Capítulo VII

—Trabajo duro el conseguir información de estos leguleyos anticuados —dijo el mayor Riddle—. Todo el asunto parece girar en torno de la muchacha.

—Eso parece... sí.

—¡Ah!, aquí está Burrows.

Godfrey Burrows entró satisfecho de poder ser útil. Su sonrisa expresaba al mismo tiempo cierto pesar, y dejaba ver demasiado sus dientes. Parecía más mecánica que espontánea.

—Ahora, señor Burrows, deseamos hacerle algunas preguntas.

—Desde luego, mayor Riddle. Todas las que usted quiera.

—Bueno, en primer lugar y antes de nada, ¿tiene alguna idea de por qué se suicidó sir Gervasio?

—Absolutamente ninguna. Ha sido una gran sorpresa para mí.

—¿Oyó usted el disparo?

—No; debía estar en la biblioteca. Bajé bastante pronto y fui a la biblioteca a buscar una referencia que precisaba. La biblioteca está al otro lado de la casa, a la derecha del estudio, de modo que por eso no oí nada.

—¿Estaba alguien con usted? —le preguntó Poirot.

—Nadie.

—¿Tiene alguna idea de dónde estaban los demás en aquellos momentos?

—La mayoría arriba, vistiéndose, supongo.

—¿Cuándo fue usted al salón?

—Poco antes de que llegara el señor Poirot. Todos estaban ya allí... excepto sir Gervasio, claro.

—¿Le pareció extraño no verle allí?

—A decir verdad, sí. Por lo general estaba siempre en el salón antes de que sonara el primer batintín.

—¿Había observado algún cambio en sir Gervasio últimamente? ¿Estuvo preocupado? ¿O inquieto? ¿O deprimido?

Godfrey Burrows reflexionó.

—No... creo que no. Quizás un poco... bueno, preocupado.

—¿Pero no por un motivo concreto?

—¡Oh, no!

—¿No... tenía preocupaciones económicas de ninguna clase?

—Estaba bastante inquieto por los asuntos de cierta Compañía... La del Sustituto Modelo de la Goma Sintética, para ser exacto.

—¿Y qué dijo acerca de ello?

De nuevo volvió a surgir la sonrisa mecánica de Godfrey Burrows, y siguió pareciendo irreal.

—Pues a decir verdad... lo que dijo fue: «El viejo Bury es un tonto o un bribón. Supongo que un tonto. ¿Tendré que ser indulgente con él, por Vanda?

—¿Y por qué dijo eso... «por Vanda»? —preguntó Poirot.

—Pues verá, lady Chevenix-Gore apreciaba mucho al coronel Bury y él la idolatraba y seguía como un perro.

—¿Y sir Gervasio no... estaba celoso?

—¿Celoso? —Burrows le miró asombrado y luego echóse a reír—. ¿Sir Gervasio celoso? Vaya, nunca le hubiera cabido en la cabeza que nadie pudiera preferir a otro hombre antes que a él. Comprenderá, es imposible que sintiera celos.

—Usted no simpatizaba mucho con sir Chevenix-Gore, me parece... —¡Oh, sí! Sólo que... bueno, todo eso resulta algo ridículo hoy en día.

—¿A qué se refiere? —quiso saber Poirot.

—Pues a esa manía de lo feudal. Esa adoración por los antepasados y la arrogancia personal. Sir Gervasio era un hombre muy capaz en muchos sentidos, y había llevado una vida interesante, pero lo hubiera sido mucho más de no haber estado enteramente encerrado en sí mismo y en su propio egoísmo.

—¿Su hija estaba de acuerdo con usted en este punto?

Burrows volvió a enrojecer... esta vez intensamente.

—¡Imagino que la señorita Chevenix-Gore es bastante moderna! Naturalmente que no iba a discutir con ella las rarezas de su padre.

—¡Pero las jóvenes modernas critican mucho a sus padres! —dijo Poirot—. ¡Precisamente el espíritu moderno es criticarlos!

Burrows se encogió de hombros.

El mayor Riddle preguntó:

—¿Y no hubo nada más... alguna otra preocupación económica? ¿Sir Gervasio no le habló nunca de que le estaban estafando?

—¿Estafando? —Burrows pareció muy asombrado—. No, no, no.

—¿Y usted estaba en buenas relaciones con él?

—Desde luego que sí. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Soy yo quien pregunta, señor Burrows.

El joven pareció ofenderse.

—Estábamos en las mejores relaciones.

—¿Sabía usted que sir Gervasio había escrito al señor Poirot pidiéndole que viniera?

—No.

—¿Sir Gervasio escribía él mismo sus cartas?

—No, casi siempre me las dictaba.

—¿Pero no lo hizo en este caso?

—No.

—¿Y eso por qué? ¿Lo sabe?

—No tengo la menor idea.

—¿No encuentra alguna razón que explique el que la escribiera personalmente?

—No.

—¡Ah! —exclamó el mayor Riddle—. Es bastante curioso. ¿Cuándo vio a sir Gervasio por última vez?

—Poco antes de que yo me fuera a vestir para la cena. Le llevé algunas cartas para que las firmara.

—¿Cuál era su estado de ánimo en aquellos momentos?

—Completamente normal. Incluso aseguraría que estaba bastante satisfecho de sí mismo por algo.

Poirot movióse en su butaca.

—¡Ah! —exclamó—-. ¿De modo que ésa es la impresión que usted sacó? Que estaba satisfecho. Y no obstante, no mucho después, se pegó un tiro. ¡Es muy extraño!

Godfrey Burrows encogióse de hombros.

—Sólo le doy mi opinión.

—Sí, sí, y nos es muy valiosa. Después de todo, usted es probablemente una de las últimas personas que vio a sir Gervasio con vida.

—Snell fue el último que lo vio.

—Verle sí, pero no habló con él.

Burrows no contestó.

El mayor Riddle prosiguió el interrogatorio.

—¿Qué hora era cuando usted subió a vestirse para la cena?

—Las siete y cinco poco más o menos.

—¿Y qué hizo sir Gervasio?

—Yo le dejé en el estudio.

—¿Cuánto tiempo empleaba normalmente en cambiarse de ropa?

—Pues sus buenos tres cuartos de hora.

—Entonces, si la cena era a las ocho y cuarto, probablemente subiría lo más tarde a las siete y media. ¿No le parece?

—Muy probable.

—¿Usted subió temprano a vestirse?

—Sí, pensé que podía cambiarme primero y luego ir a la biblioteca en busca de unas referencias que necesitaba.

Poirot asintió pensativo, y el mayor Riddle dijo:

—Bien, creo que esto es todo de momento. ¿Quiere enviarme a la señorita... como se llame?

La menuda señorita Lingard entró casi inmediatamente. Llevaba varias pulseras que tintineaban mientras se sentaba.

—Todo esto es... er... muy triste, señorita Lingard —comenzó a decir el mayor Riddle.

—Muy triste, desde luego —replicó la señorita Lingard con recato.

—¿Cuándo vino usted a esta casa?

—Hará unos dos meses. Sir Gervasio escribió a un amigo suyo del Museo... el coronel Fotheringay... y el coronel se acordó de mí. He realizado gran cantidad de trabajos sobre investigaciones históricas.

—¿Sir Gervasio era un hombre difícil para trabajar a su lado?

—¡Oh, no! Claro que había que llevarle la corriente. Pero con los hombres siempre hay que hacerlo.

Con la desagradable sensación de que probablemente la señorita Lingard se estaba burlando de él en aquellos momentos, el mayor Riddle continuó:

—¿Su trabajo aquí consistía en ayudar a sir Gervasio a escribir la historia de la familia?

—Sí.

—¿Y de qué modo?

—Pues, en realidad, representaba escribir el libro —por un momento miss Lingard pareció un ser humano y sus ojos parpadearon al explicar—: Yo buscaba toda la información, hacía las notas y preparaba el material. Y luego, más tarde, me dedicaba a revisar lo que había escrito sir Gervasio.

—Debía tener que emplear mucho tacto, mademoiselle —dijo Poirot.

—Tacto y firmeza. Dos cosas necesarias —replicó la señorita Lingard.

—¿A sir Gervasio no le molestaba su... er... firmeza?

—En absoluto. Claro que yo le hacía ver que no debía preocuparse por todos los detalles insignificantes que se presentasen.

—Sí, ya entiendo.

—Era muy sencillo —dijo la señorita Lingard—. Sir Gervasio era muy fácil de manejar si uno sabía cómo tratarle.

—Ahora, señorita Lingard, quisiera saber si puede ayudarnos a arrojar algo de luz sobre esta tragedia.

La señorita Lingard meneó la cabeza.

—Me temo que no. Comprenda, es natural que no confiara en mí. Yo era prácticamente una extraña, y de todas formas creo que era demasiado orgulloso para hablar con nadie de los conflictos familiares.

—¿Pero usted cree que fueron los conflictos familiares lo que le impulsó a quitarse la vida?

La señorita Lingard pareció bastante sorprendida.

—¡Pues claro! ¿Es que cabe otra suposición?

—¿Está segura de que le preocupaban los asuntos de familia?

—Sé que estaba en un grave conflicto mental.

—¿Usted sabe?

—Pues claro.

—Dígame, mademoiselle, ¿le habló del asunto?

—Directamente no.

—¿Qué fue lo que le dijo?

—Déjeme pensar. Descubrí que no prestaba atención a lo que yo le decía...

—Un momento. Pardon, ¿Cuándo fue eso?

—Esta tarde. Solíamos trabajar de tres a cinco.

—Por favor, continúe.

—Como le digo, sir Gervasio encontraba dificultades en concentrarse... de hecho, eso dijo, añadiendo que tenía varios asuntos graves que no conseguía apartar de su pensamiento. Y dijo... deje que recuerde... algo así... claro que no puedo asegurar si fueron estas mismas palabras. «Es algo terrible, señorita Lingard, que una familia que siempre ha sido de las más importantes del país se vea de pronto manchada por el deshonor.»

—¿Y qué dijo usted a eso?

—Cualquier cosa, para consolarle. Creo que dije que cada generación tiene sus flaquezas... que ésa es una de las penalidades de la grandeza... pero que sus caídas raramente eran recordadas en la posteridad.

—¿Y consiguió usted el efecto consolador que esperaba?

—Más o menos. Volvimos a ocuparnos de sir Roger Chevenix-Gore. Había descubierto una mención suya muy interesante en un manuscrito contemporáneo. Pero la imaginación de sir Gervasio estaba en otra parte. Al fin dijo que no quería trabajar más. Que había tenido un gran disgusto.

—¿Un disgusto?

—Eso es lo que dijo. Desde luego, yo no hice más preguntas, limitándome a decir: «Lo siento, sir Gervasio.» Y luego me pidió que dijera a Snell que el señor Poirot llegaría por la noche, que la cena se sirviera a las ocho y cuarto y que enviase el coche a esperarle a la estación a las siete cincuenta.

—¿Acostumbraba a pedirle que transmitiera estas órdenes?

—Pues... no... En realidad eso era cosa del señor Burrows. Yo no hacía otra cosa que mi trabajo literario. No era su secretaria en ningún sentido de la palabra.

Poirot preguntó:

—¿Usted cree que sir Gervasio tuvo alguna razón para pedir que lo hiciera usted en vez del señor Burrows?

La señorita Lingard reflexionó.

—Pues es posible que la tuviera... entonces no lo pensé. Sólo lo consideré una cuestión de conveniencia. No obstante, es cierto; ahora que lo pienso, me pidió que no dijera a nadie que iba a venir el señor Poirot. Dijo que sería una sorpresa.

—¡Ah!, eso dijo, ¿eh? Muy curioso, muy interesante. ¿Y se lo dijo usted a alguien?

—Desde luego que no, señor Poirot. Le dije a Snell lo de la cena y que enviase el coche a la estación para esperar a un caballero que llegaría en el tren de las siete cincuenta.

—¿Sir Gervasio dijo algo más que tuviera que ver con esta situación?

—No..., creo que no... Era muy reservado... Recuerdo que cuando ya iba a salir de la habitación dijo: «No es que sirva de nada el que venga ahora. Es demasiado tarde.»

—¿Y no tiene usted idea de lo que quiso decir con eso?

—No... no.

Hubo una vacilación apenas perceptible en su respuesta, y Poirot repitió con el ceño fruncido:

—Demasiado tarde. Eso es lo que dijo, ¿verdad? Demasiado tarde.

El mayor Riddle intervino de nuevo:

—¿No puede darnos alguna idea, señorita Lingard, de la naturaleza del problema que tanto preocupó a sir Gervasio?

—Tengo la impresión de que estaba en cierto modo relacionado con Hugo Trent —dijo la señorita Lingard despacio.

—¿Con Hugo Trent? ¿Por qué lo cree así?

—Bueno, no es nada concreto, pero ayer tarde estuvimos hablando de sir Hugo de Chevenix, quien me temo que no se comportó demasiado bien en las Batallas de Flores, y sir Gervasio dijo: «¡Mi hermana escogería el nombre de Hugo entre los de la familia para su hijo! Debiera haber sabido que ningún Hugo podía resultar bien.»

—Lo que acaba de decir es sugestivo —repuso Poirot—. Sí, y me da una nueva idea.

—¿Sir Gervasio no dijo nada más definitivo que eso? —preguntó el mayor Riddle.

La señorita Lingard meneó la cabeza.

—No, y desde luego yo nada dije. Sir Gervasio hablaba solo en realidad, sin dirigirse a mí.

—Lo comprendo.

Poirot le dijo:

—Mademoiselle, usted es una persona ajena a la casa y lleva aquí dos meses. Creo que sería muy conveniente que nos dijera con toda sinceridad la opinión que le merece la familia y los criados.

La señorita Lingard, quitándose los lentes, parpadeó pensativa.

—Bien, con toda franqueza, al principio pensé que me había metido en una casa de locos. La señora Chevenix-Gore continuamente viendo cosas que no existían, y sir Gervasio comportándose como... como un rey... y dramatizando de la forma más extraordinaria... bueno, pensé que eran las personas más extrañas que había conocido. Claro que la señorita Chevenix-Gore era completamente normal, y no tardé en descubrir que lady Chevenix-Gore era en extremo amable y simpática. Nadie pudo portarse mejor conmigo. En cuanto a sir Gervasio... la verdad, creo que estaba loco. Su egomanía..., ¿es así como se llama...? iba empeorando de día en día.

—¿Y los otros?

—Supongo que el señor Burrows tendría sus dificultades con sir Gervasio, y creo que le alegró que nuestro trabajo en el libro le dejara un poco más de respiro. El coronel Bury siempre ha sido encantador. Es un rendido admirador de lady Chevenix-Gore y se llevaba muy bien con sir Gervasio. El señor Trent, el señor Forbes y la señorita Cardwell llevan aquí pocos días y, claro, no sé gran cosa de ellos.

—Gracias, mademoiselle. ¿Y qué dice del encargado, el capitán Lake?

—Es un hombre muy simpático. Todo el mundo le apreciaba.

—¿Incluso sir Gervasio?

—Sí. Le oí decir que Lake era el mejor encargado que había tenido. Claro que el capitán Lake tenia también sus dificultades con sir Gervasio... pero en conjunto sabía llevarle bastante bien. No era cosa fácil.

Poirot asintió pensativo y murmuró:

—Había algo... algo que quería preguntarle... una cosa sin importancia... ¿Qué sería?

La señorita Lingard volvió su rostro paciente hacia él, mas Poirot meneó la cabeza contrariado.

—¡Vaya! Si lo tengo en la punta de la lengua...

El mayor Riddle aguardó unos instantes más y viendo que el detective continuaba frunciendo el ceño esforzándose por recordar, volvió a tomar la iniciativa.

—¿Cuándo vio por última vez a sir Gervasio?

—A la hora del té, en esta habitación.

—¿A qué hora tenía costumbre de bajar?

—A las ocho.

—¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Normal?

—Tan normal como podía estar él.

—¿Observó algún nerviosismo entre los invitados?

—No, creo que todos estaban como de ordinario.

—¿Dónde fue sir Gervasio después de tomar el té?

—Estuvo en el despacho con el señor Burrows, como de costumbre.

—¿Y fue ésa la última vez que le vio?

—Sí, yo fui al cuartito de estar donde trabajaba, y estuve pasando a máquina un capítulo del libro que había corregido con sir Gervasio hasta las siete de la tarde, luego subí a mi habitación para descansar y vestirme para la cena.

—Tengo entendido que oyó usted el disparo.

—Sí, yo estaba en esta habitación. Oí una detonación y salí al recibidor, donde se encontraban el señor Trent y la señorita Cardwell. El señor Trent preguntó a Snell si había champaña para la cena, y estuvo bromeando. A nadie se le ocurrió tomarlo en serio. Estábamos seguros de que debía tratarse de una explosión de motor de algún automóvil.

—¿Oyó usted decir al señor Trent: «Siempre cabe la posibilidad de que se haya cometido un crimen»? —preguntó Poirot.

—Creo que dijo algo así... bromeando, claro.

—¿Qué ocurrió después?

—Que todos entramos aquí.

—¿Recuerda en qué orden fueron bajando los demás?

—Creo que la señorita Chevenix-Gore fue la primera, y luego el señor Forbes. El coronel Bury y lady Chevenix-Gore entraron juntos, el señor Burrows inmediatamente después. Me parece que fue en ese orden, pero no puedo asegurarlo porque más o menos llegaron todos casi al mismo tiempo.

—¿Reunidos por el sonido del primer batintín?

—Sí. Siempre que sonaba el batintín todos se apresuraban. Sir Gervasio era terriblemente exigente en cuanto a la puntualidad a la hora de la cena. Casi siempre estaba ya en esta habitación antes de que sonara el primer batintín.

—¿Le sorprendió no verle en esta ocasión?

—Muchísimo.

—¡Ah, ya lo tengo! —exclamó Poirot.

Y como los otros dos le miraban extrañados, animadamente explicó:

—Acabo de recordar lo que quería preguntarle. Mademoiselle, esta noche, cuando todos fuimos al despacho cuando Snell nos comunicó que estaba cerrado, usted se detuvo y recogió algo del suelo.

—¿Sí? —la señorita Lingard pareció muy sorprendida.

—Sí, precisamente al doblar hacia el pasillo que lleva al despacho. Era algo pequeño y brillante.

—Qué raro... no lo recuerdo. Espere un momento... Ah, ya sé. Sólo que no había vuelto a pensar en ello. Déjeme ver... tiene que estar aquí.

Y abriendo su bolso de raso negro, vació su contenido sobre la mesa.

Poirot y el mayor Riddle revisaron aquella colección de objetos con sumo interés. Dos pañuelos, una polvera, un manojo de llaves, la funda de los lentes y otro objeto que Poirot cogió con avidez.

—¡Una bala, cielo santo! —exclamó el mayor Riddle.

El objeto tenía la forma de una bala, pero resultó ser un lapicero.

—Eso es lo que cogí del suelo —explicó la señorita Lingard—. Ya lo había olvidado.

—¿Sabe a quién pertenece?

—¡Oh, sí, es del coronel Bury! Lo hizo hacer con una bala que le hirió... o mejor dicho, que no le hirió, no sé si me entiende, en la guerra de Sudáfrica.

—¿Sabe cuándo la perdió?

—Pues esta tarde lo tenía mientras jugaba al bridge, porque me fijé que anotaba el tanteo con él, cuando entré a tomar el té.

—¿Quiénes jugaban al bridge?

—El coronel Bury, lady Chevenix-Gore, el señor Trent y la señorita Cardwell.

—Creo —dijo Poirot en tono amable— que será mejor que nos quedemos con el lápiz para devolvérselo al coronel.

—Sí, hágalo, por favor. Soy muy distraída y pudiera olvidarme.

—Mademoiselle, tal vez será usted tan amable de pedir al coronel Bury que venga aquí ahora.

—Desde luego. Iré a buscarle en seguida.

Y se marchó a toda prisa. Poirot comenzó a pasear por la habitación.

—Empezamos a reconstruir lo ocurrido esta tarde —dijo—. Es interesante. A las dos y media sir Gervasio estuvo pasando cuentas con el capitán Lake. Ligeramente preocupado. A las tres, discute acerca del libro que está escribiendo con la señorita Lingard. Preocupadísimo. La señorita Lingard asocia su preocupación con Hugo Trent basándose en un comentario casual. A la hora del té su comportamiento es normal. Después del té, Godfrey Burrows nos dice que estaba como satisfecho por algo. A las ocho menos cinco baja, entra en el despacho, garabatea las palabras «LO LAMENTO» en una hoja de papel y se pega un tiro.

Riddle dijo despacio:

—Sé lo que quiere decir. No tiene consistencia.

—¡Extraños cambios de humor! Primero preocupado... luego preocupadísimo... más tarde normal... y al fin, satisfecho. ¡Es curioso! Y luego la frase empleada: «Demasiado tarde.» Que yo iba a llegar «demasiado tarde». Bien, eso es cierto. Llegué demasiado tarde... para verlo vivo.

—Ya comprendo. ¿Usted cree realmente...?

—Nunca sabré por qué envió a buscarme. ¡Eso es seguro!

Poirot seguía paseando por la estancia. Movió de lugar dos objetos que había encima de la chimenea; examinó la mesa de juego que estaba junto a la pared, y extrajo del cajón las libretas del tanteo. Luego dirigióse al escritorio para registrar el cesto de los papeles. No había nada más que una bolsa de papel. La cogió y al olerla murmuró: «Naranjas.» Luego la desarrugó para leer el nombre que llevaba impreso: «Carpenters e Hijos. Frutería, Hamborough St. Mary.» Estaba alisándola cuidadosamente Cuando entró el coronel Bury.

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