Capítulo 20

En el interior dominaban los azules apagados y de la elevada techumbre colgaba una lámpara rutilante. Por todos los rincones del establecimiento sonaba la música de cámara como si hubiera un cuarteto de cuerdas oculto en alguna parte. Había sillas Chippendale dispuestas en agradables grupos de sobremesa y forraban las paredes espejos enormes de marco dorado. El único detalle que estropeaba un salón dieciochesco, perfecto por lo demás, era la pequeña cámara que escrutaba todos mis movimientos desde un rincón del techo. Ignoraba por qué. No había ni una sola piel a la vista y los muebles sin duda estaban clavados al suelo. Hundí las manos en los bolsillos traseros única y exclusivamente para dar a entender que sabía comportarme. Me vi reflejada en un espejo, con mis téjanos descoloridos y mi blusa de tirantes y sin mangas, y con cara de haber sido depositada por equivocación en aquel ambiente barroco por una máquina del tiempo estropeada. Flexioné el brazo, pensando si no debería ponerme otra vez a levantar pesas. El bíceps que me salió en el brazo izquierdo parecía una serpiente que hubiera engullido hacía poco algo muy pequeño, como unos calcetines doblados.

– ¿Sí?

Me di la vuelta. El hombre que estaba ante mí parecía tan fuera de lugar como yo. Era inmenso, pesaría alrededor de ciento treinta kilos y vestía una especie de chilaba que le daba el aspecto de una tienda de campaña con miriñaque. Tenía sesenta y tantos años y una cara que necesitaba apuntalarse con muletas. Los párpados le caían a plomo, la boca le colgaba y una papada doble le adornaba el gaznate. Se echaba hacia las orejas lo que le quedaba de pelo. No estoy segura, pero me pareció que emitía un ruido grosero por debajo de la camisa.

– Quisiera hablar con usted acerca de una factura sin pagar -dije.

– Es la contable quien se encarga de eso. Y no está ahora.

– Una clienta dejó aquí un abrigo de lince de doce mil dólares para que lo limpiaran y arreglaran. Y no pagó el importe.

– ¿De veras?

Aquel sujeto no sólo estaba bien alimentado. Era también un tipo gracioso.

– ¿No está Jacques? -pregunté.

– Está usted hablando con él. Yo soy Jack. ¿Y usted?

– Kinsey Millhone -dije. Saqué una tarjeta y se la di-. Soy investigadora privada, de California.

– No fastidie -dijo. Observó la tarjeta con atención y luego posó los ojos en mí. Miró alrededor con suspicacia, como si pudiese estar protagonizando, sin saberlo, un episodio de «Objetivo Indiscreto»-. ¿Qué quiere de mí?

– Busco información sobre la mujer que trajo el abrigo.

– ¿Tiene orden judicial?

– No.

– ¿Ha traído el dinero que nos debe esa mujer?

– No.

– ¿Por qué me molesta entonces? No tengo tiempo, hay cosas que hacer.

– ¿Le importa que hable con usted mientras hace esas cosas?

Se me quedó mirando. Producía al respirar ese ruido silbante que a veces emiten los gordos.

– Sí, claro. ¿Por qué no? Haga lo que guste.

Le seguí hasta una enorme trastienda desordenada mientras aspiraba el aroma que emanaba de su cuerpo. Olía igual que uno de esos bichos que pasan el invierno en una cueva.

– ¿Desde cuándo confecciona artículos de piel? -pregunté.

Se volvió en redondo y me miró como si le hubiese hablado en chino.

– Desde que tenía diez años -dijo al final-. Mi padre confeccionaba artículos de piel y su padre hacía lo mismo.

Me señaló un taburete, tomé asiento y dejé en el suelo el bolso de lona. A mi derecha vi una mesa grande de costura con un patrón de papel de estraza encima. Se había cosido ya la parte delantera de un abrigo de visón y Jack, por lo visto, seguía trabajando con él. La pared de la izquierda estaba cubierta por patrones de papel y a la derecha había máquinas de coser de aspecto muy antiguo. Todas las superficies hábiles estaban llenas de pieles, retales, abrigos sin terminar, libros, revistas, cajas y catálogos. Había dos maniquíes juntos que parecían hermanas gemelas posando con deliberación para un fotógrafo. El omnipresente olor a cuero y maquinaria y el clima artesanal me recordaban el taller de un zapatero remendón. Jack cogió el abrigo, lo inspeccionó de cerca y echó mano de un artilugio de cortar, dotado de una hoja curva de aspecto asqueroso. Me miró. Sus ojos tenían el mismo matiz pardo que el visón.

– Bueno, ¿qué quiere saber?

– ¿Se acuerda de la mujer?

– Me acuerdo del abrigo. Y por supuesto también de la mujer que lo trajo. La señora Boldt, ¿no es eso?

– En efecto. ¿Sabría decirme cuándo la vio por última vez?

Volvió a posar los ojos en el abrigo. Practicó un corte. Se dirigió a una de las máquinas al tiempo que me hacía una seña para que le siguiese. Tomó asiento en un taburete y se puso a coser. Comprendí entonces que lo que me había parecido una Singer antigua era en realidad una máquina especial para coser artículos de piel. Juntó verticalmente los dos retales, con la piel hacia abajo, y los aseguró entre dos discos planos de metal, semejantes a dos dólares de plata unidos por el canto. Pespuntó los bordes de las piezas con la mano en la rueda mientras remetía la piel con habilidad para que la aguja no la perforase. La operación duró alrededor de diez segundos. Extendió la costura y la alisó por el revés con el pulgar. En la prenda había unos sesenta cortes parecidos, separados entre sí por centímetro y medio. Quise preguntarle qué era aquello, pero no quería distraerle.

– Vino en marzo y dijo que quería vender el abrigo.

– ¿Cómo supo que era suyo?

– Porque le pedí la factura de compra y la documentación. -Volvía a hablarme con un dejo de irritación, pero no le hice caso.

– ¿Dijo por qué quería venderlo?

– Porque se había cansado de él. Le apetecía más un visón, de color claro tal vez, y le dije que podía cambiarlo por otro abrigo, pero ella quería dinero contante y sonante y yo le dije que me lo pensaría. No me entusiasmaba la idea de comprar un abrigo usado. Por lo general no vendemos artículos de segunda mano. Nadie viene a comprarlos a este establecimiento y son más bien un engorro.

– O sea que hizo usted una excepción con ella.

– Pues sí, así fue. El caso es que el abrigo de lince estaba en perfectas condiciones y hacía años que mi mujer quería que le regalase uno. Tiene ya cinco abrigos, pero cuando vi aquel, me dije: contentemos a la parienta, qué caramba; total, por lo que va a costarme. La señora Boldt y yo regateamos y al final me lo quedé por cinco mil dólares, con lo cual salimos ganando los dos, sobre todo porque me quedé con el sombrero de complemento. Le dije que tendría que abonar la limpieza y los arreglos.

– ¿Por qué había que arreglarlo?

– Mi mujer no levanta ni metro y medio del suelo. Por si le interesa su estatura exacta, mide un metro cuarenta y siete, pero no se le ocurra decirle que yo se lo he dicho. Ella cree que es un defecto de nacimiento o algo así. ¿No se ha fijado? Las mujeres bajas piensan todas lo mismo. Al llegar a la adolescencia empiezan a ponerse plantillas para parecer más altas de lo que son. ¿Sabe lo que al final hizo la mía? Aprender a patinar. Dijo que sólo así se sentía un ser humano auténtico. Bueno, pues, el caso es que pensé regalarle el abrigo en cuestión. Es magnífico. ¿Lo ha visto usted?

Negué con la cabeza.

– Nunca.

– Pues, oiga, tiene usted que verlo. Lo tengo aquí en la trastienda. Ni siquiera lo he cortado aún.

Se dirigió hacia el fondo y fui tras él con sumisión. Abrió la maciza puerta metálica de la cámara acorazada. Brotó una ráfaga de aire helado como si fuese el frigorífico de una carnicería. Los abrigos de piel colgaban a ambos lados de dos series de perchas, con las mangas tocándose casi, igual que cientos de mujeres que hicieran cola de espaldas. Avanzó por el pasillo mirando los abrigos al pasar y resoplando a causa del esfuerzo. Necesitaba perder kilos con urgencia. Sus pulmones gemían igual que un sofá de cuero cuando alguien se sienta encima, y aquello no era síntoma de salud.

Cogió un abrigo del perchero superior, salimos de la cámara y la puerta se cerró con un chasquido. Levantó el abrigo de Elaine Boldt para que lo inspeccionase. Era de dos colores, blanco y gris, exquisitamente combinados, con las pieles dispuestas de forma que las puntas ahusadas confluyeran en la orilla. Por la cara que puse, tuvo que adivinar que nunca había visto de cerca un abrigo tan caro.

– Adelante -dijo-, pruébeselo.

Titubeé durante una fracción de segundo y me lancé sobre él. Me lo puse sobre los hombros y me miré en el espejo. Me llegaba casi hasta los tobillos y los hombros sobresalían como si fueran hombreras de protección para practicar un extraño deporte nuevo.

– Parezco la Abominable Hembra de las Nieves -dije.

– Está usted elegantísima -dijo. Apartó los ojos de mí para mirarme a través del espejo-. Se lo arreglamos en un santiamén. Hay que meterle en las mangas. Aunque, si le viene grande, puede que le quede mejor el zorro.

Me eché a reír.

– Con lo que gano, llevar un jersey de cremallera ya me parece un lujo. -Me quité el abrigo, se lo devolví y reanudé la conversación-. ¿Por qué le pagó usted lo acordado antes de que ella le abonase la limpieza y los arreglos? ¿Por qué no dedujo éstos de los cinco billetes y extendió un cheque por la cantidad restante?

– La contable prefirió la otra operación. No me pregunte por qué. De todos modos, la limpieza no vale tanto y los arreglos los hago yo personalmente. ¿Qué más me da? Hice un buen negocio. Adele la acosaría para que pagara, como es lo normal, pero eso no cambia las cosas.

Mientras devolvía el abrigo a la cámara, fui a buscar el bolso y cogí la foto de Elaine y Marty que me había dado Tillie Ahlberg.

Se la enseñé cuando volvió a reunirse conmigo.

– ¿Es ésta la mujer con quien habló?

Miró la foto un segundo y me la devolvió.

– No. No he visto a ninguna de las dos en toda mi vida -dijo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Sólo la vi una vez.

– ¿Era joven, vieja? ¿Alta, baja? ¿Gorda, delgada?

– Sí, algo así. Cuarentona y de pelo tirando a rubio. Llevaba vestido suelto estampado y fumaba sin parar. No me hubiera gustado verla otra vez por aquí porque no quiero que las pieles se empapen de humo.

– ¿Qué documentación le enseñó?

– Pues lo de siempre. El carnet de conducir. Un saldo bancario. Tarjetas de crédito. ¿Va a decirme que el abrigo es robado? Pues no me lo diga porque no quiero saberlo.

– No creo que «robar» sea la palabra exacta -dije-. Sospecho que alguien ha estado haciéndose pasar por Elaine Boldt. Pero no sé dónde ha estado ni dónde está ahora la auténtica Elaine Boldt. Yo en su lugar no tocaría el abrigo para nada hasta que averigüemos lo que ha sucedido.

La última vez que lo vi se pellizcaba las papadas con cara de lástima; no se ofreció a acompañarme hasta la puerta.


Salí a la opresiva humedad de Florida. El manto de nubes convertía la hora en un crepúsculo prematuro y sobre el asfalto caliente comenzó a caer el primero de una serie de aguaceros intensos. Corrí hacia el coche medio encogida, como si reduciéndome de tamaño evitara mojarme. Pensé en la descripción que Jack había hecho de la mujer que se había hecho pasar por Elaine Boldt. Había visto la foto y juró que no era ella. Por lo que yo sabía, tenía que tratarse de Pat Usher. Recordaba el encuentro que había tenido con esta mujer; su actitud cautelosa y resabida, las preguntas sobre Elaine que se había dedicado a desviar, sus mentiras y verdades a medias. ¿Había suplantado sin más a otra persona? Había estado viviendo en el piso de Elaine, pero ¿de qué otro sitio había podido sacar aquel abrigo de piel? Si era ella quien se había dedicado a comprar con las tarjetas de crédito de Elaine, tenía que estar segura de que ésta no iba a enterarse. En mi opinión, sólo podía haber vencido este obstáculo sabiendo que Elaine estaba muerta, lo cual, por otra parte, ya sospechaba yo desde hacía días. Podía haber otra explicación, pero ninguna que lo trabase todo tan bien.

La lluvia había arreciado y los limpiaparabrisas del coche alquilado oscilaban igual que metrónomos, sin conseguir otra cosa que extender por el vidrio una fina capa de suciedad. Localicé una cabina telefónica y llamé con la tarjeta de crédito a la Jefatura de Policía de Santa Teresa, para hablar con Jonah. La conexión era pésima y entre el crepitar de la electricidad estática apenas nos entendíamos, pero me las ingenié para decirle lo que quería, es decir, si podía acelerar los trámites de la solicitud que yo había enviado al Registro de Vehículos de Tallahassee. Lo único que habría necesitado conseguir Pat Usher era un carnet de conducir, dado que Elaine no tenía, aunque no habría sido difícil falsificarlo. No habría tenido más que solicitarlo a nombre de Elaine Boldt, pasar el examen y esperar a que el carnet le llegase por correo. Hay estados en que se puede salir del Registro con el carnet en la mano minutos después del examen, para renovarlo por lo menos. Ignoraba los trámites que había que seguir en Florida. Jonah me dijo que llamaría a Tallahassee y que me comunicaría los resultados. Esperaba estar en Santa Teresa al día siguiente y le dije que ya le llamaría yo al llegar.

Volví en el ínterin a la comunidad de propietarios y sostuve una breve charla con Roland Makowski, el administrador, que corroboró lo que ya sabía por Julia. Pat Usher se había marchado con todo lo suyo el mismo día en que yo había estado hablando con ella. Obediente, había dejado una dirección -un motel cercano a la playa-, pero cuando Roland quiso hablar con ella por teléfono, descubrió que el motel no existía. Le pregunté el motivo de aquella llamada. Me dijo que Pat Usher, a modo de despedida, había echado un montón de porquería en la piscina y escrito su nombre en el hormigón con un pulverizador de pintura.

– ¿Qué me dice?

– Lo que oye -dijo-. Dejó flotando en el agua un zurullo del tamaño de un chorizo polaco. Tuve que hacer que la vaciaran y desinfectaran, y aun así hay vecinos que ya no quieren bañarse. Esa mujer está loca. ¿Y sabe qué es lo que la puso así? ¡Que le dijera que no podía tender las toallas en el balcón! Habría tenido que ver cómo reaccionó. Le entró tal ataque de furia que los ojos se le pusieron en blanco y empezó a jadear. La verdad es que me asusté mucho. Está enferma.

Le miré de hito en hito.

– ¿Ha dicho que empezó a jadear?

– Casi le salió espuma por la boca.

Pensé en la persona que había entrado por la noche en casa de Tillie.

– Creo que hay que echar un vistazo al piso de Elaine -dije con actitud terminante.

El hedor nos recibió a puñetazos en cuanto abrimos la puerta. Lo habían destrozado todo bestialmente y a conciencia. Había rastros de excremento por todas partes y habían acuchillado el sofá y las sillas. Saltaba a la vista que la responsable lo había hecho con el mayor sigilo. Al contrario que en casa de Tillie, no se había roto ningún cristal ni volcado ningún mueble. En su lugar, había abierto todas las latas de comida y las había vaciado en las alfombras y moquetas. Se había dedicado a cubrir el suelo de galletas, fideos, mermelada, especias, café, vinagre, sopa, fruta pasada y aportaciones de su propio intestino grueso. La pasta de olor inefable llevaba allí varios días, y el calor y la humedad de Florida la habían convertido en un vivero de hongos y putrefacción. Las bolsas de congelados que había abierto sobre aquel pantano pegajoso bullían con una hormigueante vida propia que no me atreví a inspeccionar. En derredor zumbaban con malignidad las moscardas de cabeza brillante como un fanal.

Roland se había quedado sin habla y cuando me volví, los ojos se le habían humedecido.

– Esto ya no hay quien lo limpie -dijo.

– No tiene por qué hacerlo usted -dije de manera automática-. Contrate a alguien. Puede que el seguro se haga cargo. Mientras tanto, será mejor que llame a la policía.

Asintió, cruzó la puerta de espaldas con la mano en la boca y el piso quedó a mi disposición. Puse mucho cuidado en ver dónde ponía los pies y en mi agenda mental apunté que nunca, nunca, bajo ningún pretexto, reprocharía nada a Pat Usher. Por mí podía colgar las toallas donde le diera la gana.

Загрузка...