Capítulo 18

– ¡Hija de la gran puta! -Cerró de un portazo echando chispas por los ojos.

No me hace ninguna gracia que me hablen así. Las mejillas empezaron a arderme y la caldera de la rabia se me puso a hervir de manera automática. A lo mejor quería desafiarme a una pelea cuerpo a cuerpo. Le sonreí para demostrarle que el histrionismo no me impresionaba.

– ¿Qué pasa, Beverly? -Incluso yo me di cuenta de que había reaccionado en plan niñata lista y pensé que más me valía buscar algo contundente para darle en la boca, por si se lanzaba en picado sobre mí. Pero no encontré más que un lápiz sin punta y un tubo de pegamento.

Se me puso con los brazos en jarras.

– ¿Por qué coño llamaste a Aubrey? ¿Cómo te has atrevido? ¡¡Cómo coño te has atrevido!!

– Yo no llamé a Aubrey. Fue él quien vino a verme.

– Yo te contraté. Yo. ¡No tenías ningún derecho a hablar con él, ningún derecho a discutir mis asuntos a mis espaldas! ¿Sabes qué voy a hacer? ¡Voy a llevarte a los tribunales por esto!

Que presentara una denuncia no me preocupaba. Me preocupaba que sacara unas tijeras del bolso y se hiciera un edredón con mis pedazos. Estaba ahora casi subida a la mesa y amenazaba con perforarme la cara con el índice estirado. De su boca parecían brotar mensajes explosivos, como en los tebeos. Adelantó la barbilla, las mejillas coloradas, la saliva acumulándosele en las comisuras de la boca. Me entraron ganas de partirle la cara de una hostia, pero no me pareció prudente. Comenzaba a agitársele la respiración y el pecho le subía y bajaba a toda velocidad. La boca empezó a temblarle y los feroces ojos azules se le llenaron de lágrimas. Lanzó un sollozo. Dejó caer el bolso y se llevó las manos a la cara igual que una niña pequeña. ¿Estaba loca o qué?

– Siéntese -dije-. Encienda un cigarrillo y dígame qué le ocurre.

Miré el cenicero. Allí seguían las reveladoras hebras del tabaco de Aubrey y el fragmento de papel negro. Lo vacié con discreción en la papelera. Se dejó caer en el asiento con pesadez; la cólera había cedido el paso a una aflicción profunda. Lamento decir que no me sentí conmovida. Cuando hace falta, la sangre se me vuelve muy fría.

Preparé café mientras lloraba. Se entreabrió la puerta, Vera asomó la cabeza y me miró a los ojos. Al parecer había oído el alboroto y quería comprobar que me encontraba bien. Enarqué las cejas, le hice un visaje y desapareció. Beverly sacó un pañuelo de papel, se cubrió la nariz y se lo pegó a los ojos como para extraerse las últimas lágrimas que le quedasen. El cutis de alabastro se le había cubierto de manchas y el pelo negro y reluciente había adquirido un aspecto estropajoso, como una estola de piel a merced de la lluvia.

– Lo siento -murmuró-. Sé que no debería haberlo hecho. Pero ese hombre me pone furiosa. Me está volviendo completamente loca. Es un hijo de puta. ¡No soporto su fanfarronería!

– Tómeselo con calma, Beverly. ¿Quiere un café?

Asintió. Sacó una polvera del bolso, se miró los ojos, se envolvió un dedo con un pañuelo de papel y se limpió un poco de rímel corrido. Dejó estar la polvera y se sonó sin hacer ruido. No pasó de estrujarse las aletas. Volvió a abrir el bolso y buscó el tabaco y las cerillas. Las manos le temblaban, pero en cuanto encendió el cigarrillo pareció liberarse de toda la tensión. Tragó una bocanada profunda de humo como si fuera el éter que se inhala poco antes de una operación. Ojalá el tabaco me sentara a mí igual de bien. Cada vez que doy una calada la boca me sabe a hierbajos chamuscados y huevos podridos. Y estoy convencida de que el aliento me huele igual. El despacho estaba ahora como si se hubiera llenado de niebla. Se puso a cabecear con desesperación.

– No puede usted imaginar lo que he pasado -dijo.

– Oiga -dije-, será mejor que…

– Ya sé que usted no ha hecho nada. Que no ha sido culpa suya. -Los ojos se le humedecieron otra vez-. Ya tendría que haberme acostumbrado.

– ¿A qué?

Se puso a arrugar el pañuelo en el regazo. Hablaba con lentitud, luchando por dominarse, separando las frases con momentos de silencio y murmullos quejumbrosos cuando el llanto la ahogaba.

– Le gusta… emmm… a él le gusta ir chismorreando por ahí. A los demás les dice… emmm… que bebo mucho y a veces dice que soy una ninfómana o que me tratan con electroshocks. Lo primero que se le ocurre. Lo que cree que va a hacerme más daño.

Yo no sabía qué hacer. Él me había dicho que ella era una alcohólica. Él me había dicho que se iba por ahí a correrse borracheras de tres días. Él me había dicho que ella le había atacado con unas tijeras y que cabía la posibilidad de que hubiera matado a su hermana para vengarse por la aventura que había tenido con ella. Y ahora se me presentaba hecha un mar de lágrimas y con el corazoncito destrozado para decirme que él era el causante de todo aquel tinglado patológico. ¿A cuál de los dos tenía que creer? Beverly volvió a estrujarse la nariz de manera silenciosa y recuperó la compostura. Se me quedó mirando con el blanco de los ojos manchado de rosa.

– ¿Verdad que le ha dicho algo así? -preguntó.

– Yo creo que sólo estaba preocupado por Elaine -dije, tratando de escurrir el bulto hasta dar con una solución-. En realidad no hablamos de nada personal, así que deje de preocuparse. ¿Cómo se ha enterado de que estuvo aquí?

– Se le escapó mientras hablábamos -dijo-. Ya no recuerdo qué dijo. Pero así es como se comporta. Se dedica a darme pistas y espera hasta que las capto. Y si no descubro por casualidad de qué se trata, me lo restriega por la cara y finge que está arrepentido y confuso.

Iba a decirle «Como con el lío que tuvo con Elaine», pero pensé de pronto que a lo mejor no era verdad, o que, de ser verdad, podía ocurrir que ella no estuviera al tanto del asunto.

– Póngame un ejemplo -dije.

– Tuvo una aventura con Elaine. Ponerse a follar con mi propia hermana. Dios mío, no puedo creer que me hiciera una cosa así. Por lo que respecta a ella no me cupo la menor duda. Siempre fue una envidiosa. Cogía todo lo que podía. ¿Pero él? Me sentí como una idiota. Se puso a follar con ella nada más morirse Max y yo fui tan burra que tardé años en adivinarlo. ¡Años!

Emitió una de esas risas que, más histéricas que alegres, tropiezan con una burbuja de saliva.

– Pobre Aubrey -continuó-. Tuvo que poner a prueba todo su ingenio para que yo me percatara de sus insinuaciones. Al final se inventó una artimaña absurda diciendo que Hacienda quería revisarle las declaraciones. Le dije que ya se encargaría el contable de esas cosas, pero me dijo que Harvey quería que revisáramos los cheques anulados y los recibos de las tarjetas de crédito. Y yo piqué como una retrasada mental y acabé enterándome.

– ¿Por qué no se separan? -pregunté-. No entiendo por qué siguen manteniendo una relación así. -Siempre digo lo mismo. Cada vez que oigo una historia parecida. Embriaguez, palizas, infidelidad y violencia verbal. No lo entiendo. ¿Por qué lo aguantará la gente? Ya se lo había dicho a Aubrey y supuse que también podía decírselo a ella.

Aquel matrimonio era un fracaso y, al margen de quién tuviera razón, ambas partes eran desdichadas. ¿Era infelicidad lo que se buscaba?

– Bueno, no sé. También está por medio el dinero, creo -dijo

– A la mierda el dinero. En este estado rigen los bienes gananciales.

– A eso me refiero -dijo-. Él se quedaría con la mitad de todo cuanto poseo y no me parece justo.

La miré con perplejidad.

– ¿Es de usted el dinero?

– Pues claro -dijo y le cambió la cara-. El le dijo que era suyo, ¿verdad?

Me encogí de hombros con fastidio.

– Más o menos. Me dijo que era propietario de varias inmobiliarias.

Sufrió un sobresalto momentáneo y a continuación se echó a reír. Y le entró un ataque de tos y se palmeó el pecho. Se quitó el cigarrillo de la boca y lo aplastó en el cenicero. Le salía humo de la nariz como si se le hubiera incendiado el cerebro. Cabeceó mientras le desaparecía la sonrisa.

– Lo siento, pero lo que acaba de decirme es nuevo para mí. Habría tenido que imaginármelo. ¿Qué más le dijo?

Alcé la mano en son de queja.

– Oiga, ya está bien. No quiero jugar a esto. No sé cuáles son sus problemas y me trae sin cuidado que…

– Tiene razón, tiene razón. ¡Señor, debemos de parecerle una familia de locos! Lamento que haya acabado usted por involucrarle. No es asunto suyo, sino mío. ¿Cuánto le debo por el tiempo que ha perdido? -Rebuscó en el bolso y sacó el talonario de cheques junto con el dichoso juego de pluma y lápiz de madera. Sentí que volvía a encendérseme la cólera.

– No quiero su dinero. No sea ridícula. ¿Por qué no me responde con franqueza, para variar? Parpadeó mientras me miraba y sus ojos azules destellaron como un charco helado.

– ¿A qué?

– Un vecino de Elaine dice que usted estuvo aquí en navidad y que tuvieron una pelea sonada. Usted me dijo que hacía años que no la veía. Vamos, explíquese.

Se atascó y se puso a buscar otro cigarrillo para tener tiempo de preparar la respuesta. No la dejé.

– Adelante, Beverly. Dígame la verdad. ¿Estuvo aquí o no?

Cogió una caja de cerillas y sacó un fósforo, que frotó contra el lado de la caja sin el menor resultado. Lo arrojó al cenicero, fósforo gafe al parecer, y cogió otro. Esta vez sí pudo encender el cigarrillo.

– Estuve -dijo con lentitud. Golpeó el cigarrillo encendido contra el borde del cenicero como para desmochar una ceniza que aún no se había formado. A punto estuve de gritarle que se metiera aquel cigarrillo en el culo.

– ¿Se peleó con ella o no?

Volvió a adoptar un tono servicial, imprimiendo a la boca un rictus afectado.

– Mire, Kinsey, acababa de descubrir lo de su aventura amorosa. Claro que nos peleamos. Es precisamente lo que Aubrey se proponía, estoy segura. ¿Qué habría hecho usted?

– Pero ¿qué importancia tendrá eso? Yo no estoy casada, así que a nadie le importa lo que hubiera hecho yo. Lo que quiero es saber por qué me mintió usted.

Fijó la mirada en la mesa y en sus facciones se dibujó una expresión obstinada. Probé con un nuevo ataque.

– ¿Por qué me despidió? ¿Por qué no me dejó avisar a la policía?

Siguió fumando tan tranquila y al principio pensé que tampoco esta vez iba a responder.

– Me preocupaba la posibilidad de que Aubrey hubiese hecho algo.

La miré de hito en hito. Se percató de la mirada y se inclinó hacia la mesa muy seria.

– Está loco. Está como una auténtica cabra y me preocupaba que hubiera… no sé… creo que me preocupaba la posibilidad de que la hubiera matado.

– Razón de más para avisar a la policía, ¿no cree?

– Usted no lo entiende. Yo no podía poner a la policía tras este asunto. Por eso la contraté a usted. Cuando surgió la historia esa del testamento, apenas si le presté atención. Era una minucia. Supuse que mi hermana firmaría el documento y que se lo mandaría al abogado. Pero cuando supe que nadie sabía nada de ella, pensé que algo andaba mal. Ya ni me acuerdo de lo que pensé en concreto.

– Sin embargo, cuando le mencioné la posibilidad de que estuviese muerta, usted se arrugó. -Empezaba a aburrirme. Y a mostrarme desdeñosa también. Se removió con nerviosismo.

– Digo antes. Creo que no me habría atrevido a planteármelo con claridad hasta que se lo oí decir a usted; entonces comprendí que tenía que estudiar la situación otra vez, antes de hacer nada.

– ¿Por qué cree que Aubrey está implicado?

– Aquel día… cuando llegué y me puse a discutir con Elaine… me dijo que su relación había durado años. Pero que al final había llegado a la conclusión de que Aubrey era un psicópata y que estaba preparando la ruptura. -Hizo una pausa y sus ojos azules se clavaron en los míos-. Usted no comprende aún lo que le ocurre a Aubrey. No sabe qué clase de persona es. A él no se le abandona. No se rompe con él. Ya le he amenazado yo con hacerlo. No crea que no lo he pensado. Pero me es imposible. No sé lo que haría él, pero yo nunca le dejaría. Nunca. Me seguiría hasta el fin del mundo para hacerme volver, sólo que entonces me lo haría pagar caro.

– Bev, tengo que decirle que me cuesta creerla -dije.

– Eso es porque le ha gustado. Entró aquí contoneándose y le echó los tejos. La engañó como a una tonta y ahora no quiere admitir que le han tomado el pelo. Ya lo ha hecho otras veces. Se lo hace a todo el mundo. Ese hombre está loco de atar. Estuvo años en Camarillo hasta que Reagan fue elegido gobernador. ¿Se acuerda? Recortó los presupuestos del Estado y puso a todo el mundo en la calle. Fue entonces cuando conocí a Aubrey Danziger y mi vida se convirtió en un infierno.

Cogí un lápiz, me puse a tamborilear en el borde de la mesa, dejé el lápiz.

– ¿Sabe? Quiero encontrar a Elaine. Es lo único que me interesa. Soy igual que un perdiguero. Me dicen que haga algo y lo hago. Pienso llegar hasta el fondo de este asunto. Voy a averiguar qué le ha sucedido y dónde ha estado todos estos meses. Y será mejor que rece para que la investigación no se vuelva contra usted.

Se levantó. Cogió el bolso y apoyó las manos en la mesa.

– Será mejor que rece usted para que la investigación no se vuelva contra Aubrey, querida -me espetó.

Y se fue, dejando tras de sí un tufillo a whisky que le había notado ya en el aliento.

Cogí la máquina de escribir y redacté un informe detallado que pensaba mandar a Julia, pormenorizándole los gastos de los dos últimos días. Necesitaba tiempo para asimilar lo que Beverly me había dicho de Aubrey. Era como esa adivinanza de las dos tribus salvajes, una de las cuales miente siempre mientras que la otra siempre dice la verdad. ¿Cómo podía saberse quién mentía y quién no? Aubrey me había dicho que Beverly era una especie de Mister Hyde cuando bebía. Ella me había dicho que él estaba loco de atar, pero según parece estaba bebida cuando me lo dijo. No tenía ni la más remota idea de quién era sincero y quién no, e ignoraba cómo averiguarlo. Ni siquiera sabía si la cosa tenía importancia. ¿Estaba muerta realmente Elaine Boldt? Es verdad que lo había pensado más de una vez, pero no se me había ocurrido que Beverly o Aubrey pudieran estar implicados hasta las orejas. Hasta el momento había buscado en la dirección opuesta, dando por sentado que la desaparición de Elaine estaba relacionada con el asesinato de Marty Grice. Ahora tenía que retroceder para buscar en otro sentido.


Volví a casa a la hora de comer y corrí un rato. Sabía que en aquel momento apenas me mantenía a flote, pero en cierto modo estaba obligada a esperar. Tenía que suceder algo. Algo desconocido saldría a la luz. Mientras tanto, se me acumulaba la tensión y necesitaba eliminarla. La carrera me sentó como un tiro y me puso de un humor de perros. Había corrido kilómetro y medio cuando sentí una punzada en el costado. Pensé que se me pasaría. Me hundí los dedos y me doblé por la cintura, creyendo que si era un calambre, desaparecería. Un cuerno. A continuación probé a expulsar el aire doblándome otra vez por la cintura. El dolor no aumentó, pero tampoco desapareció. Al final reduje la marcha y anduve al paso hasta que remitió, pero en el mismo instante de echar a correr otra vez, el costado se me agarrotó y tuve que parar en seco. Ya había llegado al final del trayecto de ida, pero seguir corriendo se me antojó absurdo y recorrí andando y maldiciendo los dos kilómetros y medio que me faltaban para llegar a casa. Ni siquiera había sudado y mi frustración, lejos de desaparecer, había aumentado.

Me duché y me vestí. No quería volver al despacho, pero me obligué a hacerlo. Tenía que volver al principio y echar al agua sedales nuevos, a ver si pescaba algo. Estaba a punto de quedarme sin recursos y era imprescindible que encontrara más en algún sitio.

Al entrar en el despacho vi parpadear el piloto del contestador automático. Abrí el balcón para que entrase el aire y apreté la tecla de retroceso.

– Hola, Kinsey. Soy Lupe, de Santa Teresa Travel. Parece que con lo del equipaje diste en el clavo. Llamé a Reclamación de Equipajes de la TWA y pedí que miraran. Las cuatro maletas estaban allí. El empleado me dijo que si quieres las pueden embarcar esta misma tarde. Llámame para saber qué hago.

Detuve la cinta, agité los puños en el aire y grité «¡Por fiiiiiiiin!» para mis adentros con una sonrisa de oreja a oreja. Llamé a Jonah antes que nada y le conté cómo estaban las cosas. Me sentía como nueva. Era la primera buena noticia que recibía desde la localización del gato.

– ¿Qué hago, Jonah? ¿Necesito una orden judicial para abrir las maletas?

– Déjate de bobadas. Tienes los resguardos, ¿no?

– Claro, en el bolsillo.

– Entonces ve a Florida y recoge las maletas.

– ¿No es mejor que me las envíen?

– ¿Y si ella está dentro de una?

Aquello me hizo pensar en una escena que no me gustó. Sentí un par de retortijones.

– ¿No crees que ya lo habrían notado? Ya sabes, el olor… algún goteo…

– ¡Venga ya, mujer! Una vez encontramos un cadáver que llevaba seis meses en el portaequipajes de un coche. Era una prostituta, le habían metido un zapato de aguja por la boca y acabó momificada. No me preguntes cómo ni por qué, pero no se descompuso. Se secó y ya está. Parecía una estatua de cuero.

– Puede que haga lo que dices.

A las diez en punto de la noche ya estaba en el avión.

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