Capítulo 4

Anduve hacia las escaleras. Notaba sus ojos clavados en mi espalda, luego oí que cerraba la puerta. Bajé a pie hasta el aparcamiento, cogí el coche y me alejé. Tenía ganas de hablar con la señora Ochsner, la del piso contiguo, pero me dije que era mejor esperar. Había algo en Pat Usher que no acababa de convencerme. Y no sólo porque parte de lo que había dicho se me antojara falso. Soy una embustera nata y sé cómo se elaboran las mentiras. Hay que ceñirse a la verdad cuanto se pueda. Se finge que se da voluntariamente cierta información, pero se eligen cuidadosamente los detalles para que impresionen. Lo malo de Pat era que volaba demasiado alto y se había puesto a añadir detalles cuando habría tenido que tener la boca cerrada. Aquello de que Elaine había pasado por Fort Lauderdale para recogerla con un Cutlass blanco alquilado era una bola como una catedral. Elaine no sabía conducir. Me lo había dicho Tillie. Por el momento ignoraba por qué Pat había mentido al respecto, pero tenía que haber un motivo. Lo que en el fondo no me convencía era su falta de clase y me chocaba mucho que Elaine Boldt hubiera hecho amistad con ella. Por lo que me habían contado Tillie y Beverly, Elaine era un poco esnob, y Pat Usher no me parecía lo bastante sofisticada para darme por satisfecha.

Vi un drugstore a media manzana de distancia y compré dos fajos de tarjetas de fichero para las notas que tuviese que tomar; a continuación llamé por teléfono a la señora Ochsner, la del 317.

– ¿Diga?

Me identifiqué y dije dónde me encontraba.

– He estado ahí hace nada para hablar con Pat Usher, pero no quiero que sepa que también quiero hablar con usted. ¿Se le ocurre alguna forma de encontrarnos?

– Ay, qué gracia -dijo la señora Ochsner-. Espere que piense. Podría bajar con el ascensor hasta la lavandería. Está al lado mismo del aparcamiento y podría pasar a recogerme.

– De acuerdo -dije-. Estaré ahí dentro de diez minutos.

– Que sean quince. Soy más lenta de lo que imagina.


La mujer a quien ayudé a instalarse en el asiento delantero del coche había salido cojeando de la lavandería y con un bastón en la mano. Era pequeñita, con una dignísima joroba del tamaño de una mochila y una pelambrera blanqui-amarillenta que le erizaba el cráneo igual que la pelusa del diente de león. Tenía la cara tan fofa y arrugada como una manzana al horno, y la artritis le había deformado las manos de un modo grotesco, habilitándoselas para proyectar sombras de perros y patos en las paredes. Vestía una saya doméstica que parecía colgarle del esqueleto y llevaba tobilleras alrededor de las espinillas. Llevaba un par de prendas dobladas en el brazo izquierdo.

– Tengo que dejarlas en la tintorería -dijo-. Podría entregarlas usted misma, si me hace el favor. También quisiera pasar por el mercado. Me he quedado sin cereales y sin leche. -Hablaba con energía, la voz le temblaba pero había emoción en ella.

Di la vuelta al coche y me senté al volante. Lo puse en marcha mientras miraba hacia el segundo piso para cerciorarme de que Pat Usher no nos estaba espiando. Arranqué. La señora Ochsner me miró con ansiedad.

– Por teléfono me pareció usted una persona totalmente distinta -dijo-. Pensé que sería rubia y con ojos azules. ¿Cómo los tiene? ¿Grises?

– Avellana -dije. Me bajé las gafas de sol para que pudiera verlos por sí misma-. ¿Dónde está la tintorería?

– Al lado mismo del drugstore desde donde me telefoneó. ¿Cómo se llama su corte de pelo?

Me miré por el espejo retrovisor.

– No creo que tenga nombre. Me lo corto yo misma cada seis semanas con unas tijeras para las uñas. Lo llevo corto porque no me gusta sobármelo. ¿Por qué? ¿Le parece mal?

– Aún no lo sé. Tal vez le siente bien, pero no la conozco a usted lo suficiente. ¿Qué me dice de mí? ¿Se figuró que era como soy?

Le eché un vistazo.

– Por teléfono me pareció una persona supermarchosa.

– Lo era cuando tenía su edad. Ahora debo ser prudente para que no me tomen por una cascarrabias, como a Ida. Mis mejores amigas han muerto y ahora tengo que soportar a toda una colección de carcamales. ¿Tiene suerte con el asunto de Elaine?

– No mucha. Pat Usher dice que estuvo en Boca un par de días y que volvió a marcharse.

– No es verdad.

– ¿Está segura?

– Desde luego. Siempre da unos golpecitos en la pared al llegar. Es una especie de señal; viene haciéndolo desde hace años. Entonces aparece por casa antes de que pase una hora y lo prepara todo para jugar al bridge; sabe que para nosotras tiene mucha importancia.

Aparqué delante de la tintorería y cogí las dos prendas que la señora Ochsner había dejado en el asiento.

– Vuelvo en seguida -dije.

Hice los dos encargos mientras la señora Ochsner esperaba, luego nos quedamos sentadas dentro del coche y hablamos. Le conté la charla que había tenido con Pat Usher.

– ¿Qué opinión le merece? -pregunté.

– Es demasiado agresiva -dijo-. Al principio quiso hacerse amiga mía. Yo salgo a la terraza de vez en cuando, para tomar el sol, y se ponía a hablar conmigo. Tenía siempre ese olor a hollín que se coge cuando se fuma mucho.

– ¿De qué hablaban?

– De ningún tema culto, puedo asegurárselo. Ella casi siempre hablaba de comidas, aunque nunca le vi llevarse nada a la boca, salvo cigarrillos y Fresca. Tomaba refrescos sin parar y dale que te pego a esa boca que tiene, todo el rato. Muy pendiente de sí misma. Creo que nunca preguntó nada sobre mí. Le resultaba inconcebible. Yo me aburría como una ostra, como es lógico, y empecé a evitarla siempre que podía. Ahora me trata con descortesía porque sabe que no la acepto. Las personas inseguras tienen una sensibilidad especial para todo lo que les corrobora la pobre opinión que tienen de sí mismas.

– ¿Dijo algo de Elaine?

– Oh, sí. Dijo que estaba de viaje, lo que me pareció extraño. Que yo sepa, nunca ha venido para irse después a otro lugar. ¿Qué sentido tendría?

– ¿Sabría decirme con quién más puede haber estado Elaine en contacto? Vamos, si tiene aquí otras amistades o parientes.

– Tendría que pensarlo. No tengo noticia de que conociera a nadie de manera informal. Supongo que sus amistades de verdad estarán en California, ya que vive allí casi todo el año.

Hablamos un rato más, pero de otras cosas. A las once y cuarto le di las gracias y la llevé otra vez al aparcamiento, le entregué mi tarjeta para que pudiera llamarme si hacía falta y luego la observé mientras se dirigía cojeando al ascensor. Tenía el paso irregular, como las marionetas. Me hizo un saludo de despedida con el bastón y se lo devolví. No me había dicho mucho, pero cuando volviera esperaba que me informase sobre lo que ocurría allí.

Fui a la playa y me quedé en el parking con las fichas, en las que anoté todo lo que recordaba del caso hasta aquel instante. Tardé una hora y la mano se me agarrotó, pero tenía que poner por escrito la información mientras recordase los detalles con claridad. Al terminar, me quité los zapatos, cerré el coche y anduve por la arena. Hacía demasiado calor para correr y la falta de sueño me volvía torpe. La brisa que soplaba del océano parecía densa a causa del olor a sal. Las olas parecían acercarse a cámara lenta y no formaban espuma. Él océano era de un azul luminoso y la arena estaba alfombrada de conchas exóticas; lo único que veía de pequeña en las playas de California era burujos de algas y cascos rotos de Coca-Cola erosionados por el mar. Me entraron ganas de tumbarme en la arena y dormitar al sol, pero tenía trabajo.

Comí en un chiringuito de carretera construido con piedra artificial de color rosa mientras oía por la radio un programa en español que me pareció tan extranjero como la comida. El banquete consistió en guisado de frijoles y bolsa, una especie de empanada de hojaldre rellena de carne picada con especias. A eso de las cuatro estaba en el avión, rumbo a California. Había estado en Florida menos de doce horas y me pregunté si estaba más cerca de Elaine Boldt que al principio. Siempre cabía la posibilidad de que Pat Usher hubiera sido sincera al decir que Elaine se encontraba en Sarasota, pero lo dudaba. En cualquier caso, ardía en deseos de llegar a casa, y dormí como un lirón hasta que llegamos a Los Ángeles.


Cuando a las nueve de la mañana siguiente entré en el despacho, me puse a redactar una solicitud dirigida al Registro de Permisos de Conducir, del Departamento de Vehículos a Motor de Tallahasee, Florida, y otra al de Sacramento, por si, por una de aquellas, Elaine se había sacado el carnet en el curso de los últimos seis meses. Envié solicitudes parecidas al Registro de Matrículas de ambas localidades, no tanto por la esperanza de que las pesquisas surtieran efecto cuanto por mi necesidad de tantear todas las posibilidades. Puse los cuatro sobres en la bandeja, cogí la guía telefónica y me puse a buscar agencias de viaje que estuvieran cerca del piso de Elaine. Quería averiguar su ruta y si había adquirido y utilizado un pasaje de avión. Hasta el momento, la única prueba de que Elaine hubiera llegado a Miami era el testimonio de Pat Usher. Cabía la posibilidad de que ni siquiera hubiera llegado al aeropuerto de Santa Teresa, de que hubiera bajado del avión en algún punto del trayecto. En cualquier caso, tenía que comprobar todos los detalles. Me sentía como si estuviese en una línea de montaje, inspeccionando la realidad con una lente de joyero. No hay lugar para la impaciencia, el desaliento o el despiste en la vida de quien se dedica a la investigación privada. A las amas de casa se les exige las mismas virtudes, según tengo entendido.

Casi todas mis investigaciones se desarrollan del mismo modo. Notas sin cuento, informaciones infinitas que hay que verificar una y otra vez, pistas que se siguen y que en ocasiones no conducen a ninguna parte. Suelo fijar un sitio desde el que empezar y avanzo despacio pero con método, sin saber nunca al principio qué es relevante y qué no. Todo se basa en los detalles, en hechos que se acumulan tras grandes esfuerzos.

En la actualidad es difícil mantener el anonimato. Hay información prácticamente sobre todo el mundo: informes bancarios en microfilm, expedientes militares, procesos, matrimonios, divorcios, testamentos, partidas de nacimiento, actas de defunción, licencias, permisos, vehículos registrados. Si un ciudadano quiere ser invisible, que lo pague todo al contado; y si yerra, que no le echen el guante. De lo contrario, cualquier buen detective, incluso un ciudadano particular curioso y pertinaz, puede dar con su paradero. Me asombra que el ciudadano medio no sea más paranoico. Casi todos nuestros datos privados figuran en archivos públicos. Basta con saber cómo acceder a ellos. Y lo que la administración nacional o local no tenga archivado, estará dispuesto a contárnoslo cualquier vecino sin necesidad de gastar un céntimo. Si no había forma de conseguir línea directa con Elaine Boldt, intentaría los accesos indirectos. Había puesto rumbo a Boca hacía dos semanas, y de noche, cosa que, según Tillie, no le gustaba hacer. Había dicho a Tillie que se encontraba mal, que se marchaba por prescripción médica, aunque hasta el momento no se había comprobado esta afirmación. Elaine podía haber mentido a Tillie. Tillie podía haberme mentido a mí. A juzgar por lo que sabía, Elaine podía haberse marchado al extranjero dejando que Pat Usher difundiera la especie de que se encontraba en Sarasota. Ignoraba por qué habría podido hacer una cosa así, y en tal caso me quedaba mucho que investigar aún.


Tras reducir la lista de agencias de viaje a seis candidaturas posibles, llamé a Beverly Danziger y le conté mi expedición a Florida. Quería tenerla al corriente, aunque el viaje no me había servido de mucho. También quería hacerle un par de preguntas.

– ¿Qué hay de su familia? -inquirí-. ¿Viven aún sus padres?

– No, hace años que murieron. En realidad nunca fuimos una familia muy unida. Y no creo que Elaine haya mantenido relaciones cordiales con nuestros tíos o primos.

– ¿Y el trabajo? ¿Qué empleos ha tenido?

Beverly se echó a reír.

– Parece que no tiene usted una idea muy clara de quién es Elaine. No ha movido un dedo en su vida.

– Pues tiene cartilla del seguro -dije-. Si efectivamente ha trabajado, es una nueva pista que investigar. Por lo poco que sabemos, igual está de camarera por ahí, por amor a la aventura.

– Bueno, yo creo que no ha tenido un trabajo en su vida, pero, si lo ha tenido, no creo que quisiera repetir la experiencia -dijo Beverly con determinación-. La malcriaron de pequeña. Pensaba que tenía derecho a todo y, si no se lo daban, lo cogía sin pedir permiso.

La verdad es que yo no estaba de humor para oír cómo desahogaba las penas del pasado.

– Mire, tenemos que ir al fondo del asunto. Creo que deberíamos denunciar su desaparición. Así ampliaríamos el radio de operatividad. Además, eliminaríamos determinadas posibilidades y, créame, todo sirve para este objetivo.

Siguió entonces un silencio tan absoluto que pensé que había colgado.

– ¿Oiga?

– Sí, estoy aquí -dijo-. Es que no entiendo por qué quiere hablar precisamente con la policía.

– Porque es el siguiente paso que pide la lógica. Su hermana puede estar en cualquier parte de Florida, pero suponga que no es así. Por el momento no contamos más que con la palabra de Pat Usher. ¿Por qué no ampliamos pues nuestro horizonte? Que la policía emita una orden de búsqueda. Que la policía de Boca Ratón investigue en Sarasota, a ver qué consigue. Puede poner en circulación una descripción de su hermana, a través de la policía estatal y local, y averiguar si por lo menos no está enferma, muerta o detenida.

– ¿Muerta?

– Sí, lo lamento. Sé que es alarmante, y a lo mejor no es el caso, pero la policía tiene acceso a toda una información que a mí me está vedada.

– Es increíble. Yo sólo quería su firma. La contraté a usted porque pensé que sería el medio más rápido de localizarla. No creo que en el fondo sea asunto de la policía. Bueno, lo que pasa es que no quiero que recurra usted a ella.

– Está bien. ¿Qué hacemos entonces? No me parece lógico que me pida que encuentre a su hermana y al mismo tiempo me obstaculice la investigación.

– ¿Por qué no, si no me parece conveniente? No comprendo por qué no quiere usted dejar las cosas como están.

Esta vez fui yo quien guardó silencio. No acababa de entender la naturaleza y carácter de aquella inquietud suya.

– Beverly, ¿le parece que lo hago mal? ¿Me está usted diciendo que abandone el caso?

– La verdad es que no lo sé. Deje que lo piense y ya le diré alguna cosa. No creí que pudiera convertirse en un problema y no estoy segura de querer que siga usted adelante. Siempre cabe la posibilidad de que el señor Wender pueda prescindir de la firma. De que encuentre una fórmula para retener solamente la parte que corresponde a Elaine hasta que dé señales de vida.

– Hace un par de días opinaba usted de otro modo -dije.

– Puede que estuviera equivocada -dijo-. No nos preocupemos de eso ahora, ¿quiere? Ya la llamaré si quiero que continúe usted con el caso. Envíeme mientras el informe y la factura. Tendré que consultar con mi marido lo que conviene hacer a continuación.

– Muy bien -dije, todavía perpleja-, pero le mentiría si le dijera que no estoy preocupada.

– Pues no lo esté -dijo y en mi oído sonó el chasquido de la comunicación interrumpida.

Me quedé mirando el auricular. ¿Qué pasaba aquí? Era innegable el nerviosismo de aquella mujer, pero no podía hacer caso omiso de sus indicaciones. No me había despedido formalmente, pero me había puesto en la reserva y, en el plano técnico, no podía continuar si ella no me autorizaba.

Volví a mis fichas a regañadientes y mecanografié un informe. Me habían cortado las alas por tiempo indefinido, pero no estaba dispuesta a renunciar. Archivé la copia y metí el original en un sobre dirigido a Beverly, junto con la minuta de mis gastos hasta el momento. Aparte de los 650 dólares que me había anticipado, me había autorizado a gastar otros 250 para que el total «no excediera el millar de dólares sin aviso previo», lo cual no pasaba de ser la típica palabrería de los contratos porque ya habíamos llegado al límite. Sumando el pasaje de avión, el coche alquilado, las conferencias y unas treinta horas de trabajo, el total ascendía a 996 dólares con algunos céntimos. Beverly me debía pues 246. Sospechaba que liquidaría la cuenta y se lavaría las manos. En mi opinión, se había divertido un rato contratando a una detective para crear problemas a Elaine, que la había fastidiado no firmando el documento cuando se lo había pedido. Pero de pronto se había dado cuenta de que había puesto al descubierto un avispero.

Cerré el despacho y, camino de casa, eché el informe en un buzón. Elaine Boldt seguía en paradero desconocido y el asunto no acababa de gustarme.

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