Martes, 17 de julio de 2007
Þóra dejó el móvil y suspiró.
– No contesta -le dijo, decepcionada, a Bella-. Esta era la última.
Estaban sentadas en el vestíbulo del hotel, donde Þóra había podido acceder a un ordenador y había encontrado el número de teléfono de las mujeres que Markús había dicho que eran amigas de Alda en la infancia. Þóra le había telefoneado poco después de levantarse para decirle que no estaba avanzando nada en la búsqueda de personas que pudieran apoyar su historia sobre la caja. Markús, por su parte, tuvo ciertos problemas para recordar los patronímicos, de modo que, tras una larga búsqueda, Þóra se quedó con solo cinco nombres. Tres habían contestado, pero todas contaban lo mismo. Eran grandes amigas de Alda en su juventud pero no habían vuelto a tener contacto con ella, porque se marchó al noroeste después de la erupción y no volvió a las islas, como ellas, al año siguiente.
De acuerdo con el testimonio de esas mujeres, la inmensa mayoría de los desplazados fueron a vivir al área metropolitana de Reikiavik, pero, por algún motivo, la familia de Alda acabó en otra región, en una zona rural. No sabían si había sido por cuestión de parientes o de trabajo, porque en esa época ya no hablaban con Alda, aunque intentaron localizarla por todos los medios. No estaba en el grupo especial que formaron en la escuela de Bústaði, en Reikiavik, para los jóvenes de Heimaey, ni tampoco en el viaje a Noruega que hicieron el verano después de la erupción, un viaje al que invitaron a todos los niños de las Vestmann entre los seis y los dieciséis años de edad. A una de las mujeres le había parecido muy extraño porque, según le contó, Alda decía que le apetecía muchísimo viajar al extranjero. Ninguna de ellas reconoció que Alda les hubiera contado secreto alguno justo antes de la erupción, y tampoco ninguna de ellas coincidió en el mismo barco con Alda cuando se evacuó a la población a tierra firme. De modo que no podían testificar sobre posibles conversaciones entre Alda y Markús, aunque todas recordaban perfectamente a este, e incluso contaron lo enamorado que estaba de Alda. Prácticamente lo único que salió de estas conversaciones fue que una mujer expresó su extrañeza de que Alda no regresara a las islas con sus padres cuando estos volvieron, pues prefirió quedarse en Reikiavik para asistir al instituto bajo las alas protectoras de la familia de su padre. La mujer añadió que creía que Alda no había vuelto a poner un pie en Heimaey después de la erupción. Þóra dejó el móvil en el bolso.
– Si es exacto que Alda nunca volvió por aquí después de aquello, eso indicaría bastante claramente que sucedió algo -dijo Þóra.
– ¿Cómo qué? -preguntó Bella, sin mucho interés-. ¿Qué tiene que ver eso con que haya alguien por ahí con una cabeza metida en una caja?
– Pues tienes razón -dijo Þóra. Lo que decía Bella tenía sentido. ¿Qué sucesión de hechos puede desembocar en que una chica joven ande por ahí con la cabeza, de un hombre?-. Al menos, me parece muy improbable que ella asesinara a nadie, por lo joven que era.
– ¿Por qué? -preguntó Bella-. Cuando más probabilidades tenía yo de matar a alguien era precisamente en los años de mi adolescencia -miró fijamente a Þóra-. Incluso me habría resultado fácil hacerlo.
Þóra sonrió con desgana.
– Ya, mira tú -se limitó a decir, aunque su mente estaba en otro sitio. Sin duda, Bella era capaz de hacer algo como eso, pero no solo entonces, también ahora. Þóra no tuvo tiempo de darle más vueltas al asunto, porque sintió un golpecito en el hombro: detrás de ella había una mujer de unos cuarenta años. Iba vestida con un traje de chaqueta azul y en el pecho llevaba una plaquita con el nombre, donde ponía: «Jóhanna Þorgeirsdóttir». Tenía que ser la hermana de Alda. Sin duda alguna, Leifur había mantenido su promesa de la noche anterior.
– Hola, ¿eres Þóra Guðmundsdóttir? -preguntó aquella mujer en voz baja. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro hundido-. La señora de la recepción me indicó que eras tú.
Þóra se levantó y le estrechó la mano, pero el gesto con el que se encontró era de todo menos amistoso.
– Sí, hola, soy yo. Tú debes de ser la hermana de Alda -Þóra apretó más la mano en su saludo-. Te acompaño en el sentimiento por la muerte de tu hermana -le soltó la mano, pues ella no respondía a su saludo-. No era mi intención que tuvieras que venir tú a verme, espero que no te haya dicho Leifur que lo hagas.
El gesto de la mujer se endureció aún más.
– No hablé con Leifur. Él llamó al director de la sucursal, que me mandó venir. Leifur es un buen cliente del banco. Los buenos clientes merecen un buen servicio. Así no se irá a otro sitio.
Þóra reprimió su enfado con Leifur. Por lo que ella había entendido, conocía a la hermana de Alda y sería él quien hablaría personalmente con ella. Lo que menos deseaba Þóra era que a una mujer que acababa de perder a su hermana anduvieran mandándola de acá para allá como si fuera una simple repartidora de pizzas.
– Te pido disculpas muy sinceramente -fue lo único que se le ocurrió decir mientras procuraba quitarse de encima el malhumor. Se dominó. Aquella mujer humillada que tenía delante se merecía algo mejor-. No tienes ninguna obligación de hablar conmigo, y puedes hacerlo solo si quieres. Comprendo que estarás intentando recuperarte del golpe que has sufrido y no tengo ningún interés en aprovecharme de la falta de tacto de Leifur y de ese director de sucursal para el que trabajas. De ninguna manera.
La mujer levantó los ojos y adelantó la barbilla.
– En realidad, el director de la sucursal es una mujer -miró a su alrededor como buscando algo-. Pero creo que haríamos mejor en sentarnos un momento. Dos de nuestras cajeras avisaron esta mañana de que estaban enfermas. Las normas de funcionamiento del banco establecen que siempre tiene que haber dos personas en la caja. Yo soy una de las dos que fueron a trabajar hoy -indicó un tresillo delante del mostrador de la recepción-. Sentémonos ahí. Que la directora de la sucursal decida si es ella o la mujer de la limpieza quien me sustituye.
Þóra miró con aprobación a la hermana de Alda.
– Estupenda idea -dijo-. Creo que sería mejor que nos sentáramos en la cafetería -prosiguió-. Se está más tranquilo y podemos tomar un café -dio tiempo libre a Bella y luego se sentaron las dos con sendas tazas de café junto a la mesita de madera que había en un extremo del restaurante.
– En primer lugar, tengo que aclarar que aún estoy recuperándome de lo que le ha sucedido a Alda -dijo Jóhanna al tiempo que se sentaba-. Aunque hubiera ocho años de diferencia entre nosotras, estábamos muy unidas. No es que mantuviéramos un contacto diario, pero de todos modos estábamos muy unidas -cogió su café, y cuando volvió a dejar la fea taza sobre el plato, se concentró en colocarla bien-. No me creo en absoluto que se haya suicidado. Ella no habría hecho eso nunca. Tiene que tratarse de un accidente o de algo aún peor -levantó los ojos de su taza-. Imagino que así es como piensan todos los que se encuentran de repente con el suicidio de un pariente próximo, pero no es eso. Alda nunca fue el tipo de persona que se suicida.
Þóra se dio cuenta de que aquella mujer no tenía una idea clara de para qué quería verla.
– No quería verte para hablar de Alda -respiró hondo-. No conozco las circunstancias y no puedo ayudarte en ese tema. Trabajo para Markús, el hermano menor de Leifur. Se encuentra en una situación bastante difícil, si se puede expresar así, pues en el sótano de la casa de su infancia han aparecido tres cadáveres. El nombre de Alda ha salido a relucir en el caso y yo confiaba en que tú pudieras decirme alguna cosa que ayudara a Markús, o que me remitieras a alguien que pueda hacerlo -Þóra calló y esperó la reacción de la mujer. Estaba segura de que la hermana le diría que muy bien, pero que no, gracias, y que se marcharía.
Jóhanna miró a Þóra, parecía sobre todo extrañada.
– Naturalmente, he leído las noticias y he oído hablar del asunto de los cadáveres. Como es fácil de entender, en la ciudad se habla mucho de ese asunto -dijo. Un poco incómoda, añadió-: Dicen que Markús está relacionado con eso, pero yo creía que eran simples chismorreos, porque en los periódicos no se mencionaba su nombre. Pero el nombre de Alda no lo he oído mencionar hasta ahora en ese contexto, solo que los cadáveres eran de unos ingleses que habrían sido asesinados antes de la erupción.
– ¿Ingleses? -dijo Þóra entre dientes-. ¿Sabes de dónde procede esa versión? -¿sería posible que su propia suposición sobre la guerra del bacalao fuera correcta?
– No he prestado suficiente atención al asunto para poder decirte nada a ciencia cierta -respondió la mujer-. He tenido otras cosas en que pensar. Pero me parece recordar que es lo que se comprobó en la autopsia.
Þóra se quedó rígida. ¿Era posible que hasta el último mono de aquella ciudad conociera la marcha del caso antes de que las partes interesadas tuvieran acceso a los informes? Intentó aparentar tranquilidad, pero ardía en deseos de echar a correr a la comisaría y soltarle unos gritos a Guðni, el comisario.
– Yo no he oído nada al respecto, y no sé si es cierto -dijo Þóra-. Sea cual sea el grado de veracidad de esa historia, el caso está en manos de la policía y la investigación está aún en su fase inicial. En cualquier caso, yo solo sé lo que afecta a mi cliente, y la muerte de Alda fue un golpe muy duro para él. Esperaba conseguir una información que habría hecho avanzar la investigación y que habría demostrado su inocencia.
Jóhanna se puso rígida en su silla. Respiraba deprisa y las pupilas se hicieron más grandes.
– ¿Crees que alguien pudo matarla para que no hablara? -preguntó, pronunciando las palabras a toda velocidad-. Esa tiene que ser la explicación -se puso una mano sobre el pecho-. ¿Quizá la misma persona fue culpable de la muerte de Alda y de los hombres del sótano?
– No nos precipitemos -dijo Þóra con calma-. Como ya te he dicho, no sé de qué forma pueda estar relacionada la muerte de Alda con este caso, si es que hay alguna relación. Estoy intentando averiguarlo -no quería decirle que aquel caso quizá podía explicar el suicidio de Alda…, si es que se había suicidado. No sería la primera vez que una persona no se atreve a mirar de frente sus propias faltas y, antes que hacerlo, prefiere no saber la verdad-. Es perfectamente imaginable que exista una conexión. Si no, sería una casualidad bastante extraña.
– ¿Qué quieres saber? -preguntó Jóhanna con decisión-. Quiero ayudar todo lo que pueda.
Þóra notó que su enfado con Leifur aumentaba. Si ese hombre hubiera actuado de un modo más civilizado, Þóra habría podido prepararse mejor. Preguntó lo primero que se le ocurrió:
– He comprobado que fuiste a tierra con tu madre y tu hermana la noche de la erupción. ¿Recuerdas haber visto a Markús y Alda hablando a bordo del barco?
Los ojos de Jóhanna se abrieron desmesuradamente.
– Lo curioso es que recuerdo esa travesía como si hubiera sido ayer. Yo solo tenía siete años, pero esa noche fue una experiencia tan fuerte que no he podido olvidarla. Todo el tiempo estuve convencida de que había llegado la guerra.
– ¿Y te diste cuenta de si Markús y Alda hablaban? -preguntó Þóra esperanzada.
– Claro que me di cuenta -respondió Jóhanna-. Yo tenía a mi madre cogida con una mano y a Alda con la otra, y recuerdo que, cuando se fue, yo no quería soltarla. Estoy casi segura de que se fue con Markús. Desaparecieron los dos, pero no sé adonde fueron ni por cuánto tiempo. Solo recuerdo que estuve llorando todo el rato que estuvo lejos de nosotras, porque estaba segura de que no volvería nunca.
– ¿Estás dispuesta a confirmar ante la policía lo que acabas de decirme? -preguntó Þóra, intentando disimular su alegría. Las cosas iban bien.
– Sí, creo que sí -respondió Jóhanna-. Es posible que mi madre también se acuerde, y ella servirá de testigo mucho mejor que yo, porque era mayor cuando sucedió -Jóhanna jugueteó con la cucharilla sobre el plato-. En estos momentos es incapaz de hablar, por lo de Alda, pero esperemos que se recupere. Mi padre murió hace bastante poco tras una larga lucha contra el cáncer, de modo que en este año ha sufrido pruebas muy duras.
– Comprendo -dijo Þóra-. Me he enterado de que os fuisteis al noroeste después de la erupción. ¿Cómo estaba Alda en esa época? Comprendo que tú eras muy joven entonces, pero ¿recuerdas si cambió de alguna manera, que se comportara de un modo distinto o que se encontrara mal?
Jóhanna sacudió la cabeza.
– No, no recuerdo nada de eso. Alda se fue a un internado muy poco después de llegar allí y no la veía mucho. Naturalmente, igual que los demás miembros de la familia, había perdido violentamente sus raíces y por eso es posible que no siguiera siendo como antes. Pero eso es algo que mi madre sabrá mejor que yo.
– ¿A qué colegio fue? -preguntó Þóra. A lo mejor podía encontrar allí a alguien que se hubiera hecho amiga de Alda.
– Al instituto de bachillerato de Isafjörður, creo que no me confundo -respondió Jóhanna.
Þóra intentó no dejar traslucir nada, pero aquello sonaba un poco extraño.
– Tengo entendido, por lo que me contaron sus amigas, que estuvo en el instituto de Reikiavik. ¿No es así?
– Sí, sí -respondió Jóhanna-. Cambió de colegio en otoño. Prefería estar en Reikiavik en vez de en Isafjörður, porque todos los demás nos volvimos de allí a Heimaey.
Aquello no encajaba. ¿Cómo pudo Alda cambiar de colegio en pleno año escolar, y a un curso superior al que había estado? Markús tenía la misma edad que los compañeros de clase de Alda, y él estaba aún en la escuela secundaria cuando se produjo la erupción.
– ¿Alda era buena estudiante? -preguntó.
– Sí, muy buena -respondió Jóhanna-. Siempre fue muy aplicada y trabajadora. Además, le encantaba estudiar. Lo contrario que yo -la mujer sonrió, pero solo fue un instante-. Qué curioso -continuó, sin que su gesto dejara traslucir que estuviera pensando en algo divertido-. Le he dado muchísimas vueltas a lo que le pasó a Alda, pero jamás se me ocurrió pensar que pudiera tener relación con los cadáveres del sótano. Estaba segura de que guardaba alguna relación con su trabajo en urgencias. Que alguno de esos repugnantes violadores se coló en su casa y la mató.
– Como te he dicho, no hay nada claro aún sobre si hay relación -dijo Þóra-. A lo mejor, lo de los cadáveres no está relacionado con la defunción de Alda en absoluto.
– Pues yo estoy completamente convencida -dijo Jóhanna, y cruzó los brazos.
Þóra sabía que la gente, cuando sufre una pérdida que aún no ha superado, se agarra desesperadamente a un clavo ardiendo, a las teorías, hipótesis y explicaciones más estrambóticas de los sucesos que no pueden entender con argumentos racionales. Así tienen otra cosa en que pensar, para olvidar por un momento la constante e inevitable sensación de falta a la que aún tienen que enfrentarse.
– Sin duda, se sabrá en su momento -dijo Þóra con cautela-. Esos violadores que acabas de mencionar…, ¿Alda tenía relación con ellos? Pensaba que solo tenía relación con las víctimas, no con los verdugos -Markús le había contado que Alda trabajaba a tiempo parcial en un servicio de apoyo a víctimas de violación.
– Es una tontería mía, no hago más que pensar en toda clase de cosas -respondió Jóhanna-. Que yo sepa, ella no llegaba a verles, pero estaba fantaseando con la idea de que uno de ellos se hubiera enterado de su nombre y quisiera vengarse. Tuvo que testificar en dos casos de esos, por lo menos. En realidad ya estaba harta y había dejado ese trabajo cuando sucedió el horror. Pasó algo que no tuvo tiempo de contarme. Pensaba venir aquí el próximo fin de semana, y se pensaba quedar en mi casa. Dijo que tenía que decirme algo y que quería hacerlo cara a cara.
– ¿Que pensaba venir a Heimaey? -preguntó Þóra-. Tenía entendido, por lo que me contaron sus amigas, que desde que salió de la isla la noche de la erupción no había vuelto nunca.
– Es cierto -respondió Jóhanna-. La erupción la afectó de tal manera que no se atrevió a volver nunca. Además estaba estudiando, y trabajaba todos los veranos. No estoy segura de si fue una decisión consciente suya; sencillamente las cosas se dieron así. A lo mejor quiso cortar los lazos con las Vestmann, aunque nunca dijo nada por el estilo. Lo triste es que, después de la erupción, los niños de las islas se avergonzaban de decir de dónde eran. Nos despreciaban porque decían que éramos unos gorrones que vivíamos a costa de la nación. Los islandeses no han sido nunca muy sensibles a la miseria de los demás, sobre todo cuando se trata de compatriotas. Su compasión no llega muy lejos. A lo mejor Alda quiso poner distancia entre ella y las islas por ese motivo.
Þóra dudaba de que esa fuera la explicación. Más probablemente, el suceso que obligó a Alda a pedirle a Markús que se encargara de la cabeza la habría marcado de tal forma que no podía ni pensar en regresar a los mismos lugares.
– Eso de que quería hablar contigo…, ¿te dio alguna pista sobre de qué podía tratarse? -preguntó Þóra.
Jóhanna sacudió la cabeza.
– Se comportó de forma un tanto extraña en todo esto. Dijo que hacía tiempo que habría debido sentarse a hablar conmigo para descargar su corazón -Jóhanna calló, parecía a punto de llorar-. Por eso sé que no se mató. No lo habría hecho antes de hablar conmigo. Puso tanto énfasis en ello que es imposible que ni siquiera telefonease para decirme qué es lo que tenía en el fondo de su alma.
– ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella? -preguntó Þóra.
– El día antes de su muerte -respondió Jóhanna-. Llamó para decirme que había comprado el billete, y parecía bastante más alegre que en la anterior conversación telefónica -Jóhanna levantó la mano hasta la altura del ojo y se lo frotó-. Era como si hubiera recibido buenas noticias, o como si se hubiera quitado de encima alguna carga. Pero no sé de qué se trataba.
Þóra sospechaba que sería el estar segura de que Markús iba a sacar la cabeza del sótano. Alda tenía que haberse sentido bastante mal mientras no se sabía qué iba a suceder con la excavación. Esa podía ser la explicación de su tristeza cuando habló con su hermana. Cuando todo parecía estar ya en marcha, recuperaría la alegría, aunque le duró poco, pues todo sucedió de la peor manera de las posibles.
– Esperemos que llegue a saberse -dijo para consolarla.
– Me dijo una cosa que no entendí -dijo Jóhanna pensativa-. Me preguntó en qué circunstancias me haría yo un tatuaje. Estaba tan contenta y feliz que no le importó mucho que yo no fuera capaz de contestarle. Luego charlamos un poco de que no hay que juzgar a los demás y ella dijo que no volvería a cometer el mismo error en el futuro. Añadió que me lo explicaría todo el fin de semana próximo, y yo tuve la sensación de que su pregunta sobre el tatuaje tenía alguna clase de relación con su alegría.
¿Un tatuaje? Þóra frunció las cejas. ¿Qué relación podía tener eso con todo lo demás?