Capítulo II

En el salón la conversación languideció más de una vez. Mistress Vanderlyn se encontraba por lo general en desventaja entre los miembros de su propio sexo. Su simpatía y encanto, tan apreciados entre el elemento masculino, por una razón u otra no surtían efecto entre las mujeres. Lady Julia era una mujer cuyos modales eran o muy buenos o muy malos. En esta ocasión le desagradaba mistress Vanderlyn, le molestaba mistress Macatta y no lo disimulaba. La conversación iba decayendo, y hubiese cesado del todo a no ser por esta última.

Mistress Macatta era una mujer de gran fuerza de voluntad, y en seguida calificó a mistress Vanderlyn como perteneciente al tipo de los parásitos y trataba de interesar a lady Julia en una función benéfica que estaba organizando. Lady Julia iba respondiendo en tono ausente, y tras disimular un par de bostezos se entregó a su disquisición interna. ¿Por qué no volvían Charles y George? ¡Qué pesados eran los hombres! Sus comentarios se fueron haciendo más despistados a medida que iba absorbiéndose en sus propios pensamientos.

Las tres mujeres guardaban silencio cuando al fin entraron los caballeros.

Lord Mayfield pensó: «Julia parece enferma esta noche. Es un manojo de nervios». Y en voz alta dijo:

—¿Y si Jugásemos una partida, eh?

Lady Julia se animó en seguida, pues el bridge era para ella como el aire que respiraba.

En aquel momento entraba Reggie Carrington en la estancia y quedó dispuesto el cuarteto. Lady Julia, mistress Vanderlyn, sir George y el joven Reggie tomaron asiento alrededor de la mesa de juego. Lord Mayfield se entregó a la tarea de entretener a mistress Macatta. Cuando hubieron jugado un par de rubbers, sir George miró el reloj que había sobre la chimenea.

—No vale la pena comenzar otro —observó.

Su esposa pareció contrariada.

—Sólo son las once menos cuarto. Será cortito.

—Nunca lo son, querida —repuso sir George de buen talante—. Y de todas formas. Charles y yo tenemos algo que hacer.

Mistress Vanderlyn murmuró:

—¡Qué importante parece eso! Supongo que ustedes los hombres inteligentes que están por encima de las cosas nunca pueden descansar del todo.

—Para nosotros la semana no tiene cuarenta y ocho horas —replicó sir George.

—¿Sabe usted?, me siento bastante avergonzada de mí misma como simple estadounidense, pero me emociona conocer a dos personas que gobiernan el destino de un país. Supongo que le parecerá un punto de vista muy vulgar, sir George.

—Mi querida mistress Vanderlyn, yo nunca podría considerarla «simple» ni «vulgar».

Sonrió mirándola a los ojos. Tal vez en su voz hubo un ligero matiz irónico que ella no pasó por alto. Acto seguido se volvió hacia Reggie y sonriéndole dulcemente le dijo:

—Siento que deje de ser mi compañero. Ha sido muy acertado cantar esos cuatro sin triunfo.

Complacido y halagado, Reggie musitó:

—Los saqué por casualidad.

—¡Oh, no!, fue una deducción muy inteligente por su parte. Por la subasta adivinó dónde estaban las cartas, y jugó de un modo brillante.

Lady Julia se puso en pie bruscamente. «Esa mujer le está tomando el pelo», pensó con disgusto. Luego sus ojos se dulcificaron al posarse en su hijo. Él la creía. ¡Qué joven parecía y qué satisfecho! Era tan ingenuo. No era de extrañar que se viera en apuros. Se confiaba demasiado. La verdad es que tenía una naturaleza demasiado dulce. George no le comprendía en absoluto. Los hombres son tan intransigentes con sus juicios. Olvidan que ellos también fueron jóvenes... George era demasiado duro con Reggie.

Mistress Macatta se había puesto en pie. Se dieron las buenas noches. Mayfield se sirvió de beber, y tras entregar otro vaso a sir George, alzó los ojos al ver aparecer a mister Carlile en la puerta.

—Saque usted las carpetas y todos los papeles, ¿quiere hacer el favor, Carlile? Incluyendo los planos y diseños. El mariscal del Aire y yo no tardaremos. Primero daremos un paseíto, ¿eh, George? Ha dejado de llover.

Míster Carlile, al volverse para marchar, musitó una disculpa al tropezar con mistress Vanderlyn, que dirigiéndose hacia ellos, dijo:

—Mi libro. Lo estaba leyendo antes de cenar.

Reggie se adelantó para entregarle uno.

—¿Es éste? ¿El que estaba en el sofá?

—¡Oh, sí! Muchísimas gracias.

Sonrió dulcemente, volvió a darles las buenas noches y se marchó. Sir George había abierto uno de los ventanales.

—Ahora hace una noche espléndida —anunció—. Es una buena idea la de dar un paseo.

Reggie dijo:

—Bueno, buenas noches, sir. Iré a acostarme.

—Buenas noches, muchacho —replicó lord Mayfield.

Reggie cogió una novela policíaca que había comenzado a leer a primera hora de la tarde y abandonó el salón. Lord Mayfield y sir George salieron a la terraza. Ahora hacía una noche espléndida, de cielo despejado y estrellas brillantes.

Sir George aspiró el aire con fuerza.

—¡Uf, esa mujer usa demasiado perfume!

—Por lo menos no es un perfume barato —rió lord Mayfield—. Yo diría que es uno de los más caros que se encuentran en el mercado.

Sir George hizo una mueca.

—Supongo que debería dar las más expresivas gracias por ello.

—Desde luego que sí. Yo creo que una mujer que emplee perfume barato es una de las plagas peores que conoce el hombre.

—Es extraordinario cómo se ha aclarado. Oía caer la lluvia mientras cenábamos. Los dos hombres pasearon por la terraza. Ésta se extendía a todo lo largo de la casa. Debajo, el terreno descendía, permitiendo contemplar una vista magnífica sobre el bosque de Sussex.

Sir George encendió un cigarro.

—Acerca de esa aleación metálica... —comenzó a decir.

La charla se hizo técnica. Y cuando se aproximaban al extremo de la terraza por quinta vez, lord Mayfield exclamó con un suspiro:

—¡Oh, bueno! Supongo que será mejor poner manos a la obra.

—Sí, tenemos mucho que hacer.

Los dos hombres dieron media vuelta y lord Mayfield contuvo una exclamación de sorpresa.

—¡Hola! ¿Has visto eso?

—¿El qué? —preguntó sir George.

—Me ha parecido ver salir a alguien a la terraza por la puerta-ventana de mi despacho.

—¿Ves visiones? Yo no he visto nada.

—Bueno, pues yo sí... o he creído verlo.

—Tu vista te ha jugado una mala pasada. Yo estaba mirando en esa dirección, y lo hubiera visto. Hay muy pocas cosas que yo no vea... incluso leo un periódico a un metro de distancia. Lord Mayfield rió.

—En eso te gano, George. Todavía leo perfectamente sin lentes.

—Pero no eres capaz de distinguir a un individuo al otro lado de la Cámara. ¿O es que los cristales de los lentes que usas son de imitación?

Riendo, los dos hombres penetraron en el despacho de lord Mayfield por la puertaventana que estaba abierta.

Míster Carlile estaba atareado arreglando algunos papeles en el archivador, junto a la caja fuerte y alzó los ojos al verles entrar.

—¡Ah, Carlile!, ¿todo a punto?

—Sí, lord Mayfield, todos los papeles están encima de su mesa.

La mesa en cuestión era un formidable escritorio de caoba situado en un rincón junto a la puertaventana. Lord Mayfield se inclinó sobre ella y comenzó a revisar los documentos que había encima.

—Ha quedado una noche espléndida —decía sir George.

—Sí, es cierto —convino Míster Carlile—. Es curioso lo rápidamente que aclara después de llover. —Y dejando el archivador preguntó—: ¿Me necesitará más esta noche, lord Mayfield?

—No, creo que no, Carlile. Yo guardaré todo esto. Probablemente terminaremos algo tarde. Será mejor que se acueste.

—Gracias. Buenas noches, lord Mayfield. Buenas noches, sir George.

—Buenas noches, Carlile.

Cuando el secretario iba ya a salir del despacho, lord Mayfield le dijo en tono severo:

—Espere un momento, Carlile. Ha olvidado lo más importante.

—No sé a qué se refiere, lord Mayfield.

—A los planos de la bomba, hombre.

El secretario le miró extrañado.

—Están encima de todo, señor.

—Nada de eso.

—Pero si acabo de ponerlos.

—Mírelo usted mismo.

Con expresión asombrada, el joven se reunió con lord Mayfield junto al escritorio. Con cierta impaciencia, el ministro le mostró el montón de papeles. Carlile los estuvo revisando, con creciente extrañeza.

—¿Lo ve?, no están aquí.

—Pero..., ¡pero es increíble! —tartamudeó el secretario—. Los puse aquí encima no hará ni tres minutos.

Lord Mayfield dijo de buen talante:

—Se habrá confundido, y estarán aún en la caja fuerte.

—No lo comprendo... Yo sé que los puse ahí.

Lord Mayfield le apartó a un lado para dirigirse a la caja fuerte. Sir George se unió a él, y a los pocos minutos comprobaron que los planos de la bomba no estaban allí. Atónitos y extrañados, los tres hombres regresaron junto a la mesa escritorio para revisar de nuevo los papeles.

—¡Cielo santo! —exclamó Mayfield—. ¡Han desaparecido!

Míster Carlile exclamó:

—¡Pero eso es imposible!

—¿Quién ha entrado en esta habitación? —preguntó el ministro.

—Nadie. Nadie en absoluto.

—Escuche, Carlile, esos planos no pueden haberse desvanecido en el aire. Alguien los ha cogido. ¿Ha estado aquí mistress Vanderlyn?

—¿Mistress Vanderlyn? ¡Oh, no señor!

—En seguida lo sabremos —dijo Carrington, olfateando el aire—. Se olerá a ese perfume suyo.

—Nadie ha entrado aquí —insistió Carlile—. No lo comprendo.

—Escuche, Carlile —dijo lord Mayfield—. Cálmese. Hemos de llegar al fondo de esta cuestión. ¿Está completamente seguro de que los planos estaban dentro de la caja fuerte?

—Completamente.

—¿Los ha visto usted? ¿No habrá supuesto que estaban entre los otros papeles?

—No, no, lord Mayfield. Los he visto. Los puse sobre el escritorio, encima de todos los demás.

—¿Y dice usted que desde entonces nadie ha entrado en esta habitación? ¿Ha salido usted acaso?

—No... es decir... sí.

—¡Ah! —exclamó sir George—. ¡Ya vamos dando con ello!

Lord Mayfield dijo irritado:

—¿Qué diablos...? —cuando Carlile le interrumpió.

—En circunstancias normales, lord Mayfield, no me hubiera atrevido a abandonar el despacho dejando sobre la mesa documentos de importancia... pero al oír gritar a una mujer...

—¿Gritar a una mujer? —repitió lord Mayfield sorprendido.

—Sí, lord Mayfield. Me sobresaltó más de lo que puede usted imaginar. Estaba colocando los papeles sobre la mesa cuando lo oí, y, naturalmente, salí corriendo al vestíbulo.

—¿Quién gritó?

—La doncella francesa de mistress Vanderlyn. Estaba en mitad de la escalera, muy pálida y temblando de pies a cabeza. Dijo que había visto un fantasma.

—¿Un fantasma?

—Si, una mujer alta, toda vestida de blanco que andaba sin hacer ruido y que flotaba en el aire. —¡Qué historia más ridícula!

—Sí, lord Mayfield, es lo que le dije. Debo confesar que parecía bastante avergonzada. Volvió a subir y yo volví aquí.

—¿Cuánto rato hace de esto?

—Fue un minuto o dos antes de que usted y sir George entrasen.

—¿Y cuánto tiempo estuvo usted fuera de esta habitación?

El secretario reflexionó unos instantes.

—Dos minutos... tres a lo sumo.

—Lo suficiente —gruñó lord Mayfield tomando a su amigo del brazo.

—George, esa sombra que vi... salir por la puertaventana. ¡Fue así! En cuanto Carlile salió de la habitación, se deslizó dentro, cogió los planos y volvió a marcharse.

—¡Qué acción más vil! —dijo George. Ahora fue él quien tomó a su amigo del brazo—. Escucha, Charles; éste es un mal negocio. ¿Qué diablos vamos a hacer?

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