Capítulo VII

Mistress Vanderlyn estaba radiante cuando entró en la biblioteca. Vestía un traje deportivo muy bien cortado, de tejido grueso, que hacía resaltar los cálidos reflejos de sus cabellos, y acomodándose en una butaca sonrió al hombrecillo que tenía enfrente. Por un instante aquella sonrisa demostró... triunfo, o tal vez fuese sólo burla.

Desapareció casi inmediatamente, pero Poirot lo encontró muy interesante.

—¿Ladrones? ¿Anoche? ¡Pero qué horror! Pues no, no oí absolutamente nada. ¿Y la policía? ¿No puede hacer algo?

—Comprenda, madame; es un asunto que debe llevarse con la mayor discreción. —Naturalmente, monsieur Poirot... Yo no diré ni una palabra. Soy una gran admiradora de lord Mayfield e incapaz de hacer nada que le cause la más ligera molestia.

Cruzó las piernas y balanceó su zapato de piel color castaño en la punta de uno de sus pies.

—Dígame si hay algo en que pueda servirle.

—Se lo agradezco, madame. ¿Jugó al bridge anoche en el salón?

—Sí.

—Tengo entendido que después las señoras subieron a acostarse.

—Así es.

—Pero alguien regresó en busca de un libro. ¿Fue usted, verdad, mistress Vanderlyn?

—Sí... fui la primera en regresar.

—¿Qué quiere decir? ¿La primera? —preguntó Poirot, extrañado.

—Yo regresé en seguida —explicó mistress Vanderlyn—. Luego subí y llamé a mi doncella, pero tardaba en acudir. Volví a llamar, y luego salí al pasillo. Oí su voz y la llamé. Después me estuvo cepillando el pelo y la despedí. Estaba nerviosa, sobresaltada y enredó el cepillo en mis cabellos un par de veces. Fue entonces, cuando acababa de despedirla, que vi a lady Julia que subía la escalera. Me dijo que también ella había ido a buscar un libro. Es curioso, ¿verdad?

—Dígame, madame. ¿Y no oyó gritar a su doncella?

—Pues sí; oí algo por el estilo.

—¿Le preguntó de qué se trataba?

—Sí. Me dijo que creyó ver una figura blanca flotando en el aire... ¡qué tontería!

—¿Qué vestido llevaba anoche lady Julia?

—Oh, creo que... sí, ya recuerdo. Llevaba un traje de noche blanco. Claro, eso lo explica todo.

Debió verla en la oscuridad y le pareció una sombra blanca. Estas chicas son tan supersticiosas...

—¿Su doncella lleva mucho tiempo con usted, madame?

—Oh, no. —Mistress Vanderlyn abrió mucho los ojos—. Sólo cinco meses.

—Quisiera verla, si no le importa, madame...

—Desde luego que no —dijo con bastante frialdad.

—Comprenda, me gustaría interrogarla.

—Oh, sí.

Y de nuevo sus ojos volvieron a brillar divertidos. Poirot, puesto en pie, se inclinó.

—Madame —dijo—, tiene usted en mí a un ferviente admirador.

—¡Oh, monsieur Poirot, qué amable es usted! Pero ¿por qué?

—Madame, está usted tan segura de sí misma...

Mistress Vanderlyn sonrió indecisa.

—Quisiera saber si debo considerarlo un cumplido.

—Tal vez sea una advertencia... para no hacer frente a la vida con demasiada arrogancia —dijo Poirot.

Mistress Vanderlyn rió ya más segura, y poniéndose en pie alzó una mano.

—Querido monsieur Poirot, le deseo toda clase de éxitos. Gracias por todas las cosas amables que me ha dicho.

Y mientras salía, Poirot murmuró para sí:

—¿Me desea éxito? ¡Ah, pero está muy segura de que no voy a alcanzarlo! Sí, muy segura está. Y eso me preocupa.

Con cierta petulancia tiró de la campanilla y preguntó si podían enviarle a mademoiselle Leonie. Sus ojos la miraron apreciativamente cuando hizo acto de presencia y se detuvo vacilante en la puerta... con su vestido negro, sus cabellos negros peinados hacia atrás en suaves ondas y los ojos bajos, en actitud modesta.

—Pase, mademoiselle Leonie —la invitó—. No tenga miedo.

Ella entró al fin, deteniéndose ante él.

—¿Sabe que la encuentro muy bonita? —dijo Poirot en un cambio de tono repentino.

Leonie respondió en el acto, dirigiendo una rápida mirada de soslayo al tiempo que murmuraba suavemente:

—Monsieur es muy amable.

—Figúrese usted —continuó Poirot—. Le pregunté a míster Carlile si era usted bonita y me contestó que no lo sabía. Leonie alzó la barbilla con gesto desdeñoso.

—¡Esa estatua!

—Lo ha descrito muy bien.

—Yo creo que ése no ha mirado a una chica en su vida.

—Probablemente no. Es una lástima. No sabe lo que se ha perdido. Pero hay otras personas en la casa que son más amables, ¿no es cierto?

—La verdad, no sé a qué se refiere, monsieur.

—Oh, sí, mademoiselle Leonie, lo sabe muy bien. Bonita historia la que contó anoche de que había visto un fantasma. Tan pronto como supe que estaba usted de pie con las manos en la cabeza, comprendí que no se trataba de ningún fantasma. Cuando una chica se asusta, se lleva las manos al corazón o a la boca para ahogar un grito, pero si las tiene en la cabeza, significa algo muy distinto. Significa que sus cabellos se han alborotado y que trata apresuradamente de acomodarlos. Ahora, mademoiselle, sepamos la verdad. ¿Por qué gritó en la escalera?

—Pero, monsieur, es cierto que vi a una figura alta toda vestida de blanco...

—Mademoiselle, no insulte a mi inteligencia. Esa historia pudo ser lo bastante buena para mister Carlile, pero no lo es para Hércules Poirot. La verdad es que acababan de besarla, ¿no? Y me parece adivinar que fue el joven Reggie quien la besó.

Eh bien? —preguntó—. ¿Qué es un beso, después de todo?

—Desde luego —dijo Poirot, galante.

—Comprenda, el señorito subió detrás de mi y me cogió por la cintura... y por eso, naturalmente, me asusté y grité. Si lo hubiera sabido... bueno, claro que no hubiese gritado.

—Claro —convino Poirot.

—Pero llegó hasta mi como un gato. Luego se abrió la puerta del despacho, el señorito se escapó escaleras arriba y yo me quedé como una tonta ante monsieur le secrétaire. Tenia que decir algo...especialmente a... —concluyó la frase en francés— un jeune homme comme ça, tellement comme il faut!

—¿De modo que inventó lo del fantasma?

—Cierto, monsieur; fue lo único que se me ocurrió. Una figura alta toda vestida de blanco y que flotaba en el aire. ¡Es ridículo! Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Nada. Ahora todo está explicado. Desde el principio tenía mis sospechas.

Leonie le dirigió una mirada provocativa.

—Monsieur es muy listo y muy simpático.

—Y puesto que yo no voy a causarle ninguna violencia por este asunto, ¿querrá hacer algo por mí a cambio?

—Con mucho gusto, monsieur.

—¿Qué sabe usted de los asuntos de su señora? La muchacha se encogió de hombros.

—No mucho, monsieur. Claro que tengo mis ideas.

—¿Y cuáles son?

—Bueno, no me ha pasado por alto que todos los amigos de madame son siempre militares, marinos o aviadores. Y luego tiene otra clase de amigos... caballeros extranjeros que algunas veces vienen a verla con mucho sigilo. Madame es muy bonita, aunque no creo que lo sea por mucho tiempo. Los jóvenes la encuentran muy atractiva. Creo que algunas veces hablan demasiado. Pero son sólo ideas mías. Madame no confía en mí.

—¿Debo entender, por lo que me ha dicho, que madame obra por su cuenta?

—Eso es, monsieur.

—En otras palabras, no puede ayudarme.

—Me temo que no, monsieur. Lo haría si pudiera.

—Dígame, ¿su señora está hoy de buen humor?

—Desde luego que si, monsieur.

—¿Ha ocurrido algo que la ha halagado?

—Desde que vinimos aquí ha estado muy contenta.

—Bien, Leonie, usted debe saberlo.

—Sí, monsieur —replicó la joven confidencialmente—. No puedo equivocarme. Conozco todos los estados de ánimo de madame, y está contenta.

—¿Y triunfante?

—Ésa es precisamente la palabra, monsieur.

—Lo encuentro... algo difícil de soportar—asintió Poirot con pesar—. No obstante, me doy cuenta de que es inevitable. Gracias, mademoiselle; eso es todo.

Leonie le dirigió una mirada atrevida.

—Gracias, monsieur. Si encuentro a monsieur en la escalera le aseguro que no gritaré.

—Hija mía —replicó Poirot muy digno—, mi edad es bastante avanzada. ¿Qué tengo yo que ver con esas frivolidades?

Mas, con una risita coqueta, Leonie se marchó al fin. Poirot anduvo de un lado a otro de la estancia con rostro grave y preocupado.

—Y ahora —dijo— le toca el turno a lady Julia. ¿Qué me dirá?, me pregunto yo.

Lady Julia penetró en la estancia con aire tranquilo y seguro, e inclinándose graciosamente aceptó la silla que Poirot adelantó.

—Lord Mayfield dice que usted desea hacerme algunas preguntas...

—Sí, madame. Es con respecto a lo de anoche.

—¿Sí?

—¿Qué ocurrió después de que hubieron terminado la partida de bridge?

—Mi esposo creyó que era demasiado tarde para comenzar otra y fui a la cama.

—¿Y luego?

—Me dormí.

—¿Eso es todo?

—Sí. Me temo que no podré decirle nada de interés. ¿Cuándo tuvo lugar el... —vacilaba— el robo?

—Poco después de que usted subiera a quedarse en su habitación.

—Ya; ¿y qué fue lo que se llevaron? —Algunos papeles privados, madame. —¿Importantes? —Muy importantes.

Frunció ligeramente el ceño y luego dijo:

—¿Eran... de algún valor?

—Si, madame, valían mucho dinero.

—Ya.

Hubo una pausa y al cabo Poirot preguntó:

—¿Y qué me dice de su libro, madame?

—¿Mi libro? —levantó hasta él sus ojos asombrados.

—Si. Tengo entendido, según mistress Vanderlyn, que algún tiempo después de que las tres señoras se retirasen, usted volvió a bajar en busca de un libro.

—Sí, claro, eso hice.

—De manera que en realidad usted no fue directamente a su habitación para acostarse, sino que regresó al salón.

—Sí, es cierto. Lo había olvidado.

—Mientras estuvo en el salón, ¿oyó gritar a alguien?

—No..., sí..., no creo.

—Asegúrese, madame. Realmente tuvo que oír el grito, desde el salón. Lady Julia, echando la cabeza hacia atrás, replicó con firmeza:

—No oí nada.

Poirot enarcó las cejas, aunque no replicó. El silencio se fue haciendo insoportable, y lady Julia preguntó de pronto:

—¿Qué es lo que se ha hecho?

—¿Hecho? No lo comprendo, madame.

—Me refiero al robo. Sin duda la policía debe estar haciendo algo.

Poirot movió la cabeza.

—La policía no ha sido avisada. Yo soy el encargado de esclarecer el caso.

Ella le miró con el rostro tenso y demacrado. Sus ojos oscuros y penetrantes parecían taladrarle. Al fin los bajó..., vencida.

—¿No puede decirme lo que está haciendo?

—Sólo puedo asegurarle, madame, que no voy a dejar piedra por remover...

—¿Para coger al ladrón... o... para recuperar los papeles?

—Lo principal es que aparezcan, madame.

—Sí —dijo en tono indiferente—. Supongo que lo es.

Hubo otra pausa.

—¿Alguna cosa más, monsieur Poirot?

—No, madame. No quiero entretenerla más.

—Gracias.

Se adelantó para abrirle la puerta, que ella atravesó sin dirigirle siquiera una mirada.

Poirot regresó junto a la chimenea y distraídamente arregló la disposición de los objetos que había sobre la repisa. Estaba todavía allí cuando lord Mayfield entró por la puertaventana.

—¿Qué tal? —saludó el recién llegado.

—Creo que todo marcha bien. Los acontecimientos van tomando forma como era de esperar. Lord Mayfield preguntó, mirándole de hito en hito:

—¿Está usted satisfecho?

—No, no lo estoy, pero sí contento.

—La verdad, monsieur Poirot, no puedo entenderle.

—No soy tan charlatán como usted cree.

—Yo nunca he dicho...

—¡No, pero lo ha pensado! No importa. No estoy ofendido. A veces tengo que adoptar cierta «pose».

Lord Mayfield le miraba con cierta desconfianza. Hércules Poirot era un hombre incomprensible. Deseaba despreciarle, pero algo le advertía de que aquel hombrecillo ridículo no era tan inútil como parecía. Charles McLaughlin siempre fue capaz de reconocer a un hombre resuelto en cuanto lo veía.

—Bien —le dijo—, estamos en sus manos. ¿Qué me aconseja que haga ahora?

—¿Puede librarse de sus invitados?

—Creo que será posible arreglarlo... Podría decir que tengo que regresar a Londres para resolver este asunto, y tal vez se decidan a marcharse.

—Muy bien. Trate de arreglarlo así.

—¿No cree usted...?

—Estoy completamente seguro de que éste es el mejor camino. Lord Mayfield se encogió de hombros.

—Bien, si usted lo dice...

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