Capítulo 26

La llave se introdujo en la cerradura y sentí un trallazo en la cabeza. El miedo se apoderó de mí como una descarga eléctrica y el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que noté las palpitaciones en el cuello. Mi única ventaja consistía en que yo sabía que ellos estaban allí, mientras que ellos ignoraban mi presencia.

Cogí la linterna y me coloqué bajo el brazo los contrapesos envueltos en plástico. Me puse en movimiento y a calcular mis posibilidades con un cerebro que sentía lento y enfriado, como sumergido en agua helada. Me tentaba la idea de subir al piso de arriba, pero contuve el impulso. No había allí ningún escondrijo ni medio de acceder al tejado.

Me dirigí hacia la izquierda, hacia la cocina, con los oídos aguzados al máximo. Capté retazos de una conversación en voz baja. Al parecer trataban de orientarse encendiendo una linterna a intervalos. Si Marty no había estado en la casa desde la noche del incendio, puede que estuviera reaccionando ante el espectáculo, asqueada momentáneamente, como yo, al ver aquellas ruinas carbonizadas. No lo sabían aún, pero no tardarían en saberlo. En cuanto vieran la ventana se pondrían a buscarme.

La puerta del sótano estaba entornada, dibujando una raya negra en sentido vertical que destacaba entre las tinieblas del pasillo. Encendí y apagué la linterna en una fracción de segundo, me colé por la abertura y bajé lo más aprisa que pude sin hacer ruido. Sabía que las puertas oblicuas que daban a un lado del patio estaban cerradas con candado, pero por lo menos allí abajo encontraría algún sitio donde esconderme. Eso esperaba.

Seguí bajando y me detuve al pie de las escaleras para orientarme. Oí arriba el roce, el crujido de pasos. Me encontraba en un lugar más oscuro que la boca de un túnel. Me daba la sensación de que las tinieblas se me pegaban a los ojos como un antifaz grueso y negro que ninguna luz pudiera traspasar. Tuve que arriesgarme a encender otra vez la linterna. Aunque llevaba allí muy poco tiempo, el resplandor me deslumbre y tuve que volver la cabeza para protegerme los ojos. Parpadeé para acostumbrarlos a la luz. Dios mío, ¿cómo iba a salir de aquélla?

Hice una inspección rápida, trazando con la linterna una circunferencia completa. Tenía que ocultar los contrapesos y no contaba con mucho tiempo. Puede que me sorprendieran, pero no quería que cogieran el arma homicida, objetivo concreto de su presencia en la casa. Me acerqué a la estufa, voluminosa y apagada, y con un aspecto tan amenazador como un tanque. Abrí la portezuela y metí los contrapesos, encajándolos entre la pared exterior y la caja de los quemadores del gas. Los goznes chirriaron al cerrar la portezuela.

Me quedé helada y alcé los ojos automáticamente, como si pudiera calcular con la vista hasta dónde había llegado el ruido.

Silencio arriba. Tenían que estar ya en el vestíbulo, tenían que haber visto ya lo que había hecho en la ventana. Estarían escuchando por si me oían, del mismo modo que yo estaba atenta a lo que ellos hicieran. En la oscuridad de una casa antigua como aquélla, el ruido puede ser tan engañoso como la voz de un ventrílocuo.

Busqué a toda prisa un lugar donde esconderme. Los recodos y rincones que veía eran demasiado pequeños, demasiado superficiales para que me sirvieran. Oí crujir una viga del techo. No tardarían mucho ya. Ellos eran dos. Se separarían. Uno iría al piso de arriba, el otro bajaría al sótano.

Fui hacia la izquierda, avanzando de puntillas hasta los escasos peldaños de cemento que desembocaban en el mundo exterior. Me agaché, subí arrastrándome y me agazapé en el espacio angosto del final. Quedé con la espalda pegada a las puertas de madera, las piernas encogidas. Puesto que habían cortado la luz general de la casa, tendrían que buscarme con la linterna y cabía la posibilidad de que no me vieran. Esperaba que fuera difícil localizarme allí hecha un ovillo, pero no podía estar segura.

Mientras tanto, lo único que me separaba de la libertad era aquella superficie oblicua de madera que tenía a la espalda. Percibía el aroma del aire húmedo de la noche que se filtraba por las grietas. La dulce fragancia de los jazmines plantados junto a la casa se mezclaba desagradablemente con la fetidez del hollín y la pintura podrida. El corazón me retumbaba en el pecho, la ansiedad me atenazaba con tal fuerza que los pulmones me dolían. Empuñé la linterna como si fuera una porra y reduje la respiración a un hálito mínimo.

Empezó a molestarme un bulto que se me clavaba en el muslo. Eran las llaves del coche. Cambié de punto de apoyo y estiré la pierna derecha con cuidado, temerosa de que la bamba rozara el arenoso cemento del peldaño. Dejé la linterna con la misma precaución en el escalón inferior y saqué las llaves poco a poco, apretando con fuerza el manojo para evitar que tintineasen. Inserto en el llavero había un disco metálico de adorno, del tamaño de una moneda de cincuenta centavos, pero sin reborde, y, de todo lo que tenía al alcance de la mano en aquel lugar, era lo que más se parecía a una herramienta. Pensé con añoranza en la navaja multiuso, en la palanqueta y el martillo metidos en la bolsa de plástico y escondidos en la estufa con los contrapesos.

Palpé con la izquierda la puerta que tenía encima, en busca de las bisagras. La que encontré tenía forma de ala de avión, era plana y tendría unos quince centímetros de longitud. Los tornillos sobresalían de manera irregular, los unos se habían aflojado con el tiempo y los otros se habían caído. Quise utilizar el borde del disco a modo de destornillador, pero la cabeza de los tornillos estaba cubierta de pintura y la muesca que quedaba era demasiado superficial para hacer palanca. Me erguí y empujé hacia arriba. Noté que cedía un poco. Animada por la posibilidad, repasé las llaves y elegí la del Cucaracha, que era más larga que las restantes. La introduje entre la chapa metálica del gozne y la madera e hice presión. Oí un leve chirrido metálico. Si aflojaba un poco la bisagra, tal vez pudiera abrir la puerta a fuerza de empujar. Puse manos a la obra, apretando los labios con tesón para no jadear a causa del esfuerzo.

Me detuve. Lo único que oía era mi respiración, que, con los forcejeos por soltar la bisagra, se había vuelto fatigosa. La madera era de pino, vieja, podrida y blanda. Volví a cambiar de punto de apoyo para ver si conseguía disponer de más espacio para moverme. Crujió la puerta del sótano.

Oí el roce de un zapato en las escaleras.

Oí entonces un jadeo y supe quién lo producía. Giré la cabeza a la derecha, muy despacio. Distinguí el resplandor amarillento de una linterna, de esos cacharrazos del tamaño de una fiambrera y que emiten un haz luminoso semejante al de un faro. Pero tenía las pilas casi agotadas porque la luz que daba era muy tenue. Pese a ello, reconocí a la mujer que había conocido en Florida. Pat Usher… Marty Grice. No tenía buen aspecto. El pelo rojizo parecía no tener vida, sus ojos eran dos agujeros profundos y los pómulos se le pronunciaban excesivamente a causa de la posición de la linterna. Enfocó la pared del fondo. Contuve el aliento mientras me preguntaba si habría alguna posibilidad, por remota que fuese, de que no viera mi escondrijo. Desapareció por unos momentos de mi campo visual.

No me atreví a moverme. Los huesos me dolían a causa de la tensión. Noté que las piernas empezaban a temblarme con esas sacudidas ingobernables que suelen provocar la tensión, los calambres y la necesidad de movimiento. Era el impulso de huir pero al revés, hacia dentro, con el cuerpo inmovilizado y sin ningún alivio ni desahogo en perspectiva.

El haz luminoso giró despacio hacia mí, enfocando todo lo que encontraba a su paso, objeto tras objeto. Iban a descubrirme de un momento a otro e hice lo único que podía hacer. Me lancé hacia lo alto igual que una ballena que emerge a la superficie y empujé las puertas cerradas con tal fuerza que a punto estuvieron de saltar por los aires. Pero no tenía apoyo suficiente y aquella mujer corría demasiado. Me puse en tensión y volví a empujar.

Ella debió de cruzar el sótano como una exhalación. El movimiento ascendente me puso casi en pie y las puertas se elevaron entre crujidos. Resbalé en aquel punto y me di de cabeza contra el peldaño de cemento. El haz luminoso acababa de hacerse a un lado y ahora enfocaba la pared con una luz tan ineficaz como la pantalla de un televisor cuando se han acabado las emisiones. Pero en la densa oscuridad del sótano bastaba para ponerme en desventaja.

Me moví de lado y traté de incorporarme. Se lanzó sobre mí, sujetándose a mis ropas y rodeándome la cabeza con los brazos. Retrocedí, perdí el equilibrio y caí con ella encima. Quise desembarazarme de mi agresora empujándola de costado, rodando por las escaleras y golpeándola contra los escalones. Pero me sujetaba como un pulpo, con tentáculos, ventosas y una boca devoradora. Empezaba a sentirme vencida. Quise clavarle un codo, pero no tenía fuerza suficiente para hacerle daño. Alcé una mano, la cogí del pelo y tiré hacia delante con tanta brusquedad que, arrastrada por su propio peso, aterrizó sobre el hormigón con un gruñido.

Me pareció, alertada por un ruido agudo, que empuñaba algo, pero no tuve tiempo de agacharme. Oí un golpe sordo y nauseabundo. Se había lanzado sobre mí con lo que me pareció el mango de un hacha y me había golpeado con tanta fuerza que no noté ningún dolor al principio. Fue como el intervalo que discurre entre el relámpago y el trueno y me pregunté si se podría calcular la intensidad del dolor por los segundos que tardaba en manifestarse en el desprevenido cerebro. El mango del hacha volvió a abatirse sobre mí, pero esta vez levanté una mano para protegerme la cara y recibí el impacto en el antebrazo. Ni siquiera relacioné el ruido crujiente que oí con el dolor que me sacudió el esqueleto entero. Se me abrió la boca, pero de ella no brotó grito alguno.

Volvió a la carga, los ojos brillantes, la boca crispada por lo que los locos considerarían una sonrisa. Me agaché y esta vez paré el golpe con el hombro. Fue como si me pusieran una plancha al rojo en el costado. Los dedos se me cerraron alrededor del pasamanos. Me sujeté a las escaleras con desesperación. Una nube cegadora me reducía la visión a un punto y supe que cuando se cerrase aquel agujero estaría muerta. Tragué aire a bocanadas y sacudí la cabeza, comprobando con alivio que la oscuridad retrocedía.

Alcé el puño derecho. Me impulsé con un grito y lo descargué con las últimas fuerzas que me quedaban. Di en el blanco y el impacto hizo que el brazo entero me vibrara. Sentí que entre mis nudillos magullados y su cara corría un flujo de dolor y oí que dejaba escapar una queja que me satisfizo. Retrocedió, me lancé sobre ella y le hice una llave con el brazo alrededor del cuello. La giré de costado para derribarla y al mismo tiempo me eché hacia atrás para que no pudiese apoyar los pies. Quedó colgada de su propio peso. Estreché el abrazo para afianzar la presa con que le atenazaba el cuello. Oí una especie de taponazo y durante un segundo creí que le había roto las vértebras. Se desplomó como un saco de patatas. Solté la presa para no caer encima. La miré con la mente en blanco y a continuación levanté la vista. Leonard estaba ante mí, empuñaba una 22 y me apuntaba con ella. Marty emitió un quejido.

– Me has dado a mí, idiota -murmuró con voz ronca.

La mirada de Leonard se posó en ella con estupefacción.

Retrocedí. La bala le había dado en el costado; no era una herida mortal, pero por lo menos le había dado una pequeña lección. Marty estaba ahora de rodillas, con los brazos apretados contra el tórax. Le hacía daño y emitía gemidos breves de protesta y dolor.

Yo estaba sin aliento, y tragaba todo el aire que me cabía en los pulmones, pero sentía con todo la extraña exaltación del triunfo. Había estado a punto de matarla. Unos segundos más y habría convertido en cadáver aquel cuerpo vivo. Leonard no sabía disparar y le había dado a ella, echándolo todo a rodar, pero había sido yo quien había ganado. Iba a romper a reír cuando advertí su expresión.

El júbilo que me inundara durante unos minutos desapareció como por ensalmo y comprendí que volvía a estar en un aprieto. Estaba de pie igual que una estatua. En algún momento había recibido un puñetazo en la boca y notaba el sabor de la sangre. Tanteé con la lengua por si me faltaba algún diente, pero comprobé que tenía la dentadura intacta. No era momento para preocuparse por los posibles chichones, pero eso fue lo que hice.

Trataba de concentrarme, pero me resultaba muy difícil. Tenía unas ganas locas de tumbarme en el suelo junto a Marty, de resoplar como un animal herido que busca la forma de huir arrastrándose para esconderse. No tardaría en ocuparme de Leonard. Ya había transcurrido demasiado tiempo y sabía que estaba perdiendo terreno.

Me miraba con ojos inexpresivos. De todos modos no sabía cómo interpretar su actitud.

– Venga, Leonard. Ya está bien.

No respondió. Me esforzaba por emplear un tono coloquial, como si me pasara parte del día hablando con tipos que querían matarme.

– Estoy cansada y se hace tarde. Vámonos. Marty necesita ayuda.

Mal dicho. Marty pareció recuperarse y se le quedó mirando. Ya no representaba amenaza alguna, pero Leonard titubeaba al borde del abismo, paladeando tal vez, como yo había hecho, la sensación extraña e insólita que produce el trato directo con la muerte.

– Mata a esa puta -murmuró Marty-. ¡Mátala!

Saqué fuerzas de flaqueza y concentré hasta el último gramo de fortaleza que me quedaba. Apretó el gatillo en el momento en que yo saltaba hacia delante, arrastrada por mi propio ímpetu. «¡No!», grité y le di en la rodilla con tanta fuerza que oí un ruido crujiente.

Se desplomó y empezó a quejarse con curiosa musicalidad. La pistola había resbalado en el suelo. Creí que Marty iría en pos de ella, pero se quedó contemplándola mientras yo me agachaba para cogerla. Saqué el cargador y lo miré. Contenía aún cuatro cartuchos. Volví a meterlo, comprobé que el seguro estaba quitado y levanté el arma para tener a los dos a tiro. Leonard se había sentado en el suelo y se mecía. Me miró con furia pasajera.

Estiré el brazo y le apunté a la cara.

– Le mataré si se mueve, Leonard. Últimamente he practicado mucho y soy capaz de abrirle un agujero entre los ojos.

Marty se echó a llorar. Fue un ruido extraño, como el que produciría un niño con dolor de barriga. Leonard se le acercó y la rodeó protectoramente con un brazo.

Yo también deseé que hubiera alguien allí para consolarme. El brazo izquierdo me colgaba igual que una tabla a la que le faltase un perno. Me lo miré y vi que por la manga me corría la sangre que manaba de un agujero del tamaño de un guisante. El muy capullo me ha disparado, pensé aturdida. Sujeté el arma con firmeza con la mano sana y me puse a pedir ayuda a gritos. Fue May Snyder quien al final me oyó y avisó a la policía.


Hace dos días que estoy en el hospital con el brazo izquierdo enyesado. Esta tarde vendrá un ortopédico para mirar las radiografías y decirme qué ejercicios de rehabilitación necesitaré cuando salga. He hablado por teléfono con Julia Ochsner y me ha invitado a pasar el período de recuperación en su casa de Florida. Me garantiza sol y descanso, pero sospecho que lo que quiere es que yo sea el cuarto miembro de sus partidas de bridge.

Mis honorarios ascienden a 1.987,50, pero me ha dicho que no me dará un céntimo hasta que me presente en su casa. Hay que estar al loro con estas ancianitas, son muy duras de pelar, cosa que no me atrevo a decir de mí misma. Me duelen todos los músculos y huesos habidos y por haber. Me miro en el espejo y veo una cara desconocida: boca hinchada, mejillas llenas de moraduras, el puente de la nariz medio aplastado.

Siento también un dolor de otra naturaleza, aunque no sé de qué se compone. Estoy a punto de cerrar este expediente, pero la historia no ha terminado aún. Habrá que esperar, a ver qué deciden los tribunales; he aprendido a ser cautelosa en este sentido. Mientras tanto, miro las palmeras por la ventana y me pregunto cuántas veces bailaré con la muerte antes de que la orquesta recoja los instrumentos y se vaya a casa.

«Atentamente,

Kinsey Millhone»

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