Mientras reflexionaba sobre el paso que daría a continuación, empezó a salirme en la rodilla un cardenal que dolía lo indecible y que quizá no se me fuera nunca. No quería irme de allí ahora que tenía a tiro al enemigo. No había ningún teléfono público en varios kilómetros a la redonda, y ¿a quién podía llamar, por otra parte? Pensé en salir del vehículo y arrastrarme hasta la casa, pero nunca se me han dado bien estas operaciones. Nunca encuentro ventanas abiertas donde más las necesito. Las pocas veces que me he acercado lo bastante para escuchar a hurtadillas sólo me he enterado de estupideces. Nadie se pone a enumerar en voz alta los detalles fundamentales de sus delitos más recientes. Ponte a espiar por una ventana y lo más probable es que sorprendas a los malos jugando al julepe. Jamás he visto a nadie descuartizar un cadáver o repartir el botín de un atraco. En consecuencia, decidí quedarme en el coche y esperar.
No hay nada tan llamativo como una persona sola al volante de un coche aparcado en un barrio residencial. Con un poco de suerte, me vería un vecino aburrido, llamaría a la policía y yo tendría que dar un montón de explicaciones enrevesadas a los agentes. Preparé en la cabeza una versión resumida de la trama que había desembocado en asesinato para poder contarla con toda rapidez si se presentaba la oportunidad. La casa estaba en silencio. Pasó una hora y tres cuartos y la oscuridad creciente redujo los objetos tridimensionales a un plano de sombras. Las luces de las casas se fueron encendiendo, y también las de la casa de Lily Howe. Un vecino fumigó el barrio con perfume de barbacoa. Tenía hambre, quería cambiar el agua al canario, pero la idea de acuclillarme tras un matorral me parecía arriesgada. Creo que no siento envidia del pene, pero en momentos así añoro ciertas ventajas anatómicas.
A las nueve y veinte se abrió la puerta principal y salieron Leonard y Marty. Me pegué a la ventanilla y entorné los ojos para ver mejor. No hubo despedidas largas. Entraron en el coche, cerraron las portezuelas y el vehículo reculó hasta la calle. Esperé hasta que se perdieron de vista y me acerqué a la casa. Habían apagado la luz del porche. Llamé con la mano. Hubo un instante de silencio y a continuación oí que echaban la cadena de seguridad. Lily había leído todos los manuales sobre la prevención de las violaciones. Bravo por ella.
– ¿Quién es? -dijo dentro una voz amortiguada.
– Yo -dije entre susurros-. Me he dejado el bolso.
Lily quitó la cadena de segundad y entreabrió la puerta. Empujé con tanta energía que la puerta casi le rompió la nariz. Oí el impacto y la mujer lanzó un grito, pero yo ya había cerrado la puerta a mis espaldas.
– Tenemos que hablar -dije.
Se había llevado la mano a la cara y las lágrimas le desbordaban de los ojos, no porque yo le hubiese hecho daño, sino porque estaba hecha un manojo de nervios.
– Ella me dijo que me mataría si decía una sola palabra.
– Va a matarte de todos modos, tonta del higo. ¿Qué te piensas? ¿Que se va a marchar tranquilamente, dejándote aquí para que le riegues las macetas? ¿Te ha contado lo que hizo con Wim Hoover? Pues le metió una bala detrás de la oreja. Eres carnaza. No tienes escapatoria.
Se puso pálida. Un sollozo empañó la superficie igual que una burbuja de aire cuando surge del fondo de una piscina, aunque pareció recuperarse. Cerró los ojos y cabeceó, como un prisionero ante el potro de tortura. Pero le traía sin cuidado lo que le dijera, no tenía intención de hablar.
– ¡Maldita sea tu estampa, dime qué ha ocurrido!
La expresión se le endureció y me pasó por la cabeza una imagen vivida de lo que tuvo que haber sido aquella mujer de pequeña. La hermana de Leonard sabía cómo tratar a las bravuconas como yo. Con tozudez, con pasividad, con una actitud defensiva que por lo visto había perfeccionado con el tiempo a modo de táctica para repeler las agresiones. Sencillamente se escondía, se encerraba en sí misma igual que un molusco. De pequeña tuvieron que tener la costumbre de amenazarla cotidianamente con todo y por todo, con ponerle inyecciones antitetánicas si no se lavaba las manos cada vez que se tiraba un pedo, con llamar a la policía si no miraba a ambos lados antes de cruzar la calle. Y en vez de aprender las reglas del juego, había aprendido a desaparecer.
Vi asombrada que tomaba asiento en uno de los sillones azul turquesa sin pronunciar palabra. Cogió el mando a distancia, puso en marcha el televisor y recorrió seis canales hasta que vio una teleserie cómica que le gustó. Acababa de encender el televisor y quería apagarme a mí. Me acerqué al sillón, me puse en cuclillas junto a ella y le hablé con la mayor seriedad mientras permanecía inmóvil y con los ojos clavados en la pantalla, contemplando con fijeza obsesiva a una rubia tetona y oxigenada, ataviada con una blusa corta de tirantes, que preparaba un pastel de cumpleaños.
– Señora Howe, creo que no acaba de entender lo que está ocurriendo. Su cuñada ha matado a dos personas y, según parece, no lo sabe nadie salvo nosotras.
Se hinchó la masa harinosa y formó una nube enorme que ocultó la cara infantil de la rubia. Por lo visto, la muy tonta había puesto sucedáneo de levadura y levadura auténtica, y la harina seca había subido hasta el techo. Apretaron el botón de la risa y la aguja de las carcajadas se detuvo en «hilaridad». ¡Qué muchacha! ¿Verdad que era graciosa? Lily esbozó una ligerísima sonrisa, tal vez al recordar los desastres culinarios que ella misma había provocado.
Le toqué el brazo.
– Se nos acaba el tiempo, Lil, porque, ¿sabes?, creo que Marty Grice va a volver para matarnos también a nosotras. Si no, vivir para ver.
Nada. Puede que lo que yo le decía no tuviera para ella más realidad que aquel desaguisado con el pastel. La rubia partía huevos ahora y las yemas le saltaban a la cara. Se violaban las sencillas leyes de la naturaleza porque la rubia era el motivo de la guasa. Entró el marido. Se quedó boquiabierto al ver el estropicio. Más carcajadas histéricas. ¿Habrá algo en el mundo real, me pregunté, capaz de aflojarme tanto la risa?
– ¿Adonde han ido? -dije-. ¿Se han marchado de la ciudad?
Se echó a reír con fuerza. La rubia acababa de volcar el cuenco en la cabeza del marido. Y encima le acusaba. Sonaron unos compases de la melodía de la serie y comenzó una tanda de anuncios. Me acerqué al aparato y bajé el volumen hasta enmudecerlo. Un perro patinó en silencio en el linóleo mientras perseguía una lata de hígado picado.
– Eh -dije-, Leonard está en un lío. ¿Vas a ayudarle o no?
Me miró y vi que se le movían los labios. Acerqué el oído.
– Perdona, ¿qué has dicho?
Se le notaba en la cara que estaba haciendo un esfuerzo y parecía tener la mirada desenfocada. Me contempló con la misma concentración que una persona embriagada, incapaz de dominarse y de valerse por sí misma.
– Leonard no ha hecho daño a nadie -dijo-. No sabía lo que había hecho ella hasta que fue demasiado tarde.
Ya me había dicho Mike que Leonard adoraba a su mujer. Para mí no era precisamente una víctima inocente, pero mantuve la bocaza cerrada.
– Está en peligro desde el momento en que lo supo. Podré salvarle si me dices adonde han ido.
– A Los Ángeles -dijo en un susurro-, estarán allí hasta que reciban el nuevo pasaporte de Marty, luego tomarán un avión a Sudamérica. -Los ojos se le llenaron de lágrimas-. Puede que ya no le vea nunca más. Siempre hemos estado muy unidos. No puedo entregarle, no puedo traicionarle, ¿es que no lo comprendes?
– Lo que tienes que hacer es ayudarle, Lily. Él lo entenderá.
– Ha sido espantoso. Una pesadilla. Cuando apareciste tú, pensé que se moría de miedo. Estuvo a punto de sufrir un ataque al corazón, fue entonces cuando volvió ella. Dijo que tú habías cogido el pasaporte de Elaine y está furiosa porque significa un retraso en sus planes. Leonard tiene miedo de ella. Siempre ha tenido miedo de esos ataques que le dan…
– No se lo reprocho. También yo le tengo miedo. Está loca. ¿Se han llevado el equipaje en el coche?
Se estaba desmoronando, hundiéndose totalmente. La idea de que Leonard la hubiera abandonado era demasiado dolorosa, y la imagen de las maletas preparadas no pudo por menos de romperle el corazón. Era demasiado. Ahora que se iba de su lado, ¿qué importancia tenía ya nada?
– Han ido en su busca -dijo. Había hablado en medio de una boqueada y la nariz había empezado a moquearle-. Primero al motel que hay junto al desfiladero y después a la casa. Discutieron, pero ella no tenía intención de abandonarla porque era una prueba.
– Abandonar ¿qué?
– El… bueno, ya sabes…
– ¿El arma homicida?
Asintió, asintió una y otra vez. Pensé que no iba a detenerse nunca. Era como si los tendones del cuello se le hubieran soltado y la cabeza estuviera condenada a moverse eternamente. Parecía uno de esos perros de cabeza bamboleante que suelen ponerse en la ventanilla trasera de los coches.
– Escucha, Lily. Quiero que llames a la policía. Escóndete en la casa de cualquier vecino y quédate allí hasta que llegue alguien. ¿Entiendes lo que te digo? Vamos, muévete. ¿Necesitas algo? ¿Un suéter, un bolso? -Quise gritarle que se diera prisa, pero no me atreví.
Me miraba con ojos preocupados y abatidos, con una mirada tan confiada como la de un perro. La ayudé a ponerse en pie, apagué la televisión y la conduje hasta la puerta. Oteé la calle, no había nadie a la vista. No podía creer que Leonard permitiese que Marty hiciera daño a su hermana, pero todos sabíamos quién mandaba allí. Tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo, pero tenía que dejar a Lily Howe en un lugar seguro. Nos dirigimos a la primera vivienda en que vimos luz, una casa de cedro situada a escasa distancia.
Llamé al timbre. Abrió la puerta un hombre, empujé a Lily hacia el interior y dije que aquella mujer estaba en peligro y que necesitaba ayuda. La alenté a que llamara a la policía y me marché. No estaba muy segura de que lo hiciera.
Cogí el coche y salí pitando, los neumáticos chirriaron cuando patiné al tomar una curva dos manzanas más allá. Conducía con los músculos en tensión, me saltaba las señales de stop, adelantaba a otros vehículos de cualquier manera. Tenía que llegar a la casa antes que ellos. Frené en seco en un semáforo y aproveché la breve interrupción para buscar la linterna en la guantera. Comprobé el estado de las pilas. Parecían estar bien. El semáforo se puso en verde y salí disparada.
Me di cuenta demasiado tarde de que había dejado la pistola en el archivador del despacho. A punto estuve de pisar a fondo el freno y dar media vuelta, pero no tenía tiempo. Si habían ido primero al motel, entre que hacían el equipaje, lo comprobaban y lo metían en el coche, me darían margen suficiente para hacerme con el arma del crimen antes de que llegaran. Si me ganaban por la mano, iría derecha a casa de Tillie para llamar a la policía. No tenía intención de detener a Marty Grice yo sola.
Sentí que por dentro me inundaba un chorro de adrenalina, las neuronas se me pusieron al rojo y un arrebato de júbilo coronó el ciclo. En mi cabeza detonó la respuesta a una antigua pregunta y supe de pronto cómo se había manipulado el contenido estomacal de Elaine Boldt. Marty se había llevado la basura de la cocina de Elaine. Así de sencillo. La bolsa de supermercado que Mike había visto en el vestíbulo era la basura de Elaine Boldt, una bolsa de basura con la lata vacía de atún y la lata de sopa que la mujer había cenado aquella noche. Marty había tenido tiempo de sobra para preparar la operación y me puse a repasar la película de los hechos como si fuera una vidente. Leonard sale a cenar con Lily, y Marty llama a Elaine para invitarla con cualquier pretexto. Elaine acude a la cita y en cierto momento recibe una serie de golpes mortales en la cara. Marty coge las llaves y va a casa de Elaine en cuanto oscurece. Coge la basura de la cocina, vuelve con ella a su casa y la deja en el vestíbulo durante los dos minutos que tarda en bajar al sótano para coger el petróleo. En esto aparece Mike, abre la puerta y la vuelve a cerrar cuando se da cuenta de que algo anda sospechosamente mal. Marty termina de rociar la casa con el combustible y se pone a esperar la llamada telefónica, acordada de antemano, que Leonard ha de efectuar a las nueve, y cuando suena el teléfono le cuenta lo que ha comido Elaine para que más tarde pueda decírselo a la policía. Sopa de tomate y un bocadillo de atún. Puede que, para que todo cuadre y parezca auténtico, deje Marty las sobras en el frigorífico. Marty prende fuego a la casa y acto seguido se cuela en el piso de Elaine, donde permanece escondida hasta que coge el avión de Florida el lunes siguiente por la noche. Supongo que se tiñó el pelo antes de marcharse y sospecho que el manojo de cabellos grises que vi en la papelera del cuarto de baño de Elaine durante mi primera inspección constituía, en realidad, otra prueba de la presencia de Marty Grice en el lugar.
Llegué a casa de los Grice, estacioné el coche al otro lado de la calle y dediqué unos minutos a observar el edificio y el jardín. Los destrozos causados por el incendio apenas se veían en la oscuridad, pero la casa emanaba todavía aquel aura de ruina y abandono. No había ni rastro del coche en la entrada. Ni luces en el edificio. Ni peatones en la calle.
Salí del vehículo sin cerrar la puerta con llave. Quería asegurarme la retirada y una fuga silenciosa, llegado el caso. Abrí el portaequipajes y cogí las herramientas que me hacían falta. Cuando vi que no había moros en la costa, crucé la calle y entré en la propiedad por un lado del jardín.
Avanzaba en silencio por el sendero al tiempo que vigilaba las ventanas. Casi todas las de la parte delantera se habían roto a causa del incendio y condenado con tablas después, pero aún quedaban dos intactas cerca de la parte trasera. Elegí una y la forcé. Todo estaba oscuro como boca de lobo y el vecindario, excepción hecha de los grillos que cantaban en la hierba, estaba en silencio. Sabía que me convenía prepararme un camino de retirada, pero tampoco podía correr riesgos. Si aparecían, verían en el acto la puerta o la ventana que estuviese abierta. Tenía que moverme aprisa, pues, con la esperanza de que mis suposiciones sobre el arma homicida resultaran acertadas. No tenía tiempo para cometer errores.
Me colé en la cocina y cerré la ventana. El suelo estaba alfombrado de vidrios rotos que crujieron en cuando di unos pasos. El haz de la linterna iluminó puertas ennegrecidas, paredes tiznadas de hollín, el pasillo en sombras. Contuve la respiración, agucé el oído. El silencio era uniforme y unidimensional. La electricidad estaba cortada y eché en falta el zumbido suave de los electrodomésticos. No había frigorífico, ni cocina eléctrica, ni reloj de pared, ni siquiera un calentador de agua que chisporrotease en la estancia contigua. Pensé en la expresión «silencio sepulcral», pero la deseché en el acto.
Seguí avanzando y di un respingo cuando oí crujir un trozo de cristal. ¿Habría alguien arriba? Iluminé el techo con la linterna, medio esperando ver un reguero de huellas en relieve. La imaginación tiene reflejos primitivos, casi de película de dibujos animados, como cualquier niño atestiguaría. Volví a ponerme en movimiento. Había algo de luz al fondo, una claridad procedente de la casa de al lado. Me detuve junto a la ventana desde la que se veía la sala de estar de los vecinos. El señor Snyder veía la televisión y las imágenes parpadeaban en silencio. La otra ventana de aquel costado de la casa era un tragaluz que había en la cocina, cerca de la parte trasera. Pensaba que sabía ya la causa del martilleo que May Snyder había oído aquella noche y quería comprobarlo. Oteé el dormitorio de la mujer, pero estaba ya a oscuras. Me pregunté si la vejez consistiría en aquello, en dormir cada vez más horas hasta que llega el día en que ya no vale la pena despertar.
Pasé los dedos por el marco de la ventana e iluminé con la linterna la pintura blanca levantada, arrugada y apergaminada por el fuego, como un pellejo marchito y sin vida. Vi el punto por donde se había levantado la madera, vi el punto por donde había vuelto a clavarse: pum, pum, pum. Apoyé la linterna en el alféizar. Tardé unos minutos en colocarla de modo que pudiese ver lo que hacía con ambas manos libres. Introduje el extremo curvo de la palanqueta en la ranura del marco de la ventana y cedió con un crujido tan ruidoso y ensordecedor que el corazón me dio un vuelco. Pensaba que a Elaine la habían matado con un contrapeso de la guillotina y que, acabada la operación, lo habían restituido y habían vuelto a clavar al marco. Se me había ocurrido en un chispazo intuitivo al ver cómo golpeaba la ventana de mi cuarto de baño contra el jambaje.
Era ingenioso. A Marty tuvo que gustarle el sentido de orden casero que entrañaba. Si la casa se hubiera incendiado totalmente aquella noche, ¿quién lo habría descubierto? Las excavadoras habrían derribado los restos del edificio, los hubieran cargado en camiones de caja abatible y éstos los hubieran depositado en los basureros municipales. Pero incluso con la casa en el estado actual, ¿quién iba a descubrirlo? En cierto modo se comportaba como una idiota imprudente por querer recoger el arma homicida. ¿Por qué no la dejaba donde estaba? Sin duda se había puesto nerviosa, había sido presa del pánico y quería atar todos los cabos sueltos para sentirse a salvo dondequiera que estuviese. Podían detenerla, pero ¿qué podía demostrarse? En el arma homicida estarían sin duda sus huellas. Incluso era posible que aún pudiesen detectarse en ella cabellos de Elaine, fragmentos de hueso, partículas microscópicas de carne. Me pregunté qué pensaría hacer con aquel objeto siniestro. Enterrarlo en algún lugar, probablemente, arrojarlo al agua desde cualquier muelle.
Metí un destornillador grueso en la estrecha rendija que había entre el marco y el madero que lo sujetaba. Pensé que las distintas partes y secciones de un ventana tenían que tener designación específica, pero ignoraba los nombres. Yo me limitaba a imitar el arte de mi cerrajera Becky. El resultado iba a ser el mismo. Desmonté el marco y quedaron al descubierto los dos juegos de contrapesos, la correa que los movilizaba y las poleas que regulaban la subida y bajada de la guillotina. Los puse bien a la vista, guardándome de tocar nada. Mierda, allí no iba a verse ni una sola huella. El metal estaba cubierto por una fina película de serrín y suciedad. La humedad había generado tanta herrumbre que cualquier huella latente se habría borrado ya. Que hubieran transcurrido seis meses no mejoraba las cosas. Los restos de sangre seca se podían ver a través del microscopio, pero ignoraba qué más podía descubrirse. Recorrí la guillotina con el haz luminoso de la linterna. Enganchados en un nudo de color marrón oscuro vi brillar unos cabellos rubios. Hice una mueca de asco.
Puse un plástico alrededor y lo pegué con cinta adhesiva. Abrí la hoja de la navaja multiuso que había cogido y corté las correas, haciendo chocar los contrapesos sin querer al meterlos en una bolsa de plástico. El teniente Dolan y sus expertos en huellas habrían apretado los puños si me hubieran visto tratar de aquel modo las pruebas, pero no tenía elección. Metí la navaja multiuso en la bolsa de plástico, junto con el resto de las herramientas, haciendo crujir la bolsa con cada movimiento; por eso no oí a Leonard y Marty hasta que los tuve en la puerta trasera.