Capítulo 28

Sábado, 21 de julio de 2007

Þóra y Bella estaban en la escalera de entrada de una casa de madera que apenas recordaba su antiguo esplendor. Estaba revestida de placas de latón que ya habían empezado a cubrirse de óxido. Las ventanas no se habían limpiado mucho y lo que había sido un jardín le pareció a Þóra totalmente descuidado.

– ¿Quieres que hable yo? -preguntó Bella, que estaba negra por tener que hacer aquella visita, pero Þóra le había insistido muchísimo. En aquella casa vivía la madre de Alda, y Þóra sabía que no sería muy bien recibida en cuanto se presentara como abogada del sospechoso de asesinar a su hija. Lo único que quedaba por saber era el grado de mala recepción.

– No -respondió Þóra molesta y empezando a dudar que hubiera sido buena idea el haber hecho que la acompañara Bella. Quería tenerla a su lado como apoyo por si todo iba de la peor forma de las posibles y la mujer llegaba incluso a enfadarse con Þóra. Aunque no tenía miedo de una mujer de ochenta años, no quería tener que pasar por semejantes complicaciones, y pensaba que las curvas de Bella podrían ejercer un efecto disuasorio-. Yo me encargo. Tú intenta mostrarse comprensiva. Esta mujer está atravesando una situación muy dolorosa.

Se escucharon unos pasos que se acercaban y se miraron la una a la otra, pero inmediatamente volvieron los ojos hacia la puerta. Jóhanna, la hermana de Alda, parecía extrañada de ver quiénes eran las visitas.

– Hola -dijo, aparentemente sin saber qué hacer. Echó un rápido vistazo a su espalda.

– ¿Quién es? -se oyó preguntar desde dentro. La voz podía corresponder a una anciana.

– Unas conocidas -respondió Jóhanna volviéndose hacia las recién llegadas.

– ¿Es tu madre? -preguntó Þóra, aunque se contuvo y no se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de Jóhanna-. He venido precisamente con la esperanza de poder charlar un momento con ella.

– No ha sido muy inteligente por vuestra parte venir hasta aquí -repuso ella-. No creo que mi madre quiera hablar contigo -le dijo a Þóra-. Está aún completamente destrozada, y mientras Markús siga siendo sospechoso, tú perteneces al bando enemigo. Intenté explicarle lo que me dijiste sobre su inocencia, pero no quiso oír ni una sola palabra.

– ¿Quiénes? -se oyó preguntar dentro de la casa, aunque la voz estaba ahora más próxima.

Jóhanna parecía muy triste.

– Unas señoras, mamá -respondió-. No te preocupes, tú no las conoces.

– Qué tontería -fue la respuesta. La mujer había llegado a la entrada-. Como si yo no conociera a todas las señoras de aquí… -calló al ver a Bella y Þóra en las escaleras. Se detuvo al lado de su hija en el estrecho umbral, y tuvo que empujar a Jóhanna a un lado.

– Buenos días -dijo la mujer, limpiándose las manos en una bayeta, antes de saludar-. Soy Magnea, la madre de Jóhanna.

– Buenas tardes -dijo Þóra extendiendo su mano-. Þóra Guðmundsdóttir. Precisamente esperaba poder hablar contigo.

– ¿Y eso? -preguntó la mujer; el gesto de su rostro era duro-. ¿Qué puedo hacer por ti, amiga?

– Solo quería charlar un momento sobre tu hija Alda -respondió Þóra, lista para empezar el baile-. Soy la abogada de Markús Magnusson, acusado erróneamente de haberle causado daño.

– ¿Desde cuándo asesinar a una mujer se llama «causarle daño»? -le espetó la mujer. Dio un paso atrás, apartó a Jóhanna y cerró dando un portazo con todas sus fuerzas. El número de la casa, en una plaquita de madera que colgaba en el exterior de la puerta, se soltó de los ganchos y quedó colgando de lado. Þóra pensó que había sido toda una suerte que ni ella ni Bella hubieran tenido un pie en el quicio de la puerta.

Þóra miró a Bella.

– Puf -exclamó la secretaria-. Qué oficio tan horrible el de abogado.

Þóra lo intentó otra vez golpeando la puerta suavemente, con la esperanza de que la mujer estuviera un poco más tranquila. Desde dentro se oyó gritar que se marcharan antes de que llamara a la policía. Estaba claro que no conseguirían nada, de modo que Þóra y Bella se volvieron hacia el coche. Cuando Þóra estaba a punto de poner el vehículo en marcha, sonaron unos golpes en su ventanilla. Allí estaba Jóhanna, y Þóra bajó el cristal.

– Te advertí de que no tenía ningún sentido -le dijo con tono de reproche-. Seguramente, ahora necesitaré el resto del fin de semana para calmarla -se envolvió con los brazos como para protegerse del frío, aunque la temperatura era inusualmente templada-. No se encuentra bien -dijo entonces-. No siempre es así, todo lo contrario.

Þóra asintió.

– Lo comprendo, no te preocupes. Lamento mucho haberos causado molestias, no se me ocurrió pensar que podría pasar esto -no era más que una burda mentira, pues era precisamente la reacción que Þóra había esperado.

Jóhanna titubeó, era evidente que quería hablar de algo importante.

– ¿Qué ponía en los diarios? -preguntó sin más preámbulo-. He cambiado de opinión y quiero saber lo que ponía -vaciló un momento y se irguió-; bueno, si hay algo sobre mi padre.

– Venía a contártelo, pero por desgracia se me olvidó, por el otro asunto -dijo Þóra, un tanto avergonzada de no haber buscado una forma menos mala de acercarse a aquella mujer-. Te llamé por teléfono una vez, pero no respondió nadie -Þóra le sonrió-. En los diarios no había nada malo sobre tu padre.

Jóhanna asintió. Sus ojos parecieron humedecerse.

– Bien -dijo con una sonrisa-. Bien.

– Pero había algunas otras cosas de las que me habría gustado hablar con tu madre -dijo Þóra entonces-. Hay unas cuantas dudas sobre el lugar donde estuvo Alda después de la erupción -se llevó la mano a la frente para protegerse del sol, y miró a Jóhanna a los ojos-. Parece que nunca estuvo en el instituto de Ísafjörður -continuó-. Nunca estuvo matriculada en ese centro.

– Claro que sí, claro que estuvo allí -repuso Jóhanna-. Eso es seguro. No puedo estar tan equivocada.

– ¿La viste allí? -preguntó Þóra-. ¿Fuisteis de visita o fue ella a casa en vacaciones?

Jóhanna pareció hacer memoria.

– Bueno, no recuerdo que fuéramos a visitarla -se le hizo la luz-. Sí, sí, mamá fue por lo menos una vez, seguramente más.

– ¿Pero Alda no fue nunca? -preguntó Þóra-. En los institutos hay muchas vacaciones, cortas y largas -prosiguió con toda la soltura de que fue capaz-. Vosotros vivíais en la región de los fiordos del noroeste, así que no estabais tan lejos. Se podría pensar que ella iría a visitar a sus padres de vez en cuando. ¿No fue así? -por el gesto de Jóhanna, Þóra comprendió que Alda nunca había ido a su casa, ni en las vacaciones cortas ni en las vacaciones largas-. ¿Es posible que Alda estuviera en un hospital? -preguntó Þóra con la máxima prudencia-. ¿Que padeciera alguna enfermedad mental?

– Que yo sepa, no -toda la alegría causada por las noticias sobre el contenido del diario había desaparecido ya de su rostro-. Tal vez no me enteré, porque era muy pequeña -añadió entonces, con gesto apenado.

– No tengo nada que me lleve a pensar en lo de su posible enfermedad -dijo Þóra-. Me habría gustado preguntárselo a tu madre. En cambio, lo que sé con toda seguridad es que Alda no estuvo en Ísafjörður, como dice todo el mundo; al menos no en el instituto.

– ¿Qué más querías preguntarle a mi madre? -preguntó Jóhanna. Parecía muy enfadada, aunque su ira no iba dirigida contra Þóra-. A lo mejor puedo preguntárselo yo. Por lo menos puedo preguntarle lo del colegio.

– Una de las cosas que querría saber, y te lo pregunto también a ti, es si Alda mencionó alguna vez a cualquiera de las dos si estaba molesta por la excavación. Eso podría ayudar a Markús -dijo Þóra. No le dijo a Jóhanna el motivo por el que Alda habría podido preferir que la casa de Markús siguiera enterrada bajo la ceniza.

– No -dijo Jóhanna, sacudiendo la cabeza-. A mí no, por lo menos. Claro que es posible que hablara de ello con mi madre. Mi madre y yo tenemos que hablar de muchas cosas -prosiguió-. ¿Hay algo más que yo debería saber?

Þóra le habló de las extrañas anotaciones en el diario de Alda. Decidió no mencionar lo que ya sabía del caso de violación, pero preguntó a Jóhanna si había oído a Alda referirse a ello:

– ¿Te habló alguna vez de un hombre llamado Adolf? -preguntó Þóra-. ¿O de sus padres, Valgerður y Daði? -inquirió.

– Nunca he oído hablar de esas personas -respondió Jóhanna.

– ¿No les conociste de niña? -le preguntó Þóra-. Creía que esas personas eran amigos de tus padres. Eran de las Vestmann, pero se marcharon también al noroeste, en realidad creo que se fueron a vivir a una granja cerca de Hólmavík. La mujer era enfermera.

– Nosotros vivíamos en Bildudalur -dijo Jóhanna-. Está bastante lejos de Hólmavík. Nunca he oído hablar de esas personas. En todo caso, no lo recuerdo.

Þóra sacó la foto del joven, que pensaba haberle enseñado a la madre de Alda.

– ¿Y conoces tal vez a este hombre? -preguntó.

Jóhanna cogió la hoja de papel.

– Es la fotocopia de una foto, ¿no? -preguntó mirando a Þóra, que asintió con la cabeza, como pidiendo excusas. Jóhanna enarcó las cejas y luego observó la foto detenidamente-. No -dijo, devolviéndole el papel a Þóra-. Me resulta lejanamente familiar algo de su gesto, pero no le conozco.

– ¿Sabes de dónde podrías conocer ese gesto? -preguntó Þóra, esperanzada.

Jóhanna se rascó detrás de la oreja.

– Creo que se parece un poco a una tía mía, pero es imposible -dejó caer la mano-. No, nunca he visto a ese hombre.


– Te aseguro que no recuerdo que mi suegro, Magnús, haya hablado nunca de cortarle la cabeza a nadie -dijo María, la mujer de Leifur, irguiéndose sobre el respaldo para mirar a Þóra desde arriba. Pero Þóra era más alta que la señora de la casa, y la silla en la que estaba sentada tenía, además, un asiento bastante grueso, lo que resaltaba aún más la diferencia de talla. Las dos estaban sentadas en el salón de la casa de María y Leifur. La habían invitado a ir allí después de gastar considerables esfuerzos en convencer al marido de la posible relación de su padre con aquel suceso. Al final, Leifur aceptó, por el bien de su hermano Markús, algo en lo que Þóra había insistido mucho, y acordó informar a Klara, su madre, de cómo iban las cosas. Þóra estaba de lo más contenta por no tener que hacerlo ella misma, pues nunca conseguiría sacar nada en claro de la anciana. Esta parecía totalmente decidida a ocultarle a Þóra todo lo que pudiera guardar alguna relación con su esposo. Þóra se sentía también aliviada de que Leifur no estuviera presente, pues le resultaba suficiente tratar con una sola persona furiosa. María se mostró no menos opuesta que Leifur a la idea de que su suegro, Magnús, pudiera haber estado implicado en aquel asunto.

Þóra lanzó una fría sonrisa a María.

– Es posible -dijo-. Pero comprenderás que una cosa es recordar y otra distinta contar. A vosotros tampoco os apetece en exceso, al parecer, informarme de cosas que pueden ser muy importantes para el caso.

María puso un gesto pensativo que no encajaba nada con su persona.

– Quizá puedas comprender que tengamos bastantes pocas ganas de ver a un anciano acosado por la policía. Eso podría acabar con él total y absolutamente. Y no es sino una historia de la que nadie sabe ya lo que es cierto y lo que no.

– ¿Y qué hay de Markús? -preguntó Þóra-. No pretenderás que siga en prisión por algo que hizo su padre.

– Claro que sí -dijo María como una niña pequeña-. Si de mí dependiera, habría que dejar en paz a Maggi y al final de todo Markús quedaría libre del asunto. No van a tener encerrado a un inocente.

– Eso es lo que ha sucedido hasta ahora -dijo Þóra, que no intentó argumentar con la mujer sobre la situación de padre e hijo. Evidentemente, quería mucho al anciano, como se veía por la forma en que se ocupaba de él-. Parece que no os dais cuenta de que acabará sabiéndose la relación del asunto con la sangre del muelle, lo que no quiere decir qué sea él quien mató a esos hombres. Si me ayudas, tal vez pueda demostrar precisamente eso.

La mujer se revolvió en la silla mientras parecía digerir sus palabras. Cruzó las piernas y volvió a separarlas. Þóra sintió dolor en los dedos de sus propios pies al ver la altura de los tacones de María.

– Te puedo decir con la conciencia limpia que Magnús no ha hablado jamás de ninguna cabeza -dijo-. Lo poco que habla últimamente se refiere sin duda al pasado, pero nunca ha hablado de una cabeza sin cuerpo ni de un cuerpo sin cabeza. Menos aún de cadáveres. Yo creo que se debe a que no tiene nada que ver con todo eso -se miró las manos-. Lo creas o no, Magnús era una persona estupenda. Cuando yo me vine a vivir aquí, él fue el único que me comprendió, y muchas veces se ponía de mi parte en mis discusiones con Leifur y con mi suegra. Ellos siempre pretendían saberlo todo mucho mejor que yo, se tratara de la educación de los niños, la cocina, la política, comprar un coche o cualquier otra cosa. En cambio, Magnús se ponía de mi lado, se daba cuenta de lo sola que me encontraba.

– No estoy poniendo en duda que Magnús sea una excelente persona -dijo Þóra-. He venido a hablar contigo con la esperanza de que haya dicho algo extraño o incomprensible -Þóra miró a María con ojos suplicantes-. Y si tú pudieras recordar algo…

María sonrió con sinceridad.

– Algo extraño o incomprensible… -dijo-. Sería más fácil recordar lo que Magnús puede haber dicho que fuera comprensible y coherente desde que se desató la enfermedad -sacudió la cabeza-. Naturalmente, ha empeorado mucho estos últimos años, pero antes ya estaba bastante despistado. Claro que entonces hablaba más y con algo más de sentido, pero sus palabras tenían muy poca relación con lo que sucedía a su alrededor. Yo podía estar hablando del tiempo y él de la pesca o de cualquier otra cosa sin la más mínima relación con el tema.

– ¿Recuerdas que haya dicho alguna vez algo parecido a lo que intentó decirme a mí? -preguntó Þóra-. ¿Sobre Alda o sobre halcones?

– Sí, desde luego -respondió María-. No sé qué relación pueda tener con el caso, pero hablaba mucho de pájaros. Sobre todo de halcones. Se pasaba, bueno, todavía se pasa largos ratos mirando por la ventana. Cuando pasa algún pájaro grande, me pregunta si es un halcón. Siempre respondo afirmativamente, porque creo que es la respuesta que espera -María miró de reojo la ventana del salón en el que estaban sentadas. Como por ensalmo, allí pasó volando una preciosa gaviota. María carraspeó y prosiguió-: Pero no ha hablado apenas de Alda, y cuando lo hace, no es posible comprender a qué se refiere; lo cierto es que hasta hace muy poco yo no sabía quién era. Creía que estaba hablando de parientes o quizá de alguna antigua novia.

– ¿Qué decía de ella? -preguntó Þóra-. Es posible que se pueda entender mejor ahora, a la vista de lo que ha sucedido -decidió no preguntar más sobre halcones, la relación de los pájaros con el caso parecía absurda y mucha mayor importancia tenía lo tocante a Alda-. ¿Alguna vez dijo algo que pudiera explicar eso de «pobre niño»? ¿Por ejemplo, hablando de dificultades en su propia infancia o algo por el estilo?

María negó con la cabeza.

– Ha pasado ya bastante tiempo desde la última vez que mencionó a Alda, de modo que no puedo recordar las palabras que usó. Cuando la mencionaba por su nombre, siempre era en relación con algo triste, o con algún drama del que nunca dio más detalles -María entornó los ojos, pensativa-. Algo de un sacrificio o de unos sacrificios, y que eso era lo justo. Una o dos veces intenté saber algo más, porque aquello sonaba más interesante que sus interminables historias de barcos y de pesca, pero volvía a encerrarse en su caparazón y callaba. En realidad, era como si no se diera cuenta de que había hablado en voz alta hasta que yo le preguntaba algo sobre lo que acababa de decir.

– ¿Nunca mencionó nada que pudiera indicar a qué clase de sacrificio se refería? -preguntó Þóra. No añadió si el sacrificio podía tener relación con la cabeza, porque María seguía empeñada en que Magnús jamás había hablado de ella.

María sacudió la cabeza.

– No, nada. Fuera lo que fuese, llevaba mucho tiempo en su memoria, como tantas otras cosas de su propia vida. Desde luego, una o dos veces habló de alcohol, en relación directa con ese tema. Dudo que Alda tuviera relación alguna con el alcohol, de modo que probablemente no lo relacionaba con el sacrificio ese, si es que se trataba de algún sacrificio.

– ¿Alcohol? -preguntó Þóra. ¿No se había enturbiado la relación entre Guðni y Kjartan, el de la oficina del puerto, por un caso de contrabando de alcohol?-. ¿Qué es lo que decía del alcohol?

– Si no recuerdo mal, algo así como que lo del alcohol estaba saldado con eso, y me preguntaba si estaba de acuerdo. Naturalmente, siempre le decía que sí, que las dos cosas valían exactamente lo mismo. Eso parecía alegrarle -dijo María encogiéndose de hombros-. Pero en lo tocante al sacrificio en cuestión, tengo que decir que cuando me di cuenta de quién era la Alda de la que hablaba, se me pasó por la cabeza que ella habría podido sacrificar su relación amorosa con Markús, pero no he conseguido encontrar nada que pudiera parecerse a un sacrificio.

– ¿Tu suegro mencionó alguna vez a Markús en relación con Alda o con el sacrificio de esta? -preguntó Þóra, con mucha curiosidad. Por todo lo que había oído, hasta aquel momento siempre había entendido que el enamoramiento de Markús no había sido correspondido. Quizá no fuera realmente así. Pero ¿por qué no habría podido seguir Alda con él, si era lo que deseaba?

María negó de nuevo con la cabeza, pensativa.

– No, sinceramente creo que no. Yo le habría preguntado a Markús en su momento de haber visto cualquier relación entre él y ese misterioso sacrificio. ¿Qué sacrificio puede hacer una mujer tan joven? -María se irguió-. ¿Sacrificar su educación por tener un hijo o algo así? Vaya, es que no se me ocurre absolutamente nada. Nada lo suficientemente serio como para que un anciano que ni siquiera es pariente de la mujer lo siga teniendo en mente -miró su reloj y volvió a mover las piernas. Þóra tuvo la sensación de que lo hacía con cierta regularidad para activar la circulación. En ese caso, aquella mujer se llevaría estupendamente con la ex suegra de Þóra-. Claro que también puede ser una tontería -dijo María sin demasiada convicción-. Confunde mucho los nombres, y tengo la sensación de que algunos de los que menciona son sueños o confusiones -se encogió de hombros-. Cuando el cerebro se trastorna, son muchas otras cosas las que se alteran al mismo tiempo, de ahí que sea posible que haya algo que vio en alguna película pero que él cree que forma parte de su propia vida. En ocasiones ha hablado de cuando practicaba paracaidismo, de cuando hundió el barco de unos criminales, de cuando estuvo con Sofía Loren y de otras cosas por el estilo. No puedo imaginarme que nada de todo eso sea real.

Þóra se quedó pensativa, y al poco preguntó:

– ¿Mencionó alguna vez la erupción? -María tenía razón en que no se podía dar crédito a las palabras de un hombre tan enfermo, a menos que se pudieran confirmar por alguna otra vía. Podía ser, perfectamente, que nunca hubiera existido sacrificio alguno o que, de haber existido realmente, no tuviera que ver con Alda y que el asunto no guardara relación alguna con el caso.

– Claro -dijo María con un suspiro-. Todos los que tenían uso de razón cuando se produjo la erupción hablan de ella. Por un tiempo pensé que no lograría integrarme en la sociedad de Heimaey porque yo nunca había respirado una ceniza como dios manda -miró a Þóra con un gesto de tristeza-. Ese miedo no resultó infundado. Nunca he podido integrarme plenamente en esta sociedad, y creo que la erupción tuvo un papel determinante en esa imposibilidad.

Þóra sintió compasión por lo sola que se encontraba.

– ¿Qué dijo de la erupción?

– Recordaba cosas continuamente. A veces me preguntaba si oía truenos, como si estuviera reviviendo aquella noche. Casi puedo recitar todo lo que pasó, de la A a la Z. Él fue uno de los primeros en darse cuenta de la erupción, porque estaba despierto. Creo que sucedió en la noche del lunes al martes…

Þóra la interrumpió:

– No busco información sobre la hora a la que comenzó la erupción ni nada de eso, sino si te dijo algo sobre los trabajos de salvamento que se realizaron mientras se estaba produciendo -por el gesto de la mujer, Þóra se percató de que no comprendía para qué querría recordar esos detalles-. Los cadáveres tenían huellas de haber permanecido en el exterior después del comienzo de la erupción, pero eso fue algo más tarde, pasada la primera noche. He estado pensando si alguna otra persona habría podido llevar los cadáveres al sótano sin que Magnús se enterase. Tal vez alguno de los que le ayudaban a vaciar las casas que supiera cuándo se les podía meter allí sin riesgo.

– Entiendo -respondió María-. Pero de lo que más hablaba era de cuando llevó gente de la isla hasta tierra firme en su barco. No recuerdo el tiempo que dijo que había pasado sin dormir, pero hablaba mucho de ello -sonrió-. Cincuenta o sesenta horas, algo así. Y estaba orgulloso. Pero debía de exagerar un poco -María se pasó la mano por el cabello y continuó-. En realidad, no hablaba demasiado de cuando estuvo salvando enseres de la casa, decía que había sacado prácticamente todo lo que había de valor, pero estaba enfadadísimo por unas cuantas cosas que se olvidó allí dentro; unos libros antiquísimos que había heredado de su padre, una brújula, monedas y otras cosas que nunca pude comprender por qué las echaba tanto de menos. Podía estar hablando solo de eso durante horas seguidas; se supone que esas cosas estaban en el trastero y por eso se olvidó de ellas.

– ¿El trastero podía estar en el sótano? -preguntó Þóra. Si Magnús nunca bajó allí, habría sido posible colocar los cuerpos en cualquier momento después del primer día de la erupción-. Yo tenía entendido que se había llevado todo lo que tenía algún valor para él.

María se encogió de hombros.

– No tengo ni idea de dónde estaba el trastero -dijo-. Tal vez estuviera en el sótano, pero eso no tiene por qué significar nada. Maggi habría podido bajar, pero sin poder llevárselo todo. Yo sería completamente incapaz de recordar lo que tenemos en el trastero si tuviera que sacar lo que más valor tuviese para mí. Ninguna de las cosas que mencionó era especialmente grande, de modo que habría podido bajar y no haberlas visto.

– Pero ¿nunca habló del sótano con tristeza o de alguna forma distinta a la habitual? -preguntó Þóra.

María chasqueó los dedos.

– Sí, ahora me acuerdo -dijo con un gesto de alegría-. Habló del sótano en relación con la erupción, pero no como dices tú ahora. Fue antes de enfermar, y en sí no es nada especial, pero, si es cierto, fue al sótano varias veces -María golpeó el suelo rítmicamente con los tacones mientras evocaba sus recuerdos-. Hombre, dijo que se alegraba de no haber llevado todas las posesiones de la familia al sótano como pensó en un principio y como empezó a hacer, efectivamente. Lo dijo con una sonrisa en los labios, burlándose de sí mismo por haber considerado el sótano un sitio seguro. Así que bajó, ¿es eso algo malo?

– No, qué va -dijo Þóra, sin saber si eso podría significar algo. Bajó al sótano, probablemente solo durante un breve rato, pues se le pasaron por alto algunas cosas que habría deseado conservar. ¿Fue porque conocía la existencia de los cuerpos y no le gustaba nada la idea de estar con ellos allí abajo durante mucho tiempo o porque pensaba que no era especialmente importante?-. ¿Crees que se alegraría de recuperar esas cosas? -preguntó Þóra, movida por la curiosidad.

– Sí, siempre que sea pronto -respondió María-. Y si conseguimos dárselas en el momento adecuado -tenía un gesto de tristeza, y se miraba las manos-. De otro modo, no lo sé, vaya.

Þóra no respondió, pero ya estaba pensando un plan. Aún no habían terminado de vaciar el sótano de la casa. Si conseguía bajar con Bella y encontraba esos objetos, era posible, quizá, que volver a tenerlos en sus manos refrescara los recuerdos del anciano. Como parecían guardar relación con la erupción, existía una débil esperanza de que dijese alguna cosa que Þóra pudiera aprovechar. Si se ponían manos a la obra esa misma tarde, era posible llevárselas al día siguiente antes de embarcarse para volver a Reikiavik. Þóra se colocó su cuadernito de notas encima de las rodillas y sacó la pluma.

– ¿Me repites qué objetos eran los que echaba de menos? -los anotó y después se puso en pie.

– Tengo aquí un montón de papeles que Leifur me pidió que te entregara -dijo María cuando salieron del salón-. Creo que se los dio el arqueólogo -cogió un grueso montón de papeles y se lo dio a Þóra-. También tenía que decirte que ningún miembro del equipo de excavación dijo que Alda se hubiera puesto en contacto con ellos para intentar evitar que excavaran la casa.

Þóra cogió el montón de papeles y vio que eran listas de lo hallado en las casas. Repasar todo aquello sería un trabajo considerable.


Cuando Þóra se marchó después de hablar con María, prácticamente no había sacado en claro nada que le llamara la atención, aunque se enteró de que Magnús llevó gente a tierra firme durante la noche, que regresó al día siguiente y se dedicó a salvar lo que se podía rescatar. En primer lugar se dedicó a su propia casa. Para ello contó con la ayuda de algunos vecinos, y luego fue él quien a su vez les ayudó, pero por desgracia María no sabía si entre esos vecinos estuvo Daði, el de la casa contigua. Más tarde, Magnús se fue con el grupo de hombres que recorrieron todo Heimaey en las labores de salvamento, pero María no sabía dar noticia de ellos. Al cabo de un mes o así, cuando Magnús salió de nuevo a pescar, su casa había desaparecido por completo. Los meses siguientes se deslomó a trabajar para poder conservar el barco.

Sonó el teléfono de Þóra y respondió intrigada al ver que era el número del agente inmobiliario con el que Markús dijo haber hablado durante su viaje. Þóra le había telefoneado antes de ir a casa de María, pero estaba ocupado y dijo que llamaría en cuanto acabara la jornada laboral. Añadió que los sábados terminaba pronto. Obviamente, ese día no lo había conseguido, porque ya eran las seis de la tarde. Þóra entró directamente en materia, tras los saludos de rigor.

– Vale -dijo una voz juvenil-. Entiendo.

¿Qué es lo que entendía? ¿El idioma? Þóra intentó que no se notara su irritación, porque ese día había superado con creces su dosis diaria de conversaciones telefónicas.

– ¿Pero hablaste ese día por teléfono con Markús? -preguntó-. Es de la mayor importancia que me digas la verdad. No le harías ningún favor a Markús diciendo una mentira, en caso de que él se haya confundido al hacer memoria. Además tienes que indicarme desde qué teléfono llamaste para que la policía pueda confirmarlo.

– Hum -murmuró el hombre-. Pues sí, le llamé. Espera un segundo -dijo entonces, y Þóra oyó un crujido de papeles-. Lo tengo aquí, por alguna parte -se oyó, y luego-: Aquí. Aquí está.

– ¿Qué es lo que tienes? -preguntó Þóra, extrañada.

– Estaba buscando la oferta de la que hablamos. El plazo terminaba a las ocho de la tarde y era el 8 de julio, de modo que coincide exactamente. Le llamé cuando se confirmó que los vendedores no estaban dispuestos a aceptar la oferta. No era de extrañar, porque era muy baja. A Markús no le gustaba demasiado el apartamento, aunque tengo entendido que a su chico le encantaba.

– De modo que le llamaste -dijo Þóra, intentando que el hombre volviera al tema central-. ¿A su teléfono móvil?

– Sí -dijo el agente inmobiliario-. Es el único número que tengo suyo, creo.

– ¿Y puedes confirmar que fue con él con quien hablaste? -preguntó Þóra-. ¿No pudo ser otra persona que estuviera utilizando su móvil?

– Era él, seguro. Totalmente seguro -dijo el hombre con firmeza-. Hablamos los dos, pero él iba conduciendo y por eso la conversación no duró mucho rato.

Þóra miró al cielo: «Gracias a Dios». No solo podía confirmar que Markús llevaba encima su teléfono móvil, sino también que estaba de viaje.

– ¿Y desde qué teléfono llamaste? -preguntó entonces.

– Desde mi móvil -respondió el agente inmobiliario-. Era después del trabajo y estaba ya en casa. Pero tengo un número privado y no aparecería en la pantalla del móvil de Markús, si lo intentaste averiguar.

– Magnífico -dijo Þóra. Luego le explicó que la policía le llamaría para confirmarlo y le pidió que tuviera a mano la oferta del apartamento, por si tenía que enseñársela.

– Pero ¿sabes si Markús sigue buscando un apartamento para comprar? -preguntó el joven con vehemencia-. No pudimos terminar de hablarlo esa tarde. Resulta que tengo un montón de propiedades nuevas en venta, y además se trata de unos apartamentos espléndidos. Seguro que no querrá perder la oportunidad. Sé que ahora está en una situación bastante difícil, así que intentaré retenerlos lo más posible, pero no sé si podré mantener a raya a otros compradores.

Þóra sonrió y dijo:

– Me temo que Markús por el momento tiene otras cosas en las que pensar, antes que en comprar apartamentos. Pero estoy completamente segura de que dentro de nada volverá a ocuparse de esos asuntos. Intenta llamarle después del fin de semana. Para entonces, seguramente estará libre del todo.

Tras despedirse del agente inmobiliario, llamó a Stefán, el comisario de policía, la mar de contenta consigo misma. Lo único que le fue difícil decidir era si hablarle primero del charco de sangre o de la conversación con el agente inmobiliario.

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