Capítulo XII

Por primera vez en su vida, Ruth Chevenix-Gore... ahora Ruth Lake... bajó a tiempo para desayunarse. Hércules Poirot se encontraba en el vestíbulo y se apartó ceremoniosamente a un lado para cederle el paso.

—Tengo que hacerle una pregunta, madame.

—¿Sí?

—Ayer noche estuvo usted en el jardín. ¿Pisó usted el arriate que hay ante el ventanal del despacho de sir Gervasio?

Ruth le miró extrañada.

—Sí, dos veces.

—¡Ah! Dos veces. ¿Cómo dos veces?

—La primera estaba cogiendo margaritas. Eso fue a eso de las siete.

—¿No es una hora un poco rara para coger flores?

—Sí, en verdad lo es. Había arreglado las flores ayer por la mañana, pero después del té Vanda dijo que las que había encima de la mesa del comedor no eran lo bastante frescas. A mí me parecieron bien y por eso no las había cambiado.

—Pero su madre le pidió que las cambiara. ¿Es así?

—Sí. De modo que salí antes de las siete. Las corté de esa parte del arriate porque casi nadie va por allí y no importa estropear el efecto.

—Sí, sí, pero ¿y la segunda vez? Usted dijo que fue dos veces.

—Eso fue poco antes de cenar. Me había caído una gota de brillantina en el vestido... precisamente en el hombro. No quise molestarme en cambiarme, y ninguna de las flores artificiales que tengo iban bien con el amarillo de mi traje. Recordé haber visto una rosa cuando estaba cogiendo las margaritas, de modo que fui a cortarla y me la prendí en el hombro.

Poirot asintió lentamente con la cabeza.

—Sí, recuerdo que ayer noche llevaba usted una rosa. ¿A qué hora fue a cortarla, madame?

—La verdad, no lo sé.

—Pero es esencial, madame. Piense... haga memoria...

Ruth frunció el entrecejo.

—No puedo precisarlo —dijo al fin—. Debió ser... oh, claro, debió ser a eso de las ocho y cinco. Cuando iba a entrar en la casa oí sonar el batintín y luego aquella extraña detonación. Iba de prisa porque creía que era el segundo batintín y no el primero.

—¡Ah!, de modo que usted pensó que era el segundo... ¿Y no trató de abrir el ventanal mientras estuvo en el arriate?

—Pues, a decir verdad, sí. Pensé que tal vez estuviera abierto y por allí hubiese adelantado camino, pero estaba cerrado.

—Así queda todo explicado la felicito, madame.

Ella le miró extrañada.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que tiene explicación para todo... para las huellas de sus zapatos..., el pedacito de barro pegado a la suela... y sus huellas dactilares encontradas en la parte exterior del ventanal. Todo muy conveniente.

Antes de que Ruth pudiera contestar, la señorita Lingard bajó corriendo la escalera con las mejillas arreboladas y se sorprendió un tanto al ver a Poirot y Ruth juntos.

—Les ruego me perdonen —dijo—. ¿Ocurre algo?

Ruth replicó furiosa:

—¡Creo que el señor Poirot se ha vuelto loco!

Y dando media vuelta dirigióse al comedor mientras la señorita Lingard volvió su rostro asombrado hacia Poirot.

—Después del desayuno —le dijo— se lo explicaré. Me gustaría que se reunieran todos a las diez en el despacho de sir Gervasio.

Y repitió su petición al entrar en el comedor.

Susana Cardwell le dirigió una mirada rápida, desviándola luego para fijarla en Ruth. Hugo dijo:

—¿Eh? ¿Qué es lo que pretende?

Susana le dio un codazo y él se calló, obediente.

Cuando el desayuno hubo terminado, Poirot se puso en pie para dirigirse a la puerta, desde la que se volvió, sacando un reloj anticuado.

—Son las diez menos cinco. Dentro de cinco minutos... en el despacho.



Poirot miró a su alrededor y estuvo contemplando el círculo de rostros interrogantes. Todo el mundo estaba allí, con una sola excepción... y en aquel preciso momento la excepción hizo acto de presencia. Lady Chevenix-Gore penetró en la estancia con paso suave y lánguido. Parecía enferma y demacrada.

Poirot le acercó una butaca, que ella ocupó, mas al alzar la vista y ver el espejo roto estremecióse e hizo lo posible por ladear un poco su asiento.

—Gervasio está aún aquí —dijo en tono casual— ¡Pobre Gervasio!... Ahora pronto estará libre.

Poirot carraspeó antes de anunciar:

—Les he pedido que vinieran aquí para que pudiesen conocer los hechos verdaderos del suicidio de sir Gervasio.

—Fue el Destino —dijo lady Chevenix-Gore—. Gervasio era fuerte, pero la Fatalidad lo fue aún más.

El coronel Bury inclinóse un poco hacia delante.

—Vanda..., querida.

Sonriendo, le tendió su mano, que él tomó entre las suyas, mientras ella decía suavemente:

—Eres un consuelo, Ned.

Ruth dijo en tono irritado:

—¿Hemos de entender que ha averiguado definitivamente la causa del suicidio de mi padre, señor Poirot?

El detective meneó la cabeza.

—No, madame.

—¿Entonces a qué viene ese galimatías?

Poirot replicó sin inmutarse:

—Ignoro la causa del suicidio de sir Gervasio Chevenix-Gore, porque sir Gervasio Chevenix-Gore no se suicidó. No se quitó la vida, puesto que le asesinaron.

—¿Asesinado?

Varias voces repitieron la palabra, y todos los rostros volviéronse hacia él sobresaltados. Lady Chevenix-Gore, alzando los ojos, exclamó:

—¿Asesinado? ¡Oh, no! —y meneó la cabeza de un lado a otro.

—¿Asesinado ha dicho usted? —era Hugo quien había hablado—. Imposible. No había nadie en la habitación cuando entramos. La ventana estaba cerrada, la puerta también, y la llave la tenía mi tío en el bolsillo. ¿Cómo pudieron matarle?

—Sin embargo, le asesinaron.

—¿Y el asesino escapó por el agujero de la cerradura, supongo? —dijo el coronel Bury en tono escéptico—. ¿O voló por la chimenea?

—El asesino —dijo Poirot— salió por el ventanal. Ahora voy a demostrarle cómo.

Y repitió las maniobras del ventanal.

—¿Lo ven? ¡Así es como lo hizo! Desde el primer momento no me pareció probable que sir Gervasio se hubiera suicidado. Había dado siempre muestras de egomanía, y un hombre así no se quita la vida.

»¡Y hay otras muchas cosas! Aparentemente, antes de morir, sir Gervasio se había sentado ante su escritorio para escribir "LO LAMENTO" ante una hoja de papel, y luego se pegó un tiro. Pero antes de hacerlo, por una u otra razón, varió la posición de su butaca, volviéndola de modo que quedara al lado del escritorio. ¿Por qué? Tenía que haber una explicación. Y comencé a ver la luz cuando descubrí un pedacito diminuto de cristal pegado en una de esas pesadas estatuillas de bronce...

»Me pregunté cómo era posible que aquel pedacito de espejo roto hubiera llegado hasta allí... y se me ocurrió una explicación. El espejo no había sido roto por la bala, sino por haber sido golpeado con la pesada figura de bronce. Aquel espejo había sido roto con toda intención. Pero ¿por qué? Volví al escritorio y miré la butaca. Sí, entonces lo comprendí. Todo estaba equivocado. Ningún suicida cambia su asiento de lugar, se inclina hacia uno de sus lados y se pega un tiro. Todo fue dispuesto de aquella manera para que pareciese un suicidio.

»Y ahora llegamos a algo muy interesante. La declaración de la señorita Cardwell. La señorita Cardwell dijo que bajó corriendo porque creyó haber oído el segundo batintín. Es decir, pensó que ya había sonado el primero. Ahora fíjense bien, si sir Gervasio estaba sentado ante su mesa en forma normal cuando le dispararon, ¿adonde hubiera ido la bala? Viajando en línea recta, hubiera salido por la puerta, si estaba abierta, ¡y hubiera dado en el batintín!

»¿Comprenden ahora la importancia de la declaración de la señorita Cardwell? Nadie más había oído el primer batintín, pero es que su habitación está precisamente encima de ésta y se encontraba en la mejor situación para oírlo. ¿Recuerdan que fue sólo una nota...?

»No cabía la posibilidad de que sir Gervasio se hubiera pegado un tiro. Un muerto no puede levantarse, cerrar la puerta con llave y colocarse en una posición conveniente. Otra persona era la responsable, y por lo tanto no fue suicidio, sino asesinato. Alguien cuya presencia fue fácilmente aceptada por sir Gervasio y que estaba de pie a su lado hablando con él. Sir Gervasio tal vez estaba escribiendo. El asesino acercó la pistola al lado derecho de su cabeza y disparó. ¡El crimen se ha realizado! ¡Entonces a trabajar de prisa! El asesino se calza unos guantes. Cierra la puerta y coloca la llave en el bolsillo de sir Gervasio. Pero ¿y si alguien ha oído la nota del batintín? Entonces se sabría que la puerta estaba abierta y no cerrada cuando se efectuó el disparo. Así que cambia de posición la butaca, coloca la pistola en la mano del difunto y entonces rompe el espejo adrede. En seguida el asesino sale por el ventanal, que luego cierra como les he demostrado, y pisa, no en la hierba, sino en el arriate, donde sus huellas puedan ser disimuladas más tarde; luego da la vuelta a la casa y penetra en el salón. —Hizo una pausa y luego continuó: —Sólo había una persona en el jardín cuando sonó el disparo. La misma que dejó sus pisadas en el arriate y sus huellas dactilares en la parte exterior del ventanal.

Se aproximó a Ruth.

—Y usted tenía un motivo, ¿verdad? Su padre estaba enterado de su matrimonio secreto y estaba dispuesto a desheredarla.

—¡Es mentira! —La voz de Ruth sonó clara y enojada—. En esa historia no hay una sola palabra de verdad. ¡Es mentira desde el principio al final!

—Las pruebas contra usted son muy fuertes, madame. Es posible que un jurado la crea... o no.

—No tendrá que enfrentarse con un jurado.

Todos se volvieron a mirar, sobresaltados. La señorita Lingard se había puesto en pie, con el rostro alterado y temblando como una azogada.

—Yo le maté. ¡Lo confieso! Tenía mis razones. Yo... yo había estado esperando algún tiempo. El señor Poirot tiene razón. Le seguí hasta aquí. Antes había cogido la pistola del cajón. Me puse a su lado hablándole del libro... y disparé. Eso fue poco antes de las ocho. La bala dio en el batintín. Nunca imaginé que pudiera atravesarle la cabeza. No había tiempo para salir a buscarla. Cerré la puerta y puse la llave en el bolsillo. Luego di vuelta a la silla, rompí el espejo, y después de escribir «LO LAMENTO» en un pedazo de papel, salí por el ventanal, cerrándolo del modo que les ha demostrado el señor Poirot. Pasé por encima del arriate, pero luego hice desaparecer mis huellas con un rastrillo que había dejado preparado. Después fui al salón, donde había dejado el ventanal abierto. Ignoraba que Ruth había salido por allí. Debió ir hacia la parte delantera de la casa mientras yo iba a la de atrás. Tuve que esconder el rastrillo en el cobertizo. Esperé en el salón hasta que oí que alguien bajaba la escalera y que Snell iba a tocar el batintín y entonces...

Miró a Poirot.

—¿No sabe lo que hice entonces?

—Sí que lo sé. Encontró la bolsa en el cesto de los papeles. Fue una idea muy ingeniosa. Hizo usted lo que les encanta a los niños. Hinchó la bolsa de aire y luego hizo estallar. Después la arrojó a la papelera y salió corriendo al vestíbulo. De este modo establecía la hora del crimen... y una coartada para sí misma. Pero aún había una cosa que la inquietaba. No había tenido tiempo de recoger la bala. Debía estar cerca del batintín, y era esencial que la encontrasen en el despacho, cerca del espejo. Ignoro cuándo se le ocurrió la idea de apoderarse del lápiz del coronel Bury...

—Fue precisamente entonces —explicó la señorita Lingard—. Cuando todos entramos en el salón. Me sorprendió ver a Ruth en la habitación. Comprendí que debía de llegar del jardín y que entró por el ventanal. Entonces vi el lápiz del coronel Bury sobre la mesa del bridge y lo escondí en mi bolso. Si luego alguien me veía recoger la bala, podría decir que había sido el lápiz. A decir verdad, creí que nadie me había visto cogerla. La dejé caer junto al espejo mientras ustedes miraban el cadáver. Y cuando usted sacó a relucir ese tema me alegré de haber pensado en recoger el lápiz.

—Sí, fue muy lista. Me despistó por completo.

—Mi temor era que alguien hubiera oído el verdadero disparo, pero sabía que todos estaban en sus habitaciones vistiéndose para la cena y por lo tanto tendrían las puertas cerradas. Los criados estaban en sus dependencias. La señorita Cardwell era la única que tal vez lo oyera, y sin duda pensaría que era una falsa explosión. Lo que oyó fue el batintín. Creí... creí... que todo había salido sin el menor tropiezo...

El señor Forbes dijo despacio y en tono solemne:

—Es una historia extraordinaria. Parece que no tenía motivos...

La señorita Lingard replicó con voz clara:

—Había una razón... —y agregó en tono fiero—: ¡Avisen a la policía! ¿A qué están esperando?

Poirot dijo sin alterarse:

—¿Quieren hacer el favor de desalojar la habitación? Señor Forbes, telefonee al mayor Riddle. Yo me quedaré aquí hasta que llegue.

Poco a poco todos fueron desfilando, mientras volvían sus rostros extrañados y sorprendidos hacia la figura erecta y delgada de cabellos grises cuidadosamente peinados.

Ruth fue la última en marcharse, y permaneció dudando en la puerta.

—No lo comprendo —dijo enojada, desafiante y mirando a Poirot—. Hace un momento usted pensaba que había sido yo.

—No, no. —Poirot movió la cabeza—. No, nunca lo pensé.

Ruth salió de la habitación muy lentamente.

Poirot quedó a solas con aquella mujer de mediana edad, menuda y pulcra que había confesado ser autora de un crimen tan inteligentemente planeado y cometido con tanta sangre fría.

—No —dijo la señorita Lingard—. Usted no pensó que hubiera sido ella. La acusó para hacerme hablar. ¿No es cierto?

Poirot asintió con un gesto.

—Mientras esperamos —dijo la señorita Lingard—, ¿puede usted decirme lo que le hizo sospechar de mí?

—Varias cosas. En primer lugar, su propia declaración con respecto a sir Gervasio. Un hombre orgulloso como él no hubiera hablado mal de su sobrino a un extraño. Usted quiso robustecer la teoría del suicidio. Incluso llegó a insinuar que la causa de su muerte fue algún disgusto relacionado con Hugo Trent. Eso también era algo que sir Gervasio no hubiera admitido nunca ante un extraño. Luego, el objeto que usted recogió en el recibidor, y el hecho muy significativo de no mencionar que Ruth al entrar en el salón lo hizo por el ventanal. Luego encontré la bolsa de papel... ¡un objeto que no era propio encontrar en la papelera del salón en una casa como Hamborough Close! Usted era la única persona que estaba en el salón cuando oyó la «detonación». Ese truco indicaba a una mujer... es un truco casero. De modo que todo encajaba. Su interés por hacer que sospechara de Hugo y no de Ruth. El mecanismo del crimen... y su móvil.

La mujer de cabellos grises se irguió.

—¿Lo conoce?

—Creo que sí. ¡La felicidad de Ruth... ése fue su móvil! Imagino que debió verla con John Lake... y lo que había entre ellos. Y luego, como tenía acceso a los papeles de sir Gervasio, dio con el borrador de su último testamento... Ruth no heredaría a menos que se casara con Hugo Trent. Eso la decidió a tomar la justicia por su mano, aprovechándose de la circunstancia de que sir Gervasio me había escrito. Probablemente vio la copia de esa carta. Ignoro qué sentimiento de temor o sospecha hizo que me escribiera. Es posible que sospechara que Burrows o Lake le estafaban sistemáticamente, y su incertidumbre en cuanto a los sentimientos de Ruth le decidió a buscar un investigador privado. Usted se aprovechó de ello y preparó la escena para el suicidio, basando su relato en que sir Gervasio estaba muy preocupado por algo relacionado con Hugo Trent. Usted me envió un telegrama y dijo que sir Gervasio había comentado que llegaría «demasiado tarde».

La señorita Lingard dijo furiosa:

—Gervasio Chevenix-Gore era un bribón, un pedante y un charlatán. No iba a permitir que destrozara la felicidad de Ruth.

Poirot preguntó sin alterarse:

—¿Ruth es hija suya?

—Sí... es mi hija. Había pensado en ella... muchas veces. Cuando oí que sir Gervasio Chevenix-Gore necesitaba que le ayudasen a escribir la historia de la familia, aproveché la oportunidad. Sentía deseos de ver a mi... a mi hija. Sabía que lady Chevenix-Gore no iba a reconocerme. Han pasado muchos años... entonces yo era joven y bonita, y ahora llevo otro nombre. Además, lady Chevenix-Gore es demasiado ambigua para recordar nada con precisión. Ella me agradaba, pero odiaba al resto de la familia. Me trataban como a un perro. Y ahí estaba Gervasio dispuesto a arruinar la vida de Ruth con su orgullo y su tontería. ¡Y ella será feliz... si no sabe nunca quién soy!

Era una súplica.

Poirot inclinó la cabeza.

—Por mí nadie ha de saberlo.

—Gracias —repuso miss Lingard.



Más tarde, cuando la policía se la hubo llevado, Poirot encontró a Ruth Lake y a su esposo en el jardín.

—¿Pensó usted realmente que había sido yo, señor Poirot? —le preguntó ella en tono de reto.

—Madame, supe que usted no podría haberlo hecho por las margaritas.

—¿Las margaritas? No comprendo.

—Madame, sólo había cuatro huellas en la hierba. Dos que iban y dos que venían. Si hubiera estado cortando flores tendría que haber dejado muchas más. Lo cual significaba que entre su primera visita y la segunda alguien había borrado las demás. Cosa que sólo pudo hacerla el culpable, y puesto que sus huellas no fueron borradas, no era usted la culpable. Quedaba automáticamente eliminada.

El rostro de Ruth se iluminó.

—Oh, ya comprendo. Supongo que le parecerá a usted extraño, pero siento compasión por esa pobre mujer. Al fin y al cabo, confesó para evitar que me detuvieran a mí o por lo menos eso he creído. Eso fue... noble, en cierto sentido. Me disgusta pensar que va a ser juzgada por un crimen.

Poirot dijo en tono amable:

—No se preocupe. No llegarán a juzgarla. El doctor me ha dicho que está muy enferma del corazón y que no vivirá muchas semanas.

—Lo celebro —Ruth arrancó una flor de azafrán v la acercó a su mejilla.

—Pobre mujer. Quisiera saber por qué lo hizo.

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