Capítulo 24

Entonces apareció la señora Pickett. Al menos eso supuse. Era corpulenta, de cara grande y redonda, gafas sin montura y nariz de perro pachón. Llevaba un vestido de rayón azul marino, estampado con flechitas blancas que volaban en todas direcciones. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza y sujeto por una goma, desde la que caían los rizos en cascada, como si fuera una fuente. Llevaba delantal blanco y ancho, con peto, y al reparar en su aspecto se alisó la parte del regazo.

– Hola, me pareció oír a alguien, aunque creo que no la conozco -dijo. Tenía la voz melodiosa, con ligero acento del Sur.

Durante un segundo eterno estuve dudando entre decirle la verdad o no. Le tendí la mano y le dije cómo me llamaba.

– Soy detective -dije.

– ¿De veras? -exclamó con los ojos como platos-. ¿Y en qué puedo servirla?

– La verdad es que aún no lo sé -dije-. ¿Es usted la señora Pickett?

– En efecto -dijo-. Espero que no esté haciendo averiguaciones sobre John. -La voz le subía y bajaba musicalmente, con teatralidad.

Negué con la cabeza.

– Investigo la muerte de una mujer que vivía en este barrio.

– Apuesto a que se refiere a Marty Grice.

– Premio -dije.

– Oh, fue algo terrible. No sabe lo mal que me puse cuando me enteré. Una mujer tan simpática, acabar de esa forma. La vida ya no es como antes.

– Sí, fue terrible -dije.

– ¿Sabe una cosa? No pudieron detener al culpable.

– La señora Grice era paciente del doctor Pickett, ¿no?

– Desde luego. Y la persona más bondadosa del mundo. ¿Sabe?, nos visitaba muy a menudo. Se quedaba un rato y charlábamos. Cuando la artritis me daba fuerte, me ayudaba respondiendo al teléfono y con lo que hiciera falta. Nunca vi a John tan alterado como cuando tuvimos que ir a identificar los restos. Creo que estuvo una semana entera sin pegar ojo.

– ¿Fue él quien hizo las radiografías de la boca durante la autopsia?

– El patólogo. John llevó las que había hecho en el consultorio y se cotejaron en el lugar mismo de los hechos. No había ninguna duda, naturalmente. Según nos dijeron, era sólo una formalidad. No hacía ni seis semanas que había hecho las radiografías. Sentí tanta lástima por su marido que pensé que me moría. También fuimos al entierro y no quiero ni contarle cómo me puse. Lloré como una niña y John también se echó a llorar. Bueno, pero seguro que es con él con quien quiere hablar usted. Es su día libre, pero no tardará en volver. Ha ido a hacer unos recados. Espérele o vuelva más tarde, como prefiera.

– A lo mejor usted puede prestarme la ayuda que pensaba pedirle a él -dije.

– Si está en mi mano… -dijo en tono dubitativo-. No tengo título, pero he sido su enfermera desde que nos casamos. A veces dice que podría empastar una muela igual que él, pero a mí no me gusta la novocaína esa. Y no me gusta tontear con las agujas. Mis manos se agarrotan y la piel de los brazos se me pone de gallina. -Se frotó las manos y reprodujo un escalofrío en broma para que comprobase lo mal que se ponía-. Pero, en fin, pregunte lo que tenga que preguntar. No quisiera obstaculizar su trabajo.

– Creo que el doctor Pickett tenía una paciente llamada Elaine Boldt -dije-. ¿Podría mirar los ficheros y decirme cuándo fue su última visita?

– Me suena el nombre, pero así de pronto no se me ocurre quién pueda ser. No creo que sea paciente habitual, eso puedo asegurárselo porque si hubiera venido más de una vez la conocería. -Se inclinó hacia mí-. Supongo que no le está permitido decirme para qué quiere saberlo -dijo en tono confidencial.

– Pues no -dije-, lo que pasa es que eran amigas. La señora Boldt vivía al lado de la señora Grice.

Asintió brevemente y arqueó las cejas como si comprendiera de qué iba la cosa y no tuviera intención de repetir una sola palabra. Se acercó a los archivadores y abrió el cajón superior. Me puse a su lado. No sabía si le molestaba que mirase por encima de su hombro, pero no puso reparos. El cajón estaba tan lleno que apenas podía introducir el dedo entre las fichas. Se puso a recitar nombres.

– Vamos a ver. Bassage, Berlín, Bewley, Bevis… Ah, eh, alto ahí. Esta no está en su sitio -dijo. Cambió de orden las fichas y continuó-. Birch, Blackmar, Blount. Aquí está, Boles. ¿No era ése el apellido?

– Boldt -dije-. Be, o, ele, de, te. Sé que le enviaron una factura en cierta ocasión y no hace mucho he visto una cartilla donde figuraba una revisión semestral pendiente.

– Creo que tiene razón. Yo misma rellené la cartilla, ahora lo recuerdo. Vía Madrina, ¿verdad? -Volvió a repasar las fichas, deteniéndose en las que precedían y seguían a la que buscaba-. Apuesto a que la tiene mi marido encima de la mesa -dijo-. Vamos a echar un vistazo, venga conmigo.

La seguí por el corto pasillo y entramos en un despacho que se abría a la izquierda y que sin duda había sido antaño un lavabo de señoras. El escritorio del doctor Pickett estaba lleno de expedientes y la mujer puso los brazos en jarras como si nunca hubiera visto cosa igual.

– Dios nos asista, vaya desorden. -Se puso a mirar en el montón que tenía más cerca.

– ¿Por qué habría de estar aquí? -pregunté.

– Puede que nos hayan solicitado su historial clínico; no se me ocurre otra explicación -dijo-. Hay pacientes que se van a vivir a otro estado.

– ¿La ayudo?

– Gracias, gracias, es usted un cielo. A este ritmo podríamos estar aquí todo el santo día.

Me puse a mirar en el montón más cercano y luego repasé el que había mirado ella por si se le había pasado por alto. No había ninguna Elaine Boldt.

– Aún nos queda otro sitio -dijo. Alzó un dedo y encabezó el desfile que nos condujo a la mesa de la entrada, abrió el cajón de arriba y sacó un pequeño fichero metálico-. Estas son para recordar las consultas pendientes. Si esa señora recibió un aviso, su ficha tiene que estar aquí. Supongo que no le habrá dicho cuándo vino.

– Pues no -dije-. Pero si se le ha recordado hace poco que tenía que pasar la revisión semestral, deduzco que tuvo que ser en diciembre.

Me dirigió una mirada de elogio.

– Bien pensado. Supongo que por eso es usted detective y yo no. Bueno, bueno, veamos qué nos depara diciembre. -Pasó unas quince fichas. Yo ya estaba preocupada por los ingresos anuales del doctor Pickett, dado que ni siquiera tenía un paciente al día.

– Un mes descansado -dije mientras la observaba.

– Está medio jubilado -dijo, absorta en la búsqueda-. Atiende aún a los ancianos de los alrededores, pero no quiere ampliar la clientela. Tiene unas varices peores que las mías y su médico no quiere que esté todo el día de pie. Salimos a pasear siempre que podemos. Estimula la circulación. ¡Aquí está! -Alzó una tarjeta y me la entregó con una mezcla de alivio y triunfo. Puede que estuvieran a punto de jubilarse, pero el consultorio estaba todavía bien organizado.

Inspeccioné la ficha. Lo único que constaba en ella era el nombre y la dirección de Elaine Boldt y la fecha de su primera y única visita. 28 de diciembre. ¿Estaba en el buen camino? Me puse a pensar en ello.

– Marty Grice tuvo que venir primero -dije-, habló con Elaine y le recomendó que visitara al doctor Pickett.

– Eso es fácil de comprobar -dijo al instante la señora Pickett-. ¿Lo ve? Detrás de cada ficha está esta casilla que dice «enviado por», sí, fíjese, fue la señora Grice. En realidad lo hacemos por si se olvidan de pagar, para localizar al paciente.

– ¿Podría ver el expediente de Marty? -pregunté.

– No veo inconveniente alguno.

Volvió a los archivadores, cogió un pliego del cajón que ostentaba las letras G-I y me lo tendió. El nombre de Marty estaba escrito a máquina en la etiqueta de la cubierta. Abrí el expediente. Contenía tres hojas. La primera era un cuestionario médico con preguntas relativas a medicamentos, alergias y enfermedades que hubiera tenido la paciente. Marty lo había rellenado y firmado, autorizando automáticamente de aquel modo «cualquier intervención odontológica». La segunda era un historial odontológico que se interesaba por los alvéolos dentarios, las encías sangrantes, la halitosis ocasional y los dientes que se trababan o rechinaban. La tercera hoja contenía información sobre el tratamiento practicado, así como un dibujo de ambos maxilares, trazado como una proyección de Mercator y con los empastes señalados con bolígrafo. El nombre de Marty se veía con claridad en la cabecera del documento. Debajo había unas notas a mano del doctor Pickett. Una visita de rutina. La paciente se había sometido a una limpieza general. No constaba que tuviese caries. Se le habían hecho radiografías y se la había emplazado para volver en junio.

Estuve un buen rato mirando el expediente y repasando en la cabeza toda la serie de acontecimientos. Nada parecía anormal, salvo la fecha, 28 de diciembre. Me acerqué a la ventana y miré la hoja a contraluz. Me di cuenta de que esbozaba una sonrisa crispada porque sin saber cómo había tenido la certeza de que me iba a encontrar algo así. No acababa de creer que hubiese encontrado la prueba realmente. Y sin embargo, allí estaba. Habían borrado el nombre original y mecanografiado encima el de Marty. Pasé el dedo por la cabeza de la hoja y palpé el nombre de debajo como si se hubiera escrito con signos de Braille. Bajo el nombre de Marty Grice alcanzaba a percibirse el nombre de Elaine Boldt. Las últimas teselas del mosaico encajaron de pronto en el conjunto. Ahora sabía que los restos carbonizados que se habían encontrado en casa de los Grice aquella noche eran los de Elaine Boldt. Cerré los ojos. Todo se me antojó extraño de repente. Había estado siguiendo la pista de Elaine durante diez días sin darme cuenta de que ya la había visto en una foto de Homicidios, aunque inidentificable a causa de las quemaduras. Marty Grice estaba viva y yo sospechaba que ella y Pat Usher eran la misma persona. Aún quedaban detalles por ajustar, pero me había formado una idea muy clara de cómo se había perpetrado el asesinato.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí, muy bien -dije con sequedad.

– ¿Aún quiere hablar con John?

– En este momento no, pero sí más adelante. Me ha ayudado usted muchísimo, señora Pickett. Gracias.

– Bueno, no sé qué habré hecho, pero de nada, de todos modos.

Le di la mano, consciente a medias de la mirada de perplejidad que me dirigió al irme. Subí al coche y estuve un rato sin saber qué haría a continuación. Dios mío, ¿qué habrían hecho para que coincidiera el contenido de ambos estómagos? Había sido una jugada muy astuta. El informe de la autopsia decía que el grupo sanguíneo era O positivo, el grupo más corriente, o sea que por este lado todo había sido más sencillo. Marty y Elaine eran de estatura parecida. Hubiera sido muy distinto si la víctima fuera una completa desconocida. Todos habían supuesto que se trataba de Marty y las radiografías no habían hecho más que confirmar la identidad. No había habido ningún motivo para pensar que la víctima fuera otra persona. Leonard y su hermana habían hablado con ella por teléfono a las nueve y Lily había dicho que Marty había tenido que colgar porque llamaban a la puerta. El telefonazo a la policía había sido un detalle decorativo, ideado para impresionar. Mike estaba en lo cierto a propósito de la hora. A las ocho y media de aquella noche había visto efectivamente un cadáver de mujer envuelto en una alfombra. Sólo que no era su tía. A Elaine habían tenido que matarla a golpes un poco antes, dejando intacta parte de la mandíbula y la dentadura con objeto de facilitar la identificación. Un sinfín de cosas encajaba de pronto. Wim Hoover había tenido que reconocer a Marty mientras ésta entraba o salía de casa de Elaine. Marty o Leonard le habían dado alcance antes de que llegara al teléfono.

Arranqué, abandoné la acera y giré a la izquierda. Fui a Jefatura y aparqué en una zona azul de quince minutos que había al otro lado de la calle. Una vez dentro, me detuve ante el mostrador de la izquierda. Detrás del mostrador estaba la puerta que daba al puesto de guardia. Un madaleno al que no había visto en mi vida pasó ante la puerta y me vio. Se detuvo.

– ¿Quiere algo?

– Busco al teniente Dolan.

– Voy a preguntar. Acabo de pasar por su despacho y allí no lo he visto.

Desapareció. Esperé dirigiendo miradas furtivas a Identificación y Archivos, que tenía a mis espaldas. No había a la vista más que una funcionaría de raza negra que escribía a máquina a velocidad pasmosa. No conseguía quitármelo de la cabeza. Las piezas encajaban de un modo clarísimo. Marty Grice había ido a Florida y se había instalado en el piso de Elaine. No era difícil adivinar lo que había hecho. Perder kilos. Teñirse el pelo y cambiar de peinado. Habría sido distinto si hubiera tenido que ocultarse; pero allí no la conocía ni Dios. Ya con los dineros de Elaine a su disposición, sin duda se había dedicado a empingorotarse. Rememoré el encuentro que había tenido con ella: la cara hinchada y con moraduras, la tirita que le cubría la nariz. No había sufrido ningún accidente de tráfico. Se había hecho la cirugía plástica, una cara nueva para una nueva identidad. Ella misma me había dicho que se había «retirado» y que no pensaba volver a trabajar en su vida. Ella y Leonard habían tenido una mala época y hete aquí que entra en escena Elaine Boldt, con montones de dinero para fundir y una manifiesta inclinación al lujo. Cómo debió de hervir la sangre de Marty al verla. La sed de justicia se había traducido en crimen, al tiempo que el robo de todos los bienes de la difunta garantizaba a los asesinos una pensión para toda la vida. Lo único que tenía que hacer Marty a partir de aquel momento era esperar a que Leonard se viese libre de toda traba; entonces se reunirían. Era un caso para Dolan. Si aparecía el arma homicida, tendría pruebas suficientes para entrar en acción. Por el momento sólo le podía contar lo ocurrido. No me parecía prudente guardarme la información. Volvió el madaleno.

– Se ha ido y no volverá en todo el día. Si puedo ayudarla…

– ¿Se ha ido? -dije. Contuve los versitos de amor que suelo murmurar en estos casos, mientras por dentro vociferaba «¡Mierda, mierda!»-. Volveré mañana a primera hora.

– Estupendo. ¿Quiere que le dé algún recado?

Saqué una de mis tarjetas y se la di.

– Dígale solamente que volveré mañana para contárselo todo.

– De acuerdo -dijo.

Volví al coche y arranqué. Creía saber dónde estaba el arma homicida, pero antes quería hablar con Lily Howe. Si esta mujer había adivinado lo que sucedía, estaba en peligro. Miré la hora. Las seis y cuarto. Vi un teléfono público en una gasolinera y me detuve. El miedo había empezado a acelerarme el corazón. No quería que Mike se metiera en la boca del lobo. Si se había dado cuenta de que su tía estaba viva, también él tendría problemas. Todos íbamos a tenerlos, hostia. Las manos me temblaban mientras pasaba las hojas de la guía telefónica en busca de los Grice restantes. Encontré a un tal Horace Grice, domiciliado en Anaconda, y que no parecía mala alternativa; tuve que rebuscar en el fondo del bolso para reunir veinte centavos. Marqué el número y contuve la respiración mientras el aparato sonaba una vez, dos veces, cuatro, seis. Colgué a los doce timbrazos. Arranqué la página del listín y me la guardé en el bolso, con la esperanza de tener otra oportunidad para llamar.

Volví al coche y puse rumbo a la casa de Lily Howe. ¿Dónde estarían Leonard y Marty en aquel momento? ¿Habían huido o seguían los dos en la ciudad, en casa de Lily tal vez? Pasé de largo ante Carolina Avenue y tuve que dar la vuelta, atenta a los números de las casas mientras avanzaba. Vi el domicilio de los Howe y reduje la velocidad ante el desconcierto de los ocupantes del vehículo que me seguía. Pasé de largo otra vez y di la vuelta en la entrada de un garaje, seis casas más allá. Al acercarme a la acera para aparcar, el corazón me dio un vuelco. Leonard y su dama de compañía acababan de entrar en el sendero de Lily.

Me encogí en el asiento sin pensármelo dos veces y me golpeé la rodilla contra la consola de mandos. Joder, menuda hostia. Me incorporé poquito a poco, oteando por encima del volante. Al parecer no habían reparado en mí porque en aquel momento salían del vehículo y se dirigían hacia la puerta de la casa de Lily sin mirar atrás para nada. Llamaron y Lily les abrió la puerta sin que de sus labios brotara ninguna exclamación de sorpresa, horror, conmoción o consternación. Me pregunté desde cuándo sabría que Marty estaba con vida. ¿Había estado confabulada con ellos desde el principio? Observé la casa con inquietud. Estaba más o menos convencida de que, mientras Leonard estuviese allí, Lily estaría a salvo, pero no creí que a Marty le gustara la idea de dejarla con vida cuando se marcharan.

Iba a tener que vigilar un poco a Lily Howe, a hacer de ángel de la guarda, tanto si lo sabía como si no.

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