Capítulo III

Tres días más tarde, Hércules Poirot fue a la Montaña del Profeta. Era un paseo agradable y fresco bajo los abetos verdes dorados que subía serpenteando por encima de las mezquindades y querellas de los seres humanos. El automóvil se detuvo ante el restaurante y Poirot apeóse para ir a pasear por los bosques. Al fin llegó a un lugar que parecía la verdadera cima del mundo. Allá abajo, con su azul profundo y deslumbrante, estaba el mar.

Allí por fin estaba en paz... lejos de preocupaciones... por encima del mundo. Y colocando su abrigo cuidadosamente doblado sobre un tronco cortado, se sentó al lado.

—No me cabe la menor duda de que le bon Dieu sabe lo que hace. Pero resulta extraño que haya creado ciertos seres humanos. Eh bien, aquí por lo menos, durante un rato, estaré al margen de estos molestos problemas —y dicho esto quedó absorto en la contemplación del paisaje.

De pronto alzó los ojos sobresaltado. Una mujer con un traje de chaqueta color castaño venía corriendo hacia él. Era Marjorie Gold y esta vez había abandonado todo disimulo. Su rostro estaba bañado en lágrimas.

Poirot no pudo evadirse, pues ya llegaba junto a él.

—Monsieur Poirot. Tiene que ayudarme. Soy tan desgraciada que no sé qué hacer. ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Le miró con el rostro descompuesto y sus manos se aferraron a la manga de su americana. Luego, como si hubiera visto alguna cosa que la asustara, retrocedió un tanto.

—¿Qué..., qué... es eso? —tartamudeó.

—¿Quiere usted mi consejo, madame? ¿Es eso lo que me pide?

—Sí..., sí...

Eh bien... aquí lo tiene—Poirot dijo escuetamente—: Márchese de aquí en seguida... antes de que sea demasiado tarde.

—¿Qué? —ella le miró sorprendida.

—Ya me ha oído. Abandone la isla.

—¿Dejar la isla? —le miraba estupefacta.

—Eso es lo que he dicho.

—Pero, ¿por qué...?, ¿por qué?

—Es el consejo que le doy... si aprecia su vida.

Ella contuvo la respiración.

—¡Oh! ¿Qué quiere decir con eso? Me asusta usted.., me asusta.

—Sí —replicó Poirot en tono grave—. Ésta es mi intención.

Ella escondió el rostro entre las manos.

—¡Pero no puedo! ¡Él no vendría conmigo! Me refiero a Douglas. Ella no le dejará. Se ha adueñado de él en cuerpo y alma... No querrá escuchar ni una palabra contra ella... Está loco por ella... Cree todo lo que le dice... que su marido la maltrata... que es una víctima inocente... que nadie la comprende... Ya no piensa en mí... no le intereso. Quiere que le devuelva la libertad... que me divorcie. Cree que ella se divorciará de su marido y se casará con él. Pero yo temo... Chantry no querrá. No pertenece a esa clase de hombres. Ayer noche ella le enseñó a Douglas unos cardenales que le hizo él en un brazo... según dice. Douglas se puso furioso. Es tan caballero él. ¡Oh! ¡Tengo miedo! ¿Corno terminará todo esto? ¡Dígame lo que he de hacer!

Hércules Poirot permaneció en pie contemplando la línea de colinas azules del continente asiático que se veía al otro lado del mar y dijo:

—Ya se lo he dicho. Abandone la isla antes de que sea demasiado tarde.

—No puedo... no puedo... a menos que Douglas...

Poirot suspiró... encogiéndose de hombros.

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