Capítulo V

Cuando Poirot penetró en el despacho, lord Mayfield se hallaba sentado tras la mesa, y al verle dejó su pluma, mirándole con aire interrogador.

—Bien, monsieur Poirot, ¿ha terminado ya su entrevista con Carrington?

Poirot, sonriente, tomó asiento.

—Sí, lord Mayfield. Me ha aclarado un punto que me tenía sobre ascuas.

—¿Y cuál es?

—El motivo de la presencia de mistress Vanderlyn en esta casa. Comprenda usted, creía posible...

Mayfield comprendió en seguida la causa de la exagerada confusión del detective.

—¿Pensó que yo sentía debilidad por esa dama? ¡En absoluto! Por extraño que parezca, Carrington pensó lo mismo.

—Sí, me ha contado la conversación que sostuvo con usted acerca de esto.

Lord Mayfield pareció algo contrariado.

—Mi plan no ha dado resultado. Siempre es doloroso tener que confesar que una mujer ha sido más lista que uno.

—Ah, pero aún no se ha salido con la suya, lord Mayfield.

—¿Cree usted que aún podemos vencer? Bien, celebro oírselo decir. Me gustaría que fuese cierto. Suspiró.

—Me doy cuenta de que he actuado como un completo estúpido... ¡Estaba tan satisfecho con mi estratagema para atrapar a esa dama!

Hércules Poirot repuso mientras encendía uno de sus minúsculos cigarrillos:

—¿Cuál era exactamente su estratagema, lord Mayfield?

—Pues... —lord Mayfield vacilaba—, no la había trazado aún con detalle.

—¿No la discutió con nadie?

—No.

—¿Ni siquiera con mister Carlile?

—No.

—Poirot sonrió.

—¿Prefiere actuar por su cuenta, lord Mayfield?

—Siempre he considerado que es lo mejor.

—Sí, hace usted bien. No confiar en nadie. Pero ¿habló del asunto a sir Carrington?

Lord Mayfield sonrió ante el recuerdo.

—¿Es un antiguo amigo suyo?

—Sí. Le conozco desde hace veinte años.

—¿Y a su esposa?

—Desde luego, también la conocía.

—Pero, perdone mi impertinencia, ¿no tiene con ella el mismo grado de intimidad?

—La verdad, no veo que mis amistades personales tengan nada que ver con este extraño asunto, monsieur Poirot.

—Pues yo creo que sí, y mucho. ¿No estuvo usted de acuerdo conmigo en que la teoría de que hubiera alguien oculto en el salón es posible?

—Sí. Estoy de acuerdo con usted en que así es como debió de ocurrir.

—Suprimamos el «debió de». Es una palabra muy arriesgada. Pero si mi teoría es cierta, ¿quién cree usted que pudo ser esa persona?

—Evidentemente mistress Vanderlyn. Había regresado una vez en busca de un libro. Pudo volver de nuevo para buscar otro, o un portamonedas, un pañuelo... cualquiera de esas mil excusas femeninas. Queda de acuerdo con su doncella para que grite y haga que Carlile salga del despacho y luego se desliza por la puertaventana, como usted dijo.

—Olvida que no pudo ser mistress Vanderlyn. Carlile la oyó llamar a su doncella desde arriba, mientras él hablaba con la muchacha.

Lord Mayfield se mordió el labio.

—Cierto. Lo había olvidado —pareció muy pesaroso.

—¿Comprende? —dijo Poirot en tono amable—. Vamos progresando. Primero teníamos la explicación sencilla del ladrón, que llega del exterior y se hace con el botín. Una teoría muy convincente, como ya le dije a su debido tiempo, demasiado... para aceptarla sin más ni más. Ya la descartamos. Luego pasamos a la teoría del agente extranjero, mistress Vanderlyn y de nuevo parece como si ésta también fuese demasiado sencilla... demasiado cómoda... para ser aceptada.

—¿Así que descarta del todo a mistress Vanderlyn?

—Mistress Vanderlyn no estaba en el salón. Pudo ser un cómplice suyo quien cometiera el robo, pero también cabe en lo posible que lo llevara a cabo otra persona. De ser así, hemos de considerar la cuestión del móvil.

—¿No es un poco absurdo, monsieur Poirot?

—No lo creo. Ahora... ¿qué motivos podría haber? Existe la cuestión económica. Los papeles pudieron ser robados con objeto de convertirlos en dinero. Es el móvil más sencillo que hemos de considerar. Pero también pudo ser algo bien distinto.

—¿Como por ejemplo...?

—Pudo ser llevado a cabo con la sola idea de perjudicar a alguien —explicó Poirot despacio.

—¿A quién?

—Posiblemente a mister Carlile. Será el más sospechoso. Y puede que aún haya más. Los hombres que fiscalizan el destino de un país, lord Mayfield, están expuestos a la opinión pública.

—¿Quiere decir que el ladrón tenía intención de perjudicarme?

Poirot asintió.

—Creo que no me equivoco al decir que hará cosa de cinco años usted pasó una temporada de prueba, lord Mayfield. Se sospechó que tenía amistad con una potencia europea y se hizo poco popular entre el electorado de este condado.

—Es bien cierto, monsieur Poirot.

—Un hombre de Estado, en estos días, ha de realizar una tarea difícil. Tiene que seguir la política que él considera más beneficiosa para su país, y al mismo tiempo reconocer la fuerza del sentir popular, que suele ser sentimental, estúpido e insensato, pero que no puede ser pasado por alto.

—¡Qué bien se expresa usted! Ésa es exactamente la descripción de la vida de un político. Tiene que inclinarse ante la opinión del país, por peligrosa y estúpida que le parezca.

—Creo que ése fue su dilema. Hubo rumores de que había llegado a un acuerdo con el país en cuestión. Esta nación y los periódicos se opusieron categóricamente. Por fortuna, el primer ministro pudo desmentir la historia, y usted renunció al acuerdo, aunque sin disimular de qué lado estaban sus simpatías.

—Todo esto es cierto, monsieur Poirot. Pero, ¿a qué viene sacar viejas historias?

—Porque creo posible que un enemigo, despechado por el modo con que usted superó aquella crisis, se esforzase por crear más conflictos. Usted no tardó en recobrar la confianza del público. Aquello pasó, y ahora es usted, merecidamente, una de las figuras más populares de la política. Y se habla de usted como próximo primer ministro cuando se retire míster Humberley.

—¿Cree usted que esto ha sido un atentado para desacreditarme? ¡Tonterías!

Tout de méme. Lord Mayfield no será bien visto que los planos de la nueva bomba británica hayan sido robados durante un fin de semana... cuando una dama muy encantadora estaba entre los invitados. Ligeras insinuaciones de la prensa acerca de cuáles eran sus relaciones con esa dama crearán una atmósfera de desconfianza.

—Una cosa así no puede tomarse en serio.

—¡Mi querido lord Mayfield, usted sabe perfectamente que sí! Cuesta tan poco minar la confianza que el pueblo tiene puesta en un hombre...

—Sí, eso es cierto —replicó lord Mayfield—. ¡Cielos! Qué complicado va resultando este asunto. ¿De verdad cree usted...? Pero es imposible..., imposible.

—¿No sabe de nadie que esté... celoso de usted?

—¡Es absurdo!

—Por lo menos tendrá que admitir que mis preguntas acerca de sus relaciones personales con las personas que se hallan reunidas aquí, en este fin de semana, no son del todo injustificadas.

—Oh, quizá... quizá. Me preguntaba usted por Julia Carrington. La verdad es que no hay mucho que decir. Nunca la he tenido en gran aprecio, y no creo que yo le sea simpático. Es una de esas mujeres inquietas, nerviosas, extravagantes y locas por las cartas. Es también lo bastante anticuada para despreciarme por ser un hombre que me he formado a mí mismo.

Poirot dijo:

—He mirado en el libro ¿Quién es quién?, antes de venir aquí. Usted fue director de una famosa firma de ingenieros, y además un ingeniero considerado de primera categoría.

—Desde luego, no hay nada que yo ignore del lado práctico. Me he abierto camino desde abajo.

Lord Mayfield habló con el ceño fruncido.

—¡Oh! —exclamó Poirot—. ¡He sido un tonto... pero qué tonto!

El otro le miró.

—No le entiendo, monsieur Poirot.

—Es que acabo de encajar otra pieza del rompecabezas. Algo que no había visto hasta ahora... Pero encaja. Sí, encaja con una precisión maravillosa.

Lord Mayfield le miró asombrado. Mas Poirot movió la cabeza con una ligera sonrisa.

—No, no, ahora no. Tengo que ordenar mis ideas con más claridad.

Se puso en pie.

—Buenas noches, lord Mayfield. Creo que sé dónde están esos planos. Lord Mayfield exclamó en el acto:

—¿Que lo sabe? ¡Entonces, recuperémoslos en seguida!

—No. —Poirot negó con la cabeza—. No se lo aconsejo. La precipitación podría resultar fatal. Pero déjelo en manos de Hércules Poirot.

Y dicho esto salió de la habitación.

Lord Mayfield se encogió de hombros.

—Este hombre es un charlatán —murmuró.

Y recogiendo sus papeles, apagó la luz y se marchó a acostarse.

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