Capítulo XI

Hércules Poirot despertóse a la mañana siguiente poco después de amanecer. Le habían destinado el dormitorio situado al lado este de la casa.

Saltando de la cama, dirigióse a la ventana, y abriendo el postigo, comprobó satisfecho que había salido el sol y que hacía un tiempo espléndido.

Comenzó a vestirse con la meticulosidad acostumbrada, y una vez terminada su toilette arrebujóse en un grueso abrigo y se ciñó al cuello una bufanda.

Luego, saliendo de puntillas de su habitación, dirigióse por la casa silenciosa hasta el salón, desde donde, tras abrir uno de los ventanales, salió al jardín.

El sol empezaba a disipar la neblina precursora de una mañana espléndida. Hércules Poirot anduvo por la terraza que rodeaba la casa hasta llegar ante los ventanales del despacho de sir Gervasio, donde hizo alto para contemplar la escena.

Inmediatamente después de los ventanales había una franja de hierba que corría paralela a la casa, y luego un gran arriate de plantas. Las margaritas estaban espléndidas. Delante hallábase el camino enlosado donde se encontraba Poirot. La franja de césped iba desde la casa a la terraza. Poirot la estuvo examinando cuidadosamente y luego meneó la cabeza antes de dedicar su atención a los lados del arriate.

En la parte derecha, distinguiéndose precisamente sobre la tierra blanda, veíanse huellas de pisadas.

Mientras se inclinaba sobre ellas con el ceño fruncido, oyó un ruido que le hizo volver la vista rápidamente.

Se había abierto una ventana, y pudo contemplar una cabeza de cabellos rojos. Enmarcado en aquella aureola rojiza vio el rostro inteligente de Susana Cardwell.

—¿Qué está usted haciendo a estas horas, señor Poirot? ¿Investigando?

Poirot inclinóse con la mayor corrección.

—Buenos días, mademoiselle. Sí, dice usted bien. ¡Está usted contemplando a un detective... a un gran detective, permítame la inmodestia, en plena investigación!

Susana ladeó la cabeza.

—Lo escribiré en mi Diario —comentó—. ¿Puedo bajar a ayudarle?

—Estaré encantado.

—Primero creí que era usted un ladrón. ¿Por dónde ha salido?

—Por el ventanal del salón.

—Dentro de un minuto estaré con usted.

Y cumplió su palabra. Al parecer, Poirot se encontraba exactamente en la misma posición que antes.

—Se ha despertado muy temprano, mademoiselle.

—La verdad es que no he dormido muy bien. Y empezaba a sentir esa sensación desesperada que se experimenta a las cinco de la mañana.

—¡No es tan temprano como eso!

—¡Pues lo parece! Ahora, superdetective, ¿puede decirme lo que está mirando?

—Pues estas huellas, mademoiselle.

—Vaya.

—Son cuatro —continuó Poirot—. Mire, voy a indicárselas. Dos que van en dirección del ventanal y dos en dirección contraria.

—¿De quién son? ¿Del jardinero?

—Mademoiselle, mademoiselle. Estas huellas han sido hechas por un zapatito femenino y de tacón alto. Mire, convénzase. Le ruego que pise en la tierra al lado de ellas.

Susana vaciló un instante, pero al fin colocó su pie en el lugar indicado por Poirot. Llevaba unos zapatos de tacón alto de piel color castaño oscuro.

—¿Ve? La suya es casi de la misma medida. Casi, pero no igual. Estas otras están hechas por un pie bastante más grande que el suyo. Quizá por la señorita Chevenix-Gore... la señorita Lingard... o lady Chevenix-Gore.

—No, lady Chevenix-Gore tiene el pie muy pequeño. Las mujeres de antes los tenían así... quiero decir que en aquellos tiempos procuraban tenerlo. Y la señorita Lingard siempre lleva zapatos planos.

—Entonces son de la señorita Chevenix-Gore. ¡Ah, sí, recuerdo que me dijo que ayer tarde estuvo en el jardín!

—¿Seguimos investigando? —preguntó Susana.

—Pues claro. Ahora iremos al despacho de sir Gervasio.

Abrió la marcha y Susana Cardwell avanzó tras él.

La puerta seguía colgando, medio arrancada, y la habitación estaba igual que la noche anterior. Poirot descorrió las cortinas para que entrase la luz del día.

Estuvo contemplando el arriate un par de minutos y al cabo dijo:

—Supongo, mademoiselle, que usted no habrá tenido amistad con ladrones...

Susana Cardwell meneó la cabeza con pesar.

—Me temo que no, monsieur Poirot.

—El primer inspector tampoco tiene la ventaja de haber intimado con ellos. Sus relaciones con las clases delincuentes han sido siempre estrictamente oficiales. Yo soy distinto. En cierta ocasión tuve una charla muy interesante con un ladrón. Me contó cosas sorprendentes acerca de los ventanales de este tipo... un juego que puede emplearse cuando el pestillo está lo suficientemente flojo.

Y mientras hablaba accionó la manija, de modo que la barra central se soltase, permitiendo que Poirot tirara de las dos puertas del ventanal para abrirlo. Una vez hecho esto, volvió a cerrar... sin girar la manija, de modo que la barra no se encajase. Soltó la manija, aguardó un instante y luego descargó un fuerte golpe en el centro de la barra, haciendo que, debido a la vibración producida por el golpe, se deslizara en su agujero... al mismo tiempo que la manija volvía a su sitio.

—¿Ve usted, mademoiselle?

—Creo que sí.

Susana se había puesto pálida.

—El ventanal ahora está cerrado. Es imposible entrar en una habitación estando cerrado el ventanal, pero es posible salir de ella, cerrar las puertas desde fuera, darle un golpe como yo he hecho de modo que la barra baje hasta introducirse en el agujero del suelo haciendo girar la manija. Entonces queda herméticamente cerrado, y cualquiera al verlo diría que había sido cerrado por dentro.

—¿Es eso... —la voz de Susana tembló un tanto— es eso lo que ocurrió anoche?

—Me parece que sí, mademoiselle.

—No creo una palabra —dijo realmente con violencia.

Poirot no replicó. Fue hasta la chimenea, desde donde se volvió para decirle:

—Mademoiselle, la necesito como testigo. Ya tengo otro, el señor Trent. Me vio recoger un pedacito de cristal ayer noche y le hable de él. Yo lo dejé donde estaba para que lo viera la policía. Incluso dije al primer inspector lo importante que era el espejo roto, pero no supo captar mi indirecta. Ahora usted es testigo de que se coloca este pedacito de cristal, sobre el cual ya llamé la atención del señor Trent, recuérdelo, en un sobrecito... así —unió la acción a la palabra—. Y escribo en él... así y lo cierro. ¿Es usted testigo, mademoiselle?

—Sí... pero... pero ignoro lo que significa.

Poirot dirigióse al otro lado de la habitación, y de pie detrás de la mesa escritorio estuvo contemplando el espejo roto que había en la pared, frente a él.

—Voy a decirle lo que significa, mademoiselle. Si usted hubiera estado aquí ayer noche, mirando ese espejo, hubiese podido ver cómo se cometía el crimen...

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