Capítulo 1

Lunes, 9 de julio de 2007

– ¿Qué estará haciendo Markús en el sótano? ¿No es absurdo que no quiera que entre nadie antes que él, todo para coger algún trasto que se le quedó allí?

La abogada Þóra Guðmundsdóttir [1] sonrió cortésmente al arqueólogo Hjörtur Friðriksson, que estaba a su lado, pero no respondió. Aquello se estaba prolongando demasiado. No se sentía del todo bien allí dentro; el olor a quemado y el sabor a ceniza le hacían daño en los ojos y la nariz, y tenía miedo de que en cualquier momento se hundiera el techo. Al atravesar la casa para llegar a la puerta del sótano, los tres tuvieron que esquivar una enorme acumulación de ceniza encima de la moqueta de cuadros, en un lugar donde el tejado había cedido y, al verlo, Þóra se ajustó el barboquejo del casco para asegurarse de que no se le cayera. Se agitaba inquieta mirando el reloj con preocupación. Un golpe sordo llegó desde el sótano. ¿Qué le pasaba a aquel hombre? Markús había dicho que necesitaba sólo un momentito, pero ni ella ni el arqueólogo acababan de entender cuál era su sentido del tiempo.

– Tiene que estar a punto de volver -dijo Þóra sin mucha convicción mientras miraba fijamente la puerta con la esperanza de poder abandonar pronto aquella casa y de que todo acabase de una vez. Sin querer, miró de reojo el techo, lista para echar a correr en cuanto apareciera la más mínima señal de que se les fuera a caer encima.

– No te preocupes -dijo Hjörtur señalando con el dedo-. Si el tejado fuera a hundirse lo habría hecho hace mucho tiempo -suspiró y se pasó la mano por la barbilla sin afeitar-. ¿Tienes alguna idea de lo que está haciendo ese hombre ahí abajo?

Þóra dijo que no, aunque tampoco tenía especial interés en discutir las intenciones de su cliente con una persona a quien no le afectaban.

– Algo habrá dicho. No hemos hecho más que pensar en qué podía querer recoger de allí -Hjörtur miró a Þóra-. Creo que debe de ser pornografía, o algo así.

Þóra se encogió de hombros. También a ella se le había pasado lo mismo por la cabeza. Aunque no tenía la imaginación lo suficientemente loca como para adivinar lo que podía haber de embarazoso o molesto como para que no pudieran verlo unos desconocidos. ¿Peliculitas de polvos caseros? Seguro que no. Muy poca gente tenía cámara de cine en los años setenta, y era dudoso que las películas que se usaban entonces hubieran podido sobrevivir a la calamidad que se les vino encima. Además, Markús Magnusson, el que estaba en el sótano, solo tenía quince años de edad cuando la casa desapareció bajo la lava y la ceniza, que habrían destruido los materiales con que se fabricaban. Sin embargo, allí abajo había algo que estaba empeñado en llevarse antes de que nadie lo viera. Þóra suspiró. ¿Por qué tenía que estar siempre metiéndose en un lío tras otro? No sabía de ningún abogado que tuviera tantos casos raros y tantos clientes extraños. Decidió preguntarle a Markús qué le había llevado a telefonear a su pequeño bufete, en lugar de acudir a alguno de los grandes, para solicitar una prohibición legal de excavar la casa. Si es que volvía a salir de aquel sótano algún día. Se tapó la boca y la nariz con el cuello del jersey e intentó respirar a través de él. Fue peor aún. Hjörtur sonrió ante sus intentos.

– Acabas acostumbrándote, te lo aseguro -dijo-. Aunque no lo vas a conseguir en un momento. Hacen falta unos cuantos días.

Þóra puso cara de extrañeza.

– Maldita sea, parece que se piensa quedar a vivir allí dentro -refunfuñó a través del cuello del jersey. Incluso se forzó a sonreírle a Hjörtur. Fue gracias a él que se llegó a aquel arreglo sin tener que litigar para conseguir la suspensión de las excavaciones. Claro que el pleito no habría llegado demasiado lejos, pues Hjörtur y su familia ya no tenían derechos de propiedad sobre la casa. Pertenecía al municipio de Heimaey, junto con todo su contenido, y no habría habido posibilidad alguna, por mucho que Hjörtur lo intentara. Había dirigido sus dardos muy especialmente contra Hjörtur Friðriksson, que ahora estaba allí al lado de Þóra y que era el director del proyecto Pompeya del Norte, que consistía en excavar y sacar a la luz algunas de las casas que habían sido cubiertas de ceniza en la erupción del volcán de la isla de Heimaey el año 1973. Þóra había tenido bastantes tratos con él por teléfono y correo electrónico, y tenía buena opinión de él. Tenía la costumbre de hablar mucho, pero era sincero y no se dejaba provocar con facilidad. Esta virtud se vio sometida a duras pruebas, porque Markús se había comportado más de una vez de forma totalmente impertinente. Se negó rotundamente a decir ni una sola palabra de por qué le molestaba tanto que desenterraran la casa de sus padres, empecinado como estaba en la inviolabilidad de su vida privada, y no había hecho más que complicarle el caso a Þóra de todas las maneras posibles. Cuando se comprobó que no existía posibilidad alguna de llegar a un arreglo, por la cabezonería de Markús, Þóra preguntó a Hjörtur, como último recurso, si no podrían excavar cualquier otra casa en vez de aquella. Había mucho donde elegir. Pero resultó que la casa de la infancia de Markús era una de las pocas casas de cemento de aquel lugar, y que por eso era más probable que se encontrara en mejor estado que las demás. El objetivo de las excavaciones no era desenterrar casas que no fueran más que una pura ruina.

Cuando Þóra empezó a leer en busca de algún motivo que le permitiera obtener la interdicción legal de la excavación, resultó que Markús, en realidad, solo estaba interesado por el sótano de la casa. Finalmente fue posible discutir una solución factible, y Markús insistió en llegar a un trato. La casa sería desenterrada, aireada y a continuación se permitiría que Markús fuera la primera persona en bajar al sótano, y que se llevara lo que quisiese. Tras una breve reflexión se aceptó el arreglo y Þóra suspiró aliviada. Porque Markús habría tenido serias dificultades si se empeñaba en continuar un litigio sin esperanza alguna de victoria, pues su situación era claramente perdedora. Su familia era propietaria de una de las empresas de pesca más grandes de las Islas Vestmann, y aunque Þóra no lamentaba en absoluto que se le pagara bien, le disgustaba trabajar en contra de su propia conciencia y para intentar algo que jamás podría conseguir. Þóra se alegró mucho, porque Markús se mostró de acuerdo con la propuesta de Hjörtur y ella pudo dedicarse a ultimar los detalles del acuerdo, cómo bajaría Markús al sótano, cómo podía evitarse que otras personas entraran antes que él, y cosas por el estilo. Se firmó el acuerdo y todo quedó a la espera de que terminaran de desenterrar la casa.

Por eso estaban allí los dos, el arqueólogo y la abogada, con los ojos clavados en la torcida puerta del sótano mientras aquel hombre, que en 1973 era todavía un adolescente, rescataba el terrible secreto, debajo de los pies de ambos.

– Aleluya -dijo Þóra cuando se oyeron unos pasos procedentes de la escalera del sótano.

– Espero sinceramente que lo haya encontrado -dijo Hjörtur con tono de cansancio-. Mejor ni pensar en lo que pasará si vuelve con las manos vacías.

Cruzaron los dedos y miraron fijamente la puerta.

Observaron en tensión mientras el manillar giraba, y el asombro les cambió el gesto al instante, porque solo se abrió una rendija de la puerta. Se miraron el uno al otro antes de que Þóra se inclinase hacia la rendija.

– Markús -dijo tranquila-, ¿pasa algo?

– Tienes que venir -fue la respuesta de una voz extraña al otro lado de la puerta. Era imposible comprender por qué estaba Markús tan excitado, tan desilusionado o tan triste. El débil resplandor de su linterna iluminó brevemente el suelo y los pies de Þóra.

– ¿Yo? -respondió Þóra extrañada-. ¿Ahí abajo? -miró a Hjörtur, que frunció las cejas.

– Sí -dijo Markús, todavía con aquel tono impenetrable en la voz-. Tengo que enseñarte algo para lo que necesito tu opinión.

– ¿Mi opinión? -repitió Þóra. Cuando se quedaba sin palabras tenía la costumbre de repetir lo que decía su interlocutor, lo que le permitía, sin pretenderlo, un instante más para reflexionar.

– Sí, una opinión legal -se oyó detrás de la puerta.

Þóra estiró la espalda.

– Te daré todas las opiniones que quieras, Markús -dijo ella-. Pero el caso es que los abogados no tenemos necesidad de probar en carne propia las cosas sobre las que opinamos. No hay razón alguna para que yo tenga que bajar ahí contigo. Cuéntame de qué se trata y aquí mismo te doy mi opinión por escrito.

– Tienes que bajar -dijo Markús-. No necesito una opinión por escrito. La oral es suficiente -calló-. Te lo ruego. Baja, es solo un momento.

Þóra jamás había oído tan lastimera la voz de Markús. Solo la conocía con un tono de superioridad y prepotencia.

Hjörtur miró a Þóra, parecía de todo menos divertido.

– ¿Quieres darte un poco de prisa, por favor? No corres ningún peligro, y yo ya estoy hasta las narices de esperar a que se acabe este asunto.

Þóra vaciló, inquieta. ¿Qué demonios podía haber allí abajo? No le apetecía ni lo más mínimo, consciente de que abajo había todavía menos aire que arriba y que todo estaba más oscuro. Pero al mismo tiempo coincidía con Hjörtur en que tenían que resolver aquello sin más demora. Se armó de valor.

– Pues venga -dijo, y cogió prestada la linterna de Hjörtur-. Ya voy.

Abrió la puerta lo justo para entrar por el hueco. Markús estaba en la escalera, pálido como un muerto. Su rostro tenía casi el mismo color que el casco blanco que llevaba en la cabeza. Þóra no pudo sacar de ese hecho demasiadas conclusiones, pues la única luz procedía de las linternas, que daban a todo un tinte irreal. Carraspeó. Allí había todavía más polvo y el aire estaba aún más enrarecido.

– ¿Qué querías enseñarme? -preguntó cuando consiguió calmarse-. Vamos a acabar ya con esto.

Markús empezó a bajar las escaleras hacia la oscuridad. El chorro de luz de su linterna apenas se abría paso a través del polvo y la ceniza, y era imposible ver dónde terminaban los escalones.

– No sé qué decir -dijo Markús de una forma de todo menos normal y tranquila, mientras descendía-. Tienes que creerme, no he bajado a buscar eso. Pero es obvio que tendrás que solicitar que se prohíba la excavación y que vuelva a enterrarse la casa.

Þóra dirigió la luz de su linterna hacia el suelo, delante de sus pies. No le apetecía nada dar un tropezón en las escaleras y caer rodando hasta el sótano con la cabeza por delante.

– ¿Algo malo que ignorabas?

– Sí, puede decirse que es eso -respondió Markús-. Nunca habría dicho nada sobre la excavación si hubiera sido esto lo que quería ocultar. Eso está más que claro -ahora estaba ya en el suelo del sótano-. Me parece que se viene encima un asunto de lo más feo.

Þóra descendió el último escalón y se detuvo al lado de Markús.

– ¿Qué es ese «esto»? -preguntó dirigiendo la luz a su alrededor. Lo único que podía distinguir parecía de lo más inocente: un viejo trineo, una pajarera retorcida, un montón de cajas y trastos diversos por todas partes, todo cubierto de polvo y ceniza.

– Ven -dijo Markús. La llevó al final de un tabique y le dijo que tenía que creerle… que no sabía nada en absoluto de aquello. Dirigió la linterna hacia el suelo.

Þóra aguzó la vista sin ver lo que había causado tanto desasosiego a Markús. Solo pudo distinguir lo que parecían tres montones de polvo gris. Pasó la luz de la linterna a un lado y otro. Necesitó un tiempo considerable para distinguir lo que era… y tuvo que echar mano de toda su entereza para que la linterna no se le cayera de las manos.

– ¡Dios mío! -exclamó. Sin querer, dirigió la luz hacia los tres rostros, uno tras otro. Las mejillas hundidas, las cuencas de los ojos vacías, las bocas abiertas de par en par; le recordaban a unas fotos de momias que había visto hacía mucho tiempo en Investigación y Ciencia-. ¿Quién es esta gente?

– No lo sé -dijo Markús desconcertado-. Pero eso no cambia nada. Lo que está claro es que llevan muertos bastante tiempo -se llevó una mano a la nariz, aunque en el aire no había olor alguno a cadáver, tosió y apartó la vista.

En cambio, Þóra no podía separar los ojos de los cadáveres. Markús tenía toda la razón: aquello no tenía buena pinta.

– ¿Y qué es lo que querías llevarte, si no era esto? -preguntó Þóra, confundida-. Más vale que tengas una buena explicación para cuando esto se haga público -al ver que Markús iba a objetar algo, se apresuró a añadir-: Puedes olvidarte de lo de volver a enterrar la casa como si no hubiera pasado nada. Te aseguro que no existe la más mínima posibilidad de semejante cosa -¿por qué no había nunca nada sencillo? ¿No podía haber salido ese hombre del sótano con un montón de prehistóricas fotos pornográficas? Dirigió su linterna hacia Markús-. Enséñamelo -le dijo, y sintió una cierta aprensión cuando su rostro dejó ver a las claras que no podía esperar nada bueno-. No podrá ser peor que esto -añadió.

Markús calló un momento. Luego tosió e iluminó un hueco justo al lado de donde estaban.

– Era esto -dijo sin seguir el rayo de luz con los ojos-. Puedo explicarlo todo -añadió con dificultad, con los ojos bajos.

– Pero no… -exclamó la abogada Þóra Guðmundsdóttir, y la linterna se le cayó de las manos.

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