Era media mañana y de pronto me entró tanta hambre que me habría comido un obispo. Dejé el coche delante de Jefatura, donde lo había estacionado, y fui andando hasta una especie de quiosco que se llama El Huevo y Yo. Pedí mi desayuno habitual, que consiste en bacón, huevos revueltos, tostadas, mermelada, zumo de naranja y café a discreción. Es la única comida a la que soy adicta sin remedio porque contiene todos los elementos que me hacen falta: cafeína, sal, azúcar, colesterol y grasa. ¿Cómo resistirse? En California hay tantos capullos dietéticos pululando por ahí que el solo hecho de comer un plato como éste se considera intento de suicidio.
Leí el periódico mientras comía, fijándome en los asuntos locales. Acababa de engullir la segunda tostada de pan integral cuando entró Pam Sharkey acompañada de Daryl Hobbs, el director de Lambeth and Creek. Me vio y la saludé con la mano. No lo hice con entusiasmo. Fue un saludo sin compromiso alguno, para darle a entender que yo era una buena colega y que no me sentía superior porque la hubiera vencido en nuestro último encuentro. La cara se le descompuso, desvió su mirada y pasó junto a mi mesa sin decir ni pío. El desaire fue tan manifiesto que hasta Daryl pareció avergonzarse. Yo me sentí confusa, pero no ofendida, y me encogí de hombros con resignación. A lo mejor el ingeniero aeroespacial había resultado un berzas.
Terminé el desayuno, pagué, cogí el coche y pasé por el despacho para dejar los papeles que me había dado Jonah. Estaba cerrando otra vez la puerta cuando vi a Vera en el pasillo en el momento de salir de la Fidelidad de California.
– ¿Podemos hablar? -dijo.
– Claro. Pasa. -Abrí el despacho y entré delante de ella-. ¿Qué tal te va? -dije, pensando que se trataba de una conversación de carácter social. Se echó detrás de la oreja un mechón de pelo rojizo mientras me miraba por las lentillas azules que le hacían los ojos más grandes y serios.
– Bueno, mira, es que tengo que decirte una cosa -dijo con algo de nerviosismo-. Se ha armado un lío impresionante por el asunto ese de Leonard Grice.
La miré estupefacta.
– No entiendo.
– Parece que Pam Sharkey le llamó después de que hablaras con ella. No sé qué le contaría, pero el hombre está que trina. Ha contratado a un abogado que ha dirigido una carta a La Fidelidad amenazándonos con llevarnos ante los tribunales para reclamarnos hasta la camisa. Hay millones en juego.
– Pero ¿por qué?
– Nos acusan de calumnia y difamación, de incumplimiento de contrato, de agresiones. Andy está que arde. Dice que no sabía que estuvieses tú por medio. Dice que nadie te autorizó a ir a casa del individuo a hacerle preguntas, ni La Fidelidad de California ni Cristo que la fundó. Etcétera, etcétera, etcétera. Ya sabes cómo se pone Andy cuando se cabrea. Quiere verte en seguida.
– Pero, ¿qué es todo esto? ¡Leonard Grice ni siquiera ha presentado la reclamación!
– Sigues sin enterarte. La presentó a primera hora del lunes y quiere el dinero ya. Y presentó la demanda encima. Andy está arreglando los papeles a toda velocidad y está que muerde. Le ha dicho a Mac que nos has metido en tal lío que lo mejor es cancelar el acuerdo que tenemos contigo. Los demás pensamos que es un cretino de mierda, pero de todos modos me ha parecido conveniente contarte lo que pasa.
– ¿A cuánto asciende la reclamación como tal?
– A veinticinco billetes por los daños ocasionados por el incendio. Es la cantidad que figura en el contrato de la casa y el individuo nos ha detallado las pérdidas hasta el último orinal. El seguro de vida no se ha discutido para nada. Parece que ya cobró algo por la muerte de su mujer, dos mil quinientos dólares, y se pagaron hace meses, según nuestros libros. Kinsey, ese tipo quiere la cabeza de la persona responsable, quiere tu cabeza. Andy está buscando a quién acusar para que Mac no lo acuse a él.
– Mierda -dije. No se me ocurría nada. Lo último que quería en aquel momento era que me echara la bronca Andy Montycka, el encargado de reclamaciones de La Fidelidad. Andy es un cuarentón conservador e inseguro, cuyas obsesiones más elementales consisten en morderse las uñas y pasar inadvertido.
– ¿Le digo que no estás? -preguntó.
– Sí, hazme ese favor, ¿quieres? Oigo lo que haya en el contestador automático y desaparezco -dije. Abrí el archivador, cogí el expediente de Elaine y me volví-. ¿Sabes? Esto es dinamita pura. Leonard Grice ha tenido seis meses para presentar una reclamación y no ha movido un dedo. Ahora, de pronto, entra a saco en la compañía de seguros para que le paguen. Me gustaría saber qué le ha estimulado.
– Oye, lo siento pero me voy, si no, vendrán a buscarme -dijo Vera-. Y, por favor, no te cruces hoy en el camino de Andy o te lo hará pagar caro.
Le di las gracias por avisarme y quedamos en llamarnos. Salió al pasillo y cerró a sus espaldas. Noté con algo de retraso que se me encendían las mejillas y el corazón se me ponía a cien. Una vez, en primera enseñanza, me mandaron al despacho de la directora por pasar chuletas en clase y aún no me he recuperado del miedo que pasé. Era culpable de lo que me acusaban, pero jamás me había metido en líos. ¡Si me hubierais visto! Una criatura apocada, de piernas huesudas, y con tanto miedo que me fui directa a casa deshecha en lágrimas. Mi tía me llevó de vuelta inmediatamente y se puso a vociferar contra todo el mundo mientras yo estaba en el patio, sentada en un banco de madera, pidiendo al cielo que me matara. Es difícil hacerse la adulta cuando una parte de mí sigue estancada en los seis años, totalmente sometida a la autoridad.
Una sola mirada al contestador automático me reveló que no había mensajes. Volví a cerrar con llave y bajé por la parte delantera para no tener que cruzar las puertas dobles de vidrio de La Fidelidad de California. Cogí el coche y volví al antiguo piso de Elaine. Quería ver a Tillie para contarle lo que pasaba. Giraba ya a la derecha para acceder a Vía Madrina cuando miré por el espejo retrovisor y vi que tenía a un motorista pegado al tubo de escape. Me hice a un lado para dejarle pasar y volví a mirar por el retrovisor. El tipo se puso a pitarme con insistencia. ¿Habría atropellado a su perro? Me acerqué a la acera y el motorista se detuvo detrás de mí, apagó el motor y de una patada puso en posición el caballete. Vestía una especie de uniforme negro de paraca, guantes y botas negros y se cubría con un casco negro de visera ahumada. Salí del coche y anduve hacia el individuo, que se desprendió del casco en aquel punto. Oh rábanos, era Mike. Habría tenido que figurármelo. El rosa de su cepillo craneal parecía descolorido y me pregunté con qué se lo retocaría, con tintes Rit, con azafrán o con caldo de remolacha. Estaba furioso.
– ¡Hostia, vengo tocándote el claxon desde hace rato! ¿Por qué no me has llamado? El lunes te dejé un aviso en el contestador -dijo.
– Lo siento. No me di cuenta de que eras tú. Además, creo que dijiste que volverías a llamarme.
– Bueno, lo he intentado, pero lo dejé estar porque siempre me respondía el contestador. ¿Dónde has estado?
– Fuera de la ciudad. Volví anoche mismo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha ocurrido algo?
Se quitó los guantes y los metió en el casco, que sostenía con un brazo como si fuera un niño de teta.
– Creo que tío Leonard tiene una amiguita. Pensé que te gustaría saberlo.
– Vaya por Dios. ¿Cómo te has enterado?
– Bueno, yo estaba limpiando… o sea, estaba sacando la mercancía del cobertizo aquel, y entonces lo vi entrar en el edificio que hay al lado.
– ¿La comunidad de propietarios?
– Sí, bueno, eso creo. Vamos, el edificio ese de pisos grandes.
– ¿Cuándo fue?
– El domingo por la noche. Por eso te llamé el lunes por la mañana. Al principio no estaba seguro de que fuera él. Me pareció verle aparcar enfrente, pero estaba muy oscuro y no veía bien. Pensé que querría coger algo de la casa y metí la mercancía en el petate a toda velocidad. Joder, tía, no se me ocurría nada para explicar mi presencia allí. Al final me encerré en el cobertizo, cerré la puerta y lo espié por una ranura. En vez de acercarse a la casa, vi que entraba en el otro edificio.
– Ya. Pero ¿por qué crees que tiene una amiguita?
– Porque lo vi con ella. Como no tenía otra cosa que hacer, crucé la calle, me escondí en un árbol y esperé hasta que salieron. No estuvo en el edificio más que cinco o diez minutos, luego se apagaron las luces, las del primer piso a la izquierda. Salieron inmediatamente después, metieron no sé qué en el portaequipajes y subieron al coche.
– ¿La viste a ella?
– No muy bien. Era difícil verles desde donde estaba y además iban con prisa. Luego, cuando estuvieron dentro, empezaron a meterse mano. Casi la desnudó en el asiento delantero. Era bastante raro, quiero decir que no es normal ver cómo se magrea la gente a esa edad. Además, nunca me habría imaginado a mi tío haciendo esas cosas. Pensaba que no era más que un viejo carcamal al que ni siquiera se le levantaba. Vamos, que ni siquiera tenía paquete que pudiera ponerse gordo.
– Mike, tu tío tiene cincuenta y dos años, según creo. ¿Te importaría dejar en paz ese tema? ¿Qué aspecto tenía ella? ¿La habías visto antes?
Se llevó la mano a la barbilla.
– Estaba allí para verse con él. De eso me di cuenta. Llevaba el pelo echado hacia atrás y sujeto por una especie de pañuelo, bueno, como se llame. No la había visto en mi vida. Vamos, que no es que me dijese ah, sí, coño, es aquélla, ni nada parecido. Era eso, una tía y nada más.
– Oye, hazme un favor. Coge papel y lápiz y escríbelo todo, ahora que aún es reciente. Me especificas la fecha, la hora y todo lo que recuerdes. No tienes por qué explicar qué hacías allí. Siempre puedes decir que fuiste a comprobar cómo estaba la casa o algo parecido. ¿Podrás hacerlo?
– Pues claro. ¿Y tú? ¿Qué harás?
– Aún no lo he decidido -dije.
Volví al coche y al cabo de cinco minutos me abría Tillie la puerta del zaguán. Me estaba esperando en la puerta de su apartamento y me hizo pasar a la salita. Las gafas le habían resbalado hasta la punta de la nariz y me observaba por encima de la montura. Se sentó en la mecedora y siguió con el bordado. Se trataba de una especie de tapiz que reproducía un paisaje con bosques y montañas, los ciervos pacían aquí y allá y un torrente discurría entre las rocas. Se había rodeado de pegotes de guata y los estaba pegando en el reverso del paño con una aguja de hacer ganchillo. El relleno daba tridimensionalidad a los ciervos que, perfilados con aguja e hilo, producían un efecto acolchado.
– ¿Qué haces? -dije, tomando asiento también-. ¿Lo estás guateando?
Esbozó una ligera sonrisa. Había acabado por dejar en paz la permanente que se había hecho hacía poco y su cabeza era un gorro de baño aureolado de rizos tiesos de color albaricoque.
– Pues sí, es lo que hago. Se llama bordado de realce. Haré que lo enmarquen cuando lo termine. Es para la subasta de beneficencia que se celebra en otoño. El algodón lo he ido cogiendo de los tapones de los frascos de píldoras; ya sabes, si tienes que comprar un frasco de Tylenol o de pastillas para el resfriado, guárdame el envase. Siéntate. Hace días que no te veo. ¿A qué has venido?
Le expuse un resumen de lo acontecido desde el día en que la había visto por última vez, es decir, el viernes. No se lo dije todo. Le conté cómo había encontrado el gato, pero pasé por alto la farmacopea que tenía Mike en el cobertizo de la casa vecina. Le hablé de Aubrey Danziger y de la posterior escena con Beverly, de las maletas, del viaje a Florida, de la posibilidad de que me llevaran ante los tribunales y de lo que me había contado Mike sobre que Leonard Grice tenía una amante en el piso de arriba. Al oír aquello, se quitó las gafas y cerró las patillas.
– No lo creo -dijo con voz terminante-. Mike debía de estar drogado.
– Lo estaba, Tillie, pero la hierba no produce alucinaciones.
– Entonces es que se lo ha inventado.
– Yo me limito a contar lo que me contó él -dije.
– Bueno, ¿y quién puede ser? Yo no creo que Leonard esté liado con ninguna vecina, pondría la mano en el fuego. Y por lo que me has dicho, se reunieron en el piso de Elaine y eso es imposible.
– Vamos, Tillie, vamos. No seas ingenua. Es el apaño perfecto. ¿Por qué no puede tener una amante en este edificio?
– Porque no hay nadie en todo el edificio que encaje en la descripción.
– ¿Y la vecina del apartamento sexto? La que pensaste que podía estar levantada el día que te asaltaron la casa.
– Tiene setenta y cinco años.
– Bien, y aquí hay muchas vecinas.
– Matrimonios jóvenes. Mira, Kinsey, aquí hay más solteros dispuestos a liarse con Leonard que solteras capaces de hacerlo.
– Te creo. ¿Y qué me dices de Elaine? ¿Por qué no pudo ser ella?
Cabeceó con tozudez.
– ¿Y tú?
Se echó a reír dándose palmadas en el pecho.
– Ay, gracias por el piropo. Me gustaría creer que aún soy capaz de ir por la calle mareando el culo, pero Leonard no es precisamente mi tipo. Además, Mike me conoce. Me habría reconocido incluso en la oscuridad.
Tuve que admitirlo. A decir verdad, me era imposible imaginarme a Tillie en una escena de amor con Leonard Grice. Resultaba incongruente.
– ¿Y por qué no Elaine? -insistí-. ¿Y si ella y Leonard estaban liados desde hacía tiempo y decidieron eliminar a la mujer del segundo? Ella hace el trabajo serio mientras él está en casa de su hermana aquella noche. Se va a Florida días después y se esconde durante seis meses, en espera de que él solucione sus asuntillos y así huir juntos al final hacia el crepúsculo. Pero cuando se dan cuenta de que he encontrado una pista, ponen la directa y pisan el acelerador.
Me miró durante un rato sin decir nada.
– Entonces, ¿quién es Pat Usher?
Volví a encogerme de hombros.
– Tal vez le pidieron ayuda y ella se ha dedicado a protegerlos.
– Pero ¿quién entró aquí y por qué? Creí que estabas convencida de que había sido Pat Usher.
Me di cuenta de que empezaba a crisparme.
– Tillie, yo no lo sé todo. Lo único que digo es que puede que él tuviera una amiguita escondida aquí. Y puede que fuera Pat.
No respondió. Se puso otra vez las gafas y empezó a guatear la montaña con algodón, hinchándola igual que Mount St. Helens antes de entrar en erupción.
– ¿Me das la llave del piso de arriba?
– Desde luego -dijo-. Yo también voy.
Dejó la labor y se dirigió a la arquimesa, de cuyo cajón cogió un juego de llaves. Me alargó un fajo de facturas y me las guardé en el bolsillo trasero de los téjanos. Aquello me recordó algo por encima, pero no supe decir qué.
Cerró el piso con llave y fuimos al ascensor.
– ¿No has oído a nadie pasearse o hacer ruido en el piso de arriba?
Volvió la cabeza y dijo:
– Pues no, aunque las paredes son sólidas y cualquiera podría estar arriba sin que yo me enterase. ¿De veras crees que Leonard ha tenido a alguna persona escondida en el piso de arriba?
– Es una hipótesis admisible -dije-. Con Elaine fuera de circulación, es el nido de amor perfecto. Puede que Pat Usher diera con una forma de entrar. Estoy convencida de que esta mujer se encuentra en la ciudad. Si tuvo acceso a la casa de Florida, ¿por qué no a ésta también? A propósito, ¿estabas aquí el domingo por la noche?
Negó con la cabeza.
– Estuve en un acto organizado por la parroquia y no volví hasta pasadas las diez.
Se abrió la puerta del ascensor en la primera planta y Tillie avanzó por el pasillo de la izquierda, mientras me hablaba por encima del hombro. Llegó a la puerta de Elaine y giró la llave en la cerradura.
– No puedo creer que haya estado alguien aquí -dijo mientras entrábamos.
Se equivocaba. Wim Hoover, el vecino del apartamento 10, estaba tendido en el vestíbulo con un balazo detrás de la oreja derecha. El aire apestaba a humo de tabaco estancado y al horrible hedor que exhalaba el cuerpo del cadáver en trance de descomposición. Hubiera jurado que llevaba muerto por lo menos tres días.
Tillie se puso pálida y bajó a toda prisa a su casa para llamar a la policía.