Capítulo 10

Ya casi eran las tres y estaba muerta de cansancio. Había estado en pie desde las dos de la madrugada y sólo había podido dormir un poco al amanecer, hasta que me despertó el telefonazo de la señora Ochsner. No estaba como para volver al despacho otra vez, así que me fui a casa y me puse la ropa de correr. Empleo la palabra casa en el sentido más general. En realidad vivo en un garaje monoplaza reconvertido, un espacio de poco más de cuatro metros cuadrados que hace de sala de estar, dormitorio, cocina, cuarto de baño, armario y lavadero. Siempre me ha gustado vivir en lugares reducidos. De niña, poco después de que fallecieran mis padres, me pasaba horas encerrada en una caja de cartón llena de cojines, que yo fingía era un barco rumbo a tierras desconocidas. No hace falta recurrir a un psicoanalista para interpretar estos viajes, pero ahora de adulta sigo dominada por la misma tendencia, que se manifiesta de múltiples formas. Conduzco coches pequeños y me siento atraída por «pequeñeces» de toda índole, así que el lugar donde vivo encaja en mis preferencias. Por doscientos dólares al mes tengo todo lo que necesito, incluido un amable casero octogenario que se llama Henry Pitts.

Al salir miré por su ventana trasera y lo vi en la cocina preparando masa. Es un antiguo panadero que complementa la pensión que recibe fabricando pan y dulces que vende o cambia en los comercios de la vecindad. Golpeé el vidrio con los nudillos y me hizo señas para que entrara. Me gusta pensar que Henry es un «fenómeno» octogenario; es alto, esbelto, con pelo blanco muy corto y ojos de un azul hierba doncella y llenos de curiosidad. La edad lo ha concentrado y convertido en una síntesis de virilidad, humanidad, prudencia e ironía. No digo con ello que los años le hayan rodeado de espiritualidad, ni que le hayan dado una sabiduría, una clarividencia, una profundidad o una complejidad especiales; no caigamos en exageraciones. Ya era un sujeto listo desde un principio y la edad no ha mermado sus facultades ni un ápice. A pesar de que nos llevamos cincuenta años, no se comporta conmigo como un patriarca ni yo me comporto con él (creo) como una novicia. Nos limitamos a observarnos desde la barrera temporal que nos separa con un vivo y considerable interés sexual que ninguno de los dos soñaría con llevar a la práctica.

Aquella tarde Henry llevaba un trapo rojo alrededor de la cabeza, al estilo de los piratas, tenía los morenos antebrazos cubiertos de harina y revolvía y prensaba la masa con dedos ágiles y delgados como los de un mono. Utilizaba un trozo de cañería a modo de rodillo y se detenía de vez en cuando para espolvorearlo de harina y formar un rectángulo con la masa.

Me encaramé en un taburete de madera y volví a atarme los zapatos.

– ¿Preparando brazos de gitano?

Asintió.

– Un vecino me ha encargado unos pasteles para no sé qué celebración. Y tú, ¿qué haces estos días, aparte de correr?

Le conté brevemente mi búsqueda de Elaine Boldt mientras él superponía capas de masa, las envolvía y las metía otra vez en el frigorífico. Cuando llegué al episodio de Marty Grice vi que enarcaba las cejas.

– Mantente al margen. Sigue mi consejo y deja que lo resuelva la policía. Sólo un tonto se metería en una historia así.

– Pero, ¿y si vio a la persona que mató a Marty? ¿Y si fue éste el motivo de su fuga?

– Ya se presentará a declarar. No es asunto tuyo. Si el teniente Dolan te coge metiendo la nariz en este embrollo, te caerá una buena.

– Es verdad -admití a regañadientes-. Pero ya no puedo echarme atrás. Estoy a punto de agotar las posibilidades.

– ¿Y quién dice que haya desaparecido? ¿Qué te hace pensar que no está en la playa de Sarasota dándole a la ginebra con tónica?

– Lo sabría alguien. En realidad no sé si trama algo o está en apuros, pero hasta que aparezca voy a recorrer el bosque golpeando cacerolas para ver qué caza levanto.

– Eso es perder el tiempo -dijo-. Acabarás pisándote la cola.

– Puede que sí, pero algo tengo que hacer.

Me lanzó una mirada de escepticismo. Abrió un paquete de azúcar y calculó cierta cantidad.

– Te hace falta un perro.

– No, creo que no. Además, ¿qué tiene que ver con el caso? Los perros me caen gordos.

– Necesitas protección. No te habría ocurrido lo de la playa si hubieras tenido un Doberman.

Otra vez aquello. Señor, incluso mi reciente encuentro con la muerte había tenido lugar en un cubo de basura…, un espacio reducido y acogedor, y yo dentro, sollozando como una niña.

– Hoy he estado dándole vueltas y ¿sabes lo que pienso? Que todo ese rollo de educar y adaptar a las mujeres es caca de vaca. Los hombres nos responsabilizan de la compra y por tanto tienen derecho a meternos en cintura. Pues si alguien me amenazara hoy, volvería a hacerlo, sólo que esta vez no creo que titubeara.

Por lo visto no le impresioné mucho.

– Lamento que digas eso. Ojalá no hayas comenzado una nueva moda.

– No estaría mal. Estoy harta de sentirme indefensa y asustada -dije.

Hinchó las mejillas y me pedorreó con la boca mientras me miraba con expresión de aburrimiento. «Mucho hablar, mucho hablar, -decía dicha expresión-, pero a mí no me engañas.» Cascó un huevo en el borde de la mesa, lo abrió con una sola mano encima de una taza y dejó que la clara le escurriera por los dedos. Puso la yema en un plato hondo, cogió otro huevo y repitió la operación con los ojos fijos en mí.

– Puedes decir lo que te dé la gana. Nadie te niega ese derecho. Pero déjate de retóricas. No sirven para nada. Matar es matar y sería mejor que meditases a propósito de lo que hiciste.

– Lo sé -dije, ya con menos bríos. Me turbaba su forma de mirarme y su tono de voz no me entusiasmaba precisamente-. Tal vez no haya abordado el problema en serio, pero no quiero volver a jugar el papel de víctima. Estoy hasta el moño.

Sujetó el plato hondo con un brazo, como si fuera un niño, y batió los huevos con destreza. A mí se me derrama siempre cuando lo hago.

– ¿Cuándo has jugado tú el papel de víctima? -dijo-. No tienes por qué excusarte ante mí. Hiciste lo que hiciste. Procura no convertirlo en principio filosófico porque no es verdad. No es lo mismo que tomar una decisión racional después de considerar los hechos durante meses. Mataste a un hombre movida por un impulso momentáneo. Ni es una plataforma para emprender una campaña política ni un punto crítico en tu vida intelectual.

Le sonreí indecisa.

– Aún soy una buena persona, ¿verdad?

No me gustaba ponerme meditabunda. Yo quería demostrarle que era una persona adulta que sabía enfrentarse a la verdad. Ni siquiera había sabido que me sentía tan insegura hasta que me lo había oído decir a mí misma.

No me devolvió la sonrisa. Se quedó mirándome con fijeza durante un rato y volvió a concentrarse en los huevos.

– Lo que te ocurrió no cambia las cosas, Kinsey, pero tienes que andar por buen camino. Le volaste los sesos a un individuo, este es un hecho que no puedes hacer que desaparezca. Y no trates de convertirlo en una postura intelectual.

– No te preocupes -dije con inquietud.

Durante un segundo volví a ver la cara que escrutaba el interior del cubo de basura un momento antes de que yo apretase el gatillo. En virtud de una curiosa distorsión, habría jurado que veía el primer proyectil en el momento de tensarle la piel, como si fuera de goma, antes de perforarla. Ahuyenté la imagen y descendí a la realidad.

– Quiero correr -dije con nerviosismo creciente.

Salí de la cocina sin mirar atrás, aunque no se me escapaba el significado de la expresión que se había dibujado en la cara de Henry. Cautela, tristeza y dolor.

Una vez fuera, tuve que ahuyentar nuevamente la imagen, que retrocedió hasta quedar encerrada en su celdilla particular. Apreté a correr y me concentré en los cuádriceps. No corro a tanta velocidad ni tanta distancia como para necesitar mucho calentamiento. Sé que otros corredores no estarán de acuerdo, y hablarán de lesiones debidas a una preparación insuficiente antes de la carrera, pero ya encuentro bastante repugnante el ejercicio por sí solo para que encima haya que añadirle flexiones y contorsiones previas. Lo intenté al principio; me tendía de espaldas en la hierba, como Dios manda, y estiraba una pierna, y flexionaba la otra hacia la cintura, girándola como si se me hubiera roto la cadera. Después no había forma de levantarse sin caer de bruces una y otra vez, igual que un saco de patatas, y al final me dije que para conservar la dignidad valía la pena arriesgarse a tener algún esguince. Sea como fuere, nunca he sufrido lesiones al correr. Tampoco he sentido ninguna emoción especial. Aún espero la cacareada «euforia» que por lo visto experimentan todos menos yo. Me dirigí al paseo a paso rápido y con la mente en blanco.

Por lo general corro cinco kilómetros y suelo seguir el carril para bicicletas que bordea la playa. El camino está jalonado por extrañas imágenes que busco con la mirada mientras cuento los cuartos de kilómetro. El rastro de un pájaro improbable, las marcas de un neumático ancho que cruzan el asfalto y se pierden en la arena. En la playa suele haber vagabundos; unos acampan allí de manera permanente, otros están de paso; sus sacos de dormir, alineados bajo las altas palmeras, parecen larvas verdes de tamaño gigantesco, pellejos desprendidos de animales que sufrieran conmociones nocturnas.

El aire era denso y frío aquella tarde y el océano parecía inmóvil. La núbea techumbre comenzaba a resquebrajarse, aunque los jirones de cielo que asomaban eran de un azul descolorido y el sol no se veía por ninguna parte. Una motora corría en sentido paralelo al perímetro de la playa y la estela que dejaba era como una turbulenta cinta de plata que se retorcía sobre sí. Tierra adentro, las montañas eran de color verde oscuro. Su vegetación subalpina, desde donde yo estaba, parecía una colcha de ante salpicada de rocas desnudas que despuntaban en la cima como si el manto de felpa se hubiese gastado por el uso.

Di la vuelta en East Beach, recorrí los dos kilómetros y medio que me faltaban, y para refrescarme fui andando por la acera de mi manzana hasta llegar a casa. Me entusiasman las sesiones de refresco. Me duché, me vestí, me metí en el coche y me dirigí al despacho que Pam Sharkey tiene en Chapel.

Pam era la agente que había contratado las pólizas de Leonard Grice y que quería investigar el asunto antes de archivarlo. Me fío de Vera, pero no me gusta basarme en la palabra de los demás. Podía darse el caso de que Grice se hubiese hecho un reaseguro cuantioso en otra compañía. ¿Cómo podía enterarme?

El edificio Valdez se encuentra en el cruce de Chapel y Feria. Esta última palabra es española; lo sé porque lo he consultado. Últimamente he pensado que debería seguir un curso de español, pero aún no me he decidido. Sé decir taco y gracias, pero no doy ni una con los verbos.

El Valdez es típico de la arquitectura de esta ciudad: dos pisos de paredes blancas, techumbre de tejas rojas, arcos grandes y ventanas con reja de hierro. Se ven toldos azul celeste y el paisaje es una sucesión de cuadros perfectos de césped. Las palmeras adornan el jardín y hay una fuente coronada por un niño desnudo que practica no sé qué crueldad con un pez.

El despacho de Pam Sharkey está en la planta baja, en un laberinto de cubículos idéntico al que había visto en La Fidelidad de California. Nada arquitectónicamente innovador en el mundo actual de los seguros. Tiene que ser como trabajar en una yuxtaposición de cuartos infantiles para jugar. La compañía para la que Pam trabaja, Lambeth and Creek, es una empresa independiente que contrata pólizas para otras compañías, entre ellas La Fidelidad de California.

Sólo había hablado con Pam una vez, mientras andaba tras la pista de un marido errante. La esposa, es decir, mi cliente, estaba tramitando el divorcio y quería pruebas de las infidelidades del marido para utilizarlas durante las negociaciones del acuerdo. Pam se había sentido ofendida, no porque yo hubiera descubierto que estaba liada con el marido, sino porque había descubierto que él estaba liado con dos mujeres más. Nada de esto había salido a la luz durante el juicio, pero su nombre aparecía en un lugar destacado de mi informe. No me había perdonado nunca que supiera demasiado. Santa Teresa es una ciudad reducida y nuestros caminos se cruzan con frecuencia. Mantenemos el trato, pero la cortesía está limitada por su rencor y mis burlas furtivas.

Pam es pequeña, la mala leche en miniatura. Es la única mujer que conozco que se añade diez años para que todos le digan que parece mucho más joven. Desde este punto de vista, jura que tiene treinta y ocho años. Tiene la cara pequeña y la piel oscura, y se pone colorete de distintos matices en un intento infructuoso de sombrearse las mejillas a distintos niveles. Yo solía suministrarle información. Por ejemplo, que no hay forma de ocultar las ojeras por muy hábil que sea el maquillaje. Hay múltiples ángulos desde los que cualquier persona con ojos en la cara las vería, no de color gris, pero sí de un blanco mortuorio. Es imposible dar el pego. ¿Por qué no acentuarlas en tal caso para obtener por lo menos un aire exótico y mundano, como el de Anna Magnani, o el de Jeanne Moreau, o el de Simone Signoret? Además, en los últimos tiempos le había dado por hacerse el mismo tipo de permanente, que según creo se llama estilo «dormitorio» y que había convertido su cabello castaño en una masa rizada y de aspecto despeinado. Aquella tarde se había acicalado con un pequeño conjunto de aire cinegético: chaqueta de amazona, pantalón corto marrón, medias de color rosa y zapatos de hebilla y tacón bajo. Las únicas cacerías en que tomaba parte las practicaba en los bares de ligue, donde monteaba piezas de una sola noche como si la temporada estuviera acabando y su permiso a punto de caducar.

Pero hagamos un alto en la descripción. Sé que soy injusta. Pam me desagrada tanto como yo a ella. Cada vez que la veo me siento vulgar y mezquina, y no es mi forma favorita de sentirme. Tal vez ella me evite por la misma razón.

Su cubículo está cerca de la entrada: un símbolo de su posición, quizá. Nada más verme se puso a trastear con expedientes y documentos. Cuando conseguí llegar hasta su mesa ya estaba hablando por teléfono. Sin duda hablaba con un hombre porque se comportaba con coquetería. Mientras le daba a la lengua se toqueteaba por todas partes, se enroscaba un rizo en un dedo, se sobaba un pendiente, se rozaba la solapa de la chaqueta. Del cuello le colgaban varios collares dorados y también éstos recibieron su ración. De vez en cuando se frotaba la barbilla con el extremo de un collar y emitía una risa desenfadada y vibrante que sin duda ensayaba a última hora de la noche. Se fijó en mí, fingió sorpresa y me enseñó la palma de la mano para indicarme que tendría que esperar.

Me dio la espalda en la silla giratoria y finiquitó la charla telefónica con un murmullo íntimo. En la mesa, encima de un montón de expedientes, vi un ejemplar de Cosmo en cuya portada se prometían artículos sobre el punto G, la cirugía de los pechos y el estupro social.

Pam colgó por fin y se dio la vuelta mientras la animación desaparecía de su cara. Representar ante mí el numerito era perder el tiempo.

– ¿En qué puedo ayudarte, Kinsey?

– Tengo entendido que suscribiste un par de pólizas a nombre de Leonard y Marty Grice.

– Y es verdad.

Esbocé una sonrisa.

– ¿Podrías decirme en qué situación legal se encuentra actualmente el papeleo?

Interrumpió la comunicación visual y efectuó otra revisión digital de su periferia: pendiente, pelo, solapa. Colgó el índice de una de las cadenitas de oro que llevaba al cuello y se puso a recorrer los eslabones hasta que empezó a preocuparme la posibilidad de que se desollara la piel. Ella quería decirme que Leonard Grice no era asunto mío, pero sabía que yo trabajaba de vez en cuando para La Fidelidad de California.

– ¿Cuál es el problema?

– No hay ningún problema -dije-. Vera Lipton tiene dudas sobre la indemnización del incendio y yo necesito saber si había algún otro seguro en vigor.

– Un momento, un momento. Leonard Grice es un hombre muy sensible y estos seis meses han sido un calvario para él. Si La Fidelidad de California quiere crear problemas, lo mejor es que Vera trate directamente conmigo.

– ¿Quién habla de problemas? Mientras no se adjunten las pruebas concernientes a los daños materiales, Vera no puede pagar la indemnización.

– Eso está más claro que el agua, Kinsey -dijo-. Lo que no entiendo es qué tiene que ver contigo.

Noté que me empezaba a subir la sonrisa como un cazo de leche al fuego. Me adelanté, apoyé la palma izquierda en la mesa y el puño derecho en la cadera. Me dije que había llegado el momento de aclarar nuestra relación.

– No es que sea asunto tuyo, Pam, pero estoy metida en una investigación de órdago que guarda relación con este caso. Nadie te obliga a cooperar, pero estoy a punto de dar media vuelta para entregar una orden judicial al director de estas oficinas y alguien te echará encima algo así como una tonelada de ladrillos por el embrollo que se organizará. Y ahora, ¿quieres que sigamos hablando del asunto o no?

Por debajo del maquillaje comenzaron a aparecerle manchas de color de bronce.

– No creas que me intimidas -dijo.

– No lo creo. En absoluto. -Tras lo que cerré la boca y dejé que asimilase la amenaza. Me pareció que causaba un efecto extraordinario.

Cogió un montón de papeles y los ordenó golpeándolos de canto contra la mesa.

– Leonard Grice suscribió un seguro de vida y otro contra incendios. Recibió dos mil quinientos dólares por el primero y percibirá otros veinticinco mil por los daños que sufrió la casa. El interior no estaba asegurado.

– ¿Solamente veinticinco mil por la casa? Yo creí que valía más de cien billetes. Con esa cantidad no tendrá suficiente para repararla, ¿verdad?

– Cuando la compró en 1962, valía veinticinco mil dólares y por esta cantidad la aseguró. No amplió la cobertura de riesgos ni se ha hecho otro seguro. Creo personalmente que la casa ya no tiene solución. Es una ruina total y pienso que es esto lo que ha destrozado a su propietario.

Una vez obtenida la información que necesitaba, me sentí culpable por las fanfarronadas que le había soltado.

– Gracias. Me has sido de muchísima ayuda -dije-. Por cierto… Vera quería que te preguntara si tenías ganas de conocer a un ingeniero aeroespacial, con pasta y sin compromiso.

Cruzó por su cara una extraordinaria expresión de incertidumbre en la que había de todo: suspicacia, ganas de sexo, avaricia. ¿Le estaba poniendo en bandeja un pastel de los buenos o una mierda seca? Sabía lo que estaba pensando. En el mercado de Santa Teresa, un soltero dura como mucho diez días antes de que lo atrapen. Me lanzó una mirada de preocupación.

– ¿Tiene algún defecto? ¿Por qué no lo pruebas tú antes?

– Acabo de terminar una historia -dije-. Estoy de baja. -Y era verdad.

– Llamaré a Vera, si acaso -murmuró.

– Estupendo. Gracias por la información otra vez -dije, y mientras me alejaba de su mesa le hice un gesto de despedida con la mano.

Si me acompañaba la suerte de costumbre, Pam se enamoraría del tipo y me pediría que fuese su dama de honor. Y yo tendría que ponerme uno de esos ridículos vestidos con las caderas llenas de volantes. Cuando me volví a mirarla me pareció que había encogido y sentí remordimientos. No era tan mala persona.

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