Capítulo 5

A las dos y ocho minutos de la madrugada sonó el teléfono. Descolgué automáticamente, con la mente en blanco a causa del sueño.

– Kinsey Millhone. -Se trataba de un hombre y hablaba con indiferencia, como si hubiese consultado al azar la guía telefónica. Intuí que era policía, no sé por qué. Todos hablan igual.

– Sí, yo soy. ¿Quién llama?

– Señorita Millhone, soy Benedict, agente de servicio de la policía de Santa Teresa. Acaban de avisarnos de que ha habido un 594 en Vía Madrina, número 2.097, primera puerta, y una señora que se llama Tillie Ahlberg no deja de preguntar por usted. ¿Podría echarnos una mano? Está con ella una de nuestras agentes, pero quiere verla a usted, y le agradeceríamos su cooperación.

Me incorporé apoyándome en un codo mientras se me calentaba un puñado de neuronas.

– ¿Qué es un 594? -dije-. ¿Daños intencionados?

– Sí, señora.

Estaba claro que el agente de servicio Benedict no quería arriesgarse a dar demasiados detalles.

– ¿Tillie está bien? -pregunté.

– Sí, señora. Está ilesa, pero trastornada. No queremos molestarla, pero el teniente nos ha autorizado a llamarla.

– Estaré ahí dentro de cinco minutos -dije y colgué.

Aparté el edredón, cogí los téjanos y el suéter y me puse las botas sin levantarme siquiera del sofá. Suelo dormir desnuda con el edredón porque es mucho más sencillo que abrir el sofá cama. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes, me mojé la cara, me ordené las mechas indómitas con los dedos mientras cogía las llaves y salí en busca del coche. Por entonces ya estaba totalmente despejada y me preguntaba por aquel 594 de que había hablado el agente. Era evidente que Tillie Ahlberg no era la autora del delito, de lo contrario habría pedido un abogado.

La noche era fría, la niebla había avanzado desde la playa hasta invadir media ciudad y las calles vacías estaban cubiertas por una bruma tenue. Los semáforos cambiaban puntualmente del rojo al verde y del verde al rojo, aunque no había tráfico y me los saltaba siempre que podía. Había una lechera delante del número 2.097 y estaban encendidas todas las luces del piso que tenía Tillie en la planta baja, aunque por lo demás todo parecía estar en orden; no había luces rojas dando vueltas ni vecinos concentrados en la acera. Me anuncié por el interfono y me abrieron. Crucé la puerta, dejando el ascensor a mi derecha, y avancé aprisa por el pasillo hasta el final, donde se encontraba el piso de Tillie. Había gente en bata y pijama ante la puerta, y un agente de uniforme les instaba a volver a la cama. Al verme, avanzó hacia mí con las manos en las caderas, como si no supiese qué hacer con ellas. Parecía como si aún le pidieran la documentación cada vez que entraba en un bar a tomar una copa, aunque de cerca distinguí en su cara los estragos del tiempo: patas de gallo y cierto aflojamiento de la tersa piel de la mandíbula. Tenía ojos de persona mayor e intuí que había visto más miserias humanas de las que podía encajar.

Le tendí la mano.

– ¿Es usted Benedict?

– Sí, señora -dijo, estrechándomela-. Y usted es la señorita Millhone, supongo. Encantado de conocerla. Y gracias por venir. -Su apretón fue firme, pero de corta duración. Hizo un ademán con la cabeza hacia el apartamento de Tillie, cuya puerta estaba entornada-. Puede pasar, si lo desea. La agente Redfern está con ella, tomando nota de los detalles.

Le di las gracias, entré en el piso y eché un vistazo a mi derecha. Por la salita parecía haber pasado un huracán. Me detuve unos momentos a contemplar el panorama. ¿Vandalismo en un lugar como aquél? Entré en la cocina. Tillie estaba sentada a la mesa con las manos hundidas entre los muslos, mientras las pecas resaltaban en su pálida faz como granos de pimienta roja. Una agente uniformada, de unos cuarenta años, estaba sentada igualmente a la mesa y tomaba notas. Tenía el pelo rubio y muy corto, y en la mejilla un antojo en forma de pétalo de rosa. Según su chapa, se llamaba Isabelle Redfern y hablaba con Tillie en voz baja y apremiante, como quien trata de convencer a un suicida de que no salte desde el puente.

Cuando Tillie me vio, las lágrimas le brotaron de los ojos y se echó a temblar, como si mi aparición la hubiera autorizado tácitamente a desmayarse. Me arrodillé junto a ella y le cogí la mano.

– Eh, todo va bien -dije-. ¿Qué ha ocurrido?

Quiso hablar, pero de su boca no salió más que un sonido silbante, como cuando se pisa un patito de goma. Hasta que alcanzó a barbotar una respuesta.

– Entró alguien. Desperté y vi a una mujer en la puerta del dormitorio. Dios mío, pensé que me daba un ataque al corazón. Tenía tanto miedo que no podía moverme. Y entonces… entonces empezó a… fue como un zumbido, un silbido, entró corriendo en la sala y empezó a romperlo todo… -Se llevó el pañuelo a la nariz y la boca y cerró los ojos. Cambié una mirada con la agente Redfern. Extraña historia. Pasé el brazo por los hombros de Tillie y le di una pequeña sacudida.

– Vamos, Tillie -dije-, ya ha pasado todo, y está usted a salvo.

– Tenía mucho miedo, mucho miedo. Creí que iba a matarme. Se comportaba como una loca, como una persona que ha enloquecido por completo, jadeando, silbando y revolviéndolo todo. Cerré la puerta del dormitorio, eché el pestillo y llamé al 911. Luego me di cuenta de que ya no se oía nada, pero no abrí hasta que llegó la policía.

– Hizo usted muy bien. Muy bien. Ya sé que tenía mucho miedo, pero hizo usted lo que debía y ya ha pasado todo.

La policía se adelantó.

– ¿Vio bien a la mujer?

Tillie negó con la cabeza y se echó a temblar otra vez. La agente le cogió las manos.

– Respire hondo un par de veces. Relájese. Ya ha pasado todo y no hay que lamentar ninguna desgracia. Respire hondo. Vamos, vamos. ¿Tiene calmantes a mano o alguna bebida alcohólica?

Me incorporé y me acerqué a los armarios de la cocina, cuyas puertas abrí al azar, aunque no vi nada que pareciese licor. Encontré un botecito de vainilla y lo vertí en un tarro para mermelada. Se lo tomó sin mirarlo siquiera.

Empezó a respirar hondo y a calmarse.

– No la había visto en mi vida -dijo con voz algo más tranquila-. Era una loca. Una chiflada. Ni siquiera sé cómo entró. -Se detuvo. El aire olía a rosquillas.

La agente alzó los ojos del cuaderno de notas.

– Señora Ahlberg, no había señales de que se hubiera forzado la puerta. Quienquiera que fuese, tenía llave. ¿Ha dado alguna vez a alguien la llave de su casa? ¿Una asistenta, una persona invitada temporalmente? ¿Alguien que le regase las plantas mientras estaba usted fuera?

Al principio negó con la cabeza, pero de pronto se interrumpió y se quedó mirándome con aprensión inesperada.

– Elaine. Es la única persona que tenía llave. -Se volvió a la agente-. Es la vecina que vive en el piso de arriba. Le dejé la llave el otoño pasado, cuando estuve en San Diego.

Intervine en aquel punto y aporté la información que faltaba: la presunta desaparición de la susodicha y el que su hermana me hubiese contratado.

La agente Redfern se puso en pie.

– Aguarde. Quiero que también lo oiga Benedict.


Cuando Redfern y Benedict terminaron, eran ya las tres y media y Tillie estaba agotada. Le pidieron que acudiera más tarde a Jefatura para firmar la declaración y yo le dije que me quedaría con ella hasta que se recuperase. Cuando por fin se marcharon los dos agentes, nos quedamos mirándonos con abatimiento.

– ¿Pudo tratarse de Elaine? -pregunté.

– Lo ignoro -dijo-. No lo creo, pero estaba oscuro y la cabeza no me regía del todo.

– ¿Qué me dices de la hermana de Elaine? ¿Conoces a Beverly Danziger? ¿O a una mujer llamada Pat Usher?

Negó con la cabeza sin decir palabra. Tenía aún la faz tan blanca como un plato y círculos oscuros bajo los ojos. Volvió a hundir las manos entre los muslos. La tensión la hacía vibrar igual que las cuerdas de una guitarra azotada por el viento.

Entré en la sala de estar e inspeccioné los daños con más atención. La arquimesa de puertas de cristal se había volcado y yacía boca abajo sobre la mesita, que parecía haberse roto a causa del golpe. El sofá estaba destripado y la gomaespuma sobresalía por los boquetes igual que carne cruda. Las cortinas se habían desgarrado. Las ventanas estaban rotas, las lámparas, las revistas y las macetas yacían en una abigarrada confusión de cascotes, agua y papel mojado. Parecía el resultado de un ataque de locura. De locura o de rabia incontrolada, me dije. Tenía que estar relacionado con la desaparición de Elaine. No podía creer que fuera un episodio aislado que por casualidad hubiera coincidido con mi búsqueda. Me pregunté si habría alguna manera de saber dónde había estado Beverly Danziger aquella noche. Con su buen aspecto de oropel y sus parpadeantes ojos azules era difícil imaginarla destrozando todo como una desquiciada, pero ¿cómo podía estar segura? A lo mejor se había dirigido a Santa Teresa nada más salir del manicomio con el alta provisional.

Me esforcé por imaginar lo que sería despertarse a las tantas de la noche y encontrarse ante una loca furiosa. Me estremecí involuntariamente y volví a la cocina. Tillie no se había movido, pero sus ojos se posaron en mi cara con expresión de quien necesita a otra persona.

– Bueno, vamos a arreglar este desorden -dije-. Ni tú ni yo estamos para volver a la cama y no creo que debas hacerlo sola. ¿Dónde están la escoba y el recogedor?

Me señaló el cuarto trastero y a continuación, con un suspiro, se levantó y nos pusimos a trabajar. Cuando hubimos restaurado el orden le dije que quería la llave del piso de Elaine.

– ¿Para qué? -preguntó con temor.

– Quisiera inspeccionarlo. Puede que ella esté allí.

– Voy contigo -dijo en un pronto. Me pregunté sin querer si me iba a ir detrás toda la vida, como el oso Yogui y Bubú. La abracé no obstante y le dije que esperase mientras me acercaba a mi Volkswagen Cucaracha. Negó con la cabeza y me siguió al exterior.

Saqué la automática de la guantera y la sopesé. Era una pistola del 32, sencillota y normal, con empuñadura de cachas de marfil veteado y cargador con capacidad para ocho cartuchos. En la vida del detective privado escasean los tiros y abunda el papeleo, pero hay ocasiones en que, la verdad, no bastan los bolígrafos. Me obsesionaba la posibilidad de que una desquiciada surgiese de las tinieblas y se me echara encima, igual que un murciélago. Puede que una 32 no sea la defensa ideal, pero estoy convencida de que pararía los pies a cualquiera. Me la guardé en el bolsillo posterior de los téjanos y volví al ascensor con Tillie pegada a mis talones.

– Creí que era ilegal esconder un arma así -dijo con nerviosismo.

– Tengo licencia -dije.

– Pero todo el mundo dice que las pistolas son muy peligrosas.

– ¡Pues claro que son peligrosas! Por eso he cogido la mía. ¿Qué quieres que haga? ¿Que entre ahí con un periódico doblado?

Seguía haciéndome comentarios cuando llegamos a la primera planta. Saqué la automática, quité el seguro y la monté, echando hacia atrás el cerrojo. Introduje la llave en la cerradura de Elaine, la giré y empujé la puerta. Tillie se me había cogido de la manga como una niña pequeña. Aguardé unos segundos mientras escrutaba la oscuridad interior con el corazón acelerado. Dentro no había el menor ruido, ningún movimiento. Tanteé en busca del interruptor de la luz, lo accioné y miré rápidamente detrás de la puerta. Nada. Dije a Tillie por señas que se quedase donde estaba y recorrí el piso a toda velocidad, encendiendo luces a mi paso, adoptando posturas de agente secreto cada vez que entraba en una habitación. Hasta donde mi comprensión alcanzaba, no había allí el menor síntoma de que hubiese entrado nadie. Registré los armarios, eché un vistazo bajo la cama y di un suspiro al darme cuenta de que había estado conteniendo el aliento desde que entré. Volví a la puerta de la escalera, hice pasar a Tillie y cerré con llave. Recorrí de nuevo el pasillo y entré en el estudio.

Inspeccioné aprisa el escritorio, revisé los papeles. En el tercer cajón de abajo encontré el pasaporte de Elaine y pasé las hojas. Aún tenía validez y no se había utilizado desde cierto viaje a Cozumel (Méjico), en abril, hacía tres años. Me lo guardé en el bolsillo trasero. Si Elaine estaba aún en circulación, no quería que se sirviera de él para huir del país. Había algo más que me estaba dando golpecitos en el fondo de la cabeza, pero no alcanzaba a adivinar lo que era. Me encogí de hombros y me dije que ya saldría a la superficie en el momento oportuno.

Acompañé a Tillie hasta su puerta.

– Cuando puedas, revisa todo con atención por si te faltase algo -dije-. Cuando vayas a Jefatura, la policía querrá una lista de los objetos robados, en caso de que hayan robado alguno. ¿Tienes algún seguro contra esta clase de atentados?

– No lo sé -dijo-. Tendré que comprobarlo. ¿Quieres un té? -Tenía cara de ansiedad y me cogía la mano con fuerza.

– Tillie, me gustaría quedarme un rato, pero he de irme. Sé que estás intranquila, pero no te sucederá nada. ¿Hay algún vecino que pueda hacerte compañía?

– La mujer del apartamento 6, quizá. Sé que se levanta temprano. La llamaré. Y muchas gracias, Kinsey. De verdad.

– No tiene importancia. Ha sido un placer ayudarte. Hablaremos después. Duerme un poco, si puedes.

La dejé con su expresión compungida y me dirigí al vestíbulo. Entré en el coche, volví a meter la pistola en la guantera y puse rumbo a casa. Mi cabeza era un hervidero de preguntas, pero estaba demasiado cansada para pensar. Cuando me introduje entre los pliegues del edredón, el cielo clareaba ya y el gallo con más iniciativa del barrio anunció la llegada del día.


El teléfono volvió a sonar a las ocho. Estaba ya en esa fase maravillosa y profunda en que el sistema nervioso se vuelve de plomo y nos parece que una extraña fuerza magnética nos ha soldado a la cama. Despertar a una persona en ese momento podría crearle una psicosis en dos días.

– Qué pasa -murmuré. Oí la electricidad estática, pero nada más. Hostia, ¿me habría puesto una conferencia un pervertido para decirme obscenidades?-. ¡Diga!

– Ah, es usted. Creí que me había equivocado de número. Soy Julia Ochsner, de Florida. ¿La he despertado?

– No tiene importancia -dije-. Precisamente soñaba con usted. ¿Qué ocurre?

– Me he enterado de una cosa y pensé que podía interesarle. Creo que esta señora de al lado no le mintió cuando le dijo que Elaine vino hacia aquí en enero, por lo menos hasta Miami.

– ¿De veras? -dije, al tiempo que me incorporaba-. ¿Cómo lo sabe?

– He encontrado el pasaje de avión en la basura -dijo con satisfacción-. No se lo creerá usted, pero se puso a hacer las maletas para marcharse y sacó varias cajas llenas de desperdicios y cosas que no quería. Yo estaba en casa del administrador y al volver vi el pasaje. Estaba encima de todo, medio hundido, y quise saber a nombre de quién se había extendido. Como no me pareció procedente pedírselo, esperé hasta que bajó al parking con un montón de ropa y entonces eché a correr y lo cogí.

– ¿Que echó a correr? -dije con incredulidad.

– Bueno, no fue correr exactamente. Pero apreté el paso. Creo que no se dio cuenta.

– Pero Julia, ¿por qué lo hizo? ¿Y si la hubiera sorprendido en el acto?

– ¿Qué más me da? ¡Me lo he pasado bomba! Cuando volví, me entró tanta risa que tuve que echarme en la cama.

– Entiendo. Pues no puede usted figurarse cómo están las cosas por aquí -dije-. Me han despedido.

– ¿Despedido?

– Más o menos. La hermana de Elaine me dijo que olvidara el asunto por ahora. Se puso nerviosa cuando le propuse que fuéramos a la policía a denunciar la desaparición.

– No lo comprendo. ¿Por qué había de oponerse?

– Ni idea. ¿Cuándo salió Elaine de Santa Teresa? ¿Sabe usted la fecha exacta?

– Parece que el 9 de enero. La vuelta era abierta.

– Bueno, ya hemos conseguido algo. ¿Por qué no me envía el pasaje por correo, si no es mucha molestia? Puede que Beverly se arrepienta.

– ¡Es ridículo! ¿Y si Elaine está en dificultades?

– ¿Y qué quiere que haga yo? Me pagan por obedecer determinadas instrucciones. No puedo ir por ahí haciendo lo que me dé la gana.

– ¿Y si la contratara yo?

Titubeé, un tanto apabullada por la idea, pero no reacia a la misma.

– No sé qué decirle. Podría ponernos en una situación difícil. Nada impide que dé carpetazo a mi relación con ella, pero no podría proporcionarle a usted la información obtenida mientras trabajaba para ella. Tendríamos que empezar desde cero.

– Pero ella no podría impedir que la contratase, ¿verdad? Quiero decir después de que las dos hayan hecho cuentas.

– Mire, es demasiado temprano para ocuparme de estos asuntos, aunque estudiaré la situación y veré a qué conclusión llego. Que yo sepa, puedo hacer lo que me plazca y trabajar para usted siempre y cuando no haya conflicto de intereses. Tendré que hablar con ella para contarle lo que sucede, pero creo que no puede impedírnoslo.

– Estupendo. Adelante, pues.

– ¿Está segura de que quiere gastar su dinero de este modo?

– Desde luego. Tengo de sobra y quiero saber qué le ha pasado a Elaine. Además, me lo estoy pasando como nunca. Sólo tiene que decirme lo que he de hacer.

– Muy bien. Indagaré un poco y la llamaré. Otra cosa, Julia: cuídese mientras tanto -dije, pero me respondió con una carcajada.

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