Capítulo II

Hércules Poirot, sentado en un departamento de primera clase, atravesaba a velocidad tremenda la campiña inglesa.

Con actitud meditativa, sacó de su bolsillo un telegrama cuidadosamente doblado, para leerlo.


Tome el tren de las cuatro treinta de St. Pancras, advierta al jefe de tren para que lo detenga en Whimperley.

Chevenix-Gore.


Volvió a doblarlo y lo guardó en su bolsillo.

El jefe de tren se había mostrado muy amable. ¿De modo que el caballero iba Hamborough Close? Oh, sí, los invitados de sir Gervasio Chevenix-Gore siempre habían hecho detener el expreso en Whimperley. «Creo que es una especie de prerrogativa especial, señor.»

A partir de entonces, el jefe de tren fue a verle un par de veces a su departamento... la primera para asegurarle que había hecho todo lo posible para que viajara solo, y la segunda para anunciarle que el expreso llevaba diez minutos de retraso.

El tren debía llegar a las siete cincuenta, pero era exactamente dos minutos después de las ocho cuando Hércules Poirot pisaba el andén de la pequeña estación y ponía en la palma del atento jefe de tren la esperada media corona.

Silbó la locomotora y el Expreso del Norte volvió a ponerse en movimiento, un chófer, de uniforme verde oscuro, se acercó a Poirot.

—¿El señor Poirot? ¿Va usted a Hamborough Close?

Y recogiendo la maleta del detective le condujo hacia donde les aguardaba un enorme «Rolls». El chófer abrió la portezuela para que subiera Poirot y luego colocó sobre las rodillas de éste una gruesa manta de pieles.

A los diez minutos de atravesar campos y estrechos senderos, el coche dio la vuelta para enfilar una formidable entrada de hierro forjado con dos gigantescos grifos de piedra a los lados.

Cruzaron el parque y llegaron ante la casa. La puerta estaba abierta y un mayordomo de impecable aspecto le esperaba sobre el tramo de escalones.

—¿El señor Poirot? Por aquí, señor.

Le precedió a través del recibidor y fue a abrir una puerta que estaba a la derecha.

—El señor Hércules Poirot —anunció.

En la habitación se encontraban varias personas vestidas de etiqueta, y Poirot, con sus ojos perspicaces, pudo darse cuenta de que no era esperado. Todas las miradas se fijaron en él con franca sorpresa.

Una mujer alta, de cabellos oscuros con hebras de plata, se adelantó hacia él con aire indeciso.

Poirot inclinóse para besarle la mano.

—Le presento mis excusas, madame —le dijo—. Temo que mi tren ha llegado con retraso.

—En absoluto —replicó lady Chevenix-Gore en tono vago y sin dejar de mirarle extrañada—. En absoluto, señor... er... no he oído bien.

—Hércules Poirot.

Pronunció el nombre clara y distintamente.

Alguien que estaba tras él contuvo la respiración.

—¿Sabía usted que iba a venir, madame? —murmuró en tono cortés.

—¡Oh... oh, sí! —Sus ademanes eran poco convincentes—. Creo que... supongo que sí, pero soy tan distraída, señor Poirot. Me olvido de todo —dijo en tono que reflejaba cierta satisfacción—. Me dicen las cosas, parece que las he oído... pero en cuanto llegan a mi cerebro se desvanecen... ¡Como si nunca me las hubieran dicho!

Y como si representara una comedia muy bien ensayada, miró a su alrededor, murmurando vagamente:

—Supongo que ya conoce a todo el mundo.

Aunque éste no era el caso, era fácil de comprender que se trataba de una fórmula con la cual lady Chevenix-Gore se liberaba de la molestia de las presentaciones y de tener que recordar los nombres de las personas.

Haciendo un supremo esfuerzo para afrontar las dificultades de aquel caso especial, agregó:

—Mi hija... Ruth.

La joven que estaba ante él era también alta y morena, pero pertenecía a un tipo muy distinto. En vez de las facciones imprecisas de lady Chevenix-Gore, poseía una nariz bien modelada, ligeramente aguileña, y una mandíbula de noble perfil y bien definido, los cabellos negros brillantes, e iba apenas maquillada. Hércules Poirot pensó que era una de las muchachas más bonitas que había visto en su vida.

También reconoció que además de bonita era inteligente, y supo adivinar en ella ciertas cualidades de orgullo y temperamento. Al hablar lo hacía despacio y arrastrando las palabras, cosa que le pareció deliberada.

—¡Qué emocionante! —dijo—. ¡Tener entre nosotros a monsieur Hércules Poirot! Supongo que el Viejo nos ha preparado una sorpresa.

—¿De modo que ignoraba que yo iba a venir, mademoiselle?

—No tenía la menor idea. Y puesto que está aquí, esperaré para ir a buscar mi libro de autógrafos hasta después de cenar.

Las notas de un batintín sonaron en el vestíbulo, y acto seguido el mayordomo, abriendo la puerta, anunció:

—La cena está servida.

Y entonces, casi antes de pronunciarse la última palabra, «servida», ocurrió algo muy curioso. Aquella figura impecable se transformó en un ser humano altamente asombrado...

La metamorfosis fue tan rápida, y el mayordomo recobró tan pronto su máscara de criado, que nadie hubiera notado el cambio de no haberle estado mirando en aquel preciso momento. Poirot, sin embargo, sí le miraba por casualidad y quedó muy extrañado.

El mayordomo vacilaba en la puerta. A pesar de que su rostro volvía a estar correctamente inexpresivo, en su figura advertíase cierta tensión.

Lady Chevenix-Gore dijo, insegura:

—¡Oh, Dios mío! Esto es extraordinario. La verdad yo... una no sabe qué hacer.

Ruth explicó a Poirot:

—Esta consternación singular, señor Poirot, ha sido ocasionada por el hecho de que mi padre, por primera vez en lo menos veinte años, se retrasa para la cena.

—Es extraordinario... —plañía lady Chevenix-Gore—. Gervasio nunca...

Un hombre de edad se acercó a ella riendo.

—¡El bueno de Gervasio! ¡Al fin llega tarde! Palabra que hemos de regañarle. No habrá querido ponerse cuello duro, ¿no le parece? ¿O es que Gervasio está inmunizado y carece de nuestras debilidades humanas?

Lady Chevenix-Gore dijo en voz baja y extrañada:

—Pero Gervasio nunca llega tarde.

Casi resultaba cómica la consternación causada por este simple contratiempo. Y no obstante, a Hércules Poirot no se lo parecía... Tras la consternación, él supo percibir la inquietud, y aun tal vez aprensión. A él también le resultaba extraño que Gervasio Chevenix-Gore no apareciese a saludar al invitado a quien mandó venir de modo tan acuciante.

Entretanto, nadie sabía qué hacer. Al surgir aquella situación sin precedentes, nadie supo cómo resolverla.

Al fin lady Chevenix-Gore tomó la iniciativa, si es que así puede decirse, ya que sus maneras eran extremadamente vagas.

—Snell —dijo— ¿está el señor...?

No terminó la frase, limitándose a mirar al mayordomo en espera de una respuesta.

Snell, que evidentemente estaba acostumbrado al modo de interrogar de su señora, replicó prontamente a la incompleta pregunta.

—Sir Gervasio bajó a las ocho menos cinco, milady, y fue directamente a su despacho.

—¡Oh! ¡Ya...! —Permaneció con la boca abierta y la mirada perdida—. ¿No cree... quiero decir... habrá oído el batintín?

—Creo que sí, milady, ya que fue tocado precisamente delante de la puerta del despacho. Claro que no sabía si sir Gervasio estaba aún en el despacho; de otro modo le hubiera anunciado que la cena estaba servida. ¿Quiere que lo haga ahora, milady?

Lady Chevenix-Gore aceptó la proposición con alivio manifiesto.

—¡Oh! Gracias, Snell. Sí, haga el favor. Sí, desde luego.

Y agregó, mientras el mayordomo abandonaba la estancia:

—Snell es un tesoro. Puedo confiar plenamente en él. La verdad es que no sé lo que haría sin Snell.

Alguien musitó una frase de asentimiento, los demás guardaron silencio. Hércules Poirot, observando con redoblada atención aquella habitación llena de personas, comprendió que todos eran presa de una gran tensión nerviosa. Sus ojos los fueron recorriendo uno por uno: Dos caballeros de edad, el de aspecto militar que acababa de hablar y el otro delgado, el de cabellos grises, que tenía los labios fruncidos. Dos hombres jóvenes... de tipo muy distinto. Uno con bigote y aire de modesta arrogancia, que supuso sería sobrino de sir Gervasio. Al otro, de cabellos lisos peinados hacia atrás, y con evidente atractivo, lo clasificó como perteneciente a una clase social inferior. Había una mujer menuda, de mediana edad, que usaba lentes de pinza, una joven de cabellos color de fuego.

Snell apareció de nuevo en la puerta. Su compostura era perfecta, pero también ahora bajo el perfecto mayordomo aparecía el ser humano inquieto.

—Perdone, milady; la puerta del despacho está cerrada.

—¿Cerrada?

Fue una voz de hombre joven... alerta... con un ligero timbre de excitación la que pronunció aquella palabra, y pertenecía al muchacho de cabellos lisos peinados hacia atrás. Apresuradamente agregó:

—¿Quiere que vaya a ver?

Pero fue Poirot quien se hizo cargo de la situación con tal naturalidad que nadie consideró extraño que una persona desconocida que acababa de llegar tomara el mando de pronto.

—Vamos —dijo—. Iremos al despacho.

Y añadió, dirigiéndose a Snell:

—Haga el favor de indicarme el camino.

Snell obedeció. Poirot le siguió de cerca, y todos los demás fueron en grupo tras él como un rebaño de corderos.

El mayordomo atravesó el amplio recibidor, pasó bajo el gran arco de la escalera, ante un enorme reloj y un pequeño recodo donde había un batintín, y enfiló un estrecho pasillo que terminaba ante una puerta.

Una vez allí, Poirot se adelantó a Snell para tratar de abrir aquella puerta. Hizo girar el pomo inútilmente, y llamó con los nudillos. Repitió la llamada con más fuerza. Al fin, desistiendo, se puso de rodillas y aplicó el ojo al de la cerradura.

Muy despacio volvió a ponerse en pie y miró a su alrededor con rostro grave.

—¡Caballeros! —les dijo—. ¡Esta puerta tiene que ser echada abajo inmediatamente!

Bajo su dirección, los dos jóvenes, que eran altos y de constitución robusta, arremetieron contra la puerta. No fue cosa fácil. Las puertas de Hamborough Close estaban sólidamente construidas.

No obstante, al fin saltó la cerradura y la puerta abrióse hacia dentro con un crujido.

Y entonces, por espacio de un minuto, todos permanecieron inmóviles contemplando la escena. Las luces estaban encendidas. Junto a la pared izquierda había una mesa escritorio de caoba maciza, y sentado, no tras de la mesa, sino al lado, de modo que les daba la espalda, hallábase un hombre derrumbado en una butaca. Su cabeza y la parte superior de su cuerpo estaban inclinadas sobre el lado derecho de la butaca, y su brazo derecho pendía a lo largo de su cuerpo, y bajo la mano, sobre la alfombra, veíase una pistola pequeña y reluciente...

No era necesario hacer preguntas. El cuadro hablaba por sí mismo. Sir Gervasio Chevenix-Gore se había suicidado de un balazo.

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