Capítulo VI

Al volver a entrar en el saloncito de la casa número catorce, Japp no perdió el tiempo andándose por las ramas, sino que fue directo al grano.

—Escuche, señorita Plenderleith, ¿no cree que es mejor confesarlo todo desde el principio? Al final también he de averiguarlo.

Jane Plenderleith alzó las cejas. Hallábase junto a la chimenea, calentándose los pies.

—No sé a qué se refiere usted.

—¿Es eso cierto, señorita Plenderleith?

Ella se encogió de hombros.

—He contestado a todas sus preguntas. No sé qué más puedo hacer.

—Pues, en mi opinión, podría hacer mucho más... si quisiera.

—Eso es sólo una opinión, ¿no le parece, primer inspector?

Japp se puso como la grana.

—Creo —intervino Poirot— que mademoiselle apreciaría mejor la razón de sus preguntas si le contara cómo se presenta el caso.

—Es muy sencillo. Pues bien, señorita Plenderleith, los hechos son los siguientes. Su amiga ha sido encontrada muerta con un balazo en la cabeza y con una pistola en la mano... y la puerta y la ventana cerradas, todo lo cual hace suponer un caso claro de suicidio pero no fue suicidio. La inspección médica lo prueba.

—¿Cómo?

Toda su ironía y frialdad habían desaparecido, y se inclinó hacia delante, interesada... y observando su rostro.

—La pistola estaba en su mano... pero sus dedos no la aprisionaban. Además no se encontraron huellas dactilares en ella, y el ángulo de la herida hace imposible que la disparara. Tampoco dejó carta alguna, cosa bastante natural tratándose de un suicidio. Y aunque la puerta estaba cerrada no se ha encontrado la llave.

Jane Plenderleith volvióse lentamente, yendo a sentarse en una butaca frente a ellos.

—¡De modo que es cierto! —dijo—. ¡Siempre he pensado que era imposible que se hubiese matado! ¡Y tenía razón! No se suicidó. Alguien la ha asesinado.

Por espacio de un par de minutos permaneció perdida en sus pensamientos, hasta que alzó la cabeza con brusquedad.

—Hágame las preguntas que guste —dijo—. Las contestaré lo mejor que pueda.

Japp comenzó:

—La noche pasada, la señora Alien tuvo una visita. Se dice que fue un hombre de unos cuarenta y cinco años, de aspecto marcial, bigote de cepillo, elegantemente vestido y que conducía un coche «Standard Swallow». ¿Sabe usted quién es?

—No estoy muy segura, claro pero por la descripción parece el mayor Eustace.

—¿Quién es el mayor Eustace? Cuénteme todo lo que sepa de él.

—Es un hombre a quien Bárbara conoció en el extranjero... en la India. Llegó aquí hará cosa de un año, y le hemos visto de vez en cuando.

—¿Era amigo de la señora Alien?

—Se comportaba como tal —replicó Jane en tono seco.

—¿Y cuál era la actitud de la señora Alien hacia él?

—No creo que le agradase en realidad... es decir, estoy segura de ello.

—¿Pero se trataban con aparente amistad?

—Sí

—¿Le pareció alguna vez, piénselo bien, señorita Plenderleith..., que le tenía miedo?

Jane Plenderleith consideró la pregunta durante unos instantes y al cabo dijo:

—Sí, creo que sí. Cuando él estaba presente siempre se ponía nerviosa.

—¿Le conocía el señor Laverton-West?

—Creo que sólo le vio una vez. No simpatizaron mucho. Es decir, el mayor Eustace hizo lo que pudo por agradar a Carlos, pero Carlos no se esforzó lo más mínimo... tiene muy buen olfato para las personas que no son... lo que debieran.

—¿Y el mayor Eustace no es... como usted dice... lo que debiera? —preguntó Poirot.

—No, no lo es —replicó la joven en tono cortante—. Desde luego, no ha salido del cajón de encima.

—Cielos, no conozco esa expresión. ¿Quiere decir que no es un pukka sáhib?.

Una sonrisa fugaz iluminó el rostro de la joven, que replicó gravemente:

—No.

—¿Le sorprendería mucho que ese hombre hubiera estado haciendo víctima de sus chantajes a la señora Alien?

Japp inclinóse hacia delante para observar el resultado de su insinuación.

Y quedó satisfecho. Jane se adelantó con las mejillas arreboladas y apoyando su mano crispada en el brazo de su butaca.

—¡De modo que era esto! ¡Qué tonta fui al no advertirlo! ¡Claro!

—¿Lo cree factible, mademoiselle? —preguntó Hércules Poirot.

—¡He sido una tonta al no suponerlo! Durante los últimos seis meses me pidió prestadas pequeñas cantidades de dinero, varias veces, y la vi estudiando su libro de cuentas. Sabía que vivía bien con sus rentas, de modo que no me alarmé; pero, claro, si estaba entregando sumas de dinero...

—¿Concordaría con su comportamiento en general...? —preguntóle Poirot.

—Desde luego. Estaba nerviosa, y aun a veces sobresaltada. Completamente distinta a como ella era.

—Perdóneme —dijo Poirot en tono amable—, pero eso no es lo que nos dijo antes.

—Aquello era distinto —Jane Plenderleith hizo un gesto con la mano—No estaba deprimida. Quiero decir que no se portaba como si fuera a suicidarse, ni nada por el estilo. Pero sí como si la estuviera haciendo víctima de un chantaje. Ojalá me lo hubiese dicho. Yo le hubiera enviado al infierno.

—Pero tal vez él no hubiese ido... al infierno, sino a ver a Carlos Laverton-West... —observó Poirot.

—Sí —replicó la joven despacio—. Sí... es cierto...

—¿No tiene idea de lo que este hombre podía tener contra ella? —inquirió Japp.

—Ni la más remota —dijo Jane moviendo la cabeza—. Conociendo a Bárbara no puedo creer que pudiera ser nada realmente serio. Por otro lado... —hizo una pausa y continuó luego—: Lo que quiero decir es que Bárbara era un poco simple en ciertos aspectos. Se asustaba con gran facilidad. ¡En resumen, era la clase de mujer ideal para un chantajista! ¡El muy bruto!

Lanzó las tres últimas palabras con verdadero furor.

—Por desgracia —continuó Poirot—, el crimen parece que ha resultado al revés. Suele ser la víctima la que mata al chantajista, y no el chantajista a su víctima.

Jane Plenderleith frunció ligeramente el ceño.

—No... es cierto..., pero puedo imaginar ciertas circunstancias...

—¿Como, por ejemplo...?

—Supongamos que Bárbara se desespera... Pudo amenazarle con esa ridícula pistola y, al tratar de arrebatársela, dispara y la mata. Luego, horrorizado, intenta simular que fue suicidio.

—Es posible —dijo. Japp—; pero existe una dificultad.

Ella le miró interrogativamente.

—El mayor Eustace, si es que fue él, salió de aquí ayer noche a las diez y veinte, despidiéndose de la señora Alien en la misma puerta.

—Oh —la joven se puso grave—. Ya —hizo una pausa—. Pero pudo haber vuelto más tarde —dijo despacio.

—Sí, es posible —repuso Poirot.

—Dígame, señorita Plenderleith —Japp prosiguió su interrogatorio—. ¿La señora Alien tenía costumbre de recibir sus visitas aquí o en la habitación de arriba?

—En las dos. Pero este saloncito lo utilizaba para reuniones más numerosas o para amistades particulares. Bárbara disponía del dormitorio grande, que utilizaba también como sala de estar, y yo del más pequeño y esta habitación.

—Si el mayor Eustace vino ayer noche, ¿en qué habitación cree usted que lo recibiría la señora Alien?

—Creo que probablemente lo pasaría aquí —la joven parecía vacilar— Es menos íntimo. Por otro lado, si deseaba llenar un cheque o algo por el estilo, es de suponer que lo llevara arriba. Aquí no hay dónde escribir.

Japp movió la cabeza.

—No fue cuestión de cheques. La señora Alien extrajo ayer del Banco doscientas libras, y hasta ahora no hemos podido encontrarlas en toda la casa.

—¿Y se las dio a ese bruto? ¡Oh, pobre Bárbara! ¡Pobre, pobre Bárbara!

Poirot carraspeó.

—A menos que, como usted ha sugerido, se tratase de un accidente, no parece probable que quisiera privarse de una renta regular.

—¿Accidente? No fue un accidente. Perdió los estribos, se le subió la sangre a la cabeza, y disparó contra ella.

—¿Así es como cree usted que ocurrió?

—Sí —dijo; agregando con vehemencia—: ¡Fue un asesinato... un asesinato!

Poirot comentó:

—Yo no diría que está usted equivocada, mademoiselle.

—¿Qué cigarrillos fumaba la señora Alien? —dijo Japp.

—«Gasper». Hay algunos en esa caja.

Japp la abrió y sacando uno hizo un gesto de asentimiento antes de guardárselo en el bolsillo.

—¿Y usted, mademoiselle? —preguntó Poirot.

—Los mismos.

—¿No fuma turcos?

—Nunca.

—¿Y la señora Alien?

—Tampoco. No le gustaban.

—¿Y el señor Laverton-West? —quiso saber Poirot—. ¿Cuáles fumaba?

La joven le miró de hito en hito.

—¿Carlos? ¿Qué importancia tiene lo que él fume? ¿No pretenderá usted que fue él quien la mató?

Poirot alzóse de hombros.

—Muchos hombres han matado antes de ahora a la mujer que amaban, mademoiselle.

Jane hizo un gesto impaciente.

—Carlos no mataría a nadie. Es muy discreto.

—De todas formas, señorita, los hombres cuidadosos son los que cometen los crímenes más inteligentes.

—Pero no por el motivo que usted ha señalado, señor Poirot —repuso la joven mirándole fijamente.

—No, es cierto.

—Bien —Japp se puso en pie—. Creo que aún me queda mucho que hacer aquí. Me gustaría echar otro vistazo.

—¿Por si el dinero se encuentra escondido en alguna parte? Desde luego. Mire cuanto guste. Y también en mi habitación... aunque no es probable que Bárbara lo escondiera allí.

El registro de Japp fue rápido, pero eficiente, y a los pocos minutos el saloncito no tenía secretos para él. Luego subió a inspeccionar los dormitorios, y Jane Plenderleith quedó sentada sobre el brazo de un sillón, fumando un cigarrillo mientras Poirot la observaba.

Al cabo de algunos minutos, éste dijo tranquilamente:

—¿Sabe usted si el señor Laverton-West se encuentra en Londres?

—Lo ignoro. Pero más bien supongo que debe estar en Hampshire con su familia. Debía haberle telegrafiado. Es terrible... pero lo olvidé.

—No es fácil acordarse de todo cuando sucede una catástrofe, mademoiselle, y de todas maneras no hay que apresurarse a dar malas noticias. Siempre se saben.

—Sí, es cierto —repuso la muchacha, distraída.

Se oyeron los pasos de Japp, que bajaba la escalera, y Jane salió a su encuentro.

—¿Y bien?

Japp movió la cabeza.

—Nada, señorita Plenderleith. Ahora he registrado ya toda al casa. Oh, creo que será mejor que mire en ese armario que hay debajo de la escalera.

Y al pronunciar estas palabras tiró del pomo.

Jane Plenderleith dijo:

—Está cerrado.

Y el tono de su voz hizo que los dos hombres la miraran extrañados.

—Sí —replicó Japp—. Ya veo que está cerrado. ¿Tiene usted la llave?

La joven permanecía como petrificada.

—No... no estoy segura de -dónde pueda estar.

Japp le dirigió una rápida mirada y continuó en tono indiferente:

—Dios mío, ¡qué lástima...! No quisiera estropearlo abriéndolo por la fuerza. Enviaré a Jameson a buscar un manojo de llaves bien surtido.

Jane se adelantó rápidamente.

—Oh —dijo—. Espere un momento. Puede que esté...

Fuese hasta el saloncito, reapareciendo momentos más tarde con una llave de tamaño regular.

—Lo tenemos siempre cerrado —explicó—, porque nuestros paraguas y otras cosas desaparecían con mucha frecuencia.

—Una precaución muy prudente —dijo Japp aceptando la llave.

La hizo girar en la cerradura y abrió el armario. Su interior estaba oscuro, y tuvo que sacar una linterna de su bolsillo para iluminarlo.

Poirot observó que la joven contenía el aliento y sus ojos siguieron el haz de luz de la linterna de Japp.

No había gran cosa dentro del armario. Tres paraguas... uno de ellos roto; cuatro bastones; un juego de palos de golf, dos raquetas de tenis, una alfombra cuidadosamente doblada y varios almohadones deteriorados y sobre ellos un pequeño neceser muy elegante.

Cuando Japp alargó la mano para cogerlo, Jane Plenderleith dijo precipitadamente:

—Es mío. Lo... lo traje conmigo esta mañana, de modo que no puede haber nada de lo que busca.

—Nada pierdo en asegurarme —replicó Japp con creciente regocijo.

Abrió el neceser, que no estaba cerrado con llave. En su interior había gran variedad de cepillos y botellas para la toilette..., dos revistas, pero nada más.

Japp lo fue examinando todo con meticulosa atención. Cuando al fin cerró la tapa y se dispuso a examinar los almohadones, la joven exhaló un suspiro de alivio.

En el armario no había más que lo que saltaba a la vista, y Japp no tardó en dar por terminado el registro.

Volviendo a cerrar la puerta, tendió la llave a Jane Plenderleith.

—Bien —le dijo—. Esto deja terminado el asunto. ¿Puede darme la dirección del señor Laverton-West?

—Farlescombe Hall, Little Ledbury, Hampshire.

—Gracias, señorita Plenderleith. Eso es todo por el momento. Es posible que vuelva más tarde. A propósito, no diga nada. Deje que todos crean que se trata de un suicidio.

—Desde luego.

Les estrechó las manos a los dos.

Y cuando caminaban por la avenida, Japp exclamó:

—¿Qué diablos había en ese armario? Algo había.

—Sí, algo había.

—¡Y apuesto diez contra uno a que era algo relacionado con el neceser! Pero debo ser un estúpido, puesto que no he conseguido dar con ello. He revisado todas las botellas... el forro... ¿qué diablos podía ser?

Poirot meneó la cabeza pensativo.

—Esa chica lo sabe —continuó Japp—. ¿Dijo que había traído el neceser esta mañana? ¡No es cierto! ¿Se fijó en que había dos revistas dentro?

—Sí.

—Bien, ¡pues una de ellas era del mes de julio!

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