Miércoles, 18 de julio de 2007
No había nadie en recepción cuando Þóra bajó a dejar la llave. No se veía a Bella por ninguna parte, de modo que Þóra le envió un SMS para que se diera prisa si querían tomar el avión. Þóra no tenía ningún interés en perder el vuelo de la mañana y tener que esperar hasta la tarde para poder viajar de Heimaey a Reikiavik, pues tenía muchas cosas esperándola en el campo de batalla del hogar, y también en el trabajo. Dejó las llaves sobre el mostrador con un golpe, esperando que la recepcionista se percatara de su presencia, pero no tuvo éxito. Descubrió una campanilla de estilo antiguo y la hizo sonar bien fuerte. No pasó mucho tiempo hasta que apareció, con una sonrisa en los labios, la mujer que, al parecer, atendía la recepción día y noche, y arregló la cuenta de Þóra. Pero Bella seguía sin dar señales de vida. ¿Habría vuelto a salir de copas y a lo mejor seguía durmiendo en la cama de algún marinero desconocido? Þóra miró su reloj y vio que aún no había motivo de alarma, así que se acomodó en un sillón y cogió la prensa. Los periódicos eran del día anterior, pero Þóra se puso a hojearlos de todos modos.
Poco después apareció en la puerta principal del hotel Jóhanna, la hermana de Alda, y se dirigió hacia Þóra, que enseguida dejó el periódico y la saludó.
– Sí, hola -respondió Jóhanna cogiéndole la mano sin fuerza mientras intentaba recuperar el aliento-. Estaba segura de que ya te habrías ido. Tomas el vuelo de por la mañana, ¿verdad?
– Sí -respondió Þóra, mirando otra vez el reloj de la pared-. La chica que me acompaña se retrasa un poco. Mejor, porque si no ya estaría en el aeropuerto -miró a Jóhanna y le sonrió-. ¿Hay algo nuevo?
– Anoche encontré una cosa. Después de hablar contigo me puse a pensar en Alda y en lo que dijiste de los cadáveres del sótano. Si hay unos criminales que le hicieron algo a mi hermana, quiero ayudar en todo lo posible -levantó una bolsa de plástico que llevaba e hizo ademán de dársela a Þóra-. Por eso busqué esto. Quiero que les eches un vistazo.
Þóra miró la bolsa extrañada y la cogió. Contenía cinco cuadernitos. Miró de nuevo a Jóhanna.
– ¿Qué es esto?
Jóhanna tenía un gesto que parecía pedir perdón, y se acariciaba la barbilla, aparentemente por los nervios.
– Alda desde siempre escribía un diario, y yo sabía que estaba guardado con otras cosas suyas en el trastero de mis padres. Nuestra casa era una de las que no quedaron cubiertas del todo, y la desenterraron enseguida. Después de la muerte de mi padre, mi madre puso la casa en venta pero no ha salido comprador aún. Yo la ayudé a examinar los trastos y a tirarlos para dejar la casa libre y que no tuviera que avergonzarse de que estuviera llena de cosas inútiles en el trastero y el almacén cuando viniera alguien a verla. Me encontré esto entre las cosas que Alda se dejó allí después de la erupción, por las que no había mostrado ningún interés desde entonces. Pensaba devolverle sus diarios cuando viniera el fin de semana pasado -sonrió como excusándose-. Mi madre está en Reikiavik por la muerte de Alda, y no sabe que los he cogido. No estoy segura ni de que conozca su existencia.
A Þóra le dieron unas ganas tremendas de darle un beso a aquella mujer, pero se contuvo. Sabía perfectamente que no debía hacerse cargo de aquellos cuadernos, pues podrían ser de utilidad para las investigaciones de la policía, pero también sabía igual de bien que si los entregaba no podría volver a verlos durante una buena temporada, y quizá ni siquiera en su totalidad. Pero, como abogada, no le parecía nada conveniente quebrantar la ley.
– Lo mejor es que estos diarios vayan a manos de la policía -dijo, entregándole la bolsa a Jóhanna-. Es muy posible que contengan información de la que deba disponer la policía.
El gesto de Jóhanna se endureció y se quitó la mano de la barbilla.
– Esto no se lo pienso llevar a Guðni y compañía. De eso ni hablar. Aquí hay pensamientos privados de mi hermana en los años de su adolescencia, y no quiero ni imaginarme que puedan hacerse públicos y que los lean unos desconocidos.
– ¿Tú los has leído? -preguntó Þóra, con la bolsa aún en la mano.
– No -dijo Jóhanna sacudiendo la cabeza-. No soy capaz. En su momento, estos diarios eran lo más sagrado que tenía Alda, y a mí casi ni me dejaba verlos, incluso cuando ni siquiera sabía leer. No tengo interés en conocer sus secretos, por muy corrientes que puedan parecer hoy día -miró a Þóra con ojos suplicantes-. Confío en ti aunque no te conozca. Tú comprendes lo que es ser una chica jovencita y además puedes juzgar si entre las cosas de las que se escribe en ellos puede haber algo importante sobre los cadáveres y el asesinato de Alda.
– No es seguro que Alda haya sido asesinada -dijo Þóra, sobre todo por guardar las formas. La hermana estaba ya completamente convencida, y nada que Þóra pudiese decir sería capaz de hacerla cambiar de opinión-. E incluso si los diarios pudieran arrojar alguna luz sobre este caso, eso no significaría que puedan explicar la muerte de Alda.
– De eso me doy perfecta cuenta -respondió Jóhanna, aunque su rostro decía algo completamente distinto-. A lo mejor no hay nada en absoluto en esos diarios. A lo mejor hay algo -cogió la mano de Þóra-. ¿Me prometes que los leerás por mí? Si no hay nada que le pueda interesar a la policía, me devuelves los diarios y ya está. Pero no soy capaz de deshonrar la memoria de mi hermana dándoselos a la policía si no es imprescindible.
Þóra observó durante un instante a la mujer que tenía allí delante de ella. Igual que el día anterior, llevaba puesto un traje de chaqueta corriente, de empleado de banca, y una camisa verde que no pegaba nada con la chaqueta y los pantalones azules. En la comisura de los labios había una manchita de pasta de dientes. Ropa, estilo y aspecto no era en lo que más se pensaba en momentos tristes como aquellos. Þóra comprendía perfectamente el lamentable estado de ánimo de aquella mujer.
– Los leeré, pero tendré que entregar todo lo que considere que afecta al caso -miró la bolsa-. Naturalmente, lo mejor sería que los leyeras tú misma.
Johanna sacudió la cabeza con vehemencia y el peinado, que no estaba especialmente cuidado, se le deshizo por completo.
– No. No quiero hacerlo. Te pareceré ridícula o mojigata, pero es más que la lealtad hacia mi hermana lo que me impide leer lo que pone ahí -tomó aire por la nariz y lo exhaló despacio-. Había algo horrible en las relaciones de Alda con mi padre. Que yo sepa, nunca hablaban, ni se veían a solas. No tengo ninguna gana en absoluto de enterarme de por qué pasaba eso, me da miedo que mi padre le hubiera hecho algo imperdonable. Quiero recordarlos a los dos como los veía yo y, en todo caso, ya es demasiado tarde para cambiar nada. Los dos están muertos.
Þóra asintió. Podía entender a esa mujer. A la vista de los casos de incesto que iban saliendo poco a poco a la superficie, Jóhanna tenía miedo de que hubiera pasado algo parecido.
– Comprendo -se limitó a decir-. Puedes confiar en que no desvelaré nada que no esté directamente relacionado con el caso. Además, me pondré en contacto contigo antes de hacer nada.
Jóhanna sonrió satisfecha.
– Bien -miró al gran reloj de pared que estaba colgado en la recepción-. Dios mío, tengo que darme prisa. Se me ha hecho demasiado tarde.
Þóra vio a la mujer salir por la puerta del hotel y dirigirse a paso rápido hacia su trabajo, hasta que desapareció al doblar la esquina. La bolsa pesaba en los dedos doblados de Þóra y ardía en deseos de leer lo que decían los diarios. Albergaba la sincera esperanza de no encontrar nada que pudiera causar a Jóhanna un dolor innecesario, pero también se temía que sería eso precisamente lo que la esperaba. Si había algo en los diarios que afectase al caso, sería algo malo y negativo. Las palabras de Matthew sobre el odio sonaban como un eco en su mente, y cuando hubiera llegado hasta el fondo, Þóra no estaba nada segura de que le apeteciera saber lo que había puesto en marcha toda aquella horrible cadena de acontecimientos.
Bella se dejó caer en una silla al lado de Þóra, que estaba sentada ante una mesa del aeropuerto. Señaló con el pulgar en dirección a una ventanilla donde vendían golosinas.
– Menudo rollo. No había -se volvió y Þóra pudo ver perfectamente que estaba poniendo malísima cara al hombre del mostrador-. Y a esto lo llaman aeropuerto.
– El vuelo dura veinte minutos, Bella -dijo Þóra, molesta-. Tienes que ser capaz de aguantarlos sin chicles de nicotina -ahora era Þóra la de la mala cara, y miró hacia donde estaba el avión-. Tienen que empezar con el embarque ya -soltó por decir algo. No era solo el cabreo de Bella lo que aumentaba su impaciencia por partir, sino también los diarios de Alda, pues ardía de ganas por empezar a leerlos. No era solo la expectación por lo que pudiera haber allí oculto lo que la hacía tener tanta prisa por revisar aquellos cuadernos, sino que, obviamente, si no tenía más remedio que entregárselos a la policía, más valdría leerlos lo antes posible. La policía se enfadaría con ella por mucha prisa que se diera en entregar los diarios, pero el daño era menor si lo hacía al poco de llegarle a ella a las manos; a ser posible. Si los repasaba ese mismo día, al siguiente podría hacer una fotocopia y entregar los cuadernos.
– No hay ninguna prisa -farfulló Bella-. Ya hemos pagado los billetes y no se irán sin nosotras -se puso en pie-. Voy a fumarme un cigarrillo.
Þóra respiró más tranquila al quedarse sola, y su alegría se vio aumentada cuando anunciaron que en breves momentos partiría el avión para Reikiavik. Se levantó para buscar a Bella en la explanada del aeropuerto, y la vio apoyada en la escultura conmemorativa de la visita a Islandia de Gorbachov y Reagan, dejando escapar una nube de humo detrás de otra.
– Vamos -dijo Þóra-. No podemos perder el avión.
– No se irá -dijo Bella encantada consigo misma, pero dio la última calada y luego apagó el cigarrillo. Señaló la escultura y la placa con la inscripción-. ¿Quiénes son estos tipos?
– Vamos -dijo Þóra, que no tenía ganas de explicarle la historia que había detrás del encuentro de los dos líderes mundiales, eran unos jefazos que ya no le importan a nadie. Þóra se apresuró a entrar e incluso mantuvo la puerta abierta para que la secretaria entrase también. Aun así, fueron las últimas en entrar en el avión y ocupar sus asientos. Nada más abrocharse el cinturón de seguridad, Þóra sacó los cuadernos.
– ¿Qué es eso? -preguntó Bella con un gesto de extrañeza al ver en manos de Þóra aquellos cuadernos de diferentes colores y un tanto estropeados por las esquinas. Frunció sus cejas pintadas de oscuro-. ¿Diarios? -dijo al momento-. De pequeña yo también tenía de esos. ¿De quién son?
Aunque ya hubiera llovido desde la visita de Reagan y Gorbachov, al parecer la vida seguía igual generación tras generación. Þóra también había tenido un diario muy parecido al que estaba en lo más alto del montón.
– Nada, es una cosa que tengo que revisar -respondió Þóra sin decir a quién pertenecían los diarios-. Nada especial, creo -Þóra parecía haber dado en el clavo en lo tocante al primer cuaderno. Era del año 1970 y a primera vista no contenía nada relacionado con la investigación. La caligrafía de Alda era la típica de las adolescentes, grandes letras redondeadas y de vez en cuando las íes iban rematadas por un corazoncito en vez de por un punto. Las fechas estaban en la parte superior de cada página; a veces se saltaban una semana entera, y quizá era ese el motivo de que hubiese perseverado durante varios años. Þóra había dejado de escribir en su diario al cabo de seis meses, cuando sus anotaciones le empezaron a mostrar ya con meridiana claridad lo poco que pasaba en su vida a los once años de edad. Habría debido limitarse a los acontecimientos especiales. Habría podido hacer un ejercicio de introspección desde una infancia que ya le había desaparecido casi en su totalidad.
Þóra cerró el cuaderno y lo puso al final del montón. Buscó el cuaderno de 1973, que encontró con facilidad, porque era el más estropeado y la cubierta crujió al abrirlo. Þóra lo abrió por la primera página y leyó la entrada del año nuevo de 1973, donde Alda daba la bienvenida al año entrante y resumía en cinco puntos lo que se proponía conseguir en los doce meses que tenía por delante. Þóra sonrió al ver los objetivos que se había propuesto.
1. Viajar al extranjero.
2. Estudiar en casa.
3. Comprar un tocadiscos.
4. Encontrar novio.
5. Dejar de pensar en el pelo: crece.
Aunque no comprendía este último punto, todo encajaba perfectamente con una chica de quince años que estaba empezando a meter un pie en el mundo de los adultos. Ahora eso mismo sería más típico de una jovencita de trece años, pero en 1973 las cosas sucedían más despacio en la vida de los niños y los jóvenes. Þóra leyó entonces sobre lo mustios que se habían quedado los padres de Alda después de la feliz noche anterior, y que su hermanita Jóhanna estaba todavía más asustada por los fuegos artificiales, que habían sido mucho más chulos que el año anterior. Venía a continuación un breve texto en el que Alda describía su preocupación por las aves de las islas, y de ahí pasaba a contar lo que le gustaban los fuegos artificiales y la influencia negativa que tenían estos sobre los animales. La entrada terminaba con la promesa de procurar que cada día fuera lo suficientemente emocionante para merecer ser registrado en el nuevo diario.
Þóra leyó luego lo que había sucedido en ese mes de enero de tantos años atrás. El colegio volvía empezar después de las vacaciones navideñas, y Alda no parecía lamentarlo en absoluto, incluso se alegraba de ello, a juzgar por lo que decía en el diario. Estaba encaprichada de un tal Stebbi y había empezado a creer que el sentimiento era mutuo, pero no parecía tener interés alguno por Markús, excepto como amigo. Þóra no pudo saber exactamente, por lo que estaba leyendo, si la chica se había dado cuenta de lo loquito que le tenía, aunque todas las frases en que se hablaba de él eran positivas y parecían escritas con amistad. El 15 de enero representó un hito en su vida, porque Alda besó al tal Stebbi delante del kiosco, y esa página estaba cubierta de flores y corazones. El día siguiente no era igual de feliz, porque se perdió el gatito de su casa, y el drama fue en aumento los días siguientes hasta que consiguieron encontrarlo, después de una frenética búsqueda. Þóra pensó si aquel gato sería uno de los muchísimos que se quedaron en Heimaey, cuyo número fue disminuyendo más y más desde la erupción. De vez en cuando se encontraban también reflexiones sobre el pelo que Þóra no conseguía entender, igual que sobre los objetivos para el nuevo año. La lectura le hizo pensar que Alda se había cortado el pelo muy corto y que no le gustó el resultado, pero no acababa de comprender por qué una cosa así podía afectarla de semejante modo.
La tercera semana del mes dejaba ver la gran expectación de Alda ante el baile del colegio, que se celebraría próximamente. Era claramente un acontecimiento muy esperado, y aunque Alda no entraba en detalles, parecía desearlo y temerlo al mismo tiempo. Consistía en algo que iban a hacer todos los chicos y chicas de la clase, pero Þóra no consiguió enterarse de qué se trataba. Cuando llegó el 19 de enero, Þóra dio un respingo. En la parte superior de la página estaba escrita la fecha, pero debajo había un borrón tan repetido y fuerte que el bolígrafo había traspasado la hoja en varios sitios. En toda la página había hecho lo mismo. Algo había pasado, y aunque Þóra se esforzó por ver si había algo debajo del tachón, no consiguió encontrar nada. A lo mejor le había dado calabazas el Stebbi ese del que Alda andaba tan enamorada. Pero había apretado el bolígrafo con tanta fuerza que Þóra lo consideró improbable, incluso para una persona joven en plena tempestad de hormonas. Volvió a dejar el diario en el regazo.
– ¿Qué rollo es ese? -oyó decir a Bella, que señalaba con el índice la parte rayada-. ¿Cogió el cuaderno un niño pequeño?
Þóra no había pensado en esa posibilidad. Era posible que Jóhanna hubiera garrapateado aquello en el cuaderno de su hermana en un ataque de furia o por niñería.
– No lo sé -respondió Þóra con toda sinceridad-. Hasta aquí todo estaba muy pulcro.
Bella soltó un bufido:
– Eso dices tú -se quedó mirando fijamente la hoja rayada y Þóra no pudo evitar imitarla. La azafata anunció a los pasajeros por los altavoces que comenzaban el descenso hacia Reikiavik y que tenían que poner el asiento en posición vertical y abrocharse los cinturones de seguridad-. ¿Has leído alguna vez de algún accidente en el que los únicos supervivientes tuvieran la mesa plegada o el respaldo del asiento en posición vertical? -preguntó Bella en voz tan alta que otras personas pudieron oírla-. Yo creo que se trata de proteger las mesas y los asientos si el avión se estrella. Menudo rollo.
El pasajero que estaba sentado al otro lado del pasillo miró a Bella muy molesto y cerró su mesa con un golpetazo.
Þóra se concentró en mirar al frente y fingir que no pasaba nada. Pasó página y miró la siguiente hoja, que resultó estar vacía. No había anotaciones para los días 20 y 21 de enero. «Maldita sea», pensó Þóra; hasta ese momento no había habido ni una línea que pudiera relacionarse con la cabeza y la caja. El diario se quedó atrás la noche de la erupción, por eso la única esperanza para Markús era que Alda hubiese escrito algo sobre ese suceso el día 22, pues la erupción empezó por la noche. Por eso sería estupendo que la página correspondiente no estuviera vacía. Þóra respiró hondo y cruzó los dedos antes de pasar página.
Afortunadamente, la página fechada el 22 de enero no estaba ni vacía ni rayada como la anterior. Pero, seguramente, Alda estaba bajo la influencia de medicamentos o casi delirando cuando escribió la entrada del día. Þóra se sentía totalmente incapaz de entender de ninguna manera aquel texto incoherente que, a diferencia de los anteriores escritos de Alda, recorría la página haciendo olas en lugar de seguir líneas rectas. El texto constaba de una repetición de las palabras «asco asco asco» y diversos «¿por qué salí? ¿por qué? ¿por qué?» y también «quiero morirme». Todo eso estaba mezclado y Þóra no pudo ver que la disposición tuviera algún sistema especial. En la línea que seguía a ese caos decía:
No escribiré más en este cuaderno. Lo hago por Dios y por mamá y papá y luego me mataré. Nunca volveré aquí.
Aquello parecía estar escrito con más serenidad, porque las letras eran rectas y estaban mejor trazadas. No había nada más. Aunque, en realidad, el bolígrafo había hecho una línea hasta la parte de abajo de la página, y abajo del todo ponía, en una letra diminuta que apenas era legible:
Markús.
Þóra dejó el cuaderno y suspiró. ¿Por qué demonios no había sido más clara Alda? Aquello parecía ir en la dirección correcta, daba a entender claramente que la chica había sufrido un shock. Si se añadía algo de fantasía a lo último, el nombre de Markús en la página podía interpretarse como una indicación de que quizá él podría ayudarla. Lo escrito no demostraba, por otra parte, la versión de su cliente. Después de esas páginas, las demás del diario estaban completamente vacías.