Capítulo III

Durante unos instantes el grupo de la puerta permaneció contemplando la escena sin hacer el menor movimiento. Al fin Poirot se adelantó.

En aquel mismo momento, Hugo Trent dijo en tono crispado:

—¡Dios santo, el Viejo se ha pegado un tiro!

Se oyó un largo gemido y lady Chevenix-Gore exclamó:

—¡Oh, Gervasio..., Gervasio!

Poirot dijo por encima de su hombro:

—Llévense a lady Chevenix-Gore. Ella no tiene nada que hacer aquí.

El anciano de aspecto militar intervino:

—Vamos, Vanda. Vamos, querida. Tú no puedes hacer nada. Todo ha terminado. Ruth, ven y cuida de tu madre.

Pero Ruth Chevenix-Gore había penetrado en la habitación y permaneció junto a Poirot mientras éste se inclinaba sobre la figura caída en la butaca... la figura hercúlea de un hombre con barba de vikingo. Y preguntó con voz tensa, apagada:

—¿Está seguro de que ha... muerto?

Poirot alzó los ojos.

El rostro de la muchacha reflejaba una emoción contenida y disimulada... que no acababa de comprender. No era pesar... sino más bien una mezcla de temor y excitación.

La mujer de los lentes de pinza murmuró:

—Su madre, querida..., ¿no cree...?

Con voz alta e histérica la muchacha de los cabellos rojos exclamó:

—¡Entonces no fue un automóvil ni el tapón de una botella de champaña! Lo que oímos fue un disparo...

Poirot, dando media vuelta, se encaró con todos.

—Hay que avisar a la policía.

Ruth Chevenix-Gore gritó violentamente:

—¡No!

El caballero de edad con cara de hombre de leyes, dijo:

—Me temo que sea inevitable. ¿Quieres hacerlo tú, Burrows? Hugo...

Poirot intervino.

—¿Es usted Hugo Trent? —preguntó dirigiéndose al joven alto y con bigote—. Creo que lo mejor será que salgan todos de esta habitación, excepto usted.

De nuevo nadie discutió su autoridad. El abogado abrió la marcha seguido de todos, y Poirot y Hugo Trent quedaron solos.

Hugo preguntó, mirando fijamente a Poirot:

—Oiga..., ¿quién es usted? Quiero decir que no tengo la menor idea. ¿Qué es lo que está haciendo aquí?

Poirot extrajo la cartera de su bolsillo y le tendió una tarjeta.

—Detective particular, ¿verdad? —dijo Trent después de leerla—. Desde luego, he oído hablar de usted... pero sigo sin comprender lo que hace aquí.

—¿No sabía usted que su tío...? Porque era su tío, ¿verdad?

Los ojos de Hugo se posaron un instante en el cadáver.

—¿El Viejo? Sí, era mi tío.

—¿No sabía usted que me había enviado a buscar?

Hugo, moviendo la cabeza, repuso despacio:

—No tenía la menor idea.

En su voz vibró una emoción difícil de clasificar. Su rostro parecía de madera y un tanto estúpido... la clase de expresión que suele ser una máscara útil en momentos de tensión, pensó el detective.

—Estamos en Westshire, ¿verdad? —dijo Poirot sin alterarse—. Conozco mucho al primer inspector mayor Riddle.

—Riddle vive a media milla de distancia —repuso Hugo—. Es probable que venga personalmente.

—Eso sería muy conveniente.

Poirot comenzó a pasear por la habitación, y apartando la cortina examinó los ventanales, que trató de abrir. Estaban cerrados.

En la pared, detrás del escritorio, había un espejo redondo con la luna quebrada. Poirot inclinóse para recoger del suelo un pequeño objeto.

—¿Qué es eso? —preguntó Hugo Trent.

—La bala.

—¿Le atravesó la cabeza y fue a dar en el espejo?

—Eso parece.

Poirot volvió a dejar la bala donde la había encontrado y se aproximó al escritorio, sobre el que veíanse diversos papeles cuidadosamente ordenados. Encima de la carpeta había una hoja de papel con las palabras «LO LAMENTO», trazadas con letra grande y temblorosa.

Hugo dijo:

—Debió escribir eso antes de... hacerlo...

Poirot asintió, pensativo.

Volvió a mirar el espejo roto y luego al muerto. Frunció ligeramente el ceño, como si le causara cierta extrañeza. Fue hasta la puerta, que colgaba semiarrancada de sus goznes. No había llave en la cerradura... cosa que ya sabía, puesto que de otro modo no hubiera podido mirar a través del ojo de ella... ni se la veía por el suelo. Poirot, inclinándose sobre el cadáver, le fue palpando.

—Sí —dijo—. La llave está en su bolsillo.

Hugo, sacando su pitillera, prendió fuego a un cigarrillo y dijo con voz ronca:

—Parece estar todo bien claro. Mi tío se encerró aquí, garabateó ese mensaje en ese pedazo de papel y luego se disparó un tiro.

Poirot asintió en actitud meditativa mientras Hugo continuaba:

—Pero no comprendo por qué le llamó a usted.

—Eso es bastante más difícil de explicar. Mientras esperamos que la policía venga a hacerse cargo, tal vez quisiera usted decirme, señor Trent, quiénes eran exactamente todas las personas que vi esta noche cuando llegué.

—¿Quiénes son? —Hugo habló como distraído—. Oh, sí, desde luego. Lo siento. ¿Nos sentamos? —le indicó un sofá situado al otro extremo del lugar donde se encontraba el cadáver, y continuó diciendo de un tirón—: Bueno, en primer lugar está Vanda..., ya sabe, mi tía, y Ruth, mi prima. Pero ya las conoce. Luego, la otra joven. Susana Cardwell. Está pasando unos días aquí. Y el coronel Bury. Es un viejo amigo de la familia. El señor Forbes, que también es una antigua amistad y además el abogado de la familia. Los dos estuvieron enamorados de Vanda cuando era joven, y siguen viniendo por aquí dedicándole su devoción más fiel. Es ridículo, pero bastante conmovedor. Luego está Godfrey Burrows, el secretario del Viejo..., quiero decir de mi tío, la señorita Lingard, que está aquí para ayudarle a escribir la historia de los Chevenix-Gore. Se dedica a recopilar datos históricos. Y creo que ya están todos.

Poirot hizo un gesto de asentimiento antes de preguntar:

—Tengo entendido que oyeron ustedes el disparo que mató a su tío.

—Sí, creímos que se trataba del tapón de una botella de champaña... por lo menos eso es lo que yo pensé. Susana y la señorita Lingard creyeron que sería alguna explosión de un automóvil..., la carretera pasa bastante cerca de aquí.

—¿Cuándo fue eso?

—A eso de las ocho y diez. Snell acababa de tocar el primer batintín.

—¿Y dónde estaban cuando lo oyeron?

—En el vestíbulo. Estábamos... riendo..., discutiendo acerca de dónde había sonado el ruido. Yo dije que en el comedor, Susana que en el salón, la señorita Lingard que arriba, y Snell que en la carretera, sólo que había penetrado por las ventanas de arriba. Susana preguntó: «¿Alguna teoría más?» Y yo me reí y dije que siempre quedaba la posibilidad de que se hubiera cometido un crimen. Ahora al recordarlo me parece bastante horrible.

Su rostro se contrajo.

—¿Y no se le ocurrió a nadie que sir Gervasio pudiera haberse suicidado?

—No, desde luego que no.

—En resumen. ¿No tiene la menor idea de por qué lo hizo?

—Oh, bueno, yo no diría eso... —replicó Hugo, despacio.

—¿Tiene una idea?

—Sí..., bueno... es difícil de explicar. Naturalmente que no esperaba que se suicidase, pero de todas maneras no me ha sorprendido demasiado. La verdad es que mi tío estaba loco de remate, señor Poirot. Todo el mundo lo sabía.

—¿Y eso le parece suficiente explicación?

—Bueno, las personas que se pegan un tiro suelen estar un poco chifladas.

—Una explicación de admirable simplicidad.

Poirot se puso en pie y anduvo sin objeto por la habitación. Estaba bien amueblada, en un estilo victoriano algo pasado. Las librerías eran macizas, y las butacas de gran tamaño. Había también algunas sillas de auténtico estilo Chippendale y pocos adornos, algunos bronces sobre la repisa de la chimenea que atrajeron la atención de Poirot, que al parecer los contempló admirado. Los fue cogiendo uno por uno y examinándolos de cerca antes de volverlos a su sitio. Del que estaba en el lado izquierdo hizo saltar algo con una uña.

—¿Qué es eso? —preguntó Hugo sin gran interés.

—Nada importante. Un pedacito diminuto de espejo.

—Es curioso cómo lo ha roto la bala. Un espejo roto trae mala suerte. Pobre Gervasio... Supongo que su buena estrella duraba ya demasiado.

—¿Su tío era un hombre afortunado?

Hugo lanzó una carcajada.

—¡Vaya, su suerte era proverbial! ¡Todo lo que tocaba se convertía en oro! ¡Si jugaba a un número hacía saltar la banca! ¡Si invertía dinero en una mina dudosa, encontraba en seguida una veta aurífera! Ha escapado del modo más milagroso de las situaciones más difíciles. Salvó su vida en más de una ocasión por puro milagro. A su modo era bastante buena persona, ¿sabe? Desde luego, «había ido a sitios y visto muchas cosas»... más que la mayoría de sus contemporáneos.

Poirot murmuró en tono natural:

—¿Quería usted a su tío, señor Trent?

A Hugo pareció sobresaltarle la pregunta.

—¡Oh!... Sí, desde luego —dijo—. Algunas veces se ponía algo difícil. Era necesario una gran paciencia para convivir con él. Afortunadamente, yo no le veía muy a menudo.

—¿Y él, le quería a usted?

—¡Si acaso, lo disimulaba muy bien! A decir verdad, más bien lamentaba mi existencia, por así decir.

—¿Cómo es eso, señor Trent?

—Pues verá; él no tenía hijos propios... y ello le pesaba en extremo. La familia era su locura. Creo que le amargaba el pensar que cuando muriera se extinguirían los Chevenix-Gore. Comprenda, su ascendencia alcanza hasta la Conquista normanda, y el Viejo era el último de todos ellos. Supongo que según su punto de vista debía ser una gran pena.

—¿Usted no comparte ese sentimiento?

Hugo se encogió de hombros.

—Toda esta clase de cosas me parecen pasadas de moda.

—¿Qué ocurrirá con la hacienda?

—No lo sé. Es posible que la herede yo. O tal vez se la deje a Ruth. Probablemente Vanda disfrutará de ella mientras viva.

—¿Su tío no declaró sus intenciones?

—Pues... él acariciaba cierto proyecto.

—¿Y cuál era?

—Que Ruth y yo nos casáramos.

—Eso sin duda hubiera sido muy conveniente.

—Convenentísimo. Pero Ruth... bueno, Ruth tiene una opinión muy personal de la vida. Es una mujer extremadamente atractiva y lo sabe. No tiene prisa por casarse y sentar la cabeza.

Poirot inclinóse hacia delante.

—¿Pero usted estaba dispuesto, señor Trent?

Hugo dijo con voz algo alterada:

—La verdad, no creo que hoy día tenga importancia con quién se casa uno. Es tan fácil divorciarse... Si la cosa no va bien, nada más sencillo que cortar por lo sano y volver a empezar.

Se abrió la puerta para dar paso a Forber y a un hombre alto de arrogante aspecto, que saludó a Trent.

—Hola, Hugo. Siento muchísimo lo ocurrido. Será muy duro para todos vosotros.

Hércules Poirot se adelantó.

—¿Cómo está usted, mayor Riddle? ¿No me recuerda?

—Sí, ya lo creo —el inspector jefe le estrechó la mano—. ¿De modo que estaba usted aquí?

En su voz había una nota reflexiva mientras miraba a Hércules Poirot con curiosidad.

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