Capítulo 12

Me acompañó a casa después de cenar. Todavía era temprano, pero yo tenía cosas que hacer y a él pareció tranquilizarle que el contacto no se prolongara o se volviera íntimo. En cuanto oí que se alejaba, apagué las luces exteriores, me senté a la mesa con unas cuantas fichas y revisé mis notas.

Repasé por encima las fichas que había rellenado antes y las clavé en el gran tablón de anuncios que tengo sobre la mesa. Estuve un buen rato leyéndolas una y otra vez, en espera de un chispazo revelador. Sólo me llamaba la atención un apunte curioso. Me había esmerado mucho a la hora de anotar todo lo que recordaba de mi primera visita al piso de Elaine. Lo hago de manera rutinaria, casi como un ejercicio para comprobar que no me falla la memoria. En la alacena de la cocina había visto latas de comida para gatos. «9-Lives Beef y Liver Platter», decía mi anotación. Pero allí había algo que no encajaba. ¿Dónde estaba el gato?

A las nueve de la mañana siguiente cogí el coche y fui a Vía Madrina. Llamé por el interfono pero Tillie no contestó, así que estuve un minuto consultando el nombre de los inquilinos en el directorio. Había un tal Wm. Hoover en el apartamento 10, al lado mismo del de Elaine Boldt. Llamé por el interfono.

El aparato adquirió vida.

– ¿Diga?

– ¿Señor Hoover? Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada, trabajo en esta ciudad y estoy buscando a Elaine Boldt. ¿Le molestaría que le hiciera unas preguntas?

– ¿Ahora mismo?

– Bueno, sí, si no tiene inconveniente. Quería hablar con la administradora de la finca, pero no está en casa.

Oí un murmullo de conversación y acto seguido el zumbido de apertura de la puerta. Tuve que correr para llegar a tiempo. Tomé el ascensor y subí un piso. Cuando se abrió la puerta del ascensor, vi el apartamento número 10 enfrente de mí. Hoover se encontraba en el vestíbulo con un albornoz azul y lleno de agujeros. Le eché treinta y cuatro o treinta y cinco años. Era bajo, alrededor del metro sesenta y cinco, y tenía unas piernas delgadas y musculosas, sin vello apenas. Llevaba el pelo moreno revuelto y daba la sensación de que no se había afeitado en dos días. Aún tenía los ojos hinchados a causa del sueño.

– Dios mío, le he despertado -dije-. Lo siento mucho, es algo que detesto.

– No se preocupe, ya me había levantado -dijo. Se pasó la mano por el pelo y se rascó la coronilla mientras bostezaba. Tuve que apretar los dientes para no bostezar yo también. Echó a andar hacia el interior, descalzo como estaba, y fui tras él.

– Acabo de poner la cafetera al fuego. Estará en un segundo. Pase y siéntese. -Tenía la voz clara y aguda.

Me señaló la cocina, que estaba a la derecha. El piso era una reproducción invertida del de Elaine Boldt; el dormitorio principal tenía que estar pared con pared con el de ella. Eché un vistazo a la salita de estar, que, lo mismo que la de ella, comunicaba directamente con el recibidor y también daba a la propiedad de los Grice. La magnífica vista exterior que se apreciaba desde el piso de Elaine era aquí menos interesante: apenas un vislumbre de las montañas que se extendían a la izquierda, vislumbre eclipsado en parte por las dos hileras de pinos mediterráneos que flanqueaban Vía Madrina.

Hoover se ajustó el albornoz y tomó asiento en una silla de la cocina con las piernas cruzadas. Tenía las rodillas bonitas.

– ¿Le importaría repetirme su nombre? Discúlpeme, pero aún estoy medio dormido.

– Kinsey Millhone -dije.

La cocina olía a café casi listo y a los efluvios de unos dientes aún sin cepillar. Los suyos, no los míos. Cogió un cigarrillo negro y delgado y lo encendió, tal vez con la esperanza de camuflar con algo peor el estado matutino de su boca. Tenía los ojos de un castaño claro atabacado, la faz magra, las pestañas ralas. Me observaba con el mismo aburrimiento que una boa después de haberse zampado una marmota entera. La cafetera emitió los últimos gorgoteos y Hoover cogió dos tazas blanquiazules mientras aquélla enmudecía. Una estaba decorada con conejitos follando. La otra con elefantes entregados al mismo menester. Me esforcé por no mirar. Algo que me ha preocupado durante años es cómo se apareaban los dinosaurios, en particular los dotados de una espina dorsal gigantesca. Alguien me dijo en cierta ocasión que follaban en el agua, que contribuía a aligerarles el peso, pero me cuesta creer que los dinosaurios fueran tan listos. Con aquella cabeza que tenían, pequeña y aplastada, me parece poco probable. Volví a la realidad con una sacudida de cabeza.

– ¿Y a usted cómo le llaman? ¿William? ¿Bill?

– Wim -dijo. Cogió un tetrabrik de leche del frigorífico y buscó una cuchara para el azúcar. Añadí leche a mi café y le observé mientras endulzaba el suyo llenando hasta el borde dos cucharas soperas. Advirtió mi mirada-. Quiero engordar un poco -dijo-. Sé que el azúcar es mala para los dientes, pero es que todas las mañanas tengo que tragarme uno de esos mejunjes superproteínicos, ya sabe a qué me refiero, una mezcla de huevo, plátano y brotes de trigo. ¡Uf! Sabe de un modo inconfundible. Además, no soporto comer antes de las dos, así que tal vez debiera resignarme a la delgadez. Bueno, pues por eso pongo tanto azúcar en el café. Dicen que lo que no mata, engorda. Usted sí que tiene figura de sílfide.

– Corro todos los días y me olvido de comer. -Di un sorbo al café, que sabía un poco a menta. Estaba realmente bueno-. ¿Tiene usted mucho trato con Elaine?

– Hablamos cuando coincidimos en el pasillo -dijo-. Hace años que somos vecinos. ¿Por qué la busca? ¿Se ha ido sin pagar los recibos?

Le expliqué por encima la aparente desaparición de Elaine Boldt y añadí que la situación, aun sin ser de mal agüero, era sin embargo desconcertante.

– ¿Cuándo la vio por última vez?

– No lo recuerdo con exactitud. Tuvo que ser antes de que se marchara. Por navidad, creo. No, táchelo. La vi en Nochevieja. Me dijo que iba a quedarse en casa.

– ¿Sabe por casualidad si tiene gato?

– Desde luego. Un gato de Angora gris, muy gordo y vistoso, que se llama Mingus. En realidad era mío, pero como yo apenas aparecía por casa, pensé que estaría mejor acompañado y se lo di a ella. No era más que un minino por entonces. Pero si hubiera sabido que iba a ser el gato más guapo del mundo, no se lo habría regalado. Me lo he reprochado muchas veces desde entonces, pero ¿qué puedo hacer? Un trato es un trato.

– ¿Y cuál fue el trato?

Se encogió de hombros con indiferencia.

– La hice jurar que nunca le cambiaría el nombre. Charlie Mingus. Por el músico de jazz. También le hice prometer que no lo abandonaría nunca, porque, ¿qué sentido tenía entonces que lo regalara? Para eso hubiera seguido conmigo.

Dio una cuidadosa chupada al cigarrillo con el codo apoyado en la mesa de la cocina. Oí el crepitar de una ducha, procedente del fondo del piso.

– ¿Se lo lleva a Florida todos los años?

– Desde luego. Y a veces en el mismo avión, si hay sitio. Dice que a Mingus le gusta estar allí, que se siente como el amo. -Cogió una servilleta y la dobló por la mitad.

– Pues es extraño que no aparezca por ninguna parte.

– Probablemente estará donde esté ella.

– ¿Habló usted con la señora Boldt después de que asesinaran a la vecina?

Negó con la cabeza mientras dejaba caer limpiamente la ceniza en la servilleta doblada.

– Hablé con la policía; mejor dicho, la policía habló conmigo. Las ventanas de mi sala de estar dan a la casa y les interesaba saber lo que yo pudiera haber visto. Y la verdad es que no vi nada. El policía encargado de la investigación era el chulo más asqueroso que he visto en mi vida y no me gustó ni un pelo su actitud hostil. ¿Quiere que se lo caliente?

Se levantó para traer el café. Asentí y rellenó ambas tazas con el contenido de un termo. El crepitar del agua había cesado de repente y el hecho no nos pasó inadvertido a ninguno de los dos. Se acercó al fregadero, apagó el cigarrillo poniéndolo bajo el grifo y lo tiró al cubo de la basura. Cogió una sartén y sacó del frigorífico un envoltorio con bacón.

– La invitaría a desayunar, pero no tengo con qué; a menos que quiera compartir conmigo uno de mis mejunjes de proteínas. Voy a preparar uno ahora mismo, aunque me da un asco indescriptible. Tengo que cocinar comida de verdad para un amigo.

– Me voy inmediatamente, no se preocupe -dije, poniéndome en pie.

Me hizo un ademán de impaciencia.

– Siéntese, por favor. Termínese el café por lo menos. Además, mientras esté aquí, podrá hacerme las preguntas que quiera.

– ¿Sabe usted si la señora Boldt utiliza los servicios de algún veterinario del barrio?

Cortó tres lonchas de bacón, las puso en la sartén y encendió el gas. Se inclinó para observar la pequeña llama azul. Tuvo que recogerse el albornoz.

– En la esquina con Serenata Street hay una clínica para gatos. A veces lo lleva en una de esas jaulas especiales y Ming se pone a maullar como un coyote. No le gustan los veterinarios.

– ¿Tiene idea de dónde puede estar Elaine?

– ¿Con su hermana, tal vez? Puede que fuera a Los Ángeles a verla.

– Fue la hermana quien me contrató al principio -dije-. Hace años que no ve a Elaine.

Apartó bruscamente los ojos del bacón y se echó a reír.

– ¡Será bruja! ¿Quién le ha dicho eso? Si la vi aquí mismo no hace ni seis meses.

– ¿A Beverly?

– Sí -dijo. Cogió un tenedor y removió las lonchas de bacón en la sartén. Volvió al frigorífico y cogió tres huevos. Sólo con ver aquellos preparativos se me hacía agua la boca. Prosiguió en tono coloquial-. Tendría unos cuatro años menos que Elaine. Pelo negro, estilo niña descarada muy conseguido, piel exquisita. -Se me quedó mirando-. ¿Tengo razón o no?

– Se parece a la mujer que conocí -dije-. ¿Por qué me mentiría?

– Quizá yo pueda explicárselo -dijo. Cogió un rollo de papel de cocina y cortó un pedazo, que dobló junto a la sartén-. Bueno, en navidad tuvieron una pelea horrible, ya sabe. Puede que Beverly no quisiera que se supiese. Chillaban como bestias, se tiraban objetos, daban portazos. ¡Dios mío! ¡Y qué perrerías se dijeron! Fue una obscenidad. No sabía que Elaine tuviera una lengua tan sucia, aunque la otra la ganaba.

– ¿Y por qué fue?

– Por un hombre, naturalmente. ¿Por qué otra cosa nos peleamos todas?

– ¿Sabe de quién se trataba?

– No. Con franqueza, yo creo que Elaine es una de esas mujeres a quienes en el fondo les encanta la viudez. Despierta mucha simpatía y tiene toda la libertad que quiere. Posee un montón de dinero y no tiene con quién pelearse. Está mejor sola.

– ¿Por qué se peleó entonces con Beverly?

– ¿Quién sabe? Puede que les resultara divertido.

Apuré el café y me levanté de la silla.

– Me tengo que ir pitando. No quiero fastidiarle el desayuno, pero quizá tenga que volver. ¿Figura su nombre en la guía?

– Por supuesto. Trabajo… en el bar del Edgewood Hotel, junto a la playa. ¿Lo conoce?

– No llego a tanto, pero sé a cuál se refiere.

– Venga a verme cuando quiera. Todas las noches, salvo los lunes, estoy allí hasta que cierran. Desde las seis. La invitaré a una copa.

– Gracias, Wim. Iré a verle. Le agradezco su ayuda. El café estaba estupendo.

– A mandar -dijo.

Al salir vi de refilón con quién iba a compartir Wim el desayuno. Parecía salido de una revista de hombres: ojos provocativos, mandíbula perfecta, camisa sin cuello y suéter italiano de cachemir sobre los hombros, con las mangas anudadas en el pecho. Wim se había puesto a cantar en la cocina una versión personal de «El hombre que quiero». Tenía la voz idéntica a la de Marlene Dietrich.


En el vestíbulo me encontré con Tillie, que empujaba un carro de la compra como si fuera un cochecito infantil. Lo llevaba cargado de las bolsas de papel marrón que dan en los establecimientos.

– Me parece que voy a tener que ir al mercado dos veces al día -dijo-. ¿Vienes a verme a mí?

– Sí, y como no estabas, he subido a casa de Wim para charlar un rato con él. No sabía que Elaine Boldt tuviera gato.

– Sí, hace años que lo tiene. No sé por qué, se me olvidó comentártelo. ¿Qué habrá hecho con él?

– Dijiste que aquella noche llevaba equipaje de mano al subir al taxi. ¿Crees que llevaba a Mingus en la jaula?

– Bueno, cabe la posibilidad. Desde luego era bastante grande y Elaine lo llevaba siempre consigo, fuera donde fuese. Igual ha desaparecido también. ¿No piensas tú lo mismo?

– No lo sé con certeza, pero es probable. Es una lástima que no padeciera ninguna extraña enfermedad felina porque en ese caso podríamos buscar al veterinario que lo trataba; tal vez nos daría alguna pista -dije.

– No sabría decirte. Por lo que sé, ha gozado siempre de buena salud. No sería difícil reconocerlo. Es un gatazo viejo de pelo largo y grisáceo. Tiene que pesar casi diez kilos.

– ¿Es de pura raza?

– No. Más aún, hizo que lo castraran al principio, es decir, que no se le ha utilizado con fines reproductores ni nada parecido.

– Bien -dije-, es posible que empiece a investigar también sobre el gato. En este momento estoy en un callejón sin salida. ¿Hablaste ayer con la policía?

– Sí, sí, y dije que, en nuestra opinión, la intrusa pudo haber robado los recibos y facturas de Elaine. El agente me miró como si estuviera loca, pero tomó nota de todo.

– Voy a decirte algo que me ha contado Wim. Según él, Beverly, la hermana de Elaine, estuvo aquí en navidad y las dos tuvieron una pelotera de las que hacen historia. ¿Lo sabías?

– No, no lo sabía, y Elaine no me dijo nada tampoco -dijo Tillie, removiéndose con nerviosismo-. Bueno, Kinsey, tengo que irme. He comprado helado y se derretirá si no lo meto en seguida en el frigorífico.

– Muy bien. Volveré si necesito algo -dije-. Gracias, Tillie.

Se alejó por el vestíbulo con el carro de la compra y yo regresé al coche y lo abrí. Observé una vez más la casa de los Grice, atraída de un modo casi irresistible por aquel montón de ruinas medio quemado donde se había cometido el crimen. Movida por un impulso, volví a cerrarlo con llave y avancé hacia la puerta principal de los Snyder. El señor Snyder tuvo que verme por la ventana porque se abrió la puerta cuando ya había levantado la mano para llamar. Salió al porche.

– La he visto venir. Usted es la mujer que estuvo aquí ayer -dijo-. Ya no recuerdo su nombre.

– Kinsey Millhone. Ayer estuve hablando con el señor Grice en casa de su hermana. Me dijo que usted tenía una llave de la casa y que podía pedírsela para echar un vistazo.

– Sí, es verdad. La tengo en alguna parte. -Dio la sensación de que se cacheaba a sí mismo y acabó sacando un llavero del bolsillo. Fue pasando una llave tras otra-. Esta es -dijo. La sacó del llavero y me la dio-. Es de la puerta de atrás. Por delante está todo clavado con tablas como usted misma puede ver. Durante un tiempo tuvieron la casa acordobanada [3], hasta que los del laboratorio lo revisaron todo.

– ¿Qué pasa, Orris? -dijo alguien al fondo-. ¿Con quién hablas?

– ¡Ya está bien, para el carro! -Y luego, mirándome, añadió con las papadas temblonas-: Vieja cotorra… Lo siento, tengo que irme.

– Se la devolveré cuando termine -dije, pero antes de que me diera cuenta se alejaba ya hacia el interior de la casa. Me había dicho que su mujer estaba sorda como una tapia, pero a mí me parecía que oía la mar de bien.

Crucé el jardín de los Snyder; la hiedra crujía bajo mis pies. El césped de los Grice se había marchitado a causa del abandono y la acera estaba sembrada de desperdicios. No parecía haberse tocado desde que estuvieran allí los coches de bomberos y crucé los dedos con la esperanza de que el Servicio de Recuperación de Objetos no hubiera entrado para limpiar la casa. Doblé la esquina y pasé ante las puertas dobles y cerradas con candado que, medio vencidas hacia el interior del edificio, conducían al sótano. Ya en la parte trasera, subí cinco peldaños carcomidos y accedí a un pequeño porche. La mitad superior de la puerta trasera consistía en un gran panel de vidrio y distinguí el interior de la cocina por entre los arrugados visillos que, sucios ya, tenían un aspecto asqueroso.

Abrí y entré. Por una vez tuve suerte. Había escombros en tierra, pero los muebles seguían en su sitio; la mesa de la cocina estaba hecha un asco y las sillas por los suelos. Dejé la puerta abierta e inspeccioné la estancia. Había platos en la tabla de mármol y por la puerta de la despensa vi anaqueles con latas de comestibles. Volví a experimentar el escalofrío nervioso que siento siempre ante tales destrozos.

La casa olía a madera quemada por los cuatro costados y todo estaba cubierto por una espesa capa de hollín. Las paredes de la cocina eran grises a causa del humo y al avanzar hacia el corredor pisé unos casquillos de vidrios rotos, que produjeron el mismo ruido crujiente que cuando se pisa azúcar. Según iba viendo, la distribución de la casa de los Grice era igual a la de los Snyder, y en consecuencia pude identificar lo que supuse era el comedor, que estaba separado de la cocina por una ennegrecida puerta batiente. Tenía que corresponder a la habitación de la casa de los Snyder que Orris había adaptado para que fuera dormitorio de su mujer. En el pasillo había un mini-baño con sólo taza y pila. El antiguo linóleo se había hinchado y doblado, dejando al descubierto los ennegrecidos maderos de debajo. La ventana del pasillo estaba rota; daba a un estrecho callejón que se abría entre las dos casas y estaba enfrente mismo del adaptado dormitorio de May Snyder. La vi con toda claridad, echada en una cama de hospital, con la cabecera subida hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados. Pequeñita y encogida bajo un edredón blanco, parecía dormir. Me alejé de la ventana y fui por el pasillo hasta la sala de estar.

El fuego había quitado el color a todo y la escena parecía ahora una fotografía en blanco y negro. Las huellas del humo -semejantes al dibujo de la piel de un cocodrilo- podían verse en el marco de las puertas y en las ventanas. La destrucción se hacía más patente a medida que avanzaba hacia la parte delantera. Al pasar ante la escalera que conducía al semipiso de arriba vi que las llamas no habían dejado intactos los peldaños ni la barandilla de madera. El papel decorado estaba tan ennegrecido y estropeado como un antiguo mapa del tesoro.

Seguí avanzando, procurando orientarme bien. Faltaba la madera del suelo en un punto siniestro y próximo a la puerta, donde supuse que se había encontrado el cadáver de Marty Grice. Las llamas se habían ensañado con las paredes, dejando al descubierto cañerías y vigas ennegrecidas. En el suelo de aquella estancia, por el pasillo y escaleras arriba, había un reguero irregular y calcinado que delataba la presencia de algún reactivo. Rodeé el agujero del suelo y eché un vistazo a la sala de estar, que parecía decorada con «muebles» de vanguardia, construidos por entero con briquetas de carbón. El sofá y los sillones parecían invitar todavía a la tertulia de sobremesa, aunque el fuego había devorado la tapicería hasta los muelles. Lo único que quedaba de la mesita del tresillo era un esqueleto calcinado.

Volví a las escaleras y subí con cuidado. El fuego había engullido el dormitorio con bocados caprichosos y al lado de un montón de libros intactos había un escabel carbonizado casi. La cama estaba hecha, pero las mangueras habían empapado la habitación, que ahora olía a fibra podrida de alfombra y a papel decorado húmedo, mantas mohosas, ropa chamuscada, y a pegotes de material aislante, que se había calentado y fundido por trechos entre la madera y el yeso de las paredes. En la mesita de noche había una foto enmarcada de Leonard; empotrada entre el marco y el vidrio había una cartilla odontológica con una cita para revisión y limpieza de dientes.

Aparté la cartilla y observé de cerca la cara de Leonard. Pensé en la instantánea de Marty que ya conocía. Menuda foca: grasa por todas partes, gafas de montura de plástico y un pelo que parecía una peluca. Leonard era mucho más atractivo; resultado de una época más feliz, presentaba un aspecto elegante, una cara distinguida, pelo gris y una expresión serena. Los hombros se le habían redondeado, sin duda a causa de los problemas de la espalda, aunque daba la impresión de que tenía una naturaleza débil o como propensa a excusarse. Me pregunté si Elaine Boldt lo habría encontrado atractivo. ¿Se habría interpuesto entre aquellos dos?

Dejé la foto donde estaba y volví a la planta baja. Al recorrer el pasillo vi una puerta entornada y la abrí con cautela. Vi a mis pies el negro abismo del sótano. Mierda.

Si quería hacer las cosas bien, no tenía más remedio: tendría que inspeccionarlo. Hice una mueca para mis adentros, salí de la casa y fui hasta el coche para coger la linterna de la guantera.

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