Capítulo 23

Como siempre, hice un rápido recorrido por la casa mientras Tillie llamaba a la policía. Le había dicho que no mencionara mi nombre porque no quería interrumpir el trabajo para sufrir otro de los dichosos exámenes del profesor Dolan. Ya tenía bastantes problemas con La Fidelidad de California para, encima, tener que soportar al teniente Dolan. El piso olía tan mal que no creí que Tillie tuviera dificultades a la hora de explicar por qué había subido a meter la nariz. No hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir que Pat Usher había estado viviendo en aquel piso. No había hecho nada por ocultar su presencia. La prenda de gasa con que la había visto en Boca Ratón la había arrojado de cualquier manera sobre la cama deshecha de Elaine. Por lo visto había metido mano a todo lo que le había dado la gana, comida, ropa, cosméticos. Había platos sucios por doquier, ceniceros llenos hasta el borde y la basura sobresalía de la bolsa de papel marrón de borde impecablemente doblado. Los especialistas en huellas se lo iban a pasar en grande en aquel piso, pero lo que a mí me interesaba era el estudio. Se habían abierto todos los cajones, el contenido se había esparcido con violencia, vi carpetas rasgadas por la mitad. Parecía fruto de la furia e impaciencia habituales de Pat Usher. Me pregunté qué habría estado buscando y si lo había encontrado. No toqué nada. Habían transcurrido cinco minutos desde que Tillie bajara a su piso y me dije que ya era hora de ahuecar. No quería estar en el barrio cuando llegaran las lecheras desgañitándose.

Me detuve en el vestíbulo y eché un vistazo a Wim. Estaba boca abajo, con la mano entre el suelo y la mejilla, como si durmiera la siesta. La carne se le había hinchado, la piel estaba amoratada y el agujero del balazo era tan redondo y perfecto como el ojal de un zapato. El arma utilizada era probablemente del calibre 22, no causaba la muerte por regla general, pero, si el proyectil alcanzaba un cráneo humano, sufría una desviación capaz de convertir los sesos en tortilla en un abrir y cerrar de ojos. Pobre Wim. Ignoraba por qué le habría matado aquella mujer. Ya no me cabía la menor duda de que se trataba de Pat. ¿Había matado también a Marty Grice? La autopsia no había descubierto heridas de bala, sólo impactos reiterados de un objeto contundente sin identificar. ¿Qué objeto era éste? ¿Y dónde estaba?

Bajé en el ascensor y salí del edificio sin despedirme de Tillie. Abrí el coche, entré y entonces me apercibí del crujido que producían los papeles que llevaba en el bolsillo del tejano. Cogí las facturas que me había dado Tillie y lancé un «aaaaah» involuntario. Acababa de comprender lo que posiblemente había buscado Pat Usher en el piso de arriba. El pasaporte de Elaine. Lo había encontrado al inspeccionar aquel piso por segunda vez y me lo había guardado en el bolsillo trasero del pantalón. No recordaba haberlo llevado al despacho, o sea que tenía que estar en mi casa. ¿Por eso había forzado Pat la entrada de mi casa? ¿Para buscarlo? Si lo había encontrado, lo más probable es que estuviera ya en cualquier avión, rumbo a lo desconocido. Por otra parte, Leonard no había cobrado aún el dinero del seguro, por lo que cabía la posibilidad de que los dos estuvieran en la ciudad todavía.

Puse en marcha el vehículo y arranqué, decidida a abandonar el vecindario antes de que llegase la policía. Me puse a pensar intensamente. Pat y Leonard habían tenido que eliminar a Marty primero, luego se habían encargado de Elaine Boldt, tal vez porque ésta había imaginado lo que pasaba. En cualquier caso, la situación tuvo que abrir una posibilidad totalmente nueva. Habían accedido a las propiedades de Elaine y a todas sus cuentas bancarias, y se habían dedicado a saquearle el crédito mientras Leonard esperaba los seis meses que se necesitaban para liquidar los bienes de Marty. Probablemente no ascenderían a mucho, pero sumados al capital de Elaine Boldt producirían unos beneficios nada despreciables. Cuando Leonard fuese el único propietario del inmueble de Vía Madrina, lo podría vender por ciento quince mil. El solar valía más sin la casa, probablemente. En el ínterin le había bastado con hacerse el viudo desconsolado y fingir desinterés por los trámites. Así, no sólo se ganaba simpatías sino que además desviaba la atención de sus verdaderas motivaciones, que habían sido económicas desde el principio. El plan habría podido ir sobre ruedas, pero de pronto se había presentado Beverly Danziger en busca de una firma rutinaria para un documento de menor cuantía. La versión de Pat relativa a que Elaine se había marchado a Sarasota para estar con unos amigos no resistía ni el análisis más superficial por la sencilla razón de que no se podía constatar realmente el paradero de Elaine. Pero ¿cómo iba yo a demostrar todo esto? No hacía más que formular hipótesis, cometiendo errores circunstanciales sin duda, pero aun en el caso de tener la verdad en la palma de la mano, no podía ir a la policía sin contar con pruebas concretas.

Leonard, mientras tanto, me había cortado el paso poniéndome en jaque, por lo menos en lo que afectaba a la compañía de seguros. Ya no me atrevía a interrogarle otra vez y sabía que en lo sucesivo tendría que tener cuidado con las preguntas e indagaciones que hiciera. Cualquier pista que siguiese iba a considerarse ofensiva o difamatoria desde su punto de vista. ¿En qué ratonera me había metido? Porque o Leonard Grice y Pat Usher detenían en seco mis investigaciones, o el plan entero les estallaría en la cara.

Me detuve en el almacén para comprar un vidrio para la ventana y volví a mi domicilio. Tenía que encontrar el pasaporte de Elaine. Miré en las bolsas de la basura, detrás de los cojines del sofá, debajo de los muebles y en todos los rincones donde solía dejar la quincalla. No recordaba haberlo archivado ni se me había ocurrido esconderlo. Sabía que no lo había tirado, lo que significaba que tenía que estar en algún sitio. Me puse en el centro de la casa y giré trescientos sesenta grados sobre mi propio eje para supervisar todos los rincones: el escritorio, el anaquel de los libros, la mesita de servicio, el pequeño mostrador que aísla la cocina.

Fui al coche y miré en la guantera, en la cartera de los planos y mapas, debajo y detrás de los asientos, en el parasol, en el maletín, en los bolsillos de la cazadora. Mierda. Volví dentro y me puse a inspeccionar todo otra vez. ¿Dónde lo habría puesto? Tenía que estar en el despacho. Resolví probar allí después de que La Fidelidad de California cerrase y Andy Montycka se hubiese ido a casa. ¿Qué le habrían contado a éste, joder? Estaba ya que me subía por las paredes y sólo deseaba terminar antes de que se pusiera nervioso y pagara la indemnización.

Miré la hora. Pasaba un poco de la una y había quedado a las cuatro con la cerrajera. Me senté a la mesa y saqué el expediente de Elaine Boldt. Tal vez hubiera algo allí que había pasado por alto. Preparé el cebo y empecé a echar el anzuelo al azar. Había repasado aquellas notas un centenar de veces y no podía creer que saliera a la superficie nada nuevo. Volví al principio y leí todos los informes que obraban en mi poder. Clavé todas las tarjetas de fichero en el tablón de anuncios, primero por orden, luego de cualquier manera, para ver si se ponía de manifiesto alguna incongruencia. Releí todo el material de Homicidios que Jonah me había fotocopiado y miré con lupa las fotos tomadas en el escenario del crimen hasta que me supe de memoria todos los pormenores. ¿Cómo habían matado a Marty Grice? Cualquier objeto podía ser un «objeto contundente».

Había muchas cosas que me molestaban, preguntas menores que me zumbaban en el fondo del cerebro igual que una nube de mosquitos. Había empezado a creer que si Elaine estaba muerta, la habían matado al principio de todo. No tenía pruebas aún, pero sospechaba que Pat se había hecho pasar por Elaine y había representado la farsa del viaje a Florida como un ejercicio de prestidigitación, para dejar una pista falsa que hiciera creer que Elaine seguía con vida y con buena salud y que se marchaba de la ciudad, cuando en realidad ya estaba muerta. Pero si la habían matado en Santa Teresa, ¿dónde estaba el cadáver? Esconder un cadáver no es moco de pavo. Arrojadlo al mar y se hinchará y saldrá a flote. Si lo escondéis en el monte, seguro que lo encuentra cualquier practicante de footing a las seis de la mañana. ¿Qué otra cosa puede hacerse? Enterrarlo. A lo mejor estaba escondido en el sótano de los Grice. Me acordé del suelo de aquel lugar -cemento resquebrajado y tierra apisonada- y me dije: ajá, por eso no quiso Leonard que bajara el equipo de limpieza y recuperación. La primera vez que había inspeccionado la casa de los Grice me había contentado con reconocer que había tenido suerte, pero incluso entonces me había parecido excesiva para ser verdad. Puede que Leonard no quisiera que los albañiles picaran en aquellas profundidades.

También Pat Usher me producía comezón. Jonah no había podido hacer averiguaciones sobre ella en los archivos centrales de la Dirección General de Policía porque el ordenador se había desconectado. Y ahora se encontraba en Idaho, aunque a lo mejor conseguía que Spillman me hiciese la consulta, a ver qué salía. Estaba convencida de que Pat Usher era un nombre falso, pero podía aparecer como alias, en el caso de que tuviese ficha, cosa bastante improbable a estas alturas. Cogí un cuaderno de papel timbrado y escribí algunas notas. Tal vez, con un pequeño rastreo retrospectivo y sensato acababa averiguando quién era y cómo se había relacionado con Leonard Grice.

Repasé las facturas de Elaine que me había dado Tillie y fui descartando el correo comercial. Vi una cartilla de visitas de un dentista del barrio y la aparté. Elaine Boldt no conducía, y sabía que utilizaba los servicios de los establecimientos a los que podía ir andando desde su casa. Me acordé de que en el primer fajo de facturas que había visto había una del mismo dentista. John Pickett, doctor en odontología. ¿En qué otro sitio había visto yo aquel nombre? Repasé los papeles procedentes de Homicidios al tiempo que recorría las páginas con los ojos. Ajá. No me extrañó que el nombre me hubiera llamado la atención. Era el dentista que había aportado la radiografía de la boca con la que se había podido identificar a Marty Grice. Sonó un golpe en la puerta y alcé los ojos con sobresalto. Eran ya las cuatro de la tarde.

Pegué el ojo a la mirilla y abrí. La cerrajera era joven, tendría veintidós años quizá. Me dedicó una sonrisa que le puso al descubierto una preciosa dentadura inmaculada.

– Ah, hola -dijo-. Soy Becky. Es aquí, ¿no? Llamé a la puerta principal y un viejo me dijo que probablemente eras tú a quien buscaba.

– Sí, es aquí -dije-. Pasa.

Era más alta que yo, y muy delgada, llevaba desnudos los largos brazos y los téjanos azules le colgaban de las caderas estrechas. Alrededor de la cintura llevaba una cincha de carpintero de la que el martillo le colgaba igual que un revólver con funda. Llevaba muy corto el pelo rubio y un flequillo rebelde le cruzaba la frente con aire infantil. Pecas, ojos azules, pestañas claras, nada de maquillaje y desgarbada como una adolescente. Tenía el aspecto sano y envidiable de una gimnasta y olía a jabón Ivory. Eché a andar hacia el cuarto de baño.

– La ventana está aquí dentro. Quiero que me pongas un marco muy resistente, que no se pueda romper.

Cuando vio el agujero del vidrio le chispearon los ojos.

– No está mal, oye. Un trabajo fino, te lo digo yo. ¿Quieres que también cambie el pestillo de las demás ventanas o sólo el de ésta?

– Quiero pestillos y cerraduras nuevas en todas partes, incluso en la mesa. ¿Podrás dejar aquí el que hay?

– Desde luego. Puedo hacer lo que quieras. Si ya has comprado el vidrio, yo te lo pondré. Me encantan estas cosas.

La dejé instalando el nuevo marco de metal. Me puse a recoger la ropa sucia desperdigada por la sala. No hay como la mirada indiferente de un extraño para darse cuenta del estado del propio entorno. Metí dos toallas playeras, la parte superior de un chándal y un vestido estival de algodón encima de las prendas que ya había en la lavadora. Suelo utilizarla como cesta de la ropa sucia porque ando muy mal de espacio. Eché una taza de detergente. Giré el mando para poner el programa corto, el de la ropa que no hay que planchar, y ya iba a cerrar la tapa cuando vi el pasaporte de Elaine sobresaliendo del bolsillo trasero de unos téjanos azules. Creo que di un grito de sorpresa porque Becky asomó la cabeza por la puerta del cuarto de baño.

– ¿Me llamabas?

– No, no es nada. Es que acabo de encontrar algo que andaba buscando.

– Ah. Estupendo, me alegro por ti.

Volvió a la faena. Guardé el pasaporte en el fondo del último cajón del escritorio y lo cerré con llave. Menos mal que tengo el pasaporte, me dije. Menos mal que ha aparecido. Era como un talismán, como un buen presagio. Llena de animación, pensé que podía pasar a máquina las últimas notas que había tomado, cogí la máquina portátil y puse manos a la obra. Desde allí oía a Becky trastear en la ventana y al cabo de un rato volvió a asomar la cabeza.

– Oye, Kinsey, esto ya está montado. ¿Quieres que lo ponga?

– Sí, por supuesto que sí -dije-. Si consigues que la ventana quede como nueva, te encargaré un par de cosas más.

– Marchando -dijo y volvió a desaparecer.

Oí el chirrido del marco de la ventana cuando Becky lo arrancaba. Daba grima tanta energía y entusiasmo. Me pareció oír que algo se rompía.

– No te preocupes por el ruido -dijo en voz alta-. Se lo vi hacer una vez a mi padre y es lo mejor.

Momentos más tarde cruzaba la estancia de puntillas y con un dedo en los labios.

– Siento molestarte, pero tengo que ir a la furgoneta para coger material. Tú sigue con lo tuyo. -Me lo había dicho con un murmullo gutural, como si al hablar en voz baja me hubiera interrumpido menos.

Alcé los ojos al cielo y seguí tecleando. Tres minutos más tarde llamaba a la puerta. Tuve que levantarme para hacerla pasar. Se excusó otra vez con un par de monosílabos y desapareció en el cuarto de baño. Empecé a redactar una carta a Julia para poner al día nuestras cuentas. Becky daba martillazos expertos en el cuarto de baño. Al cabo de unos minutos apareció de nuevo.

– Ya está. ¿Quieres verlo?

– Un momento -dije. Terminé de poner la dirección en el sobre, me levanté y me dirigí al cuarto de baño. Me pregunté si tener un niño en casa sería como aquello. Ruido, interrupciones, constantes llamadas de atención. Hasta las madres normales y corrientes me llenan de asombro. Qué nervios, qué aguante, Señor.

– Mira, mira -dijo con entusiasmo. Izó la guillotina. Antes era como levantar un pedrusco de veinticinco kilos. Se estancaba a mitad, chirriaba, y de pronto se disparaba y casi se astillaba el vidrio al chocar contra el marco. Para bajarla tenía prácticamente que colgarme de ella y aun así cedía con mucha lentitud. Por este motivo la dejaba cerrada casi siempre. Ahora se deslizaba sin la menor dificultad.

Se apartó para que probara yo. Me erguí para bajarla, pero las mejoras efectuadas me pillaron desprevenida porque cayó tan a plomo que los contrapesos golpearon con fuerza contra los topes. Se echó a reír.

– Ya te dije que la había arreglado.

Mis ojos iban de ella a la ventana y de la ventana a ella. Acababan de ocurrírseme dos ideas al mismo tiempo. Pensaba en la radiografía bucal del doctor Pickett y en lo que había dicho May Snyder sobre los martillazos que había oído la noche en que Marty había muerto.

– Tengo que ir a un sitio -dije-. ¿Has terminado ya?

Se echó a reír otra vez; la misma alegría falsa e inquieta que brota cuando se habla con una persona que sólo puede calificarse de desequilibrada.

– Bueno, no. Antes dijiste que había un par de cosas por hacer.

– Mañana. O mejor pasado -dije. La empujé hacia la puerta al tiempo que cogía el bolso. Se dejaba empujar sin oponer resistencia.

– ¿He dicho algo inconveniente? -preguntó.

– Ya hablaremos mañana -dije-. Gracias por todo.

Volví al barrio de Elaine Boldt y di la vuelta a la manzana, para acceder a la calle del Árbol y buscar el consultorio del doctor Pickett. Lo había visto en otra ocasión; era uno de esos chalecitos de madera y una sola planta que tan de moda habían estado antaño en los alrededores. Casi todos habían sido transformados en filiales de inmobiliarias y tiendas de antigüedades con rótulo colgado en la entrada, y parecían mini-habitaciones ocupadas por familias numerosas.

El doctor Pickett había plantado unos macizos de flores para delimitar una zona de estacionamiento. En ella no había más que un vehículo, un Buick de 1972 con una matrícula especial de pago con la inscripción DENT POST. Aparqué junto al Buick, cerré con llave y me dirigí al porche de la entrada. Sobre la puerta había un cartel que decía: ENTRE POR FAVOR, y eso hice. El interior era clavado a la antigua escuela donde hice la primaria: suelos de madera pulimentada y olor a caldo de verduras. Oí cacharrear a alguien en la cocina. En algún sitio había una radio sintonizada con una emisora de música country. Cruzado en oblicuo en mitad del recibidor había un escritorio lleno de rasguños y arañazos con un timbre y un rótulo que decía LLAME Y LE ATENDEREMOS. Pulsé el timbre con decisión.

A la derecha había una sala de espera con mesas bajas de contrachapado y sofás de plástico en plan moderno. Las revistas estaban bien ordenadas, pero sospeché que habían vencido las suscripciones: vi un ejemplar de Life con el siguiente titular en portada: «La joven actriz Janice Rule» [4]. Se había levantado un tabique entre la recepción y el consultorio del doctor Pickett. Por la puerta entreabierta vi un sillón de dentista del año del catapúm, con asiento de plástico negro y una escupidera de porcelana blanca. La bandeja del instrumental era redonda y giraba al parecer sobre un brazo metálico. La superficie de la bandeja estaba cubierta por un papel blanco, a modo de salvamanteles, y los instrumentos estaban ordenados encima igual que en un museo odontológico. Me llenó de alegría no necesitar una limpieza de boca en aquel preciso instante.

A la izquierda había unos archivadores de madera pegados a la pared. Solitarios, los pobres. Sentí el murmullo del diablo en mi oído. Hice sonar el timbre otra vez, como estaba mandado, pero la música country estaba demasiado alta. Conocía la canción y la letra me hacía llorar casi siempre que la oía. En la parte frontal de cada archivador había una etiqueta de cartulina blanca, enmarcada en una ventanilla de latón, con letras escritas a mano. En la primera ponía A-C. En la siguiente, D-F. Ya se sabe que estos archivadores antiguos no pueden cerrarse con llave. Bueno, a veces sí, pero aquellos concretamente, no. Luego iba a tener que afilar las uñas, y que pintármelas también. A lo mejor estaba siguiendo una pista equivocada, lo que sólo haría perder el tiempo a todo el mundo, yo incluida. Si titubeé un momento fue únicamente porque los tribunales arman la de Dios cuando se trata de la licitud de las pruebas conseguidas. No parece muy normal robar una información que se tiene intención de presentar más tarde como «Prueba n.° 1 de la Acusación». Ya se sabe que la pasma se queda con todo lo relativo a las pruebas, lo etiqueta, lo clasifica y abre un minucioso expediente a propósito de quiénes tenían acceso a la información y dónde estaba. Verificación de las pruebas, se llama a esto. Que lo sé porque me leyeron la cartilla, vamos.

– ¡Yu-juuu! -exclamé, y mientras esperaba me pregunté si «yu-juuu», al igual que «mamá» y «papá», era una de esas expresiones que existen en todos los idiomas. Si no aparecía nadie en diez segundos, me llevaba los ficheros con mueble y todo.

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