Capítulo II

El señor Hércules Poirot sufrió una decepción en Rodas. Había ido a descansar y a disfrutar de sus vacaciones, y sobre todo para alejarse del crimen. Le dijeron que a finales de octubre Rodas estaría casi desierto... que era un lugar pacífico y apartado.

Eso era bastante cierto. Los Chantry, los Gold, Pamela, Sara, el general, él y dos parejas de italianos, eran los únicos huéspedes. Pero dentro de aquel círculo limitado la mente privilegiada de Poirot supo adivinar los acontecimientos que iban a ocurrir inevitablemente.

«Es que ya tengo mi mente estragada por el crimen —se dijo en tono de reproche—. ¡Es una indigestión! Y me imagino cosas que no existen.»

Pero seguía preocupado.

Una mañana, al bajar, encontró a la señora Gold sentada en la terraza y haciendo labor.

Al acercarse tuvo la impresión de que había ocultado a toda prisa un pañuelito.

La señora Gold tenía los ojos secos, pero demasiado brillantes. Y su saludo le pareció a Poirot demasiado alegre, como si quisiera disimular así su tristeza.

—Buenos días, señor Poirot —le dijo con tal entusiasmo que despertó sus sospechas.

No era posible que estuviera tan contenta de verle como pretendía. Al fin y al cabo no le conocía muy bien, y aunque Hércules Poirot era un hombre orgulloso en lo tocante a su profesión, era muy modesto al apreciar su atractivo personal.

—Buenos días, madame —respondió—. Otro día espléndido.

—Sí. ¿No es una suerte? Douglas y yo siempre tenemos suerte con el tiempo.

—¿De veras?

—Sí. La verdad es que siempre hemos tenido suerte juntos. Cuando uno ve tantos matrimonios que son desgraciados, señor Poirot, tantas parejas que se divorcian y demás, se siente agradecida por la propia felicidad.

—Me agrada oírle decir eso, madame.

—Sí. ¡Douglas y yo somos tan felices...! Nos casamos hace cinco años..., y hoy día cinco años de matrimonio es mucho tiempo.

—No me cabe la menor duda de que en algunos casos puede parecer una eternidad —replicó Poirot secamente.

—...pero en realidad creo que somos más felices ahora que cuando nos casamos. Estamos muy enamorados el uno del otro.

—Y naturalmente, eso es lo principal.

—Por eso me dan tanta pena los que no son felices.

—¿Se refiere usted...?

—¡Oh! Hablo en general, monsieur Poirot.

—Ya.

La señora Gold cogió una hebra de seda y continuó:

—Por ejemplo, la señora Chantry...

—Sí..., ¿la señora Chantry...?

—No creo que sea una mujer agradable.

—No, no; tal vez no.

—En realidad estoy convencida de que no lo es. Pero en cierto modo me da lástima, porque a pesar de su dinero y su belleza... y todo lo demás... —a la señora Gold le temblaban los dedos y no conseguía enhebrar la aguja— no es de la clase de mujeres que sepan conservar a un hombre. Creo que los hombres se cansan de ella con gran facilidad. ¿No lo cree usted así?

—Yo desde luego me cansaría de su conversación antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo —replicó Poirot con cautela.

—Sí, eso es lo que quiero decir. Desde luego, posee cierto atractivo... —la señora Gold vacilaba, con los labios temblorosos. Un observador menos astuto que Hércules Poirot no hubiera pasado por alto su desasosiego. Continuó diciendo de modo incongruente:

—¡Los hombres son como niños! Lo creen todo...

Se inclinó sobre su bordado, y Hércules Poirot consideró prudente cambiar de tema.

—¿No se baña esta mañana? —le preguntó—. ¿Y su esposo?

La señora Gold contestó en el tono más desafiante:

—No, esta mañana, no. Dijimos que iríamos a ver las murallas de la ciudad antigua. Pero no sé cómo ha sido... el caso es que no nos encontramos, y se marcharon sin esperarme.

El plural era revelador, mas antes de que Poirot pudiera decir nada, el general Barnes subió a la playa y se dejó caer en una silla junto a ellos.

—Buenos días, señora Gold. Buenos días, señor Poirot. ¿Han desertado los dos esta mañana? ¡Cuántos ausentes! Ustedes, el señor Gold y la señora Chantry. ¿Dónde han ido?

—¿Y el comandante Chantry? —preguntó Poirot en tono indiferente.

—Oh, no, está en la playa. La señorita Pamela le tiene acaparado —el general rió—. ¡Le está resultando un poco difícil! Es de esos hombres duros y silenciosos que aparecen en las novelas.

Marjorie Gold, dijo estremeciéndose:

—Ese hombre me asusta un poco. Algunas veces está tan... tan sombrío... ¡Como si fuera capaz de hacer... cualquier cosa!

Volvió a estremecerse.

—Supongo que no debe hacer bien las digestiones —dijo el general en tono alegre—. La dispepsia es responsable de muchas melancolías románticas o genios ingobernables.

Marjorie Gold le dirigió una sonrisa cortés.

—¿Y dónde está su esposo? —preguntó el general.

La respuesta llegó sin vacilación... en tono alegre y natural.

—¿Douglas? Ha ido a la ciudad con la señora Chantry. Creo que han ido a echar un vistazo a las murallas.

—¡Aja...!, sí... muy interesante. La época de los caballeros y demás. Tendría que haber ido usted también, mi querida señora.

—Creo que he bajado demasiado tarde —replicó la señora Gold.

Y poniéndose en pie al tiempo que murmuraba una excusa, se dirigió al hotel.

El general Barnes la miraba marchar con expresión preocupada y moviendo la cabeza con pesar.

—Es una mujercita encantadora. Vale más que una docena de muñecas pintarrajeadas como alguna cuyo nombre no menciono. ¡Ja! ¡Su marido es tonto! No sabe lo que tiene.

Volvió a mover la cabeza y al fin, levantándose, también entró en el hotel.

Sara Blake subía de la playa y había oído las últimas palabras del general.

Y haciendo una mueca dirigida a la espalda del ex combatiente, observó mientras tomaba aliento:

—¡Una mujercita encantadora... una mujercita encantadora! Los hombres siempre aprueban a las mujeres sencillas... pero cuando llega la hora de la verdad siempre ganan las muñecas pintadas. Es triste, pero es así.

—Mademoiselle —dijo Poirot en tono brusco—, ¡todo esto no me gusta nada!

—¿No? Ni a mí tampoco. No, para ser sincera, en realidad me gusta. En el fondo todos tenemos un lado malo que disfruta de las calamidades del prójimo y las cosas desagradables que le ocurren a nuestras amistades.

—¿Dónde está el comandante Chantry?

—En la playa. Pamela le está disecando. ¡Se está divirtiendo de lo lindo! Y por cierto que con ella no ha conseguido mejorar su humor. Cuando yo subí parecía una nube a punto de descargar. Se avecina la tormenta, créame.

—Hay algo que no comprendo... —murmuró Poirot.

—Pues es bastante fácil de comprender —dijo Sara—. Pero lo que vaya a ocurrir... eso es otra cuestión.

—Como usted bien dice, mademoiselle... es el futuro lo que me inquieta.

—Es una bonita manera de expresarse —dijo Sara entrando en el hotel.

En la puerta casi tropezó con Douglas Gold. El joven parecía bastante satisfecho de sí mismo y al mismo tiempo ligeramente culpable.

—Hola, monsieur Poirot —y agregó—: He estado enseñando las murallas de las Cruzadas a la señora Chantry. Marjorie no ha tenido ganas de venir.

Poirot enarcó las cejas, pero aunque hubiera querido no hubiese tenido tiempo de hacer ningún comentario, puesto que Valentina Chantry llegaba gritando con voz altisonante :

—Douglas... una ginebra rosa, necesito una ginebra.

Douglas Gold fue a pedirla y Valentina se sentó junto a Poirot. Aquella mañana estaba radiante.

Al ver que Pamela y su esposo se acercaban les gritó agitando una mano:

—¿Has disfrutado del baño, Tony querido? ¿Verdad que hace una mañana espléndida?

El comandante Chantry no contestó. Y una vez hubo subido el tramo de escalones, pasó sin pronunciar palabra y entró en el bar.

Llevaba los brazos caídos, lo cual acentuaba su parecido con un gorila.

Valentina Chantry se quedó con su hermosa boca abierta.

El rostro de Pamela Lyall expresaba regocijo ante aquella situación, y disimulándola cuanto le fue posible, sentóse al lado de Valentina Chantry, preguntándole:

—¿Se ha divertido?

—Ha sido maravilloso. Hemos...

Al llegar a este punto, Poirot levantóse yendo en dirección al bar, donde encontró al joven Gold esperando la ginebra rosa con el rostro arrebolado. Parecía contrariado y furioso.

—¡Ese hombre es un bruto! —dijo dirigiéndose a Poirot e indicando con la cabeza al comandante Chantry, que se alejaba.

—Es posible —replicó Poirot—. Sí, es posible; pero recuerde que a les femmes les gustan los brutos.

Douglas musitó:

—¡No me sorprendería que la maltratase!

—Y probablemente eso también le gustará a ella.

Douglas Gold le miró extrañado y cogiendo la ginebra rosa, salió a la terraza.

Hércules Poirot ocupó uno de los taburetes y pidió un sirop de cassis. Mientras lo bebía exhalando suspiros de placer, entró Chantry y pidió varias ginebras rosa en rápida sucesión.

Y de pronto dijo en tono violento, dirigiéndose al mundo en general, más que a Poirot:

—Si Valentina cree que puede deshacerse de mí como lo hizo con todos esos tontos, se equivoca. Es mía y pienso conservarla. No será de ningún otro, a menos que pase por encima de mi cadáver.

Y arrojando cierta cantidad de dinero sobre el mostrador, giró sobre sus talones y salió.

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