de leche caliente a mi lado.

– No juego al béisbol desde que tenía diez años.

Una sonrisa coqueta apareció en su cara.

– Pues más vale que vayas practicando.

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