Capítulo 1

Aquella mañana no hacía ni veinte minutos que había llegado al despacho. Había abierto el balcón del primer piso para que entrase un poco de aire fresco y acababa de llenar la cafetera de filtro. Estábamos en junio, y junio, en Santa Teresa, equivale a niebla fría por las mañanas y bruma por las tardes. Aún no eran las nueve. Me había puesto a mirar el correo del día anterior cuando oí un golpecito en la puerta y vi entrar a una mujer.

– Menos mal que está aquí -dijo-. Usted tiene que ser Kinsey Millhone. Yo soy Beverly Danziger.

Nos dimos la mano, tomó asiento inmediatamente y se puso a rebuscar en el bolso. Sacó una cajetilla de cigarrillos con filtro y cogió uno.

– Si le molesta que fume, dígalo -dijo, encendiendo el cigarrillo y sin esperar a que le respondiera.

Inhaló el humo, apagó la cerilla con la bocanada que expulsó a continuación y sin muchas ganas se puso a buscar un cenicero con los ojos. Cogí el que había encima del archivador, le quité el polvo y se lo tendí al tiempo que le preguntaba si quería un café.

– Sí, desde luego que sí -dijo con una carcajada-. He ido de bólido toda la mañana y no creo que me pueda poner peor. Vengo directamente de Los Ángeles y la carretera estaba medio colapsada, ¡Bueno!

Le serví una taza mientras le dirigía una ojeada rápida. Le eché treinta y ocho o treinta y nueve años; era baja, elegante y parecía llena de vitalidad. Tenía el pelo lacio y de un negro brillante. Lo llevaba escalonado y tan bien cortado que le enmarcaba la cara menuda igual que un gorro de baño. Tenía brillantes ojos azules, pestañas negras y una tez clara con un leve asomo de rosa en los pómulos. Llevaba un suéter azul claro, de algodón y cuello abierto, y una falda de popelín azul claro. El bolso era de piel buena, suave y flexible, con un montón de compartimientos con cremallera y que contendrían Dios sabe qué. Llevaba las uñas largas y en punta, pintadas de rosa, y lucía un anillo nupcial engastado con rubíes. Respiraba confianza en sí misma y una despreocupada atención por el estilo, cuyo resultado era un empaquetado tradicional, como esos regalos de cumplido que se envuelven y preparan en los establecimientos de categoría.

Negó con la cabeza cuando le ofrecí la leche y el azúcar, me serví un poco de leche entera y otro poco de leche condensada desnatada, y fui al grano.

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Quiero que localice a mi hermana -dijo.

Se puso a rebuscar otra vez en el bolso. Sacó la agenda, un juego de pluma y lápiz de madera rojiza y un sobre grande y blanco que puso en el borde de la mesa. Nunca había visto a una persona tan absorta en sí misma, aunque la situación tampoco carecía de atractivo. Me dirigió entonces una sonrisa rápida, como si estuviera al tanto de mis pensamientos. Abrió la agenda, le dio la vuelta para enseñarme el contenido y me señaló un nombre con una uña rosada.

– Querrá saber la dirección y el teléfono -dijo-. Es Elaine Boldt. Tiene un piso en una comunidad de propietarios de Vía Madrina y esto de aquí abajo es su dirección de Florida. Pasa en Boca varios meses al año.

Me sentía un tanto desconcertada, pero tomé nota de las dos direcciones mientras ella sacaba del sobre blanco un documento de aspecto legal. Lo observó por encima, como si el contenido hubiera podido cambiar desde la última vez que le echara el ojo.

– ¿Cuánto hace que falta? -pregunté.

Beverly Danziger me miró con incomodidad.

– Bueno, la verdad es que no sé si «falta». Pero ocurre que no sé dónde está y tiene que firmarme estos papeles. Sé que parece una tontería. Sólo tiene derecho a un nueve por ciento y es probable que no obtenga más de dos o tres mil dólares, pero el dinero no se podrá repartir mientras no haya firmado ante notario. Mire, véalo usted misma.

Cogí el documento y lo leí. Lo había redactado un bufete de Columbus, Ohio, y estaba lleno de considerandos, precedentes, consiguientes, resultandos y toda la pesca, todo ello relacionado con el fallecimiento de un hombre llamado Sidney Rowan y con las personas allí citadas, que al parecer tenían derecho a una parte de los bienes del difunto. Beverly Danziger era la tercera heredera que figuraba en la lista, con una dirección de Los Ángeles, y Elaine Boldt la cuarta, con una dirección de Santa Teresa.

– Sidney Rowan era un primo lejano -prosiguió mi interlocutora con espíritu locuaz-. No recuerdo haberlo conocido en vida, pero recibí esta notificación y supongo que Elaine recibió otra. Firmé el documento ante notario, lo envié por correo y me olvidé de él. Por la carta adjunta podrá ver que los trámites tuvieron lugar hace seis meses. Pero hete aquí que de pronto, hace una semana, me llama el abogado…, ya no recuerdo su nombre.

Eché un vistazo al documento.

– Wender -dije.

– Eso mismo. No sé por qué se me olvida. Bueno, me llamaron del despacho del señor Wender para decirme que no sabían nada de Elaine. Supuse, naturalmente, que se había ido a Florida, como de costumbre, sin dejar ninguna dirección para enviarle el correo, así que me puse en contacto con la administradora del piso que tiene aquí. Hace meses que no sabe nada de Elaine. Bueno, al principio sí, pero no en los últimos tiempos.

– ¿Ha llamado al número de Florida?

– Según tengo entendido, el abogado llamó varias veces. Elaine, por lo visto, vivía con una amiga y el señor Wender le dejó su nombre y su número de teléfono, pero no hubo contestación. Tillie no tuvo mejor suerte.

– ¿Tillie?

– La administradora del edificio de Santa Teresa, donde está el domicilio habitual de Elaine. Le envía, el correo que recibe ésta y, según me ha dicho, Elaine le escribe unas palabras casi cada semana, pero desde marzo no ha recibido nada. Yo creo, francamente, que la cosa no pasa de ser una tontería, pero no tengo tiempo para localizarla por mi cuenta. -Dio una calada final al cigarrillo y lo apagó con una serie de golpecitos. Yo seguía tomando notas, pero imagino que tenía que notarse mi cara de escepticismo-. ¿Qué ocurre? ¿No suele hacer trabajos de esta clase?

– Claro que sí, pero cobro treinta dólares por hora más los gastos. Y si no hay más que dos o tres mil dólares por medio, no sé si vale la pena. Lo digo por usted.

– Mire, tengo intención de reclamar el dinero que invierta en buscarla y de que me lo paguen de la parte que corresponde a Elaine, ya que es ella la causa de todo este lío. Mientras no obtengamos su firma, todos los trámites estarán paralizados. Debo añadir que es así como se ha comportado siempre.

– ¿Quiere decir que voy a tener que tomar el avión de Florida para ir en su busca? Aunque sólo le cobrase la mitad de mis honorarios normales cuando viajo, le costaría una fortuna. Yo creo, señora Danziger…

– Beverly, por favor.

– Como quiera, Beverly. No quiero desanimarla, pero creo sinceramente que este trabajo podría hacerlo usted misma. Incluso le detallaría con gusto algunos métodos de actuación.

Me sonrió en aquel punto, aunque con un rictus de dureza, y acabé por comprender que estaba acostumbrada a salirse con la suya. Había dilatado los ojos, azules e inflexibles como el cristal, y me observaba con fijeza. Sus pestañas negras se abrían y cerraban mecánicamente.

– Elaine y yo no nos llevamos bien -dijo con voz fluida-. En mi opinión, ya he dedicado demasiado tiempo a este asunto, pero prometí al señor Wender que la encontraría para que pudiera procederse al reparto de la herencia. Los otros herederos le presionan y él me presiona a mí. Le puedo dar un anticipo, si usted quiere.

Se puso a rebuscar nuevamente en el bolso y esta vez sacó un talonario de cheques. Desenroscó la capucha de la pluma de madera y se quedó mirándome.

– ¿Bastará con setecientos cincuenta dólares? -dijo.

Abrí el cajón de la mesa.

– Voy a redactar un contrato.


Ingresé el cheque en el banco, saqué el coche del parking que hay detrás del despacho y me dirigí al piso que Elaine Boldt tenía en Vía Madrina. No estaba lejos del centro.

Imaginaba que iba a ser un trabajo rutinario que solucionaría en un par de días y pensaba con dolor que terminaría devolviendo la mitad del dinero que acababa de ingresar. Aunque por el momento no es que estuviera haciendo mucho; estas cosas suelen ser lentas.

El barrio en que vivía Elaine Boldt constaba de modestos bungalows de los años treinta y de ocasionales complejos de apartamentos. Dominaban los chalecitos de madera y estuco, pero los solares, uno tras otro, se estaban reconvirtiendo con fines comerciales. Empezaban a trasladarse a la zona los especialistas de la columna vertebral y no pocos dentistas baratos dispuestos a cloroformizar a los pacientes para poder limpiarles la dentadura sin provocar aullidos de dolor, prótesis DENTALES EN EL ACTO. GARANTÍA TOTAL. Daba escalofríos. ¿Qué harían a los pacientes que descuidaban el pago de los plazos del puente superior? La zona estaba aún intacta en su mayor parte -los pensionistas seguían apuntalando sus hortensias con tesón-, pero las inmobiliarias acabarían por derribarlo todo. En Santa Teresa hay dinero por un tubo y buena parte se dedica a dar un look determinado a la ciudad. No hay anuncios de neón, ni barrios pobres, ni complejos fabriles que enturbien el paisaje con humos contaminantes. Todo es yeso y estuco, tejados de tejas rojas, buganvillas, madera envejecida artificialmente, paredes de adobe, ventanas de arco, palmeras, balcones, helechos, fuentes, paseos y flores. Abundan los edificios antiguos restaurados. Todo es extrañamente irreal, tan exuberante y refinado que impide estar a gusto en otra parte.

Llegué al domicilio de la señora Boldt, estacioné enfrente el coche, cerré con llave y empleé unos minutos en inspeccionar el lugar. Era realmente curioso. El edificio tenía forma de herradura y las dos anchas extremidades se prolongaban hasta la calzada; tres pisos, garaje en el sótano, una extraña mezcla de modernidad y estilo español de pega. En la fachada había arcos y balcones, y puertas altas de hierro forjado que comunicaban con un patio lleno de palmeras, pero los laterales y la fachada trasera eran insípidos y carecían de adornos, como si el arquitecto hubiera dado una mano colonial a un tablón de conglomerado y hubiera puesto encima una fila de tejas para sugerir un tejado donde no lo había. Hasta las palmeras parecían recortes de cartón sostenidos por palos.

Crucé el patio y me encontré en un vestíbulo con mucho vidrio y, a la derecha, una fila de buzones y timbres. A mi izquierda, a través de una sucesión de puertas de vidrio, cerradas al parecer, vi la puerta del ascensor y una salida que comunicaba con la escalera de incendios. A lo largo y ancho de la entrada había grandes macetas ordenadas con espíritu artístico. Enfrente tenía una puerta que daba a un patio interior donde entreví una piscina rodeada de hamacas y tumbonas de lona de color amarillo chillón. Repasé el nombre de los inquilinos, escrito en tiras de plástico, pegadas a su vez junto al timbre de cada apartamento. Había veinticuatro.

La administradora, Tillie Ahlberg, ocupaba el apartamento número 1. En el número 9, que supuse estaría en el primer piso, vivía una tal «E. Boldt».

Pulsé primero el timbre de «E. Boldt». O mucho me equivocaba o la mujer contestaría por el interfono y mi trabajo terminaría allí mismo. Cosas más extrañas me habían sucedido en la vida y no quería pasar por una imbécil buscando en plan policía a una señora que muy bien podía estar en casa en aquellos instantes. Como no hubo respuesta, apreté el timbre de Tillie Ahlberg.

Al cabo de diez segundos crepitó su voz en el interfono como si procediera del otro mundo.

– Diga.

Pegué la boca a las ranuras del micro y levanté un poco la voz.

– Señora Ahlberg, me llamo Kinsey Millhone. Soy detective privada y trabajo aquí, en Santa Teresa. La hermana de Elaine Boldt me ha pedido que localice a ésta y me gustaría hablar con usted.

Hubo un momento de silencio y a continuación una respuesta a regañadientes.

– Está bien. Como quiera. Iba a salir, pero no creo que venga de diez minutos. Estoy en la planta baja. Cruce la puerta que hay a la derecha del ascensor, siga hasta el final del pasillo y doble a la izquierda. -Zumbó el abridor automático y empujé la puerta de vidrio.

Tillie Ahlberg había dejado entornada la puerta mientras cogía una chaqueta ligera, el bolso y un carrito plegable de la compra que estaba apoyado en la consola del recibidor. Golpeé en la jamba con los nudillos y apareció por mi izquierda. Entreví un frigorífico y un fragmento del fogón de la cocina.

Tendría sesenta y tantos años, llevaba el pelo teñido de color albaricoque y lucía una permanente que parecía recién hecha. Debían de haberle hecho más rizos de lo que le gustaba porque se estaba ajustando un gorro de punto. Le sobresalía un mechón rebelde de pelo albaricoqueño, igual que a Ronald McDonald, y la señora bregaba por esconderlo. Sus ojos eran de color avellana y tenía la cara salpicada de pecas de color jengibre. Vestía una falda sin forma definida, calzaba calcetines y zapatillas deportivas, y parecía muy capaz de correr al galope si se lo proponía.

– No quiero parecer insociable -dijo con desenvoltura-, pero me siento perdida si no voy al mercado por la mañana.

– No le haré perder mucho tiempo, no se preocupe -dije-. ¿Podría usted decirme cuándo tuvo noticias de la señora Boldt por última vez? Por cierto, ¿es señora o señorita?

– Señora. Es viuda, aunque no tiene más que cuarenta y tres años. Estuvo casada con el propietario de una cadena de fábricas del sur. Por lo que sé, murió de un ataque al corazón hace tres años y le dejó un buen fajo de billetes. Fue entonces cuando compró el piso de aquí. Pero, por favor, siéntese.

Se hizo a la derecha y me condujo a una sala de estar con muebles antiguos de imitación. Por los visillos de color amarillo claro se filtraba una luz dorada de cualidad sedosa y alcancé a oler los restos del desayuno: bacón, café y un producto sazonado con canela.

Tras dar constancia de que tenía prisa, parecía dispuesta a concederme todo el tiempo que yo quisiera. Tomó asiento en una otomana y yo ocupé una mecedora.

– Tengo entendido que en esta época del año suele vivir en Florida -dije.

– Bueno, sí. Tiene allí otro piso. En Boca Ratón, dondequiera que esté ese sitio. Cerca de Fort Lauderdale, creo. Nunca he estado en Florida, así que para mí no son más que nombres. El caso es que suele marcharse hacia primeros de febrero y vuelve a fines de julio o principios de agosto. Dice que le gusta el calor.

– ¿Y usted le envía el correo mientras está fuera?

Asintió.

– Se lo envío todo en un sobre grande una vez por semana más o menos, según lo que reciba. Y ella me escribe cuatro letras cada dos semanas. Bueno, una postal, para darme recuerdos y decirme qué tiempo hace y preguntar si hay que contratar a alguien para que limpie las cortinas y cosas por el estilo. Este año me escribió el 1 de marzo y desde entonces no sé nada de ella. Es de lo más insólito.

– ¿Guarda las postales, por casualidad?

– Pues no, tengo por costumbre tirarlas. No suelo coleccionar esas cosas. En mi opinión, se acumula demasiado papel. Las leo, las tiro y me olvido de ellas.

– ¿Dijo si tenía intención de hacer algún viaje o algo parecido?

– No, en absoluto. Claro que tampoco es asunto mío.

– ¿Parecía afligida o angustiada?

Sonrió con tristeza.

– Bueno, es un poco difícil que un conflicto se refleje en una postal, entiéndame. No hay mucho espacio para manifestarlo. A mí me pareció que estaba estupendamente.

– ¿Tiene idea de dónde puede estar?

– Ninguna. Lo único que sé es que no es propio de ella no escribir. La llamé cuatro o cinco veces. En una ocasión contestó una amiga suya, muy mal educada, pero en las restantes no respondió nadie.

– ¿Quién era la amiga? ¿La conocía usted?

– No, aunque tampoco conozco a sus amistades de Boca. Pudo ser cualquiera. No tomé nota del nombre y no lo reconocería aunque usted me lo mencionase ahora.

– ¿Qué me dice del correo que ha estado recibiendo? ¿Le siguen llegando facturas?

Se encogió de hombros.

– A mí me parece que sí. Yo me he limitado a reexpedirle lo que se ha venido recibiendo, sin prestarle mucha atención. Si quiere mirarlas, hay unas cuantas cartas que estaba a punto de remitirle. -Se levantó y se acercó a una arquimesa cuyo cuerpo superior era una vitrina. Abrió con una llave una de las puertas de vidrio. Cogió un pequeño fajo de sobres, apartó unos cuantos y me los tendió-. Esto es lo que suele recibir.

También yo hice una rápida clasificación. Visa, MasterCard, Saks Fifth Avenue. Un peletero llamado Jacques, domiciliado en Boca Ratón. Una factura de un tal John Pickett, de una clínica dental situada en Árbol, a la vuelta de la esquina. Cartas particulares, ninguna.

– Los recibos de la luz, el agua y demás servicios, ¿los paga también desde aquí? -pregunté.

– Ya le he enviado los de este mes.

– ¿Pueden haberla detenido?

Soltó una carcajada.

– No, imposible. A ella no, ni en sueños. No es de esa clase. No conduce, pero jamás la pescarían cruzando con el semáforo en rojo.

– ¿Algún accidente? ¿Enfermedad? ¿Alcohol? ¿Drogas? -Me sentía como un médico que estuviera sometiendo a un paciente a la revisión anual.

Tillie había adoptado una expresión de escepticismo.

– Siempre cabe la posibilidad de que esté en un hospital, pero nos lo habría hecho saber. A mí todo esto me parece un poco raro, la verdad sea dicha. Si esa hermana suya no hubiera venido, yo misma habría avisado a la policía. Creo que aquí hay algo que no marcha.

– Bueno, puede estar en mil sitios -dije-. Es mayor de edad. Según parece, tiene dinero y no la apremia ninguna necesidad. No tiene por qué decir a nadie dónde está, si no quiere. Puede estar de viaje en un crucero. O a lo mejor se ha echado un amante y se ha fugado con él. Incluso cabe la posibilidad de que se haya ido por ahí de marcha con esa amiga suya. Tal vez no se le ha ocurrido pensar que alguien puede querer hablar con ella.

– Por eso no he hecho nada hasta ahora, aunque me da mala espina. No creo que se haya marchado sin decir nada a nadie.

– Bueno, ¿me permitirá que eche un vistazo? No quiero entretenerla ahora, pero en algún otro momento querré ver el piso -dije; me puse en pie y Tillie hizo lo mismo automáticamente. Le di la mano y le agradecí la ayuda prestada-. Guarde el correo mientras tanto, si quiere -añadí-. Yo voy a tantear otras posibilidades, pero volveré dentro de un par de días y le contaré lo que haya averiguado. No creo que haya motivos para preocuparse.

– Espero que no -dijo Tillie-. Es una persona extraordinaria.

Antes de irme le di mi tarjeta. No quería inquietarme aún, pero se me había despertado la curiosidad y estaba deseosa de seguir con el caso.

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