Capítulo 21

Dado que la pasma estaba en camino, no tenía mucho tiempo. Anduve por el piso abriendo cajones con precaución y con un pañuelo en la mano para no alterar las posibles huellas digitales. No encontré nada después de una revisión superficial, aunque no me sorprendió en absoluto. Había desnudado la casa. Todos los cajones y armarios estaban vacíos. No había dejado siquiera un tubo de dentífrico. Ella podía estar en cualquier parte en aquellos momentos, aunque tenía una intuición acerca de su paradero. Sospechaba que había vuelto a Santa Teresa sirviéndose de los dos pasajes que le quedaban. Cerré la puerta y fui a casa de Julia para contarle lo sucedido. Eran las dos y media de la tarde, tenía que coger el avión a las cuatro y había una hora de camino hasta el aeropuerto. El cielo volvía a estar despejado, el aire olía a una humedad dulzona y el vaho brotaba de las aceras. Volví a meter las maletas de Elaine en el coche alquilado y partí, no sin prometer a Julia que la llamaría en cuanto hubiese alguna novedad. El caso estaba tocando a su fin. Me lo decía un sexto sentido. Llevaba ya en él una semana y había conseguido sacar a Pat Usher de su escondrijo. Ignoraba lo que le había hecho a Elaine y por qué, pero la había puesto en fuga y yo le iba a la zaga. íbamos a cerrar el círculo volviendo a Santa Teresa, donde todo había comenzado.

Al llegar al aeropuerto de Miami devolví el coche alquilado y recogí la tarjeta de embarque en el mostrador de la TWA, donde facturé las cuatro maletas. Subí al avión seis minutos antes de emprender el vuelo. Comenzaba a experimentar una inquietud subterránea, ese nerviosismo que se siente cuando sabemos que nos van a operar dentro de una semana. No corría peligro inmediato, pero fantaseaba con un futuro lleno de incertidumbre que me llenaba de temor y retortijones. Pat Usher y yo nos habíamos lanzado a la carrera y estábamos destinadas a chocar, pero no estaba segura de resistir el impacto.

Como entre costa y costa hay tres horas de diferencia, tuve la sensación de que llegaba a California apenas una hora después de partir de Florida y al cuerpo le costó aceptarlo. Tuve que esperar una hora en el aeropuerto internacional de Los Ángeles para salvar la escasa distancia que me separaba de Santa Teresa, pero aun así eran sólo las siete de la tarde cuando llegué a casa, arrastrando las maletas de Elaine igual que un carrito de supermercado. Aún era de día, pero estaba rendida. No había comido y en el avión sólo me habían dado unos objetos cuadrados y envueltos en papel transparente que ni siquiera había abierto a causa del cansancio. Había sido uno de esos vuelos llenos de sacudidas y descensos bruscos e incomprensibles que impiden echar una siesta. A casi todos los pasajeros nos preocupaba mucho cómo iban a recomponer e identificar los cadáveres cuando nos estrelláramos envueltos en llamas. Una señora que tenía detrás y que iba con dos críos de los que no paran de gimotear estuvo casi todo el tiempo hablándoles a propósito de su comportamiento, sin resultado alguno. «Kyle, cariño, recuerda que mamá te dijo que no le gusta que muerdas a Brett porque le hace daño. Vamos, ¿te gustaría que mamá te mordiera a ti?» Un buen tortazo a tiempo habría ahorrado muchos rodeos educativos, pero la mamá de marras no me consultó.

A lo que íbamos. Nada más llegar a casa, fui derecha al sofá y me quedé dormida sin desnudarme siquiera. Por eso no me di cuenta hasta la mañana siguiente de que alguien había estado registrando la casa con discreción, en busca de Dios sabía qué. Me levanté a las ocho, corrí un rato, volví, me duché y me vestí. Me senté a la mesa y cogí la llave para abrir el cajón superior. Es una mesa normal de oficina con un cajón superior cuya cerradura abre y cierra la columna de cajones de la derecha. Por lo visto, alguien había introducido una navaja en la cerradura y la había forzado hasta abrirla. Saber que alguien había estado allí hizo que la nuca se me pusiera como un cepillo.

Me aparté del escritorio, me levanté y giré con rapidez para revisar la casa. Comprobé la puerta de la calle, pero no había indicios de que nadie hubiera toqueteado el cerrojo de doble llave. Siempre cabía la posibilidad de que se hubiese hecho un duplicado, en cuyo caso tendría que cambiar la cerradura. Nunca me ha preocupado la seguridad y no lleno la casa de trampas que me garanticen la inviolabilidad domiciliaria: ni echo polvos de talco junto a la puerta, ni pego cabellos en las ranuras de las ventanas. Me fastidiaba tener que afrontar aquella intrusión, tener que tomar medidas para garantizar una seguridad que siempre había dado por sentada. Comprobé las ventanas y recorrí con tiento el perímetro de la estancia. Nada. Entré en el cuarto de baño e inspeccioné la ventana. Con un cortavidrios habían practicado una pequeña abertura cuadrada encima mismo del pestillo. Estaba claro que habían utilizado esparadrapo para impedir el ruido del vidrio al romperse o al caer. Aún había rastros de pegamento allí donde había estado el esparadrapo. La mampara de tela metálica estaba levantada por una esquina. Sin duda la habían doblado por allí y luego la habían enderezado. Habían hecho el trabajo con pericia, tanto que habrían podido transcurrir semanas sin que lo descubriera. El agujero era lo bastante grande para descorrer desde fuera el pestillo de la ventana y abrirla para entrar y salir. En dicha ventana hay una cortina y, con todo en su sitio, el agujerito del vidrio ni siquiera se veía.

Volví a la otra estancia e hice una inspección a fondo. Al parecer no faltaba nada. Presentía sin embargo que alguien había introducido una mano furtiva entre la ropa doblada de la cómoda y en los ficheros, dejándolo todo como estaba, pero ligeramente desordenado. Me reventó aquello. Me reventaron la astucia y el cuidado con que se había hecho todo, la satisfacción que el intruso había tenido que sentir al cumplir su cometido con eficacia. ¿Y con qué objeto? Que me maten si era capaz de echar nada en falta. Yo no tengo nada de valor y los ficheros no tienen mucha importancia. Casi todos los expedientes que guardaba en casa pertenecían a casos cerrados y en cuanto a las notas sobre Elaine Boldt, las tenía en el despacho. ¿Qué más obraba en mi poder que pudiera interesar a nadie?

Lo que por otra parte me torturaba era la sospecha de que pudiera ser obra de Pat Usher. Si aparte de ser una salvaje era capaz de conducirse con astucia y sigilo, era mucho más peligrosa de lo que había pensado. Llamé a una cerrajera y quedó en que pasaría más tarde a cambiar todas las cerraduras. El cristal de la ventana lo podía cambiar yo sola. Tomé un par de medidas de urgencia y salí a la calle. Por suerte, no me habían forzado la puerta del coche, aunque no me gustó la idea de que alguien quisiera hacer aquello también. Saqué la 32 de la guantera y me la guardé en los riñones, entre el pantalón y la camisa. Por el momento tendría que guardarla bajo llave en el archivador del despacho. Estaba relativamente convencida de que el despacho era un lugar seguro. Puesto que estoy en el primer piso y el balcón se ve desde los cuatro puntos cardinales, pensaba que nadie iba a arriesgarse a forzar aquella entrada. El edificio se cierra por la noche y la puerta del vestíbulo es un bloque sólido de roble de cinco centímetros de grosor, con una cerradura de doble llave que sólo podría abrirse con una sierra eléctrica. Sin embargo, seguía llena de aprensiones cuando dejé el coche en el parking de detrás y acabé subiendo de dos en dos los peldaños de la escalera trasera. No me tranquilicé hasta que abrí la puerta del despacho y comprobé que allí no había estado nadie.

Guardé la pistola y cogí el expediente de Elaine Boldt. Pasé a máquina más notas y actualicé todos los detalles. Por dentro me seguía sulfurando la idea de que en mi casa se hubiera colado un intruso. Habría tenido que avisar a la policía, pero no quería interrumpirme. Traté de concentrarme en lo más inmediato. Había muchas preguntas sin respuesta y ni siquiera sabía cuáles eran las decisivas en aquel momento. Por ejemplo: ¿por qué Pat Usher se había marchado tan bruscamente después de mi primer viaje a Boca? La intuición me decía que, una vez enterada de que yo buscaba a Elaine, no había tenido más remedio que renunciar a sus planes. Sospechaba que había venido a Santa Teresa y que había sido ella quien había entrado subrepticiamente en casa de Tillie para llevarse el fajo de facturas y recibos. Pero ¿con qué objeto? Las facturas no habían dejado de recibirse y si alguna información útil podía obtenerse analizándolas a fondo, sólo restaba esperar a que llegara la siguiente remesa. Pero también contaba con lo que Mike había visto la noche del asesinato de su tía. No sabía muy bien qué significado atribuirle, en el caso de que tuviera alguno. Entre el momento en que, según su versión, se había producido la muerte de Marty Grice y la hora en que su marido y su cuñada decían haber hablado con ella, había una diferencia de treinta minutos y éste era un dato que seguía sin aclararse. ¿Estaban Leonard y Lily confabulados? También estaba el pequeño detalle aportado por la vecina, May Snyder, que había oído martillazos en casa de los Grice aquella noche. Orris juraba que estaba sorda y que lo confundía todo, pero no estaba dispuesta a descartarla como testigo tan a la ligera.

Sonó el teléfono, di un respingo y cogí el auricular de manera automática. Era Jonah. Ni siquiera se molestó en identificarse. Sólo dijo:

– He recibido contestación del Registro de Vehículos de Tallahassee. ¿Quieres echarle un vistazo?

– En seguida estoy ahí -dije, colgué y salí.

Jonah me esperaba en el vestíbulo de Jefatura, cruzamos las puertas de seguridad y me condujo por el pasillo que lleva a Personas Desaparecidas.

– ¿Cómo es que te han respondido tan rápidamente? -pregunté. Me abrió la puerta para que pasara y entré en la zona de los calabozos, donde Jonah tenía el escritorio. Esbozó una ligera sonrisa.

– Pues porque para asuntos así los policías somos mucho más eficaces que los detectives privados -dijo-. Tenemos acceso a cierta información que vosotros no podríais ni oler.

– ¡Oye, fui yo quien envió la solicitud! Es información pública. No la puedo conseguir tan aprisa como tú, pero iba por buen camino y tú lo sabes.

– No te acalores -dijo-. Era una broma.

– Muy original. Enséñamelo -dije, alargándole la mano.

Me dio un dibujo hecho con ordenador, una reproducción electrónica de un permiso de conducir extendido en enero a nombre de Elaine Boldt, domiciliada en la comunidad de propietarios de Florida. Contemplé la foto de la mujer que me devolvía la mirada y lancé un «¡ah!» imprevisto e involuntario. Conocía aquella cara. Era Pat Usher: los mismos ojos verdes, el mismo pelo cobrizo. Había algunas diferencias palpables. Yo la había visto después de sufrir un accidente de tráfico, cuando aún tenía la cara hinchada y con moraduras. El parecido, sin embargo, era manifiesto. Por San Dios que lo era.

– Ya la tengo -dije-. ¡Ya la tengo, yu-juuuuu!

– ¿A quién?

– Pues no lo sé aún. Ella dice que se llama Pat Usher, pero sin duda es un nombre falso. Apuesto lo que quieras a que Elaine Boldt está muerta. Pat tenía que saberlo, de lo contrario no habría tenido ovarios para solicitar un permiso de conducir a nombre de Elaine Boldt. Ha vivido en el piso de ésta desde que desapareció. Ha utilizado sus tarjetas de crédito y probablemente ha metido mano en alguna cuenta corriente. Mierda. ¿Podemos pedir información a los archivos centrales de la Dirección General de la Policía? Este organismo podía suministrarnos información sobre Pat Usher en cuestión de segundos.

– El ordenador acaba de ser desconectado. Acabo de comprobarlo. Me sorprende que no lo pensaras antes.

– Antes no tenía los datos exactos. Contaba con un nombre, pero no con información numérica. Ahora sé la fecha de nacimiento. ¿Puedo hacer una fotocopia?

– Quédatelo -dijo con dulzura-. Yo ya tengo una fotocopia para mis ficheros. ¿Por qué crees que la fecha de nacimiento es auténtica?

– Es sólo una corazonada. Aun en el caso de que el nombre sea falso, lo lógico es que utilizara la fecha de nacimiento auténtica. Ha tenido que inventarse un montón de cosas, ¿para qué complicarse la vida y falsear también esto? Es muy lista. No creo que haya tomado más precauciones de las necesarias. -Inspeccioné la reproducción acercándola a la luz-. Mira esto. Han puesto una cruz en la casilla que dice «lentes de corrección». Asombroso. Tiene que llevar gafas para conducir. Qué fuerte, ¿no? Fíjate en la información que tenemos ya. Estatura, peso. Bueno, parece cansada en la foto. Y mira lo gorda que está. Fíjate en las bolsas que tiene debajo de los ojos. Habrías tenido que oírla cuando hablé con ella en Florida. Es de un creído…

Se había sentado en el borde de la mesa y me sonreía, al parecer porque le hacía gracia mi emoción.

– Bueno, me alegro de haberte sido útil -dijo-. Voy a estar fuera de la ciudad un par de días y ha sido una suerte que esto haya llegado a tiempo.

Me fijé en su expresión por primera vez. Había algo de rigidez en su sonrisa y un poco de preocupación en su actitud.

– ¿Vas a tomarte unas vacaciones? -le pregunté.

– Sí, más o menos. Camilla tiene problemas con una de las niñas y he pensado que es mejor ir personalmente. No es un gran plan, pero ya sabes cómo están las cosas.

Mientras lo miraba me puse a interpretar lo que acababa de decir. Camilla había chascado los dedos y él perdía el culo por verla. Las niñas, y un jamón.

– ¿Qué ocurre? -dije.

Hizo un gesto vago y me contó una historia inacabable sobre mojar la cama, pesadillas, consultas a un psiquiatra infantil que había recomendado una sesión con toda la familia. Yo decía aja, aja, sin entender siquiera a cuál de las niñas se refería. Hasta había olvidado sus nombres. Bueno, sí, Courtney y no sé qué.

– Estaré de vuelta el sábado, te daré un toque. Si te viene bien, podríamos volver allá arriba para pegar unos cuantos tiros -dijo y sonrió otra vez.

– Sí, sería estupendo -dije, devolviéndole la sonrisa.

Estuve a punto de sugerirle que se trajera una foto de Camilla para que nos sirviera de blanco, pero contuve la lengua. Sentí un poco de tristeza, lo cual me sorprendió un montón. Ni siquiera me había ido a la cama con él… vamos, es que ni se me había ocurrido (bueno, quizás en algún momento). Pero ya había olvidado cómo son los hombres casados, hasta qué punto siguen casados aunque la «ex» viva en otra ciudad… sobre todo cuando la «ex» vive en otra ciudad. La cosa era mucho más sencilla porque ya había sospechado yo que aquella «ex» en concreto no había perdido los papeles todavía. En cualquier caso, a él se le estaban acabando las cenas congeladas y ella había tenido que darse cuenta ya de que había muy pocas oportunidades en el país de los sinpareja. Advertí de pronto que empezaba a preocuparme por mí misma también.

– Bueno. Será mejor que siga con lo mío. Muchas gracias. Me has hecho un gran favor.

– A mandar -dijo-. Si necesitas algo, Spillman estará a cargo de esto mientras yo esté fuera. Le daré instrucciones para que sepa de qué va, pero quiero que tengas cuidado. -Me apuntó con el índice como si fuera una pistola.

– No te preocupes. No me arriesgo a menos de que sea necesario -dije-. Espero que las cosas se arreglen en el norte. Hablaremos cuando vuelvas.

– Claro que sí. Buena suerte.

– Lo mismo te digo. Saluda a las niñas de mi parte. -Fue una imbecilidad. Ni las conocía ni era capaz de acordarme del nombre de la otra. ¿Sarah? Empujé la puerta.

– Kinsey. -Me volví-. ¿Dónde tienes aquel sombrero que llevabas? Me gustaba. Deberías llevarlo puesto siempre.

Sonreí, me despedí con la mano y me fui. No necesitaba consejos sobre cómo vestirme.

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