Capítulo 16

Mauser bebía una taza de café caliente. Le ardían las piernas por la carrera de aquella mañana, y la cafeína aceleraría su flujo sanguíneo. Quería mantenerse ansioso hasta que encontrara a Parker. Si de paso le daba un ataque al corazón, que así fuera. Estaba en bastante buena forma para un hombre entrado en años (como a menudo lo llamaba Linda), pero entrenar en el gimnasio no lo preparaba a uno para las exigencias de la vida real. Velocidad punta, sin descansos, sin paradas para beber agua. Lo que lo mantenía en marcha era la idea de atrapar al asesino de John. Aquello mitigaba el dolor.

Tras volver a Federal Plaza había alternado paños calientes y fríos. Denton había llamado con antelación a Louis Carruthers, que ordenó a la policía de Nueva York desplegarse por todas las posibles salidas de la línea 6 del metro entre Harlem y Union Square.

Vigilar el metro era casi absurdo, pensó Mauser mientras añadía más leche y azúcar al café. Parker se habría ido haría rato cuando llegara el primer policía, y habiendo tantas salidas las posibilidades de encontrarlo eran muy escasas. Lo único que podían hacer era sentarse y esperar. Esperar a que alguien lo reconociera. Esperar a que hiciera algún movimiento, a que cometiera un desliz. A que se expusiera.

Se había quedado sin contactos en Nueva York. Joe se había asegurado de ello. Un policía de paisano vigilaba el apartamento de Mya Loverne con órdenes de seguirla cuando fuera y volviera del trabajo. Otros dos policías vigilaban la Gazette. Era muy posible que Parker hubiera renunciado a acudir a uno y otro lado, pero tenían que asegurarse. Joe ya había pinchado el teléfono de la casa de los Parker en Bend, Oregón, pero curiosamente Henry no había intentado ponerse en contacto con sus padres. Tenía que haber algún motivo para aquel silencio. Tal vez no se llevaban bien y él no sabía nada al respecto.

Veinticuatro putos años, pensó Joe. Si a él lo hubiera pillado aquella tempestad a los veinticuatro años, ya se habría tirado por el puente de Brooklyn. Parker, sin embargo, no parecía por la labor. Si no, no habría huido. En todo caso, Mauser tenía que encontrarlo antes de que lo encontrara un policía cualquiera. No quería que nadie le diera su merecido antes que él.

Mauser cerró la carpetilla sobre su regazo. Un montón de papel que no decía nada. Estaban jugando aquel partido a la defensiva, respondiendo a los movimientos de Parker en lugar de provocarlos. Mientras añadía un cuarto sobrecito de azúcar al café, Denton irrumpió en la habitación. Mauser levantó los ojos.

– ¿Y bien? -dijo.

– Tenemos una pista -respondió Denton. Mauser dejó a un lado la carpeta y lo miró expectante.

– ¿Cuál?

– Parker ha hecho una llamada -dijo Denton con un brillo en los ojos-. Hemos estado comprobando todas las tarjetas de crédito asociadas a Parker y a su familia. La verdad es que da miedo que sean tan pocas. Mi sobrino de trece años tiene ocho tarjetas. Pero los Parker son tres y tienen dos tarjetas entre todos.

– Vamos, ¿qué pasa con esa llamada?

– Los archivos de la compañía telefónica muestran que el año pasado Parker compró una tarjeta de llamada, una de ésas que no tienen límite de gasto y que están asociadas a tu tarjeta de crédito. Llamas al 1-800 o pides una operadora, marcas el número de la tarjeta y te conectan. Luego llega la factura a final de mes -Denton le pasó un papel impreso y Mauser le echó un vistazo.

– Aquí sólo figuran dos llamadas -dijo.

– Una de ellas es de esta mañana, a las 8:56.

– San Luis -dijo Mauser-. ¿A quién coño conoce en San Luis?

– El número es de un móvil registrado a nombre de Lawrence Stein. Casado con Harriet Stein. Tienen una hija llamada Amanda Davies.

– Espera -dijo Mauser-. ¿Davies o Stein?

Denton le pasó otra carpetilla. Dentro había fotocopias de tres permisos de conducir.

– Amanda Davies es hija de Harriet y Lawrence Stein. Hija adoptiva. La pequeña Amanda pasó once años de casa de acogida en casa de acogida hasta que los señores Stein tuvieron la amabilidad de quedársela. Parece que Amanda se negó a cambiar de nombre legalmente y se quedó con su apellido.

Mauser preguntó:

– ¿Es una ex novia de Parker?

– Puede que sean amigos, pero no de la facultad. Ella estudia derecho en la Universidad de Nueva York, se está especializando en defensa de menores y vive en una residencia.

– ¿Estáis comprobando sus llamadas?

– Ya está hecho -contestó Denton-. No hay ninguna que encaje con nuestro hombre. Hemos estado comprobando las direcciones de Parker en Cornell, pero de momento no hemos sacado nada en claro.

Mauser se frotó la barbilla, en la que empezaba a asomar la barba. Necesitaba un buen afeitado, necesitaba dormir y darse una ducha caliente. Había tenido la esperanza de atrapar a Parker enseguida. Cada momento que el asesino de John Fredrickson pasaba suelto lo corroía por dentro. La caza fortalecía su resolución y erosionaba todo lo demás.

– Davies… ¿Es posible que Parker se estuviera viendo con ella a escondidas? ¿Echando una canita al aire sin que Mya Loverne lo supiera?

– Lo dudo -contestó Denton mientras se servía un vaso de café. Bebió un sorbo, hizo una mueca y dejó el vaso encima de la mesa. Añadió-: Mirémoslo desde la perspectiva de Parker. Eres nuevo en la ciudad y estás intentando abrirte un hueco en tu profesión. Te conviene tener a David Loverne de tu parte, o por lo menos no te conviene fastidiarlo. ¿Le pondrías los cuernos a su hija? Quizá te lo pasaras en grande un rato, pero si papaíto se enterara, te costaría parar un taxi sin que te pusieran una demanda y el abogado defensor que te asignaran haría una defensa digna del peor picapleitos.

Mauser se quedó pensando un momento y luego dijo:

– Comprobad las llamadas de Parker y Davies en los últimos cinco años. Parker está desesperado, se agarrará a un clavo ardiendo. Es posible que haya acudido a Davies como último recurso.

– Hay otra cosa -dijo Denton.

– ¿Sí?

– Hemos comprobado las tarjetas de crédito asociadas a Amanda Davies y Harriet y Lawrence Stein. Compras recientes, etcétera…

– ¿Y? -dijo Mauser sin poder disimular su ansiedad.

– Esta mañana pagó con tarjeta el peaje del túnel de Holland a las nueve y veintisiete.

Mauser frunció el ceño, sorprendido.

– ¿Van a Jersey?

Denton pareció cambiar de idea respecto al café, tomó el vaso y dio un largo trago. Volvió a torcer el gesto.

– Dios, qué malo está esto. No creo que hayan ido a Jersey, pero si fueran a San Luis a visitar a la encantadora familia Stein, es lógico que salgan de Nueva York por el túnel de Holland. Ahora mismo, lo único que podemos hacer es seguir el rastro del pago del peaje. Si Amanda vuelve a pagar algo con su tarjeta de crédito, los tendremos. Y si parece que van a San Luis, tomaremos el primer avión allí.

– Parece sencillísimo -dijo Mauser.

– Porque lo es -Denton se levantó, tomó su vaso casi lleno y lo tiró a la papelera-. El peor café que he probado en mi vida.

Se sentó y miró a Mauser. Sus ojos parecían buscar alguna revelación sin pedirla, como si esperara que Mauser diera con alguna clave que él no había podido encontrar. Mauser permaneció inexpresivo. Denton se había metido en aquello por su carrera, nada más. Y aunque Joe podía aprovecharse de ello, el caso era un asunto personal para él y sólo para él.

– Bien -dijo Denton, rompiendo el silencio-. No hemos hablado de ello, pero ¿qué tal te encuentras?

Mauser sacudió la cabeza, se pasó los dedos por el pelo. Tenía los ojos enrojecidos y la ropa parecía pesarle. Dormir estaba descartado.

Su cuñado. Uno de sus mejores amigos, uno de sus pocos amigos, estaba frío como una piedra en el sótano. Con el corazón perforado por una bala disparada por un extraño. Un hombre que no conocía a su familia, que no conocía a Linda. Un desgraciado que sólo sería de algún provecho a la sociedad si se hacía donante de órganos.

Mauser sintió correrle el odio por las venas, encendiendo sus terminaciones nerviosas hasta que se notó a punto de estallar. Pero se contuvo, dejó salir la rabia por entre los dientes apretados y cerró los puños. Sabía tan bien como cualquiera que la ira no lo volvía a uno más listo. Te hacía cometer errores. La precisión debía imponerse a la pasión.

El dolor debía bullir justo a flor de piel. Bullir largo rato. Uno sabía cuándo llegaba el momento de darle salida.

Joe se levantó con la carpeta de Parker bajo el brazo.

– Quiero un avión en espera. Si Davies se acerca a trescientos kilómetros de San Luis, quiero estar en el aire en menos de media hora.

– Hecho -dijo Denton con una sonrisa en la cara-. ¿Algo más?

– La casa de los Stein en San Luis. Quiero que pinchemos su teléfono.

– Hecho.

Mauser dijo:

– Ahora mismo Amanda Davies es nuestra pista número uno. No pierdas de vista su tarjeta. Las aceptan en todas las grandes autopistas del país. Si la han usado una vez, la usarán todo el viaje. Pero no podemos dar nada por sentado. No quiero acabar en San Luis y descubrir que Parker sólo la llamó para desearle feliz cumpleaños y consiguió montarse en un barco con destino a las Azores. Parker tiene que llevar poco dinero encima, así que mantened activadas sus tarjetas de crédito por si acaso intenta sacar en un cajero.

– ¿Y ese paquete del que habló Guzmán? Las drogas. Christine Guzmán dijo que se llevó una bolsa de droga, que la llevaba en una especie de maletín o mochila. Dijo que anoche se fue con ella del lugar de los hechos.

– Ni siquiera sabemos si todavía la tiene. Podría haberla escondido en alguna parte, en la consigna de alguna estación de autobuses o de tren -respondió Mauser-. La droga es lo de menos. En cuanto tengamos a Parker la encontraremos.

Denton no parecía muy convencido.

– A Joe lo mataron por la droga. Quizá si la encontramos consigamos alguna pista sobre Parker.

Mauser negó con la cabeza.

– Ahora mismo estamos buscando a Henry Parker, no una puta bolsa de caballo. Encontraremos la droga, la olla llena de oro al final del arco iris, a Elvis, a Kennedy y todo lo que haya robado ese tipo en cuanto lo atrapemos. Pero en este momento Parker tiene muy pocos amigos y parece lo bastante listo como para no delatarse. Vamos a tener que tirar de imaginación.

Denton asintió y se dirigió a la puerta. Mauser alargó el brazo y lo agarró del hombro. Denton se volvió, sorprendido. Mauser apretó más fuerte, sintiendo el movimiento de los huesos de Denton bajo la piel.

– Pero no te confundas. Amanda Davies es una posible cómplice de asesinato. Si creo que se dirigen al oeste, quiero estar en el aire antes de la próxima pausa publicitaria. Si alguien encuentra a Henry Parker antes que nosotros…

Denton palideció. Mauser notó que le entendía.

– No -dijo-. Nosotros llegaremos primero.

Cuando Denton salió de la habitación, Joe cerró la puerta y levantó el teléfono. Respiró hondo, sintió que un peso caía sobre sus párpados. Temía aquella llamada, temía cada segundo que pasara hablando con ella. Aquello era culpa de Parker. Era él quien le había hecho temer una simple conversación con su hermana.

Pasado un momento, cuando su respiración se hizo más lenta, empezó a marcar. En parte confiaba en que no contestara nadie. Ojos que no ven, corazón que no siente. Le dio un vuelco el corazón cuando oyó la voz cansada de Linda.

– ¿Diga?

– Linda, soy Joe.

– Joe -dijo su hermana con voz densa. Parecía sedada-. ¿Cómo estás?

– Bien, Lin.

– Me alegra oír tu voz, Joe. Esa gente no para de llamar. Los de la prensa. Malditos buitres.

– Quizá convendría que pasaras unos días en un hotel -dijo Mauser-. El departamento correrá con los gastos -casi la oyó negar con la cabeza al otro lado de la línea.

– Los chicos tienen que poder llamarme. No quiero esconderme. No quiero trastornar sus vidas todavía más.

– A los chicos no va a pasarles nada, Lin. Tienes que cuidarte -oyó una risa melancólica al otro lado. Luego Linda empezó a sollozar. Joe sintió que le ardían las mejillas mientras su hermana lloraba a su marido muerto-. ¿Linda? -dijo notando una opresión en el pecho. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. Lin, por favor, háblame -ella se sonó la nariz, un sonido lastimero.

– Tiene gracia -dijo-. John siempre decía que cuidaría de mí. Nunca decía que me cuidara. Supongo que yo creía que siempre estaría ahí, y que no tendría que preocuparme por nada. ¿Por qué ha tenido que dejarme? Dios mío, Joe. Lo quería tanto…

Mauser sintió que una lágrima se deslizaba por su mejilla. Los sollozos le arañaban la garganta.

– Lo sé, Lin. Yo también. Sé que no es mucho consuelo, pero yo voy a estar ahí. Ahora y siempre.

– Gracias, Joe. Ya lo sé.

– ¿Quieres que me pase por ahí?

– No -contestó ella con decisión-. Ahora mismo necesito estar sola. Sé que suena egoísta porque John también era parte de tu familia, pero lo necesito. ¿Lo entiendes? Dime que sí, por favor.

Mauser dijo que sí.

– ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Llevarte alguna cosa?

– Sí, puedes hacer una cosa -contestó Linda. Mauser sintió que un escalofrío le recorría la espalda.

– Lo que tú me digas.

– Quiero que mates al hombre que mató a mi marido. No me importa lo que haga falta, Joe. Encuéntralo y córtale la puta cabeza.

– Lin…

– Lo sé, lo sé -dijo ella-. Gracias por llamar, Joe.

– Volveré a llamarte pronto.

– Te quiero.

Las palabras se le escaparon de la boca como el último soplo de aire de un globo.

– Yo también a ti.

Mauser colgó el teléfono. Apoyó la cabeza en las manos mientras un estertor de rabia y tristeza se apoderaba de su cuerpo. Cuando levantó la mirada, le ardían los ojos y tenía la vista nublada.

«Por Linda», pensó.

«Por mí».

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