Dieciocho

Alex ve que Niki baja de la moto, bloquea la rueda y cruza apresuradamente la verja de la universidad. Está desesperado. Y ahora, ¿dónde aparco? ¿Cómo puedo saber adónde va? De repente, un coche se pone en marcha y deja un sitio libre. ¡Justo ahora! Es increíble. Caprichos del destino. ¿Qué significará? ¿Qué querrá decir? En ese mismo momento la radio le hace llegar otra señal. Carmen Consoli. «Primera luz de la mañana, te he esperado cantando en voz baja y no es la primera vez; incluso te he seguido con la mirada por encima de la mesa entre los restos del día anterior, y entre las sillas vacías algo flota en el aire. En el fondo no hay demasiada prisa. Mientras acariciaba la idea de las coincidencias, recogía las señales… Explícame qué he descuidado, ¿es ese eslabón que falta la fuente de todas las incertidumbres? Explícame qué he pasado por alto…» Pues sí, las señales. Niki, ¿me estoy perdiendo alguna? Es extraño cómo a veces las palabras más inocentes se transforman en coartadas de nuestras acciones.

Pero Alex no tiene tiempo de pensar. Ni de preocuparse. Se apea del coche y lo cierra. Segundos después, corre ya por las pequeñas avenidas de la universidad… Dios mío… La he perdido. Mira alrededor y la ve. Ahí está, justo delante de él, camina entre los estudiantes, casi saltando, ve su pelo recogido moverse con el viento. Niki sonríe y roza las plantas con la mano derecha, como si pretendiese acariciarlas. como si de algún modo quisiera formar parte de ese trozo de naturaleza que a duras penas se asoma en esas salpicaduras de terreno, que todavía respira entre las grandes losas de mármol blanco y el cemento.

– Hola, Niki… -alguien la saluda llamándola por su nombre.

– ¡Niki, guapa! -otro lo hace valiéndose de un extraño apodo.

«Niki guapa.» Pero ¿qué querrá decir? Claro que es guapa… No hace falta que nadie me lo diga, pero ¿qué necesidad hay de proclamarlo a los cuatro vientos? Además, ¿quién eres…? No le da tiempo a concluir. Un frenazo repentino a sus espaldas. Un hombre de mediana edad se asoma en seguida a la ventanilla del coche.

– ¡Muy bien, sí, señor! ¿Dónde tiene la cabeza? Aunque, a fin de cuentas, ¿qué más le da? Si muere, serán sus padres quienes lloren, ¿no? -y sigue desgañitándose como un loco.

– Chsss, se lo ruego…

– Ah, ¿es eso lo único que sabe decir? «Se lo ruego»… Pero ¿en qué mundo vive? ¿Dónde está su capacidad dialéctica?

Alex se vuelve preocupado. Los chicos que están sentados en el murete contemplan curiosos y divertidos lo que está sucediendo. Niki sigue avanzando dándole la espalda. Uf… Menos mal, no me ha visto.

– Perdone, tiene razón… Estaba distraído.

Alex aprieta el paso y se aleja intentando no perder de vista a Niki, que, mientras tanto, ha girado hacia la derecha al fondo de la avenida. Pasa por delante del grupo de jóvenes que antes la ha saludado. Uno de ellos, que ha presenciado toda la escena, baja del muro.

– Ese tipo es así… Está como una cabra, sabemos cómo es…

– Sí -añade otro-, lo hemos sufrido en nuestras propias carnes. ¡Y nuestros boletines de notas también!

– Sí, señor, ¡no se preocupe!

Alex sonríe. Después, un poco menos. Lo han llamado «señor».

Señor. ¡Madre mía, menuda impresión! Señor. Mayor. Adulto. ¡Pero también viejo! Señor… ¡Es la primera vez que me llaman señor! Y sólo ahora nota cuántos jóvenes hay a su alrededor y la cantidad de años que lo separan de ellos. Jóvenes como Niki. Sigue caminando hasta llegar al fondo de la avenida. Pues sí, para ellos soy un señor. Es decir, señor equivale a matusalén, viejo, arcaico, antiguo… ¿También lo seré para Niki? Y con esta última gran pregunta en la cabeza, entra en la Facultad de Filología.

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