Capítulo 2

Al volver al despacho hice una visita a la Biblioteca Municipal. Entré en la sala de libros de consulta, cogí la guía telefónica de Boca Ratón y comparé la dirección de Elaine Boldt que me habían dado con la que figuraba en el listín. No había duda, ambos números de teléfono coincidían. Tomé nota de la dirección y teléfono de sus vecinos más próximos. Por lo visto había bastantes edificios en la zona y supuse que se trataba de una «comunidad planificada» por los cuatro costados. Había una oficina central que coordinaba la venta de toda clase de artículos, un teléfono de información sobre canchas de tenis, un balneario, y un complejo dedicado al ocio y el entretenimiento. Tomé nota de todo para ahorrarme desplazamientos inútiles.

Al llegar al despacho, abrí un informe a nombre de Elaine Boldt en el que consigné el tiempo invertido en el caso hasta el momento y detallé la información que obraba en mi poder. Llamé al número de Florida, dejé que el teléfono sonara treinta veces y a continuación llamé a la oficina central de ventas de la comunidad de Boca Ratón. Me dijeron que el administrador del edificio de Elaine Boldt se llamaba Roland Makowski y que vivía en el apartamento 101. Respondió al primer timbrazo.

– Makowski.

Le conté con la máxima brevedad quién era yo y por qué quería localizar a Elaine Boldt.

– Pues no ha venido este año -dijo-. Acostumbra a estar aquí por esta época, pero probablemente hizo otros planes.

– ¿Está usted seguro?

– Bueno, yo no la he visto. Recorro el edificio entero un día sí y otro también y no he visto ni rastro de ella. Es lo único que puedo decirle. Vamos -añadió-, cabe la posibilidad de que esté aquí, pero siempre tendría que estar justamente donde yo no estoy. Una amiga suya, Pat, sí se encuentra aquí, pero me dijo que la señora Boldt se marchó a otro sitio. A lo mejor le dice a usted dónde. Le da por tender las toallas en el balcón y está prohibido. Un balcón no es un tendedero y se lo dije. Me despidió con cara de pocos amigos.

– ¿Puede decirme su apellido?

– ¿Qué?.

– El apellido de Pat. La amiga de la señora Boldt.

– Ah. Sí, claro.

Aguardé unos instantes.

– Tengo papel y lápiz -dije.

– Ah. Se llama Usher. Como los de los cines [1]. Me dijo que había alquilado el piso. ¿Cómo dijo que se llamaba usted?

Volví a darle mi nombre y el teléfono de mi despacho, por si quería llamarme. La charla no resultó ser muy provechosa. Pat Usher parecía ser el único eslabón con el paradero de Elaine Boldt y era esencial que hablase con ella lo antes posible. Volví a llamar al teléfono de Florida y dejé que sonara hasta que los timbrazos me pusieron nerviosa. Nada. Si Pat Usher estaba aún en aquel piso, se negaba en redondo a coger el teléfono.

Consulté la lista de vecinos que yo misma había hecho y llamé a un tal Robert Perreti, que al parecer vivía al lado. No respondió nadie. Llamé a otra vecina, que también vivía al lado, y, como buena ciudadana, dejé que el teléfono sonara sólo diez veces, que es lo que la telefónica aconseja. Por fin respondió alguien, una señora bastante mayor, a juzgar por la voz.

– ¿Sí? -Parecía enferma y a punto de llorar. Sin darme cuenta, le respondí en voz alta y separando mucho las palabras, como si me dirigiera a una persona medio sorda.

– ¿La señora Ochsner?

– Sí.

– Me llamo Kinsey Millhone. Llamo desde California y estoy tratando de localizar a la señora que vive en el piso de al lado, en el apartamento 315. ¿Sabe usted por casualidad si está en casa? Acabo de llamarla, el teléfono ha sonado treinta veces y no ha respondido nadie.

– ¿Le pasa a usted algo en los oídos? -preguntó-. Si sigue hablándome a gritos no voy a entender nada.

Me eché a reír y hablé con voz normal.

– Perdone -dije-. No sabía si oía usted bien.

– Oigo perfectamente. Tengo ochenta y ocho años y no puedo dar un paso sin ayuda, pero no me ocurre nada en los oídos. Los treinta timbrazos que usted dice los he oído a través del tabique; me hubiera dado un ataque de nervios si hubieran continuado.

– ¿Sabe si está Pat Usher? Acabo de hablar con el administrador del edificio y me ha dicho que sí.

– Desde luego que está. Lo sé porque hace unos momentos he oído que daba un portazo. ¿Y qué es lo que quiere usted, si no es impertinencia preguntarlo?

– Bueno, en realidad quiero localizar a Elaine Boldt, pero tengo entendido que no ha ido este año.

– Es verdad y me sentí muy desilusionada. Ella, yo, Ida Rittenhouse y la señora Wink solemos jugar al bridge por parejas, pero no hemos podido jugar ni una sola partida desde las navidades. Ida no soporta estas cosas y se pone muy alterada.

– ¿Tiene usted idea de dónde puede estar la señora Boldt?

– No, y tengo la impresión de que la mujer que vive en su apartamento está a punto de mudarse. Las normas de la comunidad no permiten tener inquilinos y me sorprendió que Elaine lo hiciera. Nos quejamos en firme en la reunión de propietarios y creo que el señor Makowski le ha dicho que desaloje el piso. La mujer se niega, como es lógico, porque dice que el contrato que firmó con Elaine no vence hasta fines de junio. Si quiere hablar con ella personalmente, le sugiero que venga cuanto antes. La he visto subir con cajas de la tienda de licores y sospecho que… bueno, la verdad es que deseo que esté haciendo el equipaje en este momento.

– Gracias. Es posible que vaya. Me ha sido usted de mucha ayuda. Si hago el viaje, le haré una visita.

– Seguro que no sabe usted jugar al bridge, ¿verdad, querida? Durante estos últimos seis meses no hemos podido hacer otra cosa que jugar al tresillo y el lenguaje de Ida es cada vez más barriobajero. A la señora Wink y a mí se nos agota ya la paciencia.

– Bueno, no he jugado nunca, pero podría intentarlo -dije.

– A centavo el punto -dijo con precipitación y me eché a reír.

Llamé a Tillie. Parecía sin aliento, como si hubiera corrido para contestar.

– Hola, Tillie -dije-. Soy yo otra vez, Kinsey.

– Acabo de volver del mercado -dijo con voz entrecortada-. Espere a que recupere el aliento. ¡Uff! ¿Qué puedo hacer por usted?

– Creo que tengo que empezar a actuar. Quisiera echar un vistazo al piso de Elaine.

– ¿Por qué? ¿Ha pasado algo?

– Bueno, en Florida dicen que no está allí, o sea que hay que averiguar a qué otro sitio ha ido. ¿Me dejará usted entrar si voy ahora?

– Claro que sí. Estoy desempaquetando la compra y eso lo hago en menos que canta un gallo.

Volví a la comunidad, la llamé por el interfono, me abrió y se reunió conmigo ante el ascensor con la llave del piso de Elaine. Le conté los detalles de la charla que había sostenido con el administrador de la finca de Florida mientras subíamos al primer piso.

– Entonces, ¿nadie la ha visto allí? Bueno, pues algo malo ha pasado -dijo-. De todas todas. Sé que se marchó y sé, sin lugar a dudas, que tenía intención de ir a Florida. Yo estaba en la ventana cuando el taxi se detuvo en la puerta, sonó el claxon y la vi subir. Llevaba el abrigo bueno de piel y un turbante de piel que hacía juego. Iba a hacer el viaje de noche, no le gustaba, pero como no se sentía bien, pensó que el cambio de clima la beneficiaría.

– ¿Estaba enferma?

– Bueno, ya sabe usted cómo es la gente. Sufría una especie de resfriado, sinusitis, alergia, o lo que fuera. No quiero criticarla, pero era un poco maniática. Me llamó y me dijo que había pensado tomar el avión inmediatamente, como si se hubiera decidido en aquel mismo instante. En realidad no tenía previsto viajar hasta dos semanas después, pero como el médico le dijo que podía sentarle bien, supongo que reservó una plaza en el primer vuelo disponible.

– ¿Sabe si utilizó los servicios de alguna agencia de viajes?

– Estoy casi segura de que sí. Probablemente los de alguna de los alrededores. Como no sabía conducir, solía ir a los establecimientos más próximos para no tener que andar mucho. Ya hemos llegado.

Tillie se había detenido ante el apartamento número 9, en el primer piso, y que se encontraba justamente encima del suyo. Abrió la puerta y me hizo pasar. Estaba a oscuras, con las cortinas corridas y el aire se notaba cargado. Tillie cruzó la sala de estar y abrió las cortinas.

– ¿No ha entrado nadie desde que se marchó? -pregunté-. ¿La señora de la limpieza, el lampista, el electricista?

– Que yo sepa, no.

Hablábamos como si estuviéramos en una biblioteca pública o en un hospital, pero ya se sabe que estar en casa ajena cuando no se debe estar pone nervioso a cualquiera. Incluso sentía en las tripas unos retortijones de bajo voltaje. Hicimos un rápido recorrido por la casa y Tillie dijo que todo le parecía normal. Nada que llamara la atención. Nada que no estuviera en su sitio. Nos despedimos, ella se fue por su lado y yo me quedé un rato más para rematar bien las cosas.

El piso hacía esquina y tenía ventanas a ambos lados de la fachada. Estuve un minuto mirando la calle. No pasaba ningún vehículo. Abajo, apoyado en un coche inmóvil, había un joven con el pelo cortado como un indio mohawk. Llevaba afeitada la parte inferior de los parietales, como un condenado a muerte, y la franja de pelo restante se erguía con tieso orgullo como el seto continuo y marchito que discurre por el centro de las autopistas. Lo llevaba teñido de un matiz rosa que no veía desde que las bragas de colores habían pasado de moda. Tendría dieciséis o diecisiete años, vestía pantalones de paracaidista de color rojo subido, con la pernera remetida en unas botas de combate, y una camiseta naranja que ostentaba en la pechera una inscripción que no alcancé a descifrar desde donde me encontraba. Lo observé mientras liaba y encendía un porro.

Me desplacé hasta las ventanas laterales, que hacían ángulo con las ventanas de la planta baja de la pequeña casa de madera que había al lado. El fuego se había ensañado con la techumbre, cuyos aleros se asemejaban a la raspa de un pescado demasiado hecho. La puerta se había condenado con tablas y los vidrios de las ventanas estaban rotos, al parecer por efecto del calor. Un rótulo de SE VENDE se había clavado en la hierba seca y parecía una lápida floja. Una vista realmente embriagadora para un piso de propiedad que a mi juicio tenía que haberle costado a Elaine más de cien mil dólares. Me encogí de hombros y entré en la cocina.

Las tablas y electrodomésticos despedían brillos cegadores. El suelo, por lo visto, se había fregado y encerado. La alacena estaba llena de latas ordenadas, entre ellas varias de 9-Lives Beef y Liver Platter para gatos. Los distintos compartimentos del frigorífico estaban vacíos, salvo los de la puerta, donde vi las aceitunas en adobo, las mostazas y las mermeladas de costumbre. La cocina estaba desenchufada y el cable colgaba sobre el reloj del aparato, que marcaba las ocho y veinte. En el cubo de plástico de la basura, bajo el fregadero, habían puesto una bolsa vacía de papel marrón con el borde limpiamente doblado. Era como si Elaine Boldt hubiera preparado el piso a conciencia para una ausencia prolongada.

Salí de la cocina y me dirigí al recibidor. La distribución parecía idéntica a la del piso de Tillie. Recorrí un corto pasillo y vi a mi derecha un lavabo pequeño con una pila de mármol en forma de concha, apliques chapados en oro y azulejos deslumbrantes en una de las paredes. No había nada en la pequeña papelera de mimbre que había debajo de la pileta, salvo un puñado de pelo castaño grisáceo que colgaba de un costado y que parecía el típico ovillo que se forma cuando se limpia un peine.

Enfrente del lavabo había un pequeño estudio amueblado con un escritorio, un televisor, un sillón tapizado y un sofá cama. En los cajones de la mesa estaban los bolígrafos, clips, tarjetas y carletas de costumbre, y por el momento no vi razón alguna para examinarlos de cerca. Encontré la cartilla del seguro de la propietaria y tomé nota del número. Abandoné el estudio y accedí al dormitorio principal, que contaba con un cuarto de baño adjunto.

Como las cortinas estaban echadas, el dormitorio tenía un aspecto lúgubre, pero todo parecía estar en orden también allí. A la derecha había un cuarto ropero lo bastante grande como para ponerlo en alquiler. Estaban vacías algunas de las perchas, y entre las prendas ordenadas en los estantes vi huecos donde sin duda había habido otros objetos. En un rincón vegetaba una maleta pequeña, uno de esos caros maletines de diseño que ostentan el nombre de otra persona rodeado de ringorrangos.

Inspeccioné al azar los cajones del ropero. En unos había jerséis de lana todavía metidos en las bolsas de plástico de la lavandería. En otros no había más que bolsitas de esencia que parecían diminutos cojines perfumados. Lencería. Algo de bisutería.

El baño principal era grande y estaba en orden, y en el botiquín no había nada, excepción hecha de un par de frascos de pastillas normales y corrientes. Volví a la puerta y me quedé contemplando el dormitorio. Allí no había nada que indicara o sugiriese juego sucio, precipitación, allanamiento de morada, vandalismo, enfermedad, suicidio, alcoholismo, drogadicción, desorden u ocupación reciente. Hasta la pátina de polvo doméstico que cubría las superficies brillantes parecía estar intacta.

Salí y cerré a mis espaldas. Bajé en el ascensor al piso de Tillie y le pregunté si tenía alguna foto de Elaine.

– Creo que no -dijo-, pero si quiere puedo describírsela. Tiene más o menos mi peso y estatura, es decir, sesenta kilos y un metro con sesenta y cinco. Tiene mechas rubias y lleva el pelo echado hacia atrás. Ojos azules. -Se interrumpió-. Un momento, creo que tengo una foto. Acabo de acordarme. Espere.

Desapareció por la salita y al cabo de unos instantes volvió con una instantánea Polaroid. Tenía un sombreado naranja y se pegaba a los dedos. En ella había dos mujeres en un patio; era una foto de cuerpo entero que se había tomado tal vez a una distancia de siete metros. Imaginé en el acto quién era Elaine, la vestida elegantemente con unos pantalones de buen corte y que sonreía con satisfacción. La otra estaba algo gorda de cintura, llevaba gafas de montura de plástico azul y un peinado que parecía un casco de quita y pon. Tendría cuarenta y tantos años y, preocupada por su imagen, hacía guiños al sol.

– La foto es del otoño pasado -dijo Tillie-. Elaine es la de la izquierda.

– ¿Y la otra?

– Marty Grice, una vecina nuestra. Fue espantoso. La mataron… figúrese, hace unos seis meses. Y parece que fue ayer.

– ¿Qué pasó?

– Bueno, según la policía, sorprendió a un ladrón cuando trataba de entrar en la casa. Parece que la mató allí mismo y que quiso incendiar la casa para ocultarlo. Fue horrible. ¿No lo leyó en la prensa?

Negué con la cabeza. A veces atravieso épocas en que no leo ni un solo periódico, pero hacía un minuto que había visto la casa contigua con el techo quemado y las ventanas rotas.

– Lástima -dije-. ¿Le importa si me la quedo?

– Claro que no.

Volví a mirarla. La foto tenía algo turbador, ya que reproducía un momento no muy lejano en que las dos mujeres sonreían con naturalidad, ignorantes de los sinsabores que el futuro les deparaba. Ahora una de ellas estaba muerta y la otra en paradero desconocido. No me gustaban las mezclas tan fuertes.

– ¿Eran buenas amigas Elaine y esta mujer? -pregunté.

– La verdad es que no. Jugaban al bridge de tarde en tarde, pero por lo demás no se trataban mucho. Elaine es algo huraña y reservada con casi todo el mundo. Marty solía reaccionar con brusquedad y nerviosismo. No es que la pusiera como un trapo cuando hablaba conmigo, pero recuerdo que a veces la criticaba. Elaine se considera poco menos que una reina, esto es algo que nadie puede poner en duda, y no entiende que no todo el mundo tiene la posibilidad de vivir tan bien como ella. El abrigo de piel, por ejemplo. Sabía que Leonard y Marty tenían apuros económicos; pues ella se ponía el abrigo para jugar al bridge. Para Marty era como agitar un trapo rojo delante de un toro.

– ¿Se refiere usted al abrigo que llevaba cuando la vio por última vez?

– Sí, al mismo. Un abrigo de lince de doce mil dólares, con un gorro que hace juego.

– La caraba -dije.

– Pues es precioso. Daría cualquier cosa por un abrigo así.

– ¿No recuerda nada más en relación con la partida de la señora Boldt?

– Yo diría que no. Llevaba poco equipaje de mano, una bolsa, creo; el taxista bajó lo demás.

– ¿Se acuerda del nombre de la empresa del taxi?

– La verdad es que no me fijé, pero ella solía llamar a Taxis Urbanos y Raya Verde, a veces también a La Mejor, aunque no le caía bien. Ojalá pudiera serle de más utilidad. Pero dígame: si se fue camino de Florida y nunca llegó a Florida, ¿adonde fue?

– Es lo que quiero averiguar -dije.

Le sonreí de un modo que esperaba fuese esperanzador, aunque me sentía intranquila.

Volví al despacho y calculé por encima los beneficios acumulados hasta el momento; unos setenta y cinco dólares por el tiempo empleado con Tillie y el tiempo que había pasado en el piso de Elaine, más el tiempo que había invertido en la Biblioteca y al teléfono, amén del importe de las conferencias. Conozco detectives que llevan a cabo toda una investigación sin moverse del teléfono, pero no me parece sano. Hay demasiados engaños, demasiadas cosas que se pasan por alto cuando no se habla con la gente en persona.

Llamé a una agencia de viajes y reservé un billete para Miami, ida y vuelta. Si tomaba un avión nocturno y aguantaba sin comer, beber ni ir al lavabo, el importe de cada trayecto me salía por 95 dólares. Reservé igualmente un coche de alquiler barato en el punto de destino.

Faltaban horas para que despegara el avión, así que me fui a casa e hice footing a lo largo de cinco kilómetros; luego metí en el bolso el dentífrico y el cepillo de dientes… y equipaje hecho. Tendría que localizar la agencia de viajes de Elaine y averiguar qué avión había tomado, y si había reservado alguna plaza para Méjico o las islas del Caribe. Mientras, esperaba dar con la amiga que tenía Elaine en Florida; pero tendría que ser antes de que huyese del gallinero y se llevara consigo la única pista que tenía yo para conocer el paradero de Elaine.

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