Capítulo 11

Aquella noche cené en Rosie's, un pequeño establecimiento situado a manzana y media de mi casa. Es una mezcla de bar de barrio y casa de comidas de las de antes, y sobrevive emparedado entre la lavandería automática de la esquina y un taller de electrodomésticos que lleva desde su casa un individuo llamado McPherson. Los tres establecimientos funcionan desde hace más de veinticinco años y en la actualidad son ilegales en teoría, ya que constituyen un grave y ofensivo atentado contra la política de ordenación del territorio, por lo menos para los ciudadanos que viven en otros lugares. Un año sí y otro no, a algún ciudadano celoso y exigente le da por presentarse en el Ayuntamiento para denunciar la escandalosa ruptura del paisaje urbano. Sospecho que en los años de tranquilidad hay chanchullo.

Rosie tiene alrededor de sesenta y cinco años, es húngara, baja y cabezona, una criatura de chillonas batas estampadas y con un pelo teñido con gena que le nace desde mitad de la frente. Lleva los labios pintados de un naranja intenso que por lo general desborda los límites reales de la boca y que hace pensar que su propietaria tuvo en otra época los labios mucho más grandes. Las cejas se las pinta con una gruesa raya marrón y sus ojos parecen serios y acusadores. La punta de su nariz amenaza con rozar el labio superior.

Me acomodé en el reservado en que suelo hacerlo, casi al fondo. El menú, una hoja mimeografiada y forrada de plástico, estaba empotrado entre el frasco de ketchup y el servilletero. El texto del menú estaba en color lila, como aquellos avisos que nos daban en el colegio para que nos los lleváramos a casa. Casi todos los nombres estaban en húngaro; palabras con multitud de acentos, zetas y diéresis, que sugerían platos fuertes y sólidos.

Rosie se me acercó con el cuaderno y el lápiz en la mano y actitud de reserva. Estaba ofendida por algo, aunque yo no le había hecho nada aún. Me quitó el menú de la mano, se lo guardó y tomó nota del pedido sin consultarme siquiera. Si al cliente no le gusta el trato es mejor que se vaya a otra parte. Acabó de escribir y consultó el cuaderno con los ojos entornados para comprobar el efecto de conjunto. No me miró a los ojos ni una sola vez.

– Hace una semana que no vienes -dijo-. Pensé que estabas enfadada conmigo. Seguro que has estado por ahí comiendo porquerías sintéticas. No hace falta que me lo digas. No quiero oírlo. No tienes por qué excusarte. Menos mal que estoy aquí para darte algo decente. Esto es lo que vas a comer. -Volvió a consultar el cuaderno con ojo crítico y me leyó el pedido con atención, como si también para ella fuese una sorpresa-. Ensalada de pimientos verdes. Fabulosa. Lo mejor. Sé que está estupenda porque la he hecho yo misma. Aceite de oliva, vinagre, una pizca de azúcar. Del pan olvídate, se me ha acabado. Henry no me ha servido hoy, ¿qué quieres que haga? Puede que también esté enfadado conmigo. No sé qué le habré hecho. La gente no cuenta estas cosas. Luego te traeré un estofado de rabo de buey. -Se arrepintió y lo tachó-. Demasiada grasa. No te conviene. Te pondré a cambio tejfeles sültponty, carpa al horno, muy sabrosa, con crema agria, y si rebañas el plato y te lo ganas, cosa que no mereces, te serviré además cerezas rehogadas. Te traeré el vino con los cubiertos. Es austríaco, pero no está mal.

Se alejó con la espalda rígida y el pelo del color de las mondaduras secas de mandarina. Su brusquedad tiene a veces un encanto exótico, pero por lo general no pasa de ser irritante; algo que hay que soportar si se quiere comer en Rosie's. A veces no aguanto la agresividad verbal al término de la jornada y prefiero la mecánica impersonal de los restaurantes automovilísticos o la paz beatífica del bocadillo de apio con mantenquilla de cacahuete que me como en casa.

Aquella noche Rosie's estaba vacío, triste y no del todo limpio. Las paredes están cubiertas con chapa de conglomerado con profusión de manchas oscuras y un toque final mate producto del humo de cocina y de tabaco. La iluminación es francamente mala -demasiado pálida, demasiado general- y los escasos clientes que entran parece que están enfermos del hígado. El televisor que hay sobre la barra suele emitir imágenes en color, pero ningún sonido, y el pez espada que hay encima parece que se ha hecho con yeso bañado en hollín. Me da vergüenza decir lo mucho que me gusta el sitio. Nunca será una atracción turística. Nunca será un bar de ligue. Nadie lo «descubrirá» nunca, nadie le concedería ni medio tenedor siquiera. Siempre huele a cerveza derramada, a pimienta roja, a grasa caliente. Es un sitio donde puedo comer sola sin necesidad de llevarme un libro para evitar la compañía indeseada. Quien quisiera ligar en un tugurio así tendría que pensárselo dos veces.

Se abrió la puerta y entró la vieja que vive al otro lado de la calle, seguida por Jonah Robb, con quien ya había hablado aquella misma mañana en Personas Desaparecidas. Casi no lo reconocí al principio, vestido de paisano. Llevaba unos vaqueros, una chaqueta gris de mezclilla y unas camperas marrones. La camisa parecía nueva, aún se notaba el doblado de la caja y el cuello estaba tieso y crujiente. Se movía como si llevase una pistolera empotrada en el sobaco izquierdo. Según parece, había entrado a buscarme porque vino directamente a mi mesa y tomó asiento.

– Qué tal -dije-. Siéntate.

– Me dijeron que solías venir por aquí -dijo. Miró a su alrededor y las cejas se le arquearon un tanto, como si lo que se rumorease fuera cierto, aunque difícil de creer-. ¿Conocen este sitio los de Sanidad?

Me eché a reír. Rosie, que salía de la cocina, se detuvo en seco al ver a Jonah y retrocedió como si tirasen de ella con una cuerda. Jonah miró por encima del hombro para ver si se le había escapado algo.

– ¿Qué pasa? ¿Cómo ha sabido que soy policía? Tiene problemas con la pasma, ¿eh?

– Ha ido a retocarse el maquillaje -dije-. Hay un espejo detrás de la puerta de la cocina.

Reapareció Rosie contoneándose como una mona y dejó sobre la mesa con recio golpe el cubierto enrollado en una servilleta de papel.

– No me dijiste que esperabas compañía -murmuró-. ¿Tomará algo tu amigo? ¿Alguna bebida? ¿Cerveza, vino, un combinado?

– Cerveza está bien -dijo Jonah-. ¿Tienen de barril?

Enlazó Rosie las manos y me miró con interés. Nunca trata directamente con un extraño y en consecuencia me vi obligada a participar en una pequeña farsa en la que yo hacía de intérprete como si de pronto me hubiera contratado la ONU.

– ¿Aún tienes Mich de barril? -pregunté.

– Pues claro. ¿Por qué habría de tener otra?

Miré a Jonah y éste asintió con la cabeza.

– Un tubo de Mich entonces. Si quieres cenar, la comida es aquí fabulosa.

– Sí, eso parece -dijo Jonah-. ¿Qué me recomiendas?

– Rosie, ¿por qué no le traes lo mismo que a mí? ¿Nos podrías hacer ese favor?

– Naturalmente. -Rosie miró a Jonah con aprobación recatada-. Ni se me había ocurrido. -Sentí que me daba un codazo imaginario. Sabía cuál era su código de valores. Le gustaba la gordura en los hombres. Le gustaban el pelo moreno y las actitudes desenvueltas. Se alejó de la mesa con astucia y nos dejó solos. No es tan amable, ni mucho menos, cuando mis compañías son femeninas.

– ¿Qué te ha traído por aquí? -dije.

– Pues el no tener nada que hacer. La curiosidad. He hecho algunas averiguaciones sobre ti, así no tendremos que andarnos con presentaciones y preámbulos.

– Para poder ir directamente al grano, ¿eh? -dije-. ¿A qué grano?

– ¿Crees que quiero ligar o algo parecido?

– Naturalmente -dije-. Camisa nueva. Sin alianza. Apuesto a que tu mujer te abandonó hace dos semanas y que te has afeitado hace menos de una hora. Todavía se te nota la colonia en el cuello.

Se echó a reír. Tenía cara de persona inofensiva y buena dentadura. Apoyó los codos en la mesa.

– Te contaré cómo fue -dijo-. La conocí a los trece años y he estado con ella desde entonces. Supongo que acabó por hacerse adulta; a mí me fue imposible, al menos con ella. No sé qué hacer. En realidad hace un año que se marchó. Y me parece que fue hace una semana. Tú eres la primera mujer en quien me fijo desde que se marchó.

– ¿Adonde fue?

– A Idaho. Con las niñas. Dos -añadió, como si supiera que iba a preguntárselo-. Una de diez años, la otra de ocho. Courtney y Ashley. Si por mí hubiera sido, se llamarían de otro modo. Sara y Diane, o Patti y Jill, algo así. No las entiendo. Ni siquiera sé cómo piensan. Quiero a mis hijas, es verdad, pero desde que nacieron fue como si entre las tres hubieran fundado un club del que yo estaba excluido. Y sin posibilidad de hacerme socio, hiciera lo que hiciese.

– ¿Cómo se llamaba tu mujer?

– Camilla. Hostia. Me ha destrozado el corazón hasta el fondo. En lo que va de año he engordado quince kilos.

– Pues ya va siendo hora de que lo olvides -dije.

– Y de hacer un montón de cosas.

Rosie volvió con una cerveza para él y vino blanco de mesa para mí. ¿De qué me sonaba aquella historia? Los hombres recién separados se comportan como colgados y a mí me pasaba tres cuartos de lo mismo. Conocía muy bien el dolor, la inseguridad, el descontrol emocional. Hasta Rosie se dio cuenta de que la cosa no marchaba. Me miraba como si no pudiera comprender por qué lo había estropeado tan pronto. Cuando vi que se alejaba, volví a nuestra conversación inicial.

– Tampoco a mí me va muy bien -dije.

– Eso dicen. Por eso pensé que, juntos, podríamos echarnos una mano.

– Pero las cosas no se hacen así.

– ¿Querrás venir algún día al campo de tiro para practicar un poco?

Me eché a reír. No pude evitarlo. Su presencia llenaba totalmente el local.

– Sí. Podríamos ir juntos. ¿Qué arma tienes?

– Un Cok Python con cañón de quince centímetros. Necesita cartuchos de calibre 38 ó 357 Magnum. Por lo general llevo un Trooper MK-III, pero tuve la oportunidad de hacerme con el Python y no quise desaprovecharla. Cuatrocientos dólares. ¿Es verdad que has estado casada dos veces? No comprendo cómo pudiste resignarte a una cosa así. Joder, yo pensaba que el matrimonio era un compromiso de verdad. Ya sabes, dos almas que se funden para toda la eternidad y todo eso que suele decirse.

– Cuatrocientos dólares es un robo. ¿Por qué pagaste tanto? -Le miré de soslayo-. ¿Eres católico o algo parecido?

– No, sólo un poco idiota. La idea que tengo de las relaciones amorosas la aprendí en las revistas femeninas que había en el salón de belleza que dirigía mi madre cuando yo era pequeño. El arma procede de la herencia del difunto Dave Whitaker. Su viuda detesta las armas y, como nunca le gustó la afición del marido, se deshizo de la colección en cuanto pudo. Yo habría pagado el precio normal, pero la viuda no entendía de estas cosas. ¿Conoces a esa mujer, Bess Whitaker?

Negué con la cabeza. Alcé los ojos cuando Rosie nos puso los platos delante. Por la cara que puso mi colega deduje que no había esperado los pimientos verdes a la vinagreta, ni siquiera adornados con ramitas de perejil. Rosie, por regla general, aguarda hasta que pruebo el plato y le acaricio el oído con comentarios de entendida en restaurantes, pero esta vez se lo pensó mejor, por lo visto. Jonah se inclinó hacia delante en cuanto nos dejó solos.

– ¿Qué es esta mierda?

– Come y calla.

– Kinsey, los últimos diez años me los he pasado comiendo con monstruitos que se dedicaban a devorar todas las cebolletas y champiñones que había en la mesa. No sé comer sin los sobres de complementos que dan con las hamburguesas.

– Pues te vas a llevar la gran sorpresa -dije-. ¿Qué has estado comiendo desde que te abandonó tu mujer?

– Bueno, me dejó un montón de cenas preparadas en el congelador. Todas las noches descongelo una, la meto en el horno y lo pongo a ciento setenta grados durante una hora. Supongo que encontró unos saldos y compró una tonelada de esas bandejas compartimentadas que se anuncian en televisión. Quería que me alimentase de manera equilibrada, aunque financieramente me estuviera haciendo la puñeta.

Mantuve el tenedor alzado y observé a mi colega mientras trataba de imaginarme a un ama de casa congelando 365 cenas para jorobar al cónyuge. Tal era la mujer que aquel hombre había querido como compañera para toda la vida, igual que los búhos.

Acababa de tomar el primer bocado de ensalada con cara de concentración. Por su expresión se adivinaba que había dejado el pedazo de pimiento en el centro de la lengua mientras hacía movimientos de masticación alrededor del mismo. Es lo que yo suelo hacer con ese puré dulce de patatas que se sigue preparando el Día de Acción de Gracias. ¿Por qué sazonarán las verduras con dulce de malvavisco? ¿Acaso mezclo yo el regaliz con los espárragos o añado gelatina a las coles de Bruselas? Sólo de pensarlo se me arruga la cara.

Jonah asintió filosóficamente para sí y empezó a picar en la ensalada con fruición. Debía de resultarle tan sabrosa por lo menos como la basura que le preparaba Camilla. Imaginé los montones de bandejas de atún congelado con patatas fritas apelmazadas, y con guisantes congelados en un compartimento y medallones de zanahoria en otro. Habría apostado cualquier cosa a que, para el postre, la mujer le había dejado paquetes de seis latas de macedonia de frutas. Me di cuenta de que me estaba mirando.

– ¿Qué ocurre? -dijo-. ¿Por qué has puesto esa cara?

Me encogí de hombros.

– El matrimonio es un misterio.

– Lo mismo digo. Por cierto, ¿qué tal va el caso?

– Sigo husmeando -dije-. En este momento estoy investigando por encima un asesinato sin resolver. La misma semana en que desapareció la mujer que busco, fue asesinada la vecina de al lado.

– Mala señal. ¿Qué relación hay?

– Aún no lo sé. Tal vez ninguna. Pero que Marty Grice fuera asesinada y que Elaine Boldt desapareciera días después me parece una coincidencia digna de tenerse en cuenta.

– ¿Hubo una identificación clara?

– ¿De Marty? Lo ignoro. Dolan no da ya ni los buenos días. No quiere decirme nada.

– ¿Por qué no echas un vistazo a los archivos?

– Venga, hombre. ¿Crees tú que me dejará ver los archivos?

– Pues no acudas a él. Pídemelo a mí. Si me dices exactamente lo que quieres, te puedo hacer fotocopias.

– Jonah, es capaz de reventarte las pelotas. No volverías a trabajar nunca más. Tendrías que dedicarte a vender zapatos durante toda la vida.

– ¿Y por qué tiene que enterarse?

– Pero ¿cómo vas a hacerlo? Dolan se entera de todo.

– Joder. Los expedientes están en Identificación y Archivos. Apostaría a que Dolan tiene duplicados en la oficina y lo más probable es que no consulte nunca los originales. Esperaré a que se vaya y fotocopiaré lo que necesites. Luego lo devolveré a su sitio.

– ¿No hay que firmar para coger un expediente?

Me dirigió entonces la típica mirada que se dirige a los ciudadanos que jamás estacionan el coche en zona prohibida. La verdad es que, aunque mentía con mucha facilidad, las normas de tráfico y el vencimiento de los libros que tomaba prestados de la Biblioteca me ponían realmente nerviosa. Era defraudar la confianza pública. Bueno, es verdad que de tarde en tarde fuerzo ilegalmente alguna cerradura, pero no cuando creo que hay posibilidades de que me cojan con las manos en la masa. La idea de birlar documentos oficiales de la Jefatura de Policía me encogía el estómago igual que si fueran a ponerme una inyección antitetánica.

– No, por favor, no lo hagas -dije-. No puedes.

– ¿Que no puedo? Y tanto que sí. ¿Qué te interesa ver? ¿El resultado de la autopsia? ¿El informe sobre el incidente? ¿La encuesta? ¿Los informes del laboratorio?

– Sería estupendo. Me vendrían de perlas.

Alcé los ojos con sentimiento de culpa. Rosie estaba otra vez a nuestro lado y esperaba el momento de llevarse los platos vacíos. Me retrepé en el asiento y aguardé hasta que los cogió y se los llevó.

– Oye, jamás te pediría que hicieras una cosa así.

– No me lo has pedido. Me he ofrecido yo voluntariamente. Y deja ya de comportarte como una tonta del culo. Ya me devolverás el favor en otro momento.

– Pero Jonah, a Dolan no le hace ni pizca de gracia que haya filtraciones en su sección. Ya sabes cómo se pone. Por favor, no te metas en un lío.

– No te preocupes. Los agentes de homicidios exageran a veces. No le vas a joder ningún caso. Probablemente ni siquiera sabe por dónde empezar, o sea que no hay por qué preocuparse.

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