Capítulo 6

Estuve bajo la ducha hasta que se acabó el agua caliente, salí, me puse los téjanos, un suéter de algodón y unas botas de cremallera hasta la rodilla. Me probé un sombrero de ante de ala ancha y me miré en el espejo del cuarto de baño. Serviría.

Me dirigí en primer lugar al despacho y escribí una carta a Beverly Danziger, dando por terminada nuestra relación profesional. Estaba convencida de que iba a quedarse totalmente desconcertada y me gustó la idea. Fui a las oficinas contiguas, ocupadas por la compañía de seguros La Fidelidad de California, fotocopié la detallada minuta que iba a enviarle, estampé la fórmula «último y definitivo» y la guardé junto con la carta y una copia del informe final. Luego fui a Jefatura y le conté la desaparición de Elaine Boldt a un sargento que se llamaba Jonah Robb y cuyos dedos revolotearon sobre las teclas cuando se puso a rellenar el informe con los datos que le di.

Parecía cercano a los cuarenta y estaba algo hinchado a causa del uniforme. Probablemente le sobraban diez kilos, cantidad no muy alarmante, pero a la que pronto tendría que poner freno. Tenía el pelo oscuro y muy corto, la cara blanda y redonda, y una franja blanca en el anular izquierdo revelaba que hasta hacía muy poco había llevado un anillo de boda. Me miró en aquel momento. Ojos azules con destellos verdes.

– ¿Quieres añadir algo al informe?

– Su vecina de Florida me ha enviado por correo un pasaje de avión que al parecer utilizó la desaparecida. Le echaré un vistazo cuando lo reciba y veré si nos sirve de algo. Una amiga suya llamada Pat Usher jura y perjura que pasó un par de días con Elaine Boldt antes de que ésta se marchara a Sarasota, aunque no doy mucho crédito a lo que diga esta mujer.

– Seguramente aparecerá. Suele ocurrir. -Cogió una carpeta y la trabó con un clip-. Tú has sido policía, ¿no?

– Muy poco tiempo -dije-. No conseguía adaptarme. Demasiado rebelde, supongo. ¿Y tú? ¿Cuánto hace que estás en el cuerpo?

– Ocho años. Antes era representante. Vendía productos farmacéuticos para la casa Smith, Kline and French. Me cansé de conducir coches pasados de moda y de ir detrás de los médicos. Además, todo se basaba en los reclamos publicitarios. Era como vender cualquier otro producto. La enfermedad es un gran negocio. -Se miró las manos, me miró otra vez-. Bien. Espero que encuentres a esa señora. Nosotros haremos lo que podamos.

– Gracias -dije-. Te llamaré antes del fin de semana.

Cogí el bolso y me dirigí a la puerta.

– Eh -dijo-. Oye.

Me volví.

– Me gusta tu sombrero.

Le sonreí.

Al salir y pasar ante el agente de guardia vi al teniente Dolan en Identificación y Archivos hablando con una funcionaría de uniforme, joven y negra. Me miró sin prestarme atención, pero al instante volvió a posar los ojos en mí, en señal de reconocimiento. Interrumpió la conversación con la funcionaría y se acercó al mostrador del agente de guardia. El teniente Dolan es un cincuentón de cara cuadrada y fofa, y con una calvicie que trata de ocultar peinándose con ingenio el pelo que le queda. Es su única muestra de vanidad y a mí en cierto modo me estimula. Me lo imagino ante el espejo del lavabo todas las mañanas, tratando de detener el avance arrollador de la calvicie. Llevaba gafas sin montura, de las de culo de vaso, y nuevas al parecer porque no acababa de enfocarme como es debido. Primero me escrutó por encima de los pequeños vidrios semicirculares, luego por debajo. Acabó quitándoselas y guardándolas en el bolsillo del arrugado traje gris.

– Qué tal, Kinsey. No te he visto desde el tiroteo. ¿Cómo sobrellevas la experiencia?

Me sentí incómoda de repente. Dos semanas atrás había matado a un sujeto en el curso de una investigación y evitaba hablar del asunto con el mayor cuidado. Nada más sacarlo a relucir me di cuenta de que a fuerza de voluntad había conseguido olvidarlo. Ni siquiera me había pasado por la cabeza y la alusión me sobrecogió tanto como esos sueños en que aparecemos totalmente en pelota en un lugar público.

– Muy bien -dije sin más y desvié la mirada.

Durante un segundo volví a ver la playa de noche, la franja de luz que se formó cuando se abrió el gran cubo de basura en que me había escondido y levanté la vista. La pequeña automática me había guiado la mano como por reflejo y había vomitado más proyectiles de los que se necesitaban para poner punto final al trabajo. El estruendo, había sido ensordecedor en un espacio tan pequeño y desde entonces los oídos me habían estado pitando con un silbido agudo, como cuando se escapa el gas por una espita estropeada. Desapareció la imagen y volví a ver ante mí al teniente Con Dolan, quién sabe si deseando mantener la boca cerrada, a juzgar por su expresión facial.

Mis relaciones con el teniente Dolan han sido siempre competitivas, distantes, basadas en un respeto mutuo a regañadientes. No simpatizar con los detectives privados es para él una cuestión de principios. Opina que deberíamos meternos en nuestros propios asuntos, sean éstos cuales fueren, y dejar el cumplimiento de la ley en manos de profesionales como él. Siempre he fantaseado con que un día nos contaríamos chismes delictivos igual que dos viejas cotorras, pero dado que él había introducido, un elemento personal me notaba retraída, desorientada por el cambio. Cuando volví a mirarle a los ojos, vi que tenía una expresión neutral y apática.

– Lo siento -dije, cabeceando-, me ha cogido usted por sorpresa. Me temo que no lo he superado aún.

Lo que en realidad me había cogido por sorpresa era el descubrimiento de que había matado a una persona y que no me importaba gran cosa. No, no era verdad. Me importaba, pero sabía que si mi vida corría peligro volvería a hacerlo. Yo siempre me había considerado buena persona. En aquellos instantes ya no sabía lo que significaba «bueno». Era evidente que las buenas personas no mataban a otros seres humanos; ¿qué era yo, pues?

– ¿Qué haces aquí? -dijo.

Volví a cabecear y me centré en el motivo de mi visita.

– Acabo de denunciar una desaparición en nombre de un cliente -dije. Titubeé mientras me preguntaba si no habría dado con Elaine al investigar el incidente del piso de al lado-. ¿No se encargó usted de aquel caso por homicidio, el caso Grice, en enero de este año?

Se me quedó mirando embobado y las facciones se le arrugaron como un acordeón. Por lo visto se había encargado del caso.

– ¿Qué pasa con él?

– Me preguntaba si no interrogaría usted entonces a una mujer llamada Elaine Boldt. Vive al lado.

– Me suena el nombre -dijo con cautela-. Hablé con ella por teléfono. Tenía que venir a declarar, pero creo que no se presentó. ¿Es ella tu cliente?

– Es la persona que busco.

– ¿Cuánto hace que falta?

Le conté lo que sabía y me di cuenta de que barajaba todas las posibilidades, al igual que yo. En el condado de Santa Teresa hay unas cuatro mil personas de ambos sexos que denuncian desapariciones todos los años. Se encuentra a la mayoría, pero siempre hay un pequeño porcentaje que se queda en el limbo. Hundió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.

– Cuando aparezca, dile que quiero interrogarla -dijo.

Aquello me sorprendió.

– ¿No se ha solucionado aún aquel caso?

– No, y no pienso discutirlo contigo. -Y añadió, empleando su expresión favorita-: Yo soy policía.

¡Joder! Y nada menos que el teniente Dolan. ¿Quién se atrevería a preguntarle? Yo sabía que se limitaba a defender su caso, pero ya estaba harta de que apretase tanto el culo. Según él, tiene derecho a compartir toda la información que yo recibo, pero a mí no me da ni las migajas. Empezaba a cabrearme y se daba cuenta. Me sonrió.

– Creí que te había quitado la manía de meter las narices donde no te llaman.

– Alguna vez sacará usted provecho también -dije-. Mientras, si quiere hablar con Elaine Boldt, búsquela.

Me alejé del puesto de guardia, camino de la puerta.

– Bueno, no hace falta que te lo tomes así -dijo. Volví la cabeza. Se mostraba demasiado satisfecho de sí mismo para mi gusto.

– Está bien -dije y empujé la doble puerta.

Salí de Jefatura, accedí a la luz diurna, uniforme a causa del cielo encapotado, y dediqué unos momentos a recuperarme. El tío sabía tocarme los ovarios. La cosa estaba clara. Respiré hondo.

Andaríamos por los 20 °C. Por entre las nubes se filtraban rayos de sol marchitos que teñían el barrio de un tono amarillo limón. Los arbustos se habían vuelto de color Chartreuse y la hierba parecía seca y artificial por falta de agua. Hacía semanas que no llovía y el mes de junio había sido una procesión monótona de mañanas neblinosas, tardes de bruma y noches frías. En realidad, el teniente Dolan me había abierto una puerta, y me preguntaba si la partida de Elaine y el asesinato de Marty Grice habían coincidido por casualidad o porque estaban relacionados. Si el acto de vandalismo perpetrado en casa de Tillie estaba relacionado, ¿por qué no también lo otro? ¿Se habría marchado Elaine para que el teniente no la interrogase? Pensé que el hecho podía ayudar a concretar algunas fechas.

Me dirigí a la redacción del periódico, que está a seis manzanas de distancia, y pedí al encargado de los archivos que me enseñara todos los artículos relacionados con la muerte de Marty Grice. No había más que uno y muy pequeño, de unos cinco centímetros de extensión, inserto en la página 8, dedicada a las noticias locales, del número correspondiente al 4 de enero.


UN LADRÓN MATA A UNA MUJER Y QUEMA EL CADÁVER, SEGÚN LA POLICÍA

Un ama de casa de Santa Teresa fue muerta a golpes anoche por un presunto ladrón en su domicilio, en el sector oeste de la ciudad. Según la brigada criminal, Martha Renée Grice, de 45 años, domiciliada en Vía Madrina, número 2.095, fue golpeada repetidas veces con un objeto contundente y rociada con un líquido inflamable. El cadáver de la víctima se encontró medio carbonizado en el vestíbulo de su casa unifamiliar, parcialmente destruida, después de que los bomberos contendieran con las llamas durante media hora. Los vecinos descubrieron el incendio a las 21.55. Hubo que evacuar las dos casas contiguas, aunque no se informó de más daños. La policía no ha querido facilitar más detalles sobre el incendio en espera de otras averiguaciones.


El delito parecía demasiado espectacular para haberle dedicado un espacio tan reducido. A lo mejor no habían hallado pistas y la policía había tratado de reducir la información al máximo. Eso explicaría la actitud de Dolan. Quizá no eran ganas de cooperar lo que le faltaba. A lo mejor es que no tenía pruebas. No hay nada que vuelva más arisco a un policía. Tomé nota de toda la información que me interesaba, fui luego a la Biblioteca Municipal y consulté la última guía telefónica, que había aparecido en primavera. Según ella, Martha Grice vivía en Vía Madrina 2.095 con un tal «Leonard Grice, contr. de obras». Supuse que sería el marido. El artículo no hablaba de él y me pregunté dónde habría estado durante el suceso. Según la guía, en el 2.093 vivían Orris y May Snyder, ambos jubilados, aunque la guía no informaba de qué. Apunté ambos nombres y el teléfono. Podía ser interesante averiguar lo sucedido; cabía la posibilidad de que Elaine hubiera visto algo sobre lo que prefería callar. Cuanto más pensaba en esto último, más me gustaba la hipótesis. Me abría un camino totalmente nuevo.

Fui por el coche al parking que tengo detrás del despacho y di un rodeo hasta Vía Madrina. Era ya mediodía y los estudiantes de segunda enseñanza llenaban las calles; chicas con téjanos, calcetines blancos y zapatos de tacón; chicos con pantalones de algodón y camisa de franela. En la saludable California, los jóvenes normales superaban en cantidad a los punkis, en una proporción de tres a uno, pero casi todos parecían vestidos con andrajos. Los unos con escandaloso uniforme paracaidista de marca, los otros con uniforme de camuflaje, botas incluidas, como si se hubieran preparado para un ataque aéreo. El cincuenta por ciento de las chicas, aproximadamente, llevaba entre tres y cuatro pendientes en cada oreja. En cuanto al peinado, parecían decantarse por el look de la gomina, que les dejaba el pelo de las sienes como un surtidor de agua.

Mientras estacionaba el coche delante del edificio, seis chicas pasaron por la acera fumando algo que olía a clavo. Con hombreras, con las uñas pintadas de verde y los labios de granate. Parecían ir a uno de aquellos bailes que organizaba el ejército en 1943. Capté un trozo de conversación.

– Pues mira, tía, yo ahora voy en plan: «¿De qué hostias te crees que hablo, soplapollas?», y él: «Que yo no te he hecho nada, so putón, ¿cómo quieres que te comprenda así?».

Me sonreí y a continuación observé con atención la casa de los Grice. Era de madera de color blanco, planta baja con medio piso encima, y un porche achaparrado y en forma de ele que abarcaba toda la fachada y que se apoyaba en cuatro columnas gruesas de ladrillo rojo, coronadas por sendas pirámides de madera. Parecía como si la hubieran levantado entera con un gato y se fuera a venir abajo de un momento a otro. Se había quemado casi todo el techo del porche. El jardín estaba lleno de basura y en él se apelotonaban las hortensias, rosáceas y azulencas, con el tallo y las ramas aún ennegrecidos y marchitos a causa del incendio, aunque ya crecían otras con vitalidad recuperada. Las ventanas de la planta baja estaban sucias de hollín por la parte superior del marco. Se había puesto un rótulo para prohibir el paso. Me pregunté si habrían adecentado el interior. Esperaba que no, aunque cabía la posibilidad de que la suerte me fuese adversa en este punto. Quería ver la casa tal y como había estado la noche del incendio. También quería tener unas palabras con Leonard Grice, pero no había el menor indicio de que la casa estuviera habitada. Incluso desde la calle se percibía el tufo de la madera carbonizada y del agua demoledora con que los bomberos, manguera en mano, habían empapado hasta el último rincón; y eso que habían transcurrido ya seis meses desde el incendio.

Me dirigía ya a casa de Elaine cuando vi salir a alguien de un pequeño cobertizo de madera que había en el patio trasero de los Grice. Me detuve a mirar. Era un chico, de unos diecisiete años. Llevaba el pelo como un indio mohawk, con un seto central de color rosa chillón y con las sienes al rape. Avanzaba con la cabeza gacha, las manos hundidas en los bolsillos del uniforme militar de faena. De pronto caí en la cuenta de que lo había visto antes: desde la ventana del piso de Elaine, cuando había ido a inspeccionarlo. En aquella ocasión lo había visto en la calle, liándose un canuto con toda tranquilidad. Pero ¿qué hacía allí ahora? Cambié de rumbo para que nuestros caminos coincidiesen ante la casa.

– Hola -dije.

Me miró con sorpresa y esbozó la típica sonrisa educada que los jóvenes guardan para los adultos.

– Hola.

La cara no pegaba con el resto. Tenía los ojos hundidos, de un verde jade enmarcado por las pestañas negras y unas cejas morenas que se le juntaban en el puente de la nariz. Tenía la tez pálida y una sonrisa simpática que le dejaba al descubierto unos dientes algo saltones. En la mejilla izquierda se le formaba un hoyuelo. Desvió la mirada y pasó de largo. Alargué la mano y lo sujeté por la manga.

– ¿Puedo hablar contigo?

Me miró por encima del hombro.

– ¿Conmigo?

– Sí. Te he visto salir de aquel cobertizo. ¿Vives por aquí?

– ¿Cómo? Sí, claro, a dos manzanas. Esta casa es de mi tío Leonard. Tengo que vigilar y cuidar de sus cosas. -Tenía una voz fina, femenina casi.

– ¿Qué cosas tienes que cuidar?

Los ojos verde jade me enfocaron con curiosidad. Sonrió y se le animó toda la cara.

– ¿Eres de la pasma?

– Investigadora privada -dije-. Me llamo Kinsey Millhone.

– Guau, genial -dijo-. Yo soy Mike. ¿Y estás vigilando la zona o algo así?

Negué con la cabeza.

– Trabajo en otro asunto, pero he oído hablar del incendio. ¿Era tu tía la mujer que mataron?

La sonrisa titubeó.

– Pues sí. Y no me gustó nada, hostia. La verdad es que mi tía y yo nunca nos tratamos mucho, pero mi tío se quedó frito. Más blando que un puchero de mierda. Bueno, perdona la expresión -dijo con docilidad-. Ahora vive con otra tía mía y está como si le hubieran desconectado todos los cables.

– ¿Sabes cómo se le puede localizar?

– Bueno, mi tía se llama Lily Howe. El teléfono no me lo sé de memoria, si no, te lo diría.

Comenzaba a ruborizarse y causaba un efecto extraño. Pelo rosa, ojos verdes, mejillas sonrosadas, uniforme militar verde. Parecía un pastel de cumpleaños, inocente y en cierto modo alegre. Se pasó la mano por el pelo, que en lo alto de la cabeza lo tenía tan tieso como las cerdas de un cepillo. Pero ¿por qué estaría tan nervioso?

– ¿Y qué estabas haciendo allí?

Se volvió para mirar el cobertizo con un turbado encogimiento de hombros.

– Comprobar el candado. Es que me pongo un poco paranoico, porque, bueno, él me da diez dólares al mes y a mí me gusta cumplir. ¿Alguna otra cosa? Es que quisiera comer un poco antes de volver a clase.

– Desde luego. Puede que nos veamos más adelante.

– Bueno. Sería estupendo. Cuando quieras.

Volvió a sonreírme y se alejó, de espaldas al principio, con los ojos clavados en los míos, aunque al final se giró y me quedé contemplando sus hombros estrechos y sus caderas lisas. Había algo inquietante en aquel joven, pero no sabía qué. Algo que no encajaba. Su servilismo mansurrón, la expresión de sus ojos… Un chico ingenuo y a la vez astuto, un chico con la conciencia tranquila porque no tiene conciencia. Puede que comprobara también sus antecedentes; mientras siguiese con el caso. Entré en el jardín de la comunidad de propietarios.

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