Capítulo 17

– ¿Qué ocurrió, según usted? -dije cuando hubimos terminado-. Por lo que yo sé, Elaine estuvo en Santa Teresa hasta la noche del 9 de enero. Era lunes. He seguido su pista desde su casa hasta el aeropuerto y tengo un testigo que la vio subir al avión. Conozco a otra persona que dice que llegó a Miami, que cogió un coche y que se dirigió a Boca pasando por Fort Lauderdale. Ahora bien, esta última persona jura que se quedó en Boca muy poco tiempo, que volvió a marcharse y que lo último que supo de ella fue que se encontraba en Sarasota, según parece con unos amigos. Me cuesta creerlo, pero es lo que me han contado. Entonces, ¿cuándo la pudo matar Beverly, y dónde?

– Tal vez la siguiera hasta Florida. Poco después de Año Nuevo se fue por ahí de borrachera. Estuvo fuera diez días y volvió hecha un desastre. Nunca la había visto tan mal. No me dijo una sola palabra sobre dónde había estado o sobre lo que le había sucedido. Yo tenía que cerrar un trato en Nueva York aquella semana, así que me aseguré de que no le faltaba nada y me fui. Estuve fuera hasta el viernes siguiente. Ella pudo haber ido a cualquier parte mientras tanto. ¿Y si la siguió hasta Florida y la mató a la primera oportunidad que tuvo? Después vuelve a casa, ¿y quién se entera?

– No habla usted en serio -dije-. ¿Tiene alguna prueba? ¿Algo que vincule a Beverly con la desaparición de Elaine, aunque sea superficialmente?

Negó con la cabeza.

– Mire, sé que estoy especulando y que podría estar equivocado de medio a medio. Deseo estarlo con todas mis fuerzas. Seguramente habría sido mejor no decir nada…

Mientras le buscaba la lógica a lo que acababa de decir empecé a sentirme molesta.

– ¿Por qué me contrató Beverly si mató a Elaine?

– Puede que quisiera fabricarse una coartada. El asunto ese de la herencia del primo es auténtico. Llega el aviso por correo. ¿Qué hace entonces? Supongamos que sabe que Elaine yace en el fondo del océano con unos zapatos de hormigón armado. Tiene que actuar como si no supiera nada, ¿no cree? No puede hacer caso omiso de la situación porque alguien podría preguntarse por qué no está más preocupada. Entonces coge el coche, viene a Santa Teresa y la contrata a usted.

Lo miré con escepticismo.

– Y cuando yo le digo que voy a acudir a la policía, le entra el pánico.

– Exacto. Luego piensa que le conviene protegerse por ese lado y habla conmigo.

Acabé el cóctel mientras pensaba en lo que me había dicho. Era demasiado complicado y no me gustaba. Tenía que admitir, no obstante, que era posible. Me puse a trazar círculos en el impecable mantel con la base de mi copa. Pensé en la persona que había entrado a lo bestia en casa de Tillie.

– ¿Dónde estaba Beverly el miércoles de esta semana por la noche?

Trató de recordar.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Me preguntaba dónde estaría entre el miércoles por la noche y la madrugada del jueves. ¿Estaba con usted?

Arrugó el entrecejo.

– No. El lunes por la noche tomé el avión de Atlanta y volví ayer. ¿De qué se trata?

Estimé más oportuno reservarme los detalles por el momento. Me encogí de hombros.

– Hubo aquí otro incidente. ¿La llamó usted desde Atlanta?

– No. Antes solíamos hacerlo cada vez que me iba en viaje de negocios. Nos poníamos muchas conferencias. Ahora es un alivio estar fuera de casa. -Tomó un sorbo de licor mientras me observaba por encima del borde de la copa-. No se cree nada de lo que le digo, ¿verdad?

– Lo que yo crea no tiene importancia -dije-. Lo que quiero es averiguar la verdad. Hasta ahora todo es pura hipótesis.

– Sé que carezco de pruebas concretas -dijo cabeceando-, pero tenía necesidad de contárselo a alguien. No dejaba de importunarme.

– ¿Sabe qué es lo que me importuna a mí? -dije-. ¿Cómo puede vivir con una persona que para usted es sospechosa de asesinato?

Se quedó mirando la mesa durante unos instantes y cuando recuperó la sonrisa la vi infectada por la arrogancia de siempre. Creí que me iba a responder, pero el silencio se prolongó y al final se limitó a encender otro cigarrillo y a hacer una seña para que le llevasen la nota.


Llamé a Jonah a media tarde. El encuentro con Aubrey Danziger me había deprimido y los dos cócteles que había tomado durante la comida me habían producido un dolor molesto entre los ojos. Necesitaba aire, sol y actividad.

– ¿Te apetece que vayamos al campo de tiro? -le pregunté cuando se puso al habla.

– ¿Dónde estás?

– En mi despacho, pero tengo que pasar por casa para coger munición.

– Pues pásate por aquí y me recoges a mí también -dijo.

Al colgar esbocé una sonrisa. Bien.

Las nubes pendían sobre las montañas como bocanadas de humo blanco que hubiera dejado tras de sí uno de aquellos trenes antiguos y gigantescos que hacían chu-chú. Tomamos la vieja carretera que cruza el desfiladero y el Cucaracha no hizo más que quejarse hasta que puse la segunda y a continuación la primera. La carretera serpeaba entre la salvia y las lilas. A medida que avanzábamos, el verde oscuro de la vegetación lejana se fragmentaba en arbustos individuales que se aferraban con tenacidad a las laderas. Los árboles escaseaban. A la derecha veíamos campos en pendiente sembrados de alforfón californiano y salpicados de mímulos de faz naranja y floxias de color rosa subido. El zumaque venenoso abundaba y su lozano desarrollo ocultaba casi las hojas plateadas de la artemisa que crecía junto a él y que es su antídoto.

Miré a la izquierda al llegar a la cima. Estábamos a una altura de 800 metros y el océano parecía extenderse a lo lejos como una neblina gris que se fundía con el gris del cielo. La costa se prolongaba hasta donde alcanzaba la vista y Santa Teresa parecía tan intangible como una foto aérea. Vista desde allí, la cadena montañosa parecía hundirse en el Pacífico para asomar los cuatro picachos escabrosos que formaban las islas que veíamos desde la costa. El sol apretaba allí de lo lindo y los fluidos volátiles que exhalaban los matojos impregnaban el aire de un olor alcanforado. En la falda montañosa podían verse aún algunas gayubas, ennegrecidas, deformadas y peladas por un incendio que había asolado la zona hacía dos años. Todo lo que crece en estas alturas quiere quemarse; la cascara de las semillas sólo se abre cuando hace un calor intenso y las lluvias se encargan de la germinación. Es un ciclo que no deja mucho margen a la intervención humana.

La carretera que conducía al campo de tiro se desviaba hacia la izquierda en la misma cima del monte y ascendía sobre un plano sesgado entre grandes masas de arenisca que parecían tan ligeras y falsas como un decorado cinematográfico. Me detuve en la zona de estacionamiento, llena de polvo y grava, bajamos del vehículo y cogimos las pistolas y la munición que llevábamos en el asiento trasero. Creo que ni siquiera pronunciamos seis palabras en todo aquel trayecto de treinta minutos, pero el silencio era tranquilizador.

Abonamos la entrada y nos pusimos las orejeras de espuma para amortiguar el ruido. Yo me había llevado además unos auriculares para mayor protección. Ya había sufrido algunas lesiones en el aparato auditivo que esperaba no fueran permanentes. Con los tapones puestos, oía entrar y salir el aire por la nariz, fenómeno al que no presto mucha atención de ordinario. Me gustaba aquella paz. En el corazón de la misma escuchaba los latidos del mío como si dos pisos más abajo golpease alguien en un tabique de yeso.

Avanzamos hacia la línea de tiro, cubierta por una marquesina de unos diez metros de longitud. No había más que un hombre haciendo prácticas y empuñaba una pistola de competición Heckel und Koch del 45 que Jonah deseó con toda su alma en cuanto le puso los ojos encima. Los dos se pusieron a hablar del gatillo ajustable y de las miras ajustables mientras yo introducía ocho cartuchos en el cargador de mi pequeña herramienta. Esta automática sin marca la heredé de la mismísima tía soltera que se hizo cargo de mí al morir mis padres. Me enseñó punto y ganchillo cuando tenía seis años y cuando cumplí ocho me trajo a estas elevadas latitudes y me enseñó a tirar al blanco, atándome los brazos a una tabla de planchar que llevaba en el portaequipajes del coche. Nada más instalarme en su casa me había enamorado del olor de la pólvora. Me sentaba en los peldaños de cemento del porche de mi tía con un martillo y traca para pistolas de juguete y, armada de paciencia, golpeaba las diminutas cabezuelas hasta que estallaban y diseminaban su contenido aromático. Los peldaños quedaban cubiertos más tarde por un rocío de papelitos rojos y manchas grises de pólvora quemada del tamaño de un agujero de cinturón. Imagino que después de dos años de martilleo incesante pensó que ya era hora de enseñarme a tirar de verdad.

Jonah se había traído sus dos Coks y efectué algunos disparos con ambos, pero se me antojaron excesivos. Empuñar las cachas de nogal del Trooper era como palpar un mazacote de madera petrificada y el cañón de diez centímetros me impedía apuntar bien. El arma me saltaba en la mano igual que en esos reflejos automáticos que se producen cuando el médico nos golpea en la base de la rodilla, y cada vez que daba un brinco me venía a la cara un rebufo de pólvora. No me fue mejor con el Python, pero cuando volví a empuñar mi 32 fue como recuperar un placer familiar e inequívoco, igual que estrechar la mano de un viejo amigo.

A las cinco guardamos los pertrechos y nos dirigimos a un antiguo mesón de la época de las diligencias y que se alza en una hondonada umbría, no muy lejos del campo de tiro. Tomamos cerveza, comimos guisantes al horno con pan y charlamos de naderías.

– ¿Qué tal te va el caso? -me preguntó-. ¿Has llegado ya a alguna conclusión?

Negué con la cabeza.

– He descubierto algo que puede que necesite consultarte en otro momento, pero no ahora.

– Pareces derrotada -dijo.

Sonreí.

– Es mi forma favorita de joderme. Siempre quiero resultados rápidos. Me deprimo si no soluciono las cosas en un par de días. ¿Y cómo te va a ti? ¿Estás bien?

Se encogió de hombros.

– Echo de menos a las niñas. Antes pasaba los sábados con ellas. Te agradezco que me llamaras. Por lo menos he hecho algo, aparte de arrastrarme por los suelos.

– Sí, por los suelos estoy yo -dije.

Me palmeó la mano y me la apretó ligeramente. Fue un gesto breve y solidario y se lo devolví.

Lo dejé en su casa a eso de las siete y media y me fui a la mía. Ya estaba harta de preocuparme por Elaine Boldt, así que me senté en el sofá y me puse a limpiar la pistola; aspiré con fruición el olor del aceite; desmontarla, pasar el trapo y montarla otra vez fue una operación relajante. Luego me desnudé, me envolví en el edredón y me puse a leer un libro sobre huellas dactilares hasta que me venció el sueño.


El lunes por la mañana, camino del despacho, pasé por Santa Teresa Travel y hablé con una empleada llamada Lupe, esbelta como un gato y mezcla interesante de sangre negra y chicana. Tenía veintitantos años, piel cobriza y un pelo rizado y moreno con reflejos dorados que se adaptaba al perfil de la cara. Llevaba gafas pequeñas de cristal rectangular y vestía un elegante traje chaqueta azul marino, rematado por una corbata a rayas. Le enseñé el calco del pasaje de avión y dije lo que buscaba. No me había fallado la intuición. Hacía años que Elaine era cliente habitual del establecimiento, aunque a Lupe pareció desconcertarle el papel carbón. Deslizó las gafas hasta la punta de la nariz y se me quedó mirando. Tenía los ojos de un color oro mate, igual que los lémures, lo que le daba a la cara un rasgo exótico. Boca gordezuela, nariz pequeña y recta. Tenía las uñas largas y curvadas y parecían duras como el cuerno. Puede que en otra vida habitase en una madriguera. Devolvió las gafas a su sitio sin abandonar el talante pensativo.

– Bueno, no sé qué pensar -dijo-. Siempre nos ha encargado a nosotros los pasajes, pero éste se compró en el aeropuerto. -Rozó una punta del papel carbón y le dio la vuelta al billete para que yo pudiera ver el dorso. Me recordó a aquellas maestras de párvulos que sabían leer los libros ilustrados mientras los sostenían con las páginas abiertas hacia los alumnos-. Estos números quieren decir que lo extendió la compañía aérea y que se pagó con tarjeta de crédito.

– ¿Con qué tarjeta?

– American Express. Es la que suele utilizar, aunque es extraño. Había hecho una reserva… espera un momento. Voy a comprobarlo. -Tecleó unos números en su terminal y fue como si las uñas bailaran un zapateado sobre las teclas. El ordenador se puso a emitir líneas de caracteres verdes, como los de imprenta. Lupe se quedó mirando la pantalla-: Tenía reservada una plaza de primera clase para salir de Los Ángeles el 3 de febrero y otra para volver el 3 de agosto; el importe de ambos vuelos se abonó.

– Oí decir que se marchó por decisión espontánea -dije-. Si hizo la reserva durante el fin de semana, tuvo que hacerla a través de la compañía aérea, ¿no?

– Desde luego, pero no es lógico que se olvidara de los billetes que ya tenía. Aguarda un segundo, voy a ver si pasó a recogerlos. Puede que los canjeara.

Se puso en pie, se dirigió al archivador de la pared del fondo y empezó a mirar fichas. Cogió un sobre y me lo alargó. El sobre era de la agencia y contenía los pasajes y una guía. El nombre de Elaine estaba claramente impreso en el dorso.

– Mil dólares valen estos billetes -dijo Lupe-. Lo normal es que al llegar a Boca nos hubiera llamado para que le devolviéramos el importe.

Sentí un escalofrío.

– No estoy segura de que llegara -dije.

Estuve un minuto entero con los pasajes en la mano. ¿Qué era aquello? Busqué en el bolso y saqué el sobre de la TWA que Julia Ochsner me había mandado por correo. Los cuatro resguardos numerados del equipaje seguían grapados a la última hoja. Lupe me observaba. Pensé en el rápido vuelo que había hecho yo a Miami; había bajado del avión a las cinco menos cuarto de la madrugada y había pasado ante las taquillas de portezuela de cristal donde se almacenaban las maletas no recogidas.

– Por favor, ¿podrías llamar a Miami Internacional? -dije-. Se trata de reclamar un equipaje perdido, a ver qué responden.

– ¿Has perdido alguna maleta?

– Sí, cuatro. De cuero granate con forro gris. Con conteras en las esquinas y de tamaño escalonado, y además tengo la intuición de que una es en realidad un bolso de mano. Aquí están los resguardos. -Le pasé el sobre de la TWA por encima de la mesa y tomó nota de los números.

Le entregué mi tarjeta y dijo que me llamaría en cuanto supiese algo.

– Una pregunta más -dije-. ¿Era sin escalas el vuelo que tomó?

Lupe echó un vistazo al papel carbón y negó con la cabeza.

– Eso es lo malo. Que tuvo que hacer escala y cambiar de avión en San Luis.

– Gracias.


Al entrar en el despacho vi que parpadeaba el piloto del contestador automático. Apreté la tecla de retroceso y luego lo puse en marcha. Resultó ser Mike, mi amiguete el punkie.

– Hola, ¿Kinsey? Joder, un contestador. Bueno, no importa. Volveré a llamarte. Bueno, soy Mike y quisiera hablar contigo de una cosa, pero es que ahora tengo una clase. En fin, te llamaré más tarde. Hasta luego.

Tomé nota. El cronómetro del contestador señalaba que la llamada se había efectuado exactamente a las 7.42 de la mañana. Puede que volviera a llamar a mediodía. Lamenté que no hubiera dejado ningún teléfono en el que pudiera localizarlo; lástima.

Llamé a Jonah y le conté lo de la escala de Elaine.

– ¿Podrías enviar una descripción suya a la policía de San Luis?

– Claro. ¿Crees que es allí donde está?

– Eso espero.

Tenía ganas de charlar un rato con él, pero no me dejaron. Oí un golpe y se abrió de súbito la puerta del despacho. Beverly Danziger se encontraba en el umbral y parecía furiosa. Le dije a Jonah que volvería a llamar, colgué y centré la atención en Beverly.

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