Capítulo VIII

El mayor Eustace recibió a los dos hombres con la fácil prestancia de un hombre de mundo. Su piso era pequeño, un mero pied á terre, como explicó. Les ofreció de beber, y como lo rechazaron sacó su pitillera. Japp y Poirot aceptaron un cigarrillo intercambiando una mirada de inteligencia.

—Veo que fuma usted cigarrillos turcos —dijo Japp haciendo girar el cigarrillo entre sus dedos.

—Sí. Lo siento. ¿Los prefieren de otra clase? Debo tener en alguna parte.

—No, no, está bien así —se inclinó hacia delante y dijo cambiando de tono—: Tal vez adivine para qué hemos venido a verle, mayor Eustace.

—No... No tengo la menor idea de lo que trae por mi casa a un primer inspector. ¿Es por algo referente a mi automóvil?

—No, no se trata de su automóvil. Creo que conocía usted a la señora Bárbara Alien, ¿verdad, mayor Eustace?

El mayor echóse hacia atrás y lanzando una bocanada de humo dijo:

—¡Oh, es eso! ¡Claro, debí haberlo supuesto! Un asunto muy triste.

—¿Lo sabe ya?

—Lo leí en la Prensa de ayer noche. Una pena.

—Creo que conoció a la señora Alien en la India.

—Sí, de eso hace ya algunos años.

—¿Conoció también a su marido?

Hubo una pausa, sólo durante una fracción de segundo, mientras sus ojillos de rata miraban rápidamente a los dos hombres, y al cabo repuso:

—No; a decir verdad nunca conocí a Alien.

—Pero ¿sabía algo de él?

—Oí decir que era un bala perdida. Claro que sólo era un rumor.

—¿La señora Alien no decía nada?

—Nunca hablaba de él.

—¿Intimó mucho con ella?

El mayor se encogió de hombros.

—Éramos viejos amigos, ¿sabe? Pero no nos veíamos con mucha frecuencia.

—Pero ¿la vio la noche pasada? ¿La noche del cinco de noviembre?

—Sí, es cierto.

—¿Creo que fue a verla a su casa?

El mayor Eustace asintió. Su voz adquirió un tono afligido.

—Sí, me pidió que la aconsejara acerca de algunas inversiones. Claro, comprendo lo que ustedes quieren saber... su estado de ánimo y todo eso. Bien, es difícil de decir, la verdad. Parecía bastante normal y sin embargo, ahora que lo pienso, creo qué estaba un poco sobresaltada.

—Pero ¿no le insinuó lo que pensaba hacer?

—Ni remotamente. A decir verdad, cuando me despedí de ella le dije que la llamaría pronto para salir juntos.

—¿Le dijo que le telefonearía? ¿Fueron éstas sus últimas palabras?

—Sí.

—Es curioso. Tengo noticias de que dijo usted algo muy distinto.

Eustace cambió de color.

—Bueno, no puedo recordar exactamente las palabras.

—Me han informado de que lo que usted dijo fue: «Bien, piénsalo bien y comunícame lo que decidas.»

—Déjeme pensar. Sí. Creo que tiene usted razón. No fue exactamente eso, pero me parece que le indicaba que me avisara cuando estuviera libre.

—No es exactamente lo mismo, ¿verdad? —dijo Japp.

El mayor Eustace alzóse de hombros.

—Mi querido amigo. No pretenderá usted que me acuerde palabra por palabra de lo que dije en una ocasión determinada.

—¿Y cuál fue la respuesta de la señora Alien?

—Dijo que me llamaría por teléfono. Es decir, es lo más aproximado que recuerdo.

—Y entonces es probable que usted dijera: «De acuerdo. Hasta la vista.»

—Sí. Algo por el estilo,

Japp dijo sin alterarse:

—Dice usted que la señora Alien le pidió que le aconsejara acerca de unas inversiones. ¿Por casualidad le dió la cantidad de doscientas libras en metálico para que las invirtiera por ella?

El rostro de Eustace adquirió un tinte oscuro, e inclinándose hacia delante exclamó:

—¿Qué diablos quiere insinuar con eso?

—¿Se las dio o no se las dio?

—Es asunto mío, inspector.

Japp no se alteró.

—La señora Alien sacó del Banco doscientas libras. Parte de esa cantidad, en billetes de cinco libras, cuyos números, naturalmente, podrán comprobarse.

—¿Y qué si me las dio?

—¿Era una cantidad para hacer inversiones, o era... chantaje... mayor Eustace?

—Es una idea descabellada. ¿Qué más sugerirá usted?

Japp dijo con su tono más oficial:

—Creo, mayor Eustace, que en llegado a este punto debo preguntarle si está dispuesto a venir a Scotland Yard a prestar declaración. Naturalmente que no hay prisa alguna, y que si lo desea puede estar presente su abogado.

—¿Mi abogado? ¿Para qué diablos iba a querer yo un abogado? ¿Y para qué me interroga?

—Trato de averiguar las circunstancias que rodearon la muerte de la señora Alien.

—¡Cielo santo, hombre, no supondrá...! ¡Valiente tontería! Escuche lo que ocurrió, es lo siguiente: Fui a ver a Bárbara porque así habíamos quedado...

—¿A qué hora fue eso?

—Yo diría que a las nueve y media aproximadamente. Nos sentamos... charlamos...

—¿Y fumaron?

—Sí, y fumamos. ¿Tiene algo de malo? —preguntó el mayor con tono de reto.

—¿Dónde fue esa conversación?

—En el saloncito. Es la primera puerta a la izquierda según se entra. Estuvimos hablando amigablemente, como le decía antes, y me marché poco antes de las diez y media. Me detuve unos momentos en la puerta para despedirme y decirle las últimas palabras...

—Las últimas precisamente... —murmuró Poirot.

—¿Quién es usted? Quisiera saberlo —Eustace se había vuelto hacia él al oír sus palabras—. ¡Una especie de extranjero condenado! ¿Y qué es lo que busca aquí?

—Soy Hércules Poirot —replicó el hombrecillo con dignidad.

—Como si fuera la estatua de Aquiles. Pues como decía, Bárbara y yo nos separamos amistosamente. Volví en mi coche sin detenerme al Club Far East. Llegué allí a las once menos veinticinco y fui directamente al salón de juego, donde estuve jugando al bridge hasta la una y media.

—Es una bonita coartada la que ofrece —dijo Hércules Poirot.

—¡Sería firme como el hierro en cualquier parte! ¿Y ahora, inspector —miró fijamente a Japp—, está satisfecho?

—¿Permanecieron en el saloncito durante toda la entrevista?

—Sí.

—¿No subió usted a la habitación de la señora Alien?

—Le digo que no. Estuvimos siempre en el saloncito, sin salir para nada.

Japp le contempló pensativo durante un par de minutos y luego dijo:

—¿Cuántos pares de gemelos tiene usted?

—¿Gemelos? ¿Qué tiene eso que ver?

—Claro que no está obligado a responder a esta pregunta.

—¿Responder? No me importa contestarla. No tengo nada que ocultar. Y exigiré una reparación. Tengo éstos... —alargó los brazos.

Japp observó que eran de oro y platino.

—Y estos otros.

Y levantándose abrió un cajón y extrajo un estuche que, luego de abierto, acercó bruscamente a la nariz de Japp.

—Un dibujo muy bonito —dijo el inspector—. Veo que uno está roto... le falta un pedacito de esmalte.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¿No recordará cuándo se le rompió, supongo?

—Hará un día o dos a lo sumo.

—¿Le sorprendería que hubiera ocurrido cuando estuvo en casa de la señora Alien?

—¿Y por qué no? No he negado que estuviese allí —el mayor hablaba en tono altivo, como un hombre justamente indignado, pero sus manos temblaban.

Japp inclinándose hacia delante dijo con énfasis:

—Sí, pero ese trocito de esmalte no fue encontrado en el saloncito, sino arriba... en el dormitorio de la señora Alien... en la habitación donde fue asesinada y donde estuvo un hombre que fumaba la misma marca de cigarrillos que usted.

El disparo surtió efecto. Eustace se desplomó en su silla y sus ojos miraban ora a un lado ora al otro. Y la vista de aquel hombre caído y acobardado no era precisamente nada alentador.

—No tienen nada contra mí —Su voz era casi un quejido—. Tratan de complicarme..., pero no pueden hacerlo. Tengo una coartada... Yo no volví a acercarme a la casa aquella noche...

Poirot fue ahora quien habló.

—No, no volvió a la casa... No era necesario... ya que tal vez la señora Alien estaba ya muerta cuando usted salió de allí.

—Ello es imposible... imposible... Ella me acompañó hasta la puerta... habló conmigo... La gente debió oírla... verla...

Poirot dijo en voz baja:

—Le oyeron a usted hablar con ella... y simulando aguardar sus respuestas antes de volver a dirigirle la palabra... Es un viejo ardid... La gente pudo creer que estaba allí, pero no la vieron, ya que ni siquiera pueden decir si iba vestida de noche o no..., ni precisar el color de su traje.

—Dios mío... no es cierto... no es cierto.

Ahora temblaba... acobardado...

Japp le contempló con disgusto para decirle:

—Tengo que pedirle que me acompañe.

—¿Me detiene usted?

—Queda detenido para ser interrogado... digámoslo así, mejor.

El silencio fue roto con un prolongado suspiro, y la voz desesperada del mayor Eustace dijo:

—Estoy perdido...

Hércules Poirot se frotó las manos sonriendo alegremente. Al parecer se estaba divirtiendo.

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