Capítulo III

De todas formas vale la pena probarlo, Charles. Media hora más tarde, los dos hombres se hallaban en el despacho de lord Mayfield, y sir George había empleado todas sus dotes de persuasión para inducir a su amigo a adoptar cierta regla de conducta.

Lord Mayfield se había negado al principio, pero cada vez se mostraba menos reacio a la idea.

Sir George decía:

—No seas tan testarudo. Charles.

Lord Mayfield dijo despacio:

—¿Por qué mezclar en esto a un extranjero del que nada sabemos? —Pero da la casualidad de que yo sí sé muchas cosas de él. Es una maravilla.

—¡Hum!

—Escúchame, Charles. ¡Es una oportunidad única! En este asunto lo esencial es la discreción. Si trasciende...

—¡Cuando trascienda, querrás decir!

—No es necesario. Este hombre. Hércules Poirot...

—Supongo que vendrá aquí y encontrará los planos como el prestidigitador saca los conejos de su sombrero.

—Descubrirá la verdad. Y la verdad es lo que nosotros queremos. Escucha, Charles, yo asumo toda la responsabilidad.

—¡Oh, bueno!, haz lo que quieras —dijo lord Mayfield— pero no veo lo que puede hacer ese individuo.

Sir George hizo ademán de coger el teléfono.

—Voy a llamarle... ahora mismo.

—Estará durmiendo.

—Puede levantarse. Déjate de tonterías, Charles; no puedes permitir que esa mujer se salga con la suya.

—¿Te refieres a mistress Vanderlyn?

—Sí. ¿No dudarás que ella es la culpable?

—No. Se ha vengado de mí. No me importa admitir que esa mujer ha sido más lista que nosotros, George. Es muy desagradable, pero es cierto. No podemos probar nada contra ella, y no obstante, los dos sabemos que ella es la pieza principal en este asunto.

—Las mujeres son el mismo diablo —dijo Carrington con calor.

—¡No podemos acusarla en absoluto, maldita sea! Podemos suponer que ella preparó la escena de la muchacha gritando en la escalera, y que el hombre que se escurrió furtivamente era su cómplice, pero lo malo es que no podemos probarlo.

—Tal vez pueda Hércules Poirot.

De pronto lord Mayfield se echó a reír.

—Por Dios, George, creí que eras demasiado patriota para confiar en un francés, por inteligente que sea.

—No es francés, sino belga —dijo sir George algo avergonzado.

—Bien, que venga tu amigo belga. Que ponga a prueba su inteligencia en este asunto. Apuesto a que no consigue averiguar nada.

Sin contestarle, sir George alargó el brazo para descolgar el teléfono.

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