Capítulo 16

Bueno, por lo menos ya tenía algo que hacer. Cuando me despedí de Nelson se estaba tomando la temperatura con un termómetro digital y me confesó con timidez que tenía una pasión secreta por aquella clase de artilugios. Le deseé una rápida mejoría, subí al coche y puse rumbo a Chapel.

La clínica veterinaria es un pequeño prisma de vidrio y piedra artificial del color de la masilla que se emplea para las ventanas, y se alza en el tramo sin salida de resultas de haber cortado la Autopista 101. Me encantan estas calles sin salida, son como recuerdos de lo que la ciudad ha sido, y una refrescante desviación del dominante estilo colonial español. Las pequeñas casas de madera de la zona, con sus barandillas talladas a mano, sus exóticos detalles decorativos, sus contraventanas de madera y sus techos puntiagudos, son en realidad chalecitos Victorianos para la clase trabajadora. En la actualidad parecen antiguallas desvencijadas, pero aún permiten imaginar la época en que estaban recién construidas y pintadas, y en que los árboles hoy adultos no eran más que esbeltos pimpollos plantados en medio de los huertos y jardines recién sembrados. La ciudad de entonces debía de estar llena de carruajes y carreteras polvorientas. Me cuento entre las personas que desearían que quedasen más residuos de aquella época.

Dejé el coche en el parking de detrás de la clínica y entré por la puerta trasera. Alcancé a oír un lejano y furioso ladrido colectivo, chillidos agudos que suplicaban compasión, libertad y consuelo. Sólo había dos animales en la sala de espera, dos gatos de aire aburrido que parecían cojines adormilados. Sus dueños humanos les hablaban con un acento felino y una entonación aguda que me dio dolor de cabeza. Cada vez que sonaba al fondo el aullido de algún perro, parecía que los gatos esbozaban una sonrisa.

Tenía que haber dos veterinarios de servicio porque se llamó a los dos gatos al mismo tiempo, se los instaló en sendos carritos y se los llevaron por el corredor mientras yo me quedaba sola con la recepcionista. Tendría veintiocho o veintinueve años, era pálida, tenía ojos azules y se ceñía el pelo liso y rubio con una cinta azul al estilo de Alicia en el País de las Maravillas. El marbete identificador que llevaba decía «Emily».

– ¿Qué desea?

Hablaba como si su crecimiento se hubiera detenido a los seis años: con un hilo de voz tenue y resollante, modulado con dulzura y quizás ensayado a propósito para calmar animalejos histéricos. De vez en cuando tropiezo con mujeres que hablan así, y no deja de intrigarme este infantilismo crónico en un mundo donde los demás nos esforzamos por madurar. Al dirigirme a ella me sentí como un defensa de un equipo de rugby.

– Me gustaría obtener cierta información.

– Veré lo que puedo hacer -murmuró. Tenía la voz dulce y musical y un comportamiento sumiso.

Iba a enseñarle la fotocopia de mi licencia de detective, pero me asustó la posibilidad de que resultara un gesto brusco y grosero. Opté por dejarla en el bolsillo para poder encañonarla con ella más tarde si tenía necesidad de apretarle las clavijas.

– En enero de este año una señora trajo un gato para someterlo a una intervención de urgencia y quería saber si volvió para recogerlo.

– Si lo desea, puedo mirar en los ficheros. ¿Me dice el nombre, por favor?

– Sí, la señora se llamaba Elaine Boldt. El gato, Mingus. Creo que fue el 9 de enero por la noche.

En sus mejillas se formaron dos lunares de color de rosa y se humedeció los labios mientras me observaba con fijeza. ¿Habría vendido el gato a un viviseccionista?

– ¿Qué ocurre? -dije-. ¿Sabes de qué gato te hablo?

– Sí, sé a cuál se refiere. Estuvo aquí semanas enteras -dijo.

Su voz había adoptado un dejo nasal y parecía brotarle de la nariz, como si practicase la ventriloquia. No era exactamente un gemido quejumbroso, pero sí el tono que he visto emplear a los niños en los grandes almacenes cuando las mamas les acusan de portarse mal y les amenazan con arrancarles el brazo de cuajo. Estaba claro que se había puesto a la defensiva, pero ignoraba por qué. Alcanzó una caja metálica y pasó los dedos por una sucesión de fichas. Cogió la que buscaba y la depositó en la mesa con puritanismo voluntarioso.

– Sólo abonó tres semanas de hospitalización, no contestó a ninguna de nuestras llamadas y notas, y en febrero dijo el doctor que teníamos que tomar medidas porque estamos faltos de espacio. -Estaba realmente excitada.

– Emily -dije con acopio de paciencia-. ¿Te llamas así o llevas la chapa de otra?

– Me llamo Emily.

– Pues bien, Emily. No me interesa saber dónde está el gato. Lo que en realidad quiero saber es si volvió aquella señora.

– No, no volvió.

– ¿Y qué fue del gato? Sólo por curiosidad.

Me contempló durante un segundo con la barbilla alzada. Se echó el pelo por detrás del hombro con un ademán rápido.

– Me lo quedé. Es un gato fabuloso y fui incapaz de llevarlo al depósito municipal.

– Un gesto realmente admirable. Me han dicho que es un gato estupendo, me alegro de que te lo quedaras. Disfruta de su compañía. Me llevaré tu secreto a la tumba. Pero si reaparece la señora, ¿me lo dirás? -Puse mi tarjeta en la mesa. La leyó y asintió sin decir palabra. -Gracias.


Volví al despacho. Pensaba llamar a Julia Ochsner para decirle que había localizado al gato y ahorrarle así un innecesario rastreo por los veterinarios y guarderías de Boca. Dejé el coche en el parking trasero y subí por las escaleras de la parte posterior. Al llegar al despacho vi a un hombre en el pasillo que garabateaba no sé qué en un trozo de papel.

– ¿Puedo serle útil?

– Eso depende. ¿Es usted Kinsey Millhone? -Parecía sonreír con superioridad afectada, como si poseyera una información demasiado valiosa para compartirla.

– Sí.

– Soy Aubrey Danziger.

Tardé un segundo en identificar el nombre.

– ¿El marido de Beverly?

– Exacto -dijo, y emitió una carcajada muy breve que le resonó en la glotis. No me pareció que ninguno de los dos tuviera hasta el momento ningún motivo para ponerse exultante de alegría.

Era alto, un metro noventa quizá, y tenía la cara delgada y de cutis fino. Tenía el pelo muy negro y liso, como de tacto sedoso, ojos castaños y boca altanera. Vestía un traje gris claro, con chaleco y todo. Tenía aspecto de jugador de barco fluvial, de dandy, de «petimetre», en el caso de que estos estereotipos sigan existiendo.

– ¿Y qué puedo hacer por usted?

Introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta y entré. Me siguió, inspeccionando la estancia con una mirada escrutadora por la que supe que estaba evaluando los muebles, juzgando mi infraestructura, calculando mis impuestos y preguntándose por qué su mujer no había preferido una agencia de prestigio.

Me senté ante el escritorio y le observé mientras tomaba asiento y cruzaba las piernas. Raya impecable en los pantalones, tobillos aristocráticos, zapatos italianos de piel, bajos y sin cordones, puntera estrecha y reluciente. Entreví los puños de su camisa, blancos como la nieve, y el monograma azul claro de sus iniciales -A.N.D.-, sin duda bordado a mano. Sonrió mientras nos contemplábamos como dos tontos. Sacó una pitillera plana del bolsillo interior de la chaqueta, cogió un cigarrillo delgado y de papel negro cuyo extremo golpeó sobre la superficie de aquélla, se lo puso entre los labios y lo encendió con un mechero que disparó tal llamarada que temí se le fuera a incendiar el cabello. Tenía manos finas y le habían arreglado a la perfección unas uñas que ostentaban un borde blanco y brillante. Confieso que estaba superimpresionada, sobre todo por el perfume que despedía y que sin duda era uno de esos aftershaves de lujo que se llaman Rogue o Magnum. Observó la brasa del cigarrillo y a continuación me fulminó con la mirada. Sus ojos me recordaron la arcilla seca: castaños, exánimes, sin calor ni energía.

No le invité a tomar café. Le acerqué el cenicero, igual que había hecho con su mujer. El humo de su cigarrillo olía a fogata ahogada y sabía que, aun después de que su dueño emprendiera el regreso a Los Ángeles, se quedaría pegado a los muebles durante mucho tiempo.

– Beverly recibió su carta -dijo-. Se alteró mucho. Y estimé oportuno venir personalmente para charlar un rato.

– ¿Y por qué no ha venido ella? -repuse-. También sabe hablar.

La observación le hizo gracia.

– A Beverly no le gustan las escenas. Me pidió que hablase yo en su nombre.

– Tampoco a mí me chiflan las escenas, pero no sé cuál es el problema. Ella me dijo que buscara a su hermana. Aún lo estoy haciendo. Quiso ponerme condiciones y opté por trabajar para otra persona.

– Oh, no, no. Usted la entendió mal. Ella no quería rescindir el contrato. Sólo que no quería que acudiese usted a Personas Desaparecidas.

– Y en ese punto disentimos. No me pareció honrado cobrar por hacer caso omiso de los consejos de mi cliente. -Traté de sonreírle con indiferencia mientras hacía girar un poco la silla-. ¿Acaso había algo más? -pregunté. Estaba convencida de que se traía algo entre manos. Saltaba a la vista que no había recorrido ciento cincuenta kilómetros sólo por aquello.

Se removió en el sillón y probó un tono más cordial.

– Me temo que hemos empezado con mal pie -dijo-. Me gustaría saber qué ha averiguado sobre mi cuñada. Si la he ofendido, quisiera presentarle mis excusas. Ah. Puede que le interese esto.

Sacó un papel doblado del bolsillo de la chaqueta y me lo alargó. Por un momento pensé que se trataría de una dirección, un teléfono, alguna información que realmente sirviese de algo. Era un cheque por los 246 dólares con 19 centavos que me debía Beverly. Por su actitud parecía una especie de soborno y no me gustó. Acepté el dinero de todos modos. Se diera cuenta o no, a mí me daba igual.

– Hace dos días mandé el informe a Beverly. Si usted quiere saber el resultado de mis averiguaciones, pregúntele a ella.

– He leído el informe. Lo que quisiera saber es lo que ha averiguado desde entonces, si es que está dispuesta a cooperar.

– La verdad es que no. No quisiera parecer grosera, pero lo que haya averiguado incumbe sólo a mi cliente actual y es confidencial. Sí voy a decirle algo. Acudí a la policía y se distribuyó una descripción de Elaine, pero como sólo han transcurrido dos días aún no se sabe nada. ¿Le importaría responder ahora a una pregunta?

– Sí me importaría -dijo, aunque se echó a reír. Empezaba a comprender que la causa de su comportamiento era probablemente la torpeza, así que continué.

– Beverly me dijo que hacía tres años que no veía a su hermana, pero un vecino de Elaine no sólo afirma que estuvo en su casa por navidades sino que encima tuvieron una pelea sonada. ¿Es cierto?

– Bueno, sí, creo que sí. -Se le había dulcificado la voz y ahora parecía menos distante. Dio una última chupada al cigarrillo y decapitó la brasa estrangulando la colilla con los dedos-. Si he de serle franco, me preocupaba que Beverly se complicara demasiado en esto.

– ¿Cómo es eso?

Había dejado de mirarme. Giró la colilla entre los dedos hasta que no quedó de ella más que un montoncito de hebras de tabaco y un trozo de papel negro.

– Tiene problemas con el alcohol. Los tiene por temporadas, aunque seguramente usted ni se daría cuenta. Es una de esas personas capaces de no probar ni gota durante seis meses, y de pronto, zas, se tira por ahí tres días bebiendo. Los períodos de incontinencia a veces duran más. Yo creo que lo que ocurrió en diciembre fue eso. -Volvió a posar los ojos en mí y entonces vi que había desaparecido buena parte de su solemnidad. Era un hombre que sufría.

– ¿Sabe usted por qué se pelearon?

– Más o menos.

– ¿Fue por usted?

Sus ojos me enfocaron con un primer destello de vida auténtica.

– ¿Por qué dice eso?

– El vecino dijo que al parecer se peleaban por un hombre. Y, que yo sepa, usted es el único que había por medio. ¿Me invita a comer?


Fuimos a un local llamado Jay's y que está al doblar la esquina. Es muy oscuro, con macizos reservados de estilo Art-Déco: cuero gris ceniza y mesas de mármol negro que parecen pequeñas piscinas irregulares. Les brilla tanto la superficie que pueden hacer de espejos, como en los anuncios de líquidos limpia-muebles. Las paredes están recubiertas de napa gris y la alfombra que se pisa es tan mullida que parece que se ande por la playa. El local entero, silencioso y casi a oscuras, parece una cámara de insensibilización para astronautas, pero las bebidas que se sirven son generosas y el barman prepara unos increíbles bocadillos calientes de ternera ahumada y pan integral. Es demasiado caro para mí, pero me pareció que Aubrey Danziger encajaba allí perfectamente. Por lo menos parecía estar en situación de poder pagar la cuenta.

– ¿En qué trabaja usted? -le pregunté cuando nos sentamos.

La camarera apareció antes de que pudiera responderme. Sugerí dos cócteles de Martini y un par de bocadillos de ternera. Volvió a dibujarse en sus facciones la misteriosa expresión de regocijo, pero manifestó su conformidad con un indiferente encogimiento de hombros. Pensé que no estaba acostumbrado a que las mujeres hicieran el pedido, pero no detecté ningún efecto secundario peligroso. En mi opinión se trataba de mi número y quería ser yo quien controlara las luces. Sabía que podíamos acabar electrocutados, pero por lo menos le desaparecería la capa de celofán que le envolvía y se humanizaría un poco.

Me respondió cuando se fue la camarera.

– Yo no trabajo -dijo-. Soy propietario de varias inmobiliarias. Compramos terrenos y construimos edificios de oficinas, zonas comerciales enteras y a veces comunidades de pisos de propiedad. -Hizo una pausa como para darme a entender que habría podido seguir hablando sin parar, pero que bastaba con lo dicho. Volvió a sacar la pitillera y me la ofreció. Dije que no y encendió otro cigarrillo delgado de papel negro. Inclinó la cabeza.

– ¿Hay algo en mí que la irrite? Me ocurre continuamente. -Había recuperado la sonrisa de superioridad, pero esta vez no me sentí ofendida. Puede que su cara fuese así.

– Parece usted un engreído y es muy astuto -dije-. Y no para de sonreír como si supiese algo que yo ignoro.

– Hace mucho tiempo que tengo montañas de dinero, o sea que lo llevo en la sangre. Con franqueza, la idea de que una chica sea detective me hace mucha gracia. Es uno de los dos motivos por los que estoy aquí.

– ¿Y el otro?

Titubeó como si se debatiera entre hablar y callarse. Dio una chupada larga al cigarrillo.

– Creo que Beverly no me ha contado toda la verdad. Es una retorcida y una manipuladora. Me gusta comprobar las cosas.

– ¿Se refiere usted a la relación que estableció conmigo o a la que tenía con Elaine?

– Bueno, conozco su relación con Elaine. No la soporta. Pero tampoco la puede dejar en paz. ¿Ha odiado usted así alguna vez?

Esbocé una sonrisa.

– Últimamente, no. En mi época, supongo que sí.

– Siempre está encima de ella. Si se entera de que le va bien, corre a fastidiarla. Y si se entera de que le va mal, se alegra, pero no se queda contenta del todo.

– ¿Qué estaba haciendo aquí en navidad?

Llegaron los cócteles y tomó un sorbo prolongado del suyo antes de contestar. El mío era frío y suave como la seda, y con ese poco de vermut que me hace estremecer automáticamente. Suelo comerme en seguida la aceituna porque combina muy bien con el sabor de la ginebra. No le pasó inadvertido mi escalofrío de placer.

– Si quiere quedarse a solas con el cóctel, me marcho.

Me eché a reír.

– No lo puedo evitar. No suelo probar estas cosas, pero, ¡cielos, qué frenesí! Incluso noto ya la gestación de la resaca.

– Hoy es sábado, diantre. Tómese el día libre. No creí que pudiera localizarla en el despacho. Pensaba dejarle una nota e irme por ahí, a ver si averiguaba algo sobre Elaine por mi cuenta y riesgo.

– Entiendo entonces que acerca de su paradero sabe usted tanto como los demás.

– Yo creo que está muerta -dijo cabeceando-. Creo que la mató Bev.

Aquella salida no pudo por menos de atraer mi atención.

– ¿Por qué habría tenido que hacerlo?

De nuevo el titubeo prolongado. Miró hacia el interior del local fijándose en los detalles decorativos y haciendo no sé qué operaciones mentales, como si para saber dónde estaba tuviera que reducir el entorno a su valor en dólares. Volvió a posar los ojos en mí y a esbozar la sempiterna sonrisa.

– Descubrió que había estado liado con Elaine. Fue culpa mía. Hacienda quiso revisar nuestras declaraciones de los tres últimos años y yo, tonto de mí, le dije a Beverly que buscase unos cheques anulados y ciertos talones de compra con tarjeta de crédito. Así dedujo que yo había estado en Cozumel cuando Elaine se trasladó allí, a poco de morir Max. Yo le había dicho que había sido un viaje de negocios. El caso es que aquel día, al volver del despacho, me atacó con tanta rabia que es un milagro que aún esté vivo. Estaba borracha, naturalmente. Un pretexto para romper la vajilla. Cogió unas tijeras de cocina y me las clavó en el cuello. Justamente aquí, encima de la clavícula. La corbata y el cuello de la camisa me salvaron de la muerte, y quizá también el hecho de que me almidonen mucho las camisas. -Se echó a reír, cabeceando con inquietud ante aquellos recuerdos-. Al ver que no resultaba, me hirió en el brazo. Catorce puntos. Llené la casa de sangre. Cuando bebe es como Jekyll y Hyde. No es mala persona cuando está sobria… maliciosa y agarrada como un clavo, pero no actúa con irracionalidad.

– ¿Y cómo es que se lió con Elaine?

– No lo sé, ¡diantre! Fue una estupidez. Hacía años que la deseaba, supongo. Es una mujer muy guapa. Suele ir a la suya y no privarse de nada, pero esas características no hacían más que aumentar su atractivo. Su marido acababa de morir y se sentía confusa. Lo que comenzó siendo una preocupación fraternal acabó convirtiéndose en lujuria sin freno, como en la contraportada de las novelas baratas. Yo había tenido ya alguna que otra aventurilla, pero nada que se pareciese a aquello. Dice el refrán que nadie tira piedras a su propio tejado. Pero la verdad es que me pasé.

– ¿Duró mucho?

– Hasta su desaparición. Bev no lo sabe. Le dije que la cosa había durado seis semanas y que ya se había acabado todo, y se lo tragó porque era lo que quería creer.

– Y descubrió el pastel en navidad.

Asintió. Hizo una seña a la camarera y se me quedó mirando.

– ¿Le apetece otro?

– Claro.

Alzó dos dedos y la camarera se dirigió a la barra.

– Sí, fue entonces cuando lo descubrió. Me puso de vuelta y media, cogió el coche y se vino aquí. Llamé a Elaine para ponerla sobre aviso, para que por lo menos coincidieran nuestras versiones, pero en realidad no sé qué se dijeron. Ya no pude volver a hablar con ella y no he vuelto a verla.

– ¿Qué dijo Elaine cuando la llamó?

– Bueno, no le entusiasmó que Bev lo supiera, pero tampoco podía hacer nada ya. Dijo que trataría de arreglarlo.

Llegaron los cócteles con los bocadillos y dejamos de hablar un rato mientras nos dedicábamos a comer. Aquel hombre acababa de darme una pista completamente nueva y tenía muchas preguntas que formularle.

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