Capítulo 19

Lloviznaba y la temperatura había rebasado los 20 °C cuando aterrizamos; eran exactamente las 4.56 de la madrugada, hora local. Aún era de noche, pero el aeropuerto, con su iluminación monótona y su aire acondicionado, parecía una estación espacial que girase a cientos de kilómetros de la tierra. Los pasajeros madrugadores avanzaban con decisión por los pasillos vacíos mientras las puertas se abrían y cerraban con silbante automatismo y los altavoces canturreaban sin parar ni esperar respuesta. Tenía entendido que todo el sistema estaba automatizado y que a aquella hora funcionaba sin que la mano humana interviniese para nada.

La oficina del servicio de equipajes de la TWA no abría hasta las nueve, así que me dediqué a matar el tiempo. No había llevado equipaje, sólo una bolsa de lona donde había metido el cepillo de dientes y demás trebejos de la vida cotidiana, entre ellos unas bragas limpias. Nunca voy a ninguna parte sin un cepillo de dientes y unas bragas limpias. Fui al lavabo de señoras para lavarme un poco. Me mojé la cara y me pasé las manos húmedas por el pelo, sin dejar de advertir lo macilento de mi piel a la luz de los tubos fluorescentes. Detrás de mí había una mujer cambiándole los pañales a uno de esos niños creciditos y de mejillas sonrosadas que parecen adultos llenos de dignidad. No paraba de mirarme con tanta seriedad como fijeza. Los gatos me miran a veces de ese modo, como si fuéramos agentes extranjeros intercambiándonos mensajes silenciosos en un apartadísimo punto de reunión.

Me detuve en un quiosco y compré un periódico. La cafetería estaba abierta y mientras engullía unos huevos revueltos con bacón, tostadas y zumo de frutas, leí un artículo lleno de interés humano acerca de un hombre que había legado toda su fortuna a un estornino. No puedo hacer frente a las noticias de primera página antes de las siete.

A las nueve menos cuarto, después de recorrer un par de veces el aeropuerto de un extremo a otro, me puse en la ventanilla de reclamación de Equipajes con un carrito cuyo alquiler me había costado un dólar. Vi las maletas de Elaine alineadas con pulcritud en un extremo de las taquillas de portezuela de vidrio. Como si se hubieran sacado de debajo del montón y se tuvieran allí preparadas. Por fin, un cuarentón con uniforme de la TWA y un nutrido manojo de llaves tintineantes abrió el despacho y encendió las luces, fue como si se alzase el telón de una pieza corta de teatro que contase con un decorado sencillo.

Me presenté y le enseñé los resguardos, le acompañé hasta las taquillas exteriores y esperé mientras sacaba las maletas y las ponía en el carrito. Creí que me exigiría algún documento identificador, pero por lo visto le traía sin cuidado quien pudiera ser yo. Puede que los equipajes perdidos sean como las crías de los gatos que nadie las quiere. Que alguien se las llevara le quitaría sin duda un peso de encima.

Cuando abrieron la caseta de Penny-Alquiler de Coches, pedí un utilitario. Había llamado a Julia la noche anterior y por tanto sabía que estaba al llegar. Sólo tenía que buscar la autopista y poner rumbo al norte. Una vez fuera, fui con el carrito hasta la parcela donde estaba aparcado el coche de alquiler. La llovizna se me pegó a la piel como una túnica de seda. Hacía bochorno y el aire olía a lluvia y a polución aeronáutica. Metí las maletas en el portaequipajes y puse rumbo a Boca. Sólo al llegar al parking del edificio y descargar me di cuenta de que las cuatro maletas estaban cerradas y de que no tenía las llaves. Pues qué bien. Tal vez se le ocurriese algo a Julia. Las llevé hasta el ascensor, subí a la primera planta y las trasladé hasta la puerta de Julia en dos viajes.

Llamé y esperé un rato mientras Julia se acercaba con el bastón, dándose ánimos en voz alta.

– Ya casi estamos. No te rindas ahora. Un par de metros más y lo habrás conseguido.

Esbocé una sonrisa ante la puerta todavía cerrada y me volví para echar un vistazo a la puerta de Elaine. No había ni la menor señal de actividad. Incluso habían entrado o tirado el felpudo, dejando en su lugar un rectángulo de polvillo filtrado a través de las cerdas.

Julia abrió por fin. La joroba le sobresalía entre los omoplatos igual que una piedra que la obligara a curvarse bajo su peso. Con los ojos a la altura de mi cinturón, tenía que ladear la cabeza para poder mirarme a los ojos. Tenía la piel transparente como el caucho y le cubría las manos como unos guantes de cirujano. Se veían las venas y los capilares rotos, y los nudillos, que parecían callos. La vejez la volvía transparente, la aplastaba por los cuatro costados como se estruja una lata de refresco.

– ¡Bravo, Kinsey! Sabía que era usted. Estoy despierta desde las seis, esperando su llegada. Entre, por favor.

Se hizo a un lado para dejarme paso. Dejé las cuatro maletas en la entrada y cerré la puerta. Golpeó una con el bastón.

– Sí, son éstas.

– Por desgracia, están cerradas con llave.

Las cuatro, por lo visto, tenían cerradura de combinación con el disco de los números engastado en el cierre metálico.

– Ajajá, esto es trabajo de detectives -dijo con satisfacción-. ¿Le apetece un café antes? ¿Qué tal el viaje?

– No me vendría mal una taza -dije-. El viaje, bien.

El piso de Julia estaba atestado de antigüedades y en conjunto era una mezcla muy personal de artículos de Oriente y objetos de la época victoriana. Vi un aparador inmenso de madera de cerezo tallada y tablero de mármol; y un sofá de pelo negro de caballo; una mampara de marfil recargadísima, figurillas de jade, una mecedora de tabla, dos lámparas de cinabrio, alfombras persas, un espejo-bastidor con el marco de caoba, un piano cubierto por una mantilla, visillos de encaje, tapices de seda bordada. Un televisor portátil de veinticinco pulgadas se alzaba al fondo de la habitación rodeado de fotos de familia incrustadas en marcos macizos de plata. El televisor estaba apagado y su muda pantalla grisácea resultaba extrañamente atractiva en una estancia tan llena de objetos memorables. El único ruido que se oía en el piso era el tictac uniforme de un reloj de péndulo, que sonaba como si alguien tamborilease con unos palillos en una mesa de fórmica.

Fui a la cocina, serví café para las dos y volví a la sala de estar con las tazas que tintineaban en el platito respectivo como sacudidas por un mini-terremoto californiano.

– ¿Son antigüedades de familia? Algunas son realmente preciosas.

Julia sonrió y agitó el bastón.

– Soy la única superviviente de la familia y a falta de otros herederos me he ido quedando con todo. Era la menor de once hermanos y mi madre decía que era la rebelde. No paraba de decir que nunca llegaría a nada, y yo me limitaba a callar y a tener paciencia. Un buen día se murió, y mi padre también, como es lógico. Tenía ocho hermanas y dos hermanos y todos están muertos. Poco a poco fui heredándolo todo, aunque ahora apenas tengo ya espacio para meter nada. Al final se acaba regalando cuanto se tiene. Se empieza en una casa de diez habitaciones y se termina sola en un asilo, sin más espacio que el que ocupa una mesita de noche y una palmatoria. No me gustaría verme así.

– Por lo que veo, usted tiene medios para seguir tirando.

– Eso espero. Tengo intención de resistir hasta que pueda, después atrancaré la puerta y me mataré, si la naturaleza no me lleva antes. Espero morirme en mi propia cama cualquier noche. Es la cama en que nací y sería hermoso terminar en ella. ¿Tiene usted mucha familia?

– No, sólo quedo yo. Me crió una tía, pero hace diez años que murió.

– Estamos entonces en el mismo barco. Es tranquilizador, ¿no le parece?

– Es una forma de decirlo -dije.

– Procedo de una familia de chillones y buscaruidos. Siempre tirándose cosas: vasos, platos, mesas, sillas, lo primero que tenían a mano. El aire siempre estaba lleno de proyectiles voladores que surcaban las habitaciones de un extremo a otro y, cuando daban en el blanco, alarido que te crió. Le hablo sobre todo de las chicas, aunque todos teníamos un enemigo irreconciliable. Una vez, cuando yo era pequeña, una de mis hermanas me tiró un pomelo como si fuese una pelota de béisbol y caí de la silla infantil, y la papilla saltó por todas partes. Se llamaba Eulalie. Ahora, al recordar aquella época, comprendo que éramos más vulgares que la roña, pero prácticos también. Todos conseguimos en la vida lo que queríamos y nadie pudo acusarnos nunca de inútiles o pusilánimes. En fin. Vamos a solucionar lo de esas maletas. En el peor de los casos, siempre las podemos tirar por el balcón. Seguro que se abren al llegar abajo.

Enfocamos el problema como si hubiese una clave que tuviese que ser descifrada. La teoría de Julia, que resultó acertada, era que Elaine podía haberse servido de una combinación numérica que para ella tuviese ya una función. Por ejemplo, el número de su casa, el código postal, el teléfono, su número de la seguridad social, la fecha de nacimiento. Elegimos sendos grupos de cifras y nos pusimos a trabajar con maletas distintas. Acerté con la mía a la tercera cuando marqué los cuatro últimos dígitos de su cartilla de la seguridad social. Las cuatro maletas compartían el mismo código, lo cual nos facilitó el trabajo.

Las abrimos en el suelo de la salita. Contenían ni más ni menos que lo que cualquiera habría esperado: ropa, cosméticos, bisutería, champú, desodorante, zapatillas, traje de baño, aunque todo revuelto como en las películas, cuando la mujer abandona al marido en medio de una bronca de las gordas. A los vestidos no les habían quitado siquiera la percha, las prendas se habían enrollado y amontonado, y los zapatos estaban encima de todo. La mayor de las maletas estaba como si se hubiesen vaciado los cajones dentro. Julia se había encaminado a la mecedora y allí estaba sentada ahora, apoyada en el bastón como si fuera una planta inestable. Yo tomé asiento en el sofá de pelo de caballo, sin quitar ojo a las maletas. Me volví hacia Julia con aprensión.

– No me gusta esto -dije-. Que yo sepa, Elaine tenía un sentido del orden casi compulsivo. Tendría que haber visto cómo dejó su casa: todo bien ordenado y en su sitio. ¿Se la imagina haciendo el equipaje de este modo?

– No. A menos que tuviera una prisa de mil diablos -dijo.

– Bueno, puede que la tuviera; pero aun así, no creo que hiciera las maletas de este modo.

– ¿Qué piensa usted? ¿Qué cree que significa esto?

Le conté lo de los pasajes de avión repetidos, lo de la escala en San Luis y otros detalles que estimé pertinentes. No estaba mal aquello de contar con otra persona para cotejar ideas. Julia era inteligente y, al igual que a mí, le gustaba buscarle tres pies al gato.

– No acabo de creer que llegase aquí -dije-. En este sentido, sólo contamos con la palabra de Pat Usher y a ninguna de las dos nos merece mucho crédito. Tal vez se bajara del avión en San Luis por algún motivo.

– ¿Sin el equipaje? Y si además se dejó el pasaporte en casa, como usted dice, ¿adonde podía ir?

– Bueno, se llevó el abrigo de lince -dije-. Pudo empeñarlo o venderlo. -Le estaba dando vueltas a una idea que no dejaba de obsesionarme, pero no acababa de concretarla del todo.

Julia hizo un aspaviento disuasorio.

– No creo que vendiera el abrigo. ¿Por qué iba a hacerlo? Tiene dinero a montones. Acciones, obligaciones, sociedades de cuentas en participación. No le hace falta empeñar nada.

Medité aquello. Estaba claro que tenía razón.

– No puedo descartar la posibilidad de que haya muerto. El equipaje llegó, es verdad, pero puede que no lo hiciera ella. Tal vez esté en algún depósito de cadáveres con una etiqueta colgando del dedo gordo del pie.

– ¿Cree usted que alguien la hizo bajar del avión y la mató?

Cabeceé sin estar del todo convencida.

– No sé. Es posible. También es posible que no hiciera el viaje.

– Me pareció oírle decir que una persona la vio subir al avión. El taxista del que me habló.

– No fue en realidad una identificación segura y definitiva. Mire, un taxista recoge a una pasajera y la pasajera dice que es Elaine Boldt. No la ha visto en su vida, así que ¿cómo puede estar seguro? Acepta su palabra y ya está, y lo mismo nos pasa a todos. ¿Cómo sabe la gente que yo soy Kinsey Millhone? Pues porque digo que lo soy. Otra persona pudo hacerse pasar por ella para fabricar una pista falsa.

– ¿Con qué objeto?

– Pues mire, eso no lo sé. Hay dos mujeres que pudieron haberlo hecho: una es su hermana Beverly.

– Y Pat Usher la otra, ¿no? -dijo Julia.

– A Pat le benefició la desaparición de Elaine. Ha vivido de gorra durante varios meses en un piso de Florida.

– Es la primera vez que oigo que matan a una persona a cambio de alojamiento y comida -dijo con sarcasmo.

Sonreí. Sabía que empezábamos a desbarrar, pero siempre podíamos dar con algo. También pude haber terminado este capítulo en aquel punto.

– ¿Dejó Pat alguna dirección, como prometió?

Negó con la cabeza.

– Charmaine dice que dejó una, pero era falsa. Hizo el equipaje y se fue el mismo día que estuvo usted aquí; nadie ha vuelto a verla desde entonces.

– Mierda. Sabía que lo haría.

– Bueno, usted no podía impedirlo -dijo con generosidad.

Apoyé la cabeza en el respaldo del sofá y me puse a barajar hipótesis.

– También pudo haber sido Beverly. A lo mejor le abrió la cabeza en el lavabo de señoras del aeropuerto de San Luis.

– O la mató en Santa Teresa y la suplantó a partir de entonces. A lo mejor fue ella quien hizo las maletas y subió al avión.

– Probemos la otra posibilidad -dije-. Con Pat, quiero decir. ¿Y si Elaine no conocía de nada a Pat Usher y trabó conocimiento con ella en el avión? Puede que se pusieran a charlar y que Pat se diese cuenta… -Abandoné la idea en cuanto vi la cara que me ponía Julia-. Suena un poco forzado -dije.

– Bueno, especular no hace daño a nadie. Puede que Pat la conociera en Santa Teresa y la siguiese desde allí.

Medité aquello.

– Bueno, es posible. Tillie dice que Elaine, al menos ella creía que era Elaine, estuvo mandándole postales hasta marzo, aunque supongo que cualquiera podría falsificarlas.

La informé de mis encuentros con Aubrey y Beverly y, mientras se lo contaba, la memoria me envió un aviso; fue una de esas fabulosas sacudidas mentales que se parecen a las descargas que producen los enchufes en malas condiciones.

– Un momento. Acabo de recordar algo. Elaine tenía una factura de un peletero de Boca. ¿Y si lo localizamos y le preguntamos si ha visto el abrigo? Podría darnos una pista.

– ¿Y de qué peletero se trata? Porque por aquí hay varios.

– Tendré que preguntárselo a Tillie. ¿Puedo poner una conferencia a California? Si seguimos la pista del abrigo, puede que lleguemos hasta ella.

Movió el bastón en dirección al teléfono. Al cabo de unos minutos había dado con Tillie y le explicaba lo que quería.

– Bueno, ya sabes que esa factura la robaron junto con los demás papeles, pero acabo de recibir otra. Espera, voy a ver qué dice. -Dejó el auricular y fue a mirar el correo. Volvió a ponerse al teléfono-. Le exigen que pague. Es el segundo aviso que manda un establecimiento llamado Jacques: setenta y seis dólares de limpieza y doscientos por arreglar el abrigo. Es increíble, ¿verdad? Aquí veo una cara sonriente, dibujada a mano, y dice: «Gracias por su encargo», y a continuación una cara triste que dice: «Esperamos que su demora en el pago sea sólo un descuido». Han llegado otras facturas también. Espera, veré de qué son. -Oí que rasgaba sobres al otro extremo de la línea-. Vaya. Todos son acreedores. Parece que ha acumulado un montón de deudas. Veamos. ¡Madre mía! Visa, MasterCard. La última fecha que pone aquí es de hace diez días, imagino que es la fecha de facturación, no la de compra. Le dicen que no puede utilizar las tarjetas hasta que no salde la deuda.

– ¿Se consigna dónde se hicieron las compras? ¿Fue en algún lugar de Florida?

– Sí, parece que casi todas se hicieron en Boca Ratón y en Miami, pero será mejor que lo mires tú cuando vuelvas. Como he cambiado la cerradura, ahora estarán a salvo.

– Gracias, Tillie. ¿Me das la dirección del peletero?

La apunté y Julia me dio algunas indicaciones. Me despedí de ella y bajé al parking. El cielo era de un gris amenazador y los truenos retumbaban a lo lejos igual que cuando bajan un piano por la rampa de madera de un camión de mudanzas. Hacía bochorno y la luz era de una blancura eléctrica que volvía la hierba de color verde fosforescente. Esperaba resolver mi asunto antes de que empezara a llover a cántaros.


Jacques se encontraba en un elegante centro comercial rodeado por un enrejado de madera y adornado con frágiles abedules plantados en grandes macetones de color azul claro. De las ramas pendían ristras de luces de colores que en medio de la lobreguez que precede a la tormenta parpadeaban como en una navidad anticipada. La fachada de los establecimientos era de granito grisáceo y las palomas que se pavoneaban en la acera parecían haberse colocado allí exclusivamente por su efecto decorativo. Hasta el sonido que emitían era de buen gusto, un murmullo chirriante que surcaba el aire matutino semejante al frufrú de los billetes cuando un cajero los cuenta a toda velocidad.

El escaparate de Jacques se había decorado con sentido artesanal. Un abrigo de marta cebellina yacía arrojado como por descuido sobre una especie de duna que contrastaba con el azul celeste del telón de fondo. En la cresta de la duna crecían unos arbustos y en la superficie de arena un crustáceo había dejado tras de sí una estela angosta que parecía un bordado. Era como un instante congelado en el tiempo: una mujer -rica y alocada- había bajado a la playa y se había despojado del abrigo de lujo para meterse desnuda en el agua, o bien para hacer el amor con quien fuese en la cara oculta de la duna. Habría jurado que la hierba se inclinaba ante una brisa inexistente y casi alcanzaba a oler el rastro de perfume que la mujer había dejado al pasar.

Empujé la puerta y entré. Si hubiera tenido dinero y hubiese ido con mi carácter aquello de ponerme animales peludos encima, me habría dejado un montón de billetes en aquel establecimiento.

Загрузка...