Capítulo VII

Al día siguiente Japp penetraba en el piso de Poirot y arrojaba el sombrero con disgusto sobre la mesa. Luego se dejó caer en una butaca.

—Bueno —gruñó—. ¡Está libre de sospechas!

—¿Quién?

—La Plenderleith. Estuvo jugando al bridge hasta medianoche. Lo han asegurado el anfitrión, la anfitriona, un invitado que es comandante de Marina y dos criados. No existe la menor duda de que hemos de descartar la idea de que tenga algo que ver con el crimen. De todas formas me gustaría saber por qué se violentó tanto cuando cogí el neceser que había debajo de la escalera. Eso le corresponde a usted, Poirot, puesto que le agrada desentrañar esas trivialidades. ¡El Misterio del Neceser! ¡Resulta muy prometedor!

—Voy a darle otro título: El Misterio del Aroma a Humo de Cigarrillo.

—Un poco largo y complicado. ¿Aroma... eh? ¿Era eso lo que olfateaba cuando examinábamos el cadáver por primera vez? Le vi... ¡y le olí! Pensé que estaba constipado.

—Pues se equivocó.

—Siempre creí que utilizaba las células grises de su cerebro —Japp suspiró—. No me diga que su nariz es superior a la de los demás mortales.

—No, no, tranquilícese.

—Yo no olí a humo de cigarrillo —prosiguió Japp receloso.

—Ni yo tampoco, amigo mío.

Japp extrajo un cigarrillo de su bolsillo sin dejar de mirarle.

—Éstos son los que fumaba la señora Alien... Seis de las colillas eran suyas. Las otras tres eran de cigarrillos turcos.

—Exacto.

—¡Supongo que su maravillosa nariz lo descubrió sin necesidad de que las viera!

—Le aseguro que mi nariz no interviene para nada en este momento... puesto que no registro nada.

—Pero, ¿sus células grises sí?

—Pues... hubo ciertas indicaciones..., ¿no lo cree?

Japp le miró de reojo.

—¿Como, por ejemplo?

Eh bien, en aquella habitación faltaba algo. Creo que además habían agregado algo... y luego, en el escritorio...

—¡Lo sabía! ¡Ya vamos llegando a esa maldita pluma!

Du tout. Esa pluma juega un papel puramente negativo.

Japp retrocedió a un terreno más firme.

—Carlos Laverton-West va a ir a verme a Scotland Yard dentro de media hora, y pensé que a usted le agradaría conocerle.

—Muchísimo.

—Y le alegrará saber que hemos localizado al mayor Eustace. Tiene un piso en la calle Cronwell.

—¡Espléndido!

—Y ahí tendremos algo que hacer. No parece ser una persona muy agradable ese mayor Eustace. Después de haber visto a Laverton-West iremos a visitarle. ¿Le parece bien?

—Perfectamente.

—Bien, vamos entonces.



A las once y media Carlos Laverton-West era introducido en el despacho del primer inspector Japp, que se puso en pie para estrecharle la mano.

El recién llegado era un hombre de mediana estatura y personalidad muy marcada. Iba bien rasurado, tenía una boca expresiva como la de los actores, y ojos ligeramente saltones, que tan a menudo suelen acompañar al don de la oratoria. Era bien parecido, tranquilo y educado.

Y aunque pálido y algo afligido, sus modales resultaban completamente correctos y serenos.

Una vez hubo tomado asiento, dejó el sombrero y los guantes encima de la mesa y miró a Japp.

—Ante todo quiero decir que comprendo perfectamente lo penoso que esto debe resultarle.

—Dejemos aparte mis sentimientos —dijo Laverton-West con un ademán—. Dígame primero, inspector: ¿tiene alguna idea de lo que ha motivado el que mi... la señora Alien se suicidara?

—¿Usted no puede ayudarnos en este sentido?

—Desde luego que no.

—¿No se pelearon, ni hubo el menor desvío entre ustedes?

—En absoluto. Ha sido una gran sorpresa para mí.

—¿Quizá lo comprendiera mejor si le digo que no se suicidó... sino que fue asesinada?

—¿Asesinada? —los ojos de Carlos Laverton-West parecieron ir a saltársele de sus órbitas—. ¿Ha dicho usted asesinada?

—Exactamente. Ahora dígame, señor Laverton-West, ¿tiene alguna idea de quién pudo quitar de en medio a la señora Alien?

El interrogado casi rugió al responder:

—¡No... no... nada de eso! ¡La mera suposición es absurda!

—¿No le dijo nunca si tenía enemigos? ¿Alguien que tuviera algo contra ella?

—Nunca.

—¿Sabía usted que tenía una pistola?

—No tenía conocimiento de ello.

Pareció algo sorprendido.

—La señorita Plenderleith dice que la señora Alien la trajo del extranjero hace algunos años.

—¿De veras?

—Claro que sólo tenemos la palabra de la señorita Plenderleith. Es muy posible que la señora Alien se creyera en peligro y conservara la pistola por razones propias.

Carlos Laverton-West meneó la cabeza, al parecer muy sorprendido y extrañado.

—¿Qué opinión le merece la señorita Plenderleith, señor Laverton-West? Quiero decir, si la considera una persona sincera y de fiar.

El otro reflexionó unos instantes.

—Creo que sí..., sí... yo diría que sí.

—¿No le es simpática? —insinuó Japp, que le observaba de cerca.

—No es eso precisamente, pero no pertenece al tipo de mujer que yo admiro. Su sarcasmo e independencia no me resultan atractivos, pero yo diría que es una persona de absoluta confianza.

—¡Hum...! —gruñó Japp—. ¿Conoce usted al mayor Eustace?

—¿Eustace? ¿Eustace? Ah, sí, recuerdo ese nombre. Le vi una vez en casa de Bárbara... la señora Alien. En mi opinión es un sujeto bastante dudoso, y así se lo dije a mi... a la señora Alien. No pertenece al tipo de hombre que me hubiese gustado que frecuentara nuestra casa después de casados.

—¿Y qué dijo la señora Alien?

—¡Oh! Estuvo de acuerdo conmigo. Confiaba en mi buen juicio, y un hombre siempre conoce mejor a otro que cualquier mujer. Me explicó que no podía mostrarse descortés con una persona que no había visto desde hacía algún tiempo... creo que sentía un temor especial a parecer snob. Naturalmente que, al convertirse en mi esposa, hubiera encontrado a muchas de sus antiguas amistades digamos... inconvenientes.

—¿Quiere decir que al casarse con usted mejoraba de posición? —preguntó Japp con cierta brusquedad.

Laverton-West alzó una mano bien cuidada.

—No, no es precisamente eso. A decir verdad, la madre de la señora Alien es pariente lejana de mi familia. Era igual a mí por su nacimiento, pero claro, por mi situación tengo que escoger con sumo cuidado mis amistades... y mi esposa las suyas. En cierto modo, vivo de cara al público.

—Oh, desde luego —repuso Japp secamente antes de preguntar—: ¿Así que no puede ayudarnos?

—No. Estoy perplejo. ¡Bárbara asesinada! Es increíble... inaudito.

—Señor Laverton-West, ¿puede decirme cuáles fueron sus movimientos en la noche del cinco de noviembre?

—¿Mis movimientos?

Su voz sonó airada.

—Es sólo por pura fórmula —explicó Japp—. Tenemos... que interrogar a todo el mundo.

—Yo creí que un hombre de mi posición estaba exento —dijo Carlos Laverton-West con gran dignidad.

Japp limitóse a esperar.

—Estuve... veamos... Ah, sí. Estuve en la Cámara. Salí de allí a las diez y media y fui a dar un paseo por el malecón, contemplando los Fuegos artificiales.

—Resulta agradable pensar que hoy en día no hay complots de esta clase —dijo Japp en tono alegre.

Laverton-West le dirigió una mirada ausente.

—Luego... re... regresé a casa.

—¿A qué hora llegó a su casa? ¿Vive en la plaza Onslow...?

—No puedo precisarlo.

—¿A las once? ¿A las once y media?

—Aproximadamente.

—Quizás alguien le abrió la puerta.

—No, tengo mi llave.

—¿Se encontró con alguien durante su paseo?

—No... er... la verdad, inspector, ¡estas preguntas me ofenden en gran manera!

—Le aseguro que es sólo una fórmula rutinaria, Señor Laverton-West. No son personales, compréndalo.

—Si es eso todo...

—De momento, sí, señor Laverton-West.

—Téngame al corriente...

—Naturalmente. A propósito, permítame presentarle a Hércules Poirot. Es posible que haya oído hablar de él.

—Sí... sí; he oído ese nombre.

—Monsieur —dijo Poirot acentuando de pronto su acento extranjero— Créame usted, mi corazón sangra de dolor. ¡Una pérdida semejante! ¡La agonía que debe estar usted sufriendo! Ah, pero no digo más. ¡Qué bien ocultan los ingleses sus emociones! —sacó su pitillera—. ¡Permítame...! ¿Ah, está vacía, Japp?

El policía, palpando sus bolsillos, movió la cabeza.

Laverton-West sacó una pitillera, murmurando:

—Tome uno de los míos, señor Poirot.

—Gracias... gracias... —el hombrecillo tomó un cigarrillo.

—Como usted bien dice, señor Poirot —continuó el otro—, los ingleses no hacemos ostentación de nuestras emociones.

Y tras inclinarse ante los dos hombres salió de la estancia.

—Es un besugo —dijo Japp con disgusto—. ¡Y un mochuelo! La señorita Plenderleith tenía razón. No obstante, es bien parecido... podría llevarse bien con una mujer que careciera del sentido del humor. ¿Qué me dice de ese cigarrillo?

Poirot se lo alargó.

—Egipcio, y de los más caros.

—No nos sirve, y es una lástima, porque nunca he oído una coartada más débil. De hecho, no es una coartada... Es una pena que no fuese al revés. Si ella le hubiera hecho víctima de sus chantajes... Es un tipo a propósito..., pagaría como un corderito. Cualquier cosa con tal de evitar el escándalo.

—Querido amigo, es muy bonito reconstruir el caso según le gustaría que hubiese ocurrido, pero eso no es cosa nuestra.

—No; Eustace sí lo es. Tengo algunos datos suyos. Definitivamente es un sujeto desagradable.

—A propósito. ¿Hizo usted lo que sugerí acerca de la señorita Plenderleith?

—Sí. Aguarde un segundo. Llamaré para enterarme.

Y cogiendo el teléfono estuvo hablando unos minutos. Al cabo lo dejó y volvióse para mirar a Poirot.

—Parece que tiene un corazón a prueba de bomba. Se ha ido a jugar al golf. No es una cosa muy apropiada cuando su amiga íntima acaba de ser asesinada el día anterior.

Poirot lanzó una exclamación.

—¿Qué le ocurre ahora? —preguntó Japp.

Pero Poirot musitaba para sí:

—Claro... claro... naturalmente... qué tonto soy..., ¡pero si salta a la vista!

Japp le dijo con brusquedad:

—Deje de hablar solo y vámonos a ver a Eustace.

Y le sorprendió ver la radiante sonrisa que iluminó el rostro de Poirot.

—¡Pues sí... vamos a hablar con él! Porque ahora lo sé todo..., ¡pero todo!

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