A la mañana siguiente logré inventar una excusa para abandonar la escuela y regresar a casa. El apartamento estaba vacío. Mi padre seguía detenido. Mi madre, mi abuela y Xiao-fang estaban en Pekín. El resto de mis hermanos, ya adolescentes, vivían por su cuenta.
Jin-ming había sentido rechazo hacia la Revolución Cultural desde el principio. Estudiaba primer curso en la misma escuela en que yo estaba. Quería ser científico, pero dicha profesión había sido denunciada como burguesa por la Revolución Cultural. Él y otros muchachos de su curso habían formado una pandilla antes de que ésta llegara. Les encantaban las aventuras y el misterio, y se llamaban a sí mismos la Hermandad de Hierro Forjado. Jin-ming era su hermano número uno. Era alto, y destacaba brillantemente en sus estudios. Sirviéndose de sus conocimientos de química, había realizado espectáculos semanales de magia para sus compañeros de curso y se había ausentado deliberadamente de aquellas clases que no le interesaban o cuyo contenido ya había superado previamente. Asimismo, era justo y generoso con el resto de los alumnos.
Cuando el 16 de agosto se fundó la organización de la Guardia Roja en la escuela, la hermandad de Jin-ming se fusionó con ella. Se les encomendó la labor de imprimir panfletos y distribuirlos por las calles. Los folletos habían sido redactados por guardias rojos adolescentes de mayor edad que ellos y mostraban títulos típicos tales como: «Declaración de la Fundación de la Primera Brigada de la Primera División del Ejército de la Guardia Roja de la Escuela Número Cuatro» (todas las organizaciones de la Guardia Roja portaban nombres rimbombantes), «Declaración Solemne» (un alumno anunciaba haberse cambiado el nombre a «Huang el Guardia del Presidente Mao»); «Magníficas Noticias más que Colosales» (un miembro de la Autoridad de la Revolución Cultural acababa de dar audiencia a un grupo de guardias rojos), y «Últimas y Más Supremas Instrucciones» (acababan de filtrarse una o dos palabras de Mao).
Jin-ming no tardó en aburrirse de aquellas insensateces. Comenzó a ausentarse de las misiones que se le encomendaban y se fijó en una muchacha que era de su misma edad, trece años. Se le antojaba como la mujer perfecta: hermosa, amable y algo altiva, con una pizca de timidez. No se dirigió a ella, sino que se contentó con admirarla de lejos.
Un día, los alumnos de su curso recibieron la orden de llevar a cabo un asalto domiciliario. Los guardias rojos de mayor edad dijeron algo acerca de la existencia de intelectuales burgueses. Todos los miembros de la familia fueron hechos prisioneros y agrupados en una de las habitaciones mientras los guardias rojos registraban el resto de la vivienda. Jin-ming quedó encargado de vigilar a la familia. Para su gran alegría, observó que la otra «carcelera» era la joven que le gustaba.
Había tres «prisioneros»: un hombre de mediana edad, su hijo y su nuera. Resultaba evidente que el asalto no les había cogido por sorpresa, y permanecían sentados con expresión resignada, contemplando a Jin-ming con la mirada perdida en el vacío. Jin-ming se sentía turbado por aquella mirada, y su desasosiego aumentaba por la presencia de la muchacha, quien no hacía más que mirar de soslayo hacia la puerta con aspecto aburrido. Al ver a varios jóvenes que transportaban una enorme caja de madera llena de porcelana, murmuró a Jin-ming que iba a echar un vistazo y abandonó la estancia.
Solo frente a sus prisioneros, Jin-ming notó que su incomodidad aumentaba. La mujer se puso en pie y dijo que quería ir a la habitación contigua para dar el pecho a su hijo. Jin-ming aceptó de buen grado. Tan pronto como abandonó la estancia, entró apresuradamente la muchacha objeto de su admiración. Con tono severo, le preguntó por qué uno de los prisioneros había escapado a la custodia. Jin-ming respondió que le había dado permiso, y ella le acusó a gritos de mostrarse blando con los enemigos de clase. La joven llevaba un cinturón de cuero que rodeaba lo que Jin-ming había admirado como su cimbreante cintura. Quitándoselo, lo sostuvo apuntando a su nariz -un gesto estudiado típico de los guardias rojos- mientras continuaba gritándole. Jin-ming se quedó estupefacto. La muchacha estaba irreconocible. De repente, no quedaba en ella ningún rastro de amabilidad, timidez o encanto. Era la imagen histérica de la fealdad. Con aquel episodio se extinguió el primer amor de Jin-ming.
Sin embargo, le devolvió los gritos. La muchacha abandonó la habitación y regresó con el líder del grupo, un guardia rojo de mayor edad.
Éste, alzando también el cinturón enrollado, comenzó a vociferar de tal manera que algunas gotas de saliva alcanzaron a Jin-ming. Por fin, se detuvo, pensando que no era correcto que lavaran sus trapos sucios frente a los enemigos de clase. Ordenó a Jin-ming que regresara a la escuela y aguardara su sentencia.
Aquella tarde, los guardias rojos del curso de Jin-ming celebraron una asamblea sin su asistencia. Cuando sus compañeros regresaron al dormitorio, advirtió que todos evitaban su mirada. Durante un par de días, se comportaron de modo distante. Por fin, revelaron a Jin-ming que habían sostenido una discusión con la militante, quien había denunciado a Jin-ming de rendirse a los enemigos de clase y había insistido en que fuera severamente castigado. La Hermandad de Hierro Forjado, sin embargo, le había defendido. Algunos de sus miembros guardaban rencor hacia la muchacha, quien anteriormente ya se había mostrado terriblemente agresiva contra otros chicos y chicas.
A pesar de todo, Jin-ming fue castigado: se le ordenó que arrancara hierba en compañía de los negros y los grises. Las instrucciones de Mao para exterminar la hierba había exigido una demanda constante de brazos debido a la naturaleza obstinada de la misma. Ello proporcionaba una forma de castigo para los recién creados enemigos de clase.
Jin-ming tan sólo arrancó hierba durante unos pocos días. Los miembros de su Hermandad de Hierro Forjado no soportaban verle sufrir. Sin embargo, había sido ya clasificado como simpatizante de los enemigos de clase y no volvió a requerírsele para que participara en ningún asalto, cosa que le alegró profundamente. Al poco tiempo, partió con los miembros de su hermandad en un viaje de turismo por toda China para admirar sus ríos y sus montañas. No obstante, a diferencia de la mayoría de los guardias rojos, Jin-ming nunca hizo el peregrinaje a Pekín para ver a Mao. No regresó a casa hasta finales de 1966.
Mi hermana Xiao-hong, de quince años de edad, era uno de los miembros fundadores de la Guardia Roja de su escuela. Sin embargo, no era sino una más entre cientos, ya que ésta se hallaba repleta de hijos de funcionarios, muchos de los cuales competían por mostrarse a cual más activo. Mi hermana temía y odiaba a la vez aquella atmósfera de militancia y violencia, hasta el punto de que no tardó en encontrarse al borde de una crisis de nervios. A comienzos de septiembre vino a casa para pedir ayuda a mis padres y se encontró con que no estaban: mi padre seguía detenido y mi madre estaba en Pekín. La ansiedad de mi abuela aumentó sus temores, por lo que regresó a la escuela. Se ofreció como voluntaria para custodiar la biblioteca de la escuela, la cual había sufrido los mismos asaltos y saqueos que la de la mía. Pasaba los días y las noches leyendo, y procuraba devorar cuantos frutos prohibidos encontraba. Aquello fue lo que mantuvo su equilibrio. A mediados de septiembre, partió con sus amigas en un recorrido por todo el país y, al igual que Jin-ming, no regresó hasta finales de año.
Mi hermano Xiao-hei tenía casi doce años, y pertenecía a la misma escuela «clave» de primaria a la que había asistido yo. Cuando se formó la Guardia Roja de las escuelas de enseñanza media, Xiao-hei y sus amigos se mostraron entusiasmados por alistarse en la misma. Para ellos, la Guardia Roja equivalía a poseer libertad para vivir fuera de casa, quedarse levantados toda la noche y tener poder sobre los adultos. Acudieron a mi escuela y suplicaron ser admitidos en la Guardia Roja. Para librarse de ellos, un guardia rojo dijo distraídamente: «Si queréis, podéis formar la Primera División Militar de la Unidad 4969.» Así, Xiao-hei se convirtió en jefe del Departamento de Propaganda de una tropa de veinte chiquillos, entre los que se distribuyeron otros cargos tales como los de «comandante», «jefe de estado mayor», etcétera. No había cabos. Xiao-hei participó en dos ocasiones en el apaleamiento de profesores. Una de las víctimas era un profesor de deportes que había sido condenado por «mal elemento». Algunas de las muchachas de la edad de Xiao-hei le habían acusado de tocarles los pechos y los muslos durante las lecciones de gimnasia, lo que desencadenó su castigo por los chicos, por otra parte deseosos de impresionarlas. El otro fue el tutor de ética. Dado que el castigo corporal estaba prohibido en las escuelas, había optado siempre por quejarse a los padres de sus alumnos, quienes posteriormente los habían pegado al llegar a casa.
Un día, los jóvenes salieron a realizar un asalto domiciliario. Se les había ordenado acudir a una hacienda de la que se rumoreaba que pertenecía a una familia antiguamente perteneciente al Kuomintang. No sabían con exactitud qué se esperaba de ellos. Tenían la cabeza llena de vagas nociones acerca de la posibilidad de encontrar algo así como un diario en el que se afirmara cuánto detestaba la familia al Partido Comunista y cuánto anhelaban sus miembros el regreso de Chiang Kai-shek. La familia tenía cinco hijos, todos ellos corpulentos y de aspecto duro. Alineándose frente a la puerta con los brazos en jarras, adoptaron su expresión más intimidatoria y fijaron su mirada en los recién llegados. Tan sólo uno de los chiquillos intentó tímidamente entrar en la casa, ante lo cual uno de los hijos le asió por el cogote y lo echó al exterior con una sola mano. Aquello puso fin a cualquier futura «acción revolucionaria» por parte de la «división» de Xiao-hei.
Así, durante la segunda semana de octubre, con Xiao-hei viviendo en su escuela y disfrutando de su libertad, Jin-ming y mi hermana de viaje y mi madre y abuela en Pekín, estaba yo viviendo sola en casa cuando un día, de improviso, apareció mi padre en el umbral.
Fue un regreso extraño e inquietante. Mi padre era otra persona. Se mostraba abstraído y permanentemente sumido en sus pensamientos, y no me dijo dónde había estado ni qué le había ocurrido. Numerosas noches le oí pasear insomne arriba y abajo, sintiéndome demasiado preocupada y atemorizada para dormir tampoco yo. Para mi inmenso alivio, dos días más tarde regresó mi madre de Pekín en compañía de mi abuela y de Xiao-fang.
Mi madre acudió inmediatamente al departamento de mi padre y entregó la carta de Tao Zhu a un director adjunto. Al punto, mi padre fue enviado a un sanatorio de recuperación, y mi madre fue autorizada a acompañarle.
Fui a visitarles. Se trataba de un precioso lugar situado en el campo y flanqueado en dos de sus costados por un hermoso riachuelo de aguas verdes. Mi padre tenía una suite con salón en la que se veían varios estantes vacíos, un dormitorio dotado de una amplia cama de matrimonio y un cuarto de baño de relucientes baldosas blancas. Frente a su balcón, varios olivos olorosos esparcían su aroma embriagador. Cuando soplaba la brisa, sus diminutos capullos dorados flotaban lentamente hasta posarse sobre el suelo desprovisto de hierba.
Tanto mi padre como mi madre parecían encontrarse a gusto. Mi madre me dijo que iban todos los días a pescar al río. Considerando que se hallaban a salvo, les dije que planeaba viajar a Pekín para ver al presidente Mao. Al igual que casi todo el mundo, hacía tiempo que deseaba realizar aquel viaje, pero no había ido todavía porque sentía que debía estar disponible para ayudar a mis padres.
Se animaba a todas las personas a que realizaran el peregrinaje a Pekín, y para ello el Gobierno proporcionaba comida, alojamiento y transporte gratuitos. Sin embargo, no estaba organizado. Partí de Chengdu dos días después en compañía de las otras cinco muchachas de la oficina de recepción. Mientras el tren avanzaba silbando en dirección Norte, mis sentimientos eran una mezcla de excitación y de punzante inquietud por mi padre. Por la ventanilla podíamos ver la llanura de Chengdu, en la que aparecían algunos campos de arroz cultivados. Varios cuadriláteros de tierra negra brillaban sobre un fondo dorado formando un pintoresco conjunto de retazos. A pesar de las repetidas instigaciones de la Autoridad de la Revolución Cultural, encabezadas por la señora Mao, la campiña se había visto tan sólo parcialmente afectada por la agitación política. El presidente Mao quería que la población estuviera alimentada para que pudiera hacer la revolución, por lo que no prestó a su esposa todo su apoyo. Tras la experiencia de la hambruna sufrida pocos años atrás, los campesinos habían aprendido que si intervenían en la Revolución Cultural y dejaban de producir alimentos, ellos serían los primeros en morirse de hambre. Las cabañas que salpicaban los verdes bosquecillos de bambú mostraban el aspecto apacible e idílico de siempre. El viento ondulaba ligeramente el humo y formaba una corona sobre las gráciles copas de los bambúes y las chimeneas que éstos ocultaban. Hacía menos de cinco meses que había comenzado la Revolución Cultural, pero mi mundo había cambiado ya completamente. Mientras contemplaba la silenciosa belleza de la llanura, me sentí invadida por una sensación de melancolía. Por fortuna, no tenía que preocuparme de ser criticada por sentirme nostálgica, lo cual se consideraba burgués, ya que ninguna de las otras muchachas era de talante acusador. Con ellas, sentía que podía relajarme.
La próspera llanura de Chengdu no tardó en dar paso a una zona de colinas bajas. En la distancia, relucían las nevadas montañas del oeste de Sichuan. Pronto empezamos a entrar y salir de los túneles que atraviesan los inmensos montes de Qin, la agreste cordillera que separa a Sichuan del norte de China. Con el Tíbet al Oeste, las peligrosas gargantas del Yangtzé al Este y sus vecinos meridionales considerados tradicionalmente bárbaros, Sichuan había sido siempre una región bastante aislada, y los sichuaneses eran conocidos por su carácter independiente. A Mao le había preocupado su legendaria inclinación por conservar cierto grado de independencia, por lo que siempre se había asegurado de que la provincia se mantuviera bajo el firme control de Pekín.
Después de los montes de Qin, el paisaje cambió espectacularmente. El suave verdor dio paso a un terreno áspero y amarillento, y las cabañas de paja de la llanura de Chengdu se vieron reemplazadas por hileras de secas cuevas-choza construidas con barro. En cuevas como aquéllas había pasado mi padre cinco años cuando era joven. Nos encontrábamos a tan sólo ciento cincuenta kilómetros de Yan'an, ciudad en la que Mao había instalado su cuartel general después de la Larga Marcha. Allí había sido donde mi padre alimentara sus sueños de juventud, convirtiéndose en un devoto comunista. Al pensar en él, sentí que se me humedecían los ojos.
Tardamos dos días y una noche en completar el viaje. Los revisores venían a charlar con nosotras a menudo y nos hablaban de la envidia que les producía saber que íbamos a ver pronto al presidente Mao.
En la estación de Pekín, vimos grandes carteles que nos daban la bienvenida como «invitados del presidente Mao». Era poco después de medianoche, y sin embargo la plaza que se abría frente a la estación estaba iluminada como si fuera de día. Los focos recorrían una masa de miles y miles de jóvenes, todos luciendo sus brazaletes rojos y hablando en dialectos a menudo mutuamente incomprensibles. Charlaban, gritaban, reían y discutían frente al decorado que formaba ese gigantesco edificio de pesada arquitectura soviética que era la propia estación. El único rasgo chino era el pastiche de los tejados que, a modo de pabellón, remataban los dos relojes de torre de cada extremo.
Al salir con paso amodorrado a la luz de los focos me sentí enormemente impresionada por el edificio, su ostentosa grandeza y la modernidad de sus relucientes mármoles. Estaba acostumbrada a las columnas de madera oscura y a los ásperos muros de ladrillo tradicionales. Volví la vista atrás y sentí que me inundaba la emoción al ver un enorme retrato de Mao que colgaba en el centro bajo tres caracteres dorados escritos con su propia caligrafía en los que se leía «Estación de Pekín».
Los altavoces nos dirigieron a las salas de recepción situadas en una esquina de la estación. Al igual que sucedía en todas las ciudades chinas, Pekín contaba con un equipo de administradores encargados de proporcionar alojamiento y comida a los jóvenes viajeros. Para ello, se recurría a dormitorios de universidades, escuelas, hoteles e incluso oficinas. Tras esperar haciendo cola durante horas, se nos asignó a la Universidad de Qinghua, una de las más prestigiosas del país. Nos trasladaron hasta allí en un autocar, y se nos dijo que podríamos obtener comida en la cantina. La organización de la gigantesca máquina que debía cuidar de las necesidades de millones de jóvenes peregrinos se hallaba bajo la supervisión de Zhou Enlai, quien solía encargarse de aquellas tareas cotidianas con las que no cabía molestar a Mao. Sin Zhou o alguien como él, el país se habría derrumbado, y con él la Revolución Cultural. En consecuencia, Mao hizo saber que nadie debía atacar a Zhou Enlai.
En nuestro grupo éramos personas serias, y todo cuanto deseábamos era ver realmente al presidente Mao. Por desgracia, nos habíamos perdido por poco su quinta revista de guardias rojos en la plaza de Tiananmen. ¿Qué podíamos hacer? Cualquier actividad de ocio o de turismo quedaba descartada, ya que resultaban irrelevantes para la revolución. Así pues, pasábamos el tiempo en el campus de la universidad copiando carteles murales. Mao había dicho que uno de los objetivos de viajar era intercambiar información acerca de la Revolución Cultural, y eso sería lo que haríamos: llevar a Chengdu las consignas de la Guardia Roja de Pekín.
De hecho, existía otro motivo que impedía salir del campus: los medios de transporte estaban completamente desbordados, y la universidad se encontraba en las afueras, a unos quince kilómetros del centro de la ciudad. No obstante, seguíamos intentando convencernos a nosotros mismos de que nuestra falta de inclinación a desplazarnos obedecía a las motivaciones correctas.
La estancia en el campus resultaba considerablemente incómoda. Incluso hoy me parece recordar el olor de las letrinas que se abrían al final del pasillo de nuestra habitación, tan atascadas que el suelo de baldosas aparecía inundado por el agua de los lavabos y los orines y los excrementos de los retretes. Afortunadamente, el umbral de la puerta de las letrinas formaba un escollo que impedía que el pasillo se viera inundado por aquel charco nauseabundo. La administración de la universidad estaba paralizada, por lo que no había nadie que se encargara de las reparaciones. Los muchachos procedentes del campo, sin embargo, seguían utilizando los servicios, ya que para los campesinos los excrementos no constituían algo intocable. Cuando salían de allí, sus zapatos iban dejando manchas malolientes a lo largo del pasillo y en los dormitorios.
Transcurrió una semana sin noticias de que fuera a producirse otra comparecencia en la que pudiéramos ver a Mao. Movidos por una inconsciente desesperación por alejarnos de nuestra incomodidad, decidimos viajar a Shanghai para visitar el lugar en el que había sido fundado el Partido Comunista en 1921, y luego a Hunan, cuna de Mao, situado en el centro de China meridional.
Aquellos peregrinajes resultaron ser un infierno: los trenes viajaban increíblemente abarrotados. El dominio de la Guardia Roja por hijos de altos funcionarios estaba llegando a su fin debido a que sus padres comenzaban a caer, acusados de ser seguidores del capitalismo. Los negros y grises oprimidos comenzaron a organizar sus propios grupos de guardias rojos para viajar. Los códigos de color empezaban a perder su significado. Recuerdo que en un tren conocí a una muchacha esbelta y sumamente hermosa de unos dieciocho años, agraciada con unos ojos negros inusualmente grandes y aterciopelados y unas pestañas largas y espesas. Tal y como era la costumbre, nos interrogamos la una a la otra acerca de los antecedentes familiares de los que procedíamos. Me dejó estupefacta la soltura con que aquella muchacha anunció que era una negra a la vez que parecía confiar en que nosotras, las rojas, nos mostráramos amigables con ella.
Mis amigas y yo mostrábamos un comportamiento muy poco militante, y nuestros asientos eran siempre el centro de ruidosas charlas. El miembro más viejo del grupo, una muchacha especialmente popular, tan sólo contaba dieciocho años de edad. Todo el mundo la llamaba Llenita, pues era sumamente regordeta. Se reía continuamente con una risa ronca, profunda y operística. También cantaba con frecuencia aunque, claro está, tan sólo canciones compuestas por citas del presidente Mao. Al igual que cualquier forma de entretenimiento, todas las canciones habían sido prohibidas con excepción de aquéllas y de algunas otras dedicadas a la alabanza de Mao, lo que no cambiaría durante los diez años que duró la Revolución Cultural.
Nunca me había sentido tan feliz desde que comenzara la Revolución Cultural, y ello a pesar de la constante preocupación que alimentaba por mi padre y las terribles incomodidades del viaje. En los trenes, cada centímetro de espacio había sido aprovechado al máximo, incluidas las rejillas para el equipaje. El retrete estaba abarrotado, y nadie podía entrar en él. Tan sólo nos sostenía nuestra determinación por visitar los lugares sagrados de China.
En cierta ocasión, sentí unos desesperados deseos de hacer mis necesidades. Me hallaba acurrucada junto a una ventana, ya que se habían apretado cinco personas en un espacio construido para tres. Con un esfuerzo increíble logré alcanzar el retrete, pero una vez allí decidí que me resultaba imposible utilizarlo. Incluso si el muchacho sentado en la tapa de la cisterna con los pies sobre el retrete pudiera levantar las piernas un instante, incluso si la muchacha sentada entre sus pies pudiera encajarse temporalmente de algún modo entre los demás, los cuales ocupaban ya todo el espacio disponible, jamás habría podido hacerlo frente a todos aquellos muchachos y muchachas. Regresé a mi asiento al borde de las lágrimas. El pánico empeoraba la sensación de encontrarme a punto de estallar, y me temblaban las piernas. Decidí que acudiría a los servicios en la siguiente estación. Tras lo que se me antojó un tiempo interminable, el tren se detuvo en una estación oscura y diminuta. La ventanilla estaba abierta, y pude salir por ella, pero al regresar descubrí que no podía entrar.
Yo era quizá la menos atlética de mi grupo de seis. Hasta entonces, siempre que había tenido que subir a un tren a través de la ventanilla, una de mis amigas me había aupado desde el andén mientras las otras me ayudaban desde el interior. Esta vez, aunque contaba con la ayuda de unas cuatro personas que tiraban de mí, no lograba elevar mi cuerpo lo suficiente como para introducir la cabeza y los codos. Aunque hacía un frío glacial, sudaba desesperadamente. En ese momento, el tren se puso en marcha. Presa del pánico, miré a mi alrededor buscando a alguien que pudiera ayudarme. Mis ojos se posaron en el rostro flaco y oscuro de un chiquillo que se había acercado furtivamente a mí. Su intención, sin embargo, no era prestarme ayuda.
Yo llevaba el bolso en uno de los bolsillos de la chaqueta y, debido a mi postura, su presencia resultaba claramente visible. El muchachito lo extrajo con dos dedos. Era de presumir que había aguardado el momento de la partida para hacerlo. Me eché a llorar. El muchacho se detuvo. Me miró, vaciló, y devolvió el bolso a su lugar. A continuación, me asió por la pierna derecha y me empujó hacia arriba. Aterricé sobre la mesa del compartimento en el momento en que el tren comenzaba a adquirir velocidad.
Aquel episodio despertó en mí una profunda simpatía por los rateros adolescentes. Durante los años venideros de la Revolución Cultural, cuando la economía se vio sumida en el caos más completo, los robos se convirtieron en práctica habitual, y en cierta ocasión perdí los cupones de alimentación correspondientes a todo un año. Sin embargo, cada vez que oía que la policía o cualquier otro custodio de «la ley y el orden» había apaleado a un raterillo experimentaba una punzada de dolor. Aquel muchacho que me ayudó desde el andén en un frío día de invierno había demostrado acaso más humanidad que todos los hipócritas pilares de la sociedad.
En total, recorrimos más de tres mil kilómetros en aquel viaje, y alcancé un estado de agotamiento que nunca había experimentado en mi vida. Visitamos la antigua casa de Mao, que había sido transformada en museo-santuario. Era bastante grande, y muy distinta de la idea que yo tenía de un hogar de campesinos explotados. Bajo una enorme fotografía de la madre de Mao, un letrero explicaba que había sido una persona sumamente bondadosa y que, debido al relativo bienestar de su familia, solía repartir con frecuencia alimentos entre los pobres. ¡Así que los padres de nuestro Gran Líder habían sido campesinos ricos! ¡Pero si los campesinos ricos eran enemigos de clase! ¿Por qué habían sido convertidos en héroes los padres de Mao cuando otros enemigos de clase eran objeto de odio? Aquella pregunta me inspiraba tanto temor que la suprimí inmediatamente de mi pensamiento.
Cuando regresamos a Pekín, a mediados de noviembre, reinaba en la capital un frío espantoso. Las oficinas de recepción ya no estaban en la estación, debido a que se trataba de un espacio demasiado reducido para el enorme número de jóvenes que llegaban a ella. Un camión nos transportó hasta un parque en el que pasamos toda la noche esperando a que se nos asignara un nuevo alojamiento. No podíamos sentarnos, pues el terreno estaba cubierto de escarcha y el frío era insoportable. De pie como estaba, llegué a quedarme amodorrada unos instantes. No estaba habituada al crudo invierno de Pekín, y dado que había partido de mi casa en otoño no había traído conmigo ninguna ropa de abrigo. El viento me atravesaba los huesos, y la noche se hacía tan interminable como la cola que formábamos, la cual describía una curva tras otra alrededor del estanque helado que se extendía en el centro del parque.
Despuntó el alba, y aún seguíamos en la cola, completamente exhaustos. Hasta el anochecer no llegamos a nuestro nuevo alojamiento, instalado en la Escuela Central de Arte Dramático. Nuestra habitación había sido utilizada en otro tiempo como aula de canto. Ahora, había en ella dos hileras de colchones de paja extendidos sobre el suelo y desprovistos de sábanas o almohadas. Nos recibieron unos oficiales de la Fuerza Aérea que dijeron haber sido enviados por el presidente Mao para cuidar de nosotras y proporcionarnos instrucción militar. Todas nos sentimos profundamente conmovidas por el interés mostrado por el presidente Mao.
El entrenamiento militar de los guardias rojos constituía una nueva iniciativa. Mao había decidido poner freno a la destrucción indiscriminada que había desatado. Los oficiales de la Fuerza Aérea habían organizado en un «regimiento» a los cientos de guardias rojos alojados en la Escuela de Arte Dramático. No tardamos en iniciar con ellos una buena relación, en particular con dos que nos gustaban especialmente y cuyos antecedentes familiares, tal y como era habitual, pudimos conocer desde el principio. El comandante de la compañía había sido campesino en el Norte, mientras que el comisario político provenía de una familia de intelectuales de la célebre ciudad-jardín de Suzhou. Un día, nos propusieron llevarnos al cine a las seis, pero nos pidieron que no se lo contáramos a nadie más, ya que su jeep no podía transportar a más personas. Además, insinuaron, no estaría bien visto que nos distrajeran con actividades irrelevantes desde el punto de vista de la Revolución Cultural. Como no queríamos causarles problemas, declinamos su oferta, afirmando que preferíamos atenernos a hacer la revolución. Los dos oficiales nos trajeron sacos de grandes manzanas maduras -muy raras en Chengdu- y de castañas de agua bañadas en café, las cuales habíamos oído todas mencionar como una exquisita especialidad pequinesa. Para corresponder a su amabilidad, nos introducíamos furtivamente en sus dormitorios, recogíamos su ropa sucia y la lavábamos con gran entusiasmo. Recuerdo mis esfuerzos por manejar aquellos enormes uniformes caqui, extremadamente duros y pesados en el agua helada. Mao había dicho a la gente que aprendiera de las fuerzas armadas, pues quería que toda la población se encontrara tan estructurada y dominada por un sentimiento de lealtad exclusiva hacia él como el propio Ejército. La emulación de los militares se había desarrollado de modo paralelo a la estimulación de un sentimiento de afecto por ellos, y en numerosos libros, artículos, canciones y danzas se representaba la figura de jóvenes muchachas que ayudaban a los soldados lavándoles la ropa.
Solía lavar incluso sus calzoncillos, pero mi mente nunca se vio asaltada por pensamiento sexual alguno. Supongo que muchas de las jóvenes chinas de mi generación estábamos demasiado dominadas por nuestras abrumadoras actividades políticas para desarrollar un sentimiento sexual adolescente. Pero no todas. La desaparición del control paterno significó para algunas la llegada de una época de promiscuidad. Cuando regresé a casa oí hablar de una antigua compañera de clase, una hermosa muchacha de quince años de edad, que se había marchado de viaje con algunos guardias rojos de Pekín. Había tenido una aventura durante el trayecto, y había regresado embarazada. Tras recibir una paliza de su padre, verse seguida por las miradas acusadoras de los vecinos y convertirse en objeto de animado chismorreo por parte de sus camaradas, se había ahorcado dejando una nota en la que decía que se sentía demasiado avergonzada para vivir. Nadie se enfrentaba a aquel concepto medieval de la vergüenza, lo que sí habría podido constituir el objetivo de una revolución cultural auténtica. Sin embargo, la cuestión nunca preocupó a Mao, por lo que no se incluyó entre las «antigüedades» que se animaba a los guardias rojos a eliminar.
La Revolución Cultural dio lugar también a la aparición de un gran número de puritanas militantes, en su mayor parte jóvenes. Otra de las muchachas de mi grupo recibió en cierta ocasión una carta de amor de un joven de dieciséis años. Respondió a su misiva con otra en la que le llamaba «traidor a la revolución»: «¡Cómo te atreves a pensar en esas cosas vergonzosas cuando los enemigos de clase aún siguen campando por sus respetos y la gente del mundo capitalista continúa viviendo en un pozo de miseria!» Dicha actitud era compartida por muchas de las chicas que conocía yo entonces. Dado que Mao había apelado a la militancia de las jóvenes, la feminidad se vio condenada durante los años de desarrollo de mi generación. Numerosas muchachas intentaban hablar, caminar, y actuar como hombres duros y agresivos, a la vez que ridiculizaban a quienes no lo hacían. En cualquier caso, apenas existía oportunidad para expresar la feminidad. Para empezar, no se nos permitía vestir nada que no fueran los informes pantalones y chaquetas de color azul, gris o verde.
Nuestros oficiales de la Fuerza Aérea nos entrenaban día tras día en las pistas de baloncesto de la Escuela de Arte Dramático. Junto a ellas se encontraba la cantina. Tan pronto como formábamos, mis ojos se desviaban hacia ella, aunque acabara de desayunar en ese momento. Me sentía obsesionada por la comida, pero ignoraba si se debía a la ausencia de carne, al frío o al tedio de la instrucción. Solía soñar con la variedad de la cocina sichuanesa, con el crujiente pato, con el pescado agridulce, con el «Pollo Borracho» y con decenas de otras suculentas especialidades.
Ninguna de las seis estábamos habituadas a llevar dinero encima. Pensábamos, además, que comprar las cosas resultaba en cierto modo capitalista. Así pues, a pesar de la obsesión que me producía la comida, tan sólo compré un puñado de castañas de agua bañadas en café, pues me había aficionado a ellas tras probar las que nos regalaran nuestros oficiales. Antes de tomar la decisión de permitirme aquel lujo reflexioné largamente y consulté con el resto de mis compañeras. Cuando regresé a casa después del viaje, me apresuré a devorar unas cuantas galletas rancias y le alargué a mi abuela, casi intacto, el dinero que me había dado. Ella me abrazó estrechamente, mientras repetía: «¡Qué niña más tonta!»
Volví a casa con reumatismo. En Pekín hacía tanto frío que el agua se helaba en los grifos. Sin embargo, yo hacía la instrucción al aire libre y sin abrigo. No disponíamos de agua caliente con la que caldear nuestros pies helados. Al llegar, tan sólo habíamos recibido una manta cada una. Algunos días después llegaron más chicas, pero ya se habían acabado las mantas, por lo que decidimos darles tres y compartir nosotras las otras tres. Nuestra educación nos había enseñado a ayudar a los camaradas necesitados. Se nos había informado que nuestras mantas procedían de almacenes reservados para tiempo de guerra. El presidente Mao había ordenado recurrir a ellas para garantizar la comodidad de sus guardias rojos, lo que despertaba en nosotras una profunda gratitud hacia él. Ahora, cuando ya casi no teníamos mantas, se nos dijo que debíamos sentirnos aún más agradecidas a Mao, ya que éste nos había dado todas aquellas con las que contaba el país.
Eran mantas pequeñas, y el único modo de que dos personas se taparan con una de ellas era durmiendo en estrecha proximidad. Las pesadillas informes que había empezado a tener desde que contemplara aquel suicidio frustrado habían empeorado después de la detención de mi padre y la partida de mi madre hacia Pekín; así pues, dormía mal y mi agitación me llevaba a menudo a escurrirme al exterior de la manta. La estancia estaba mal caldeada, y tan pronto caía dormida me invadía un temblor helado. Para cuando abandonamos Pekín, tenía las articulaciones de las rodillas tan inflamadas que apenas podía doblarlas.
Mis tribulaciones no cesaban ahí. Algunos chiquillos procedentes del campo tenían pulgas y piojos. Un día, entré en nuestra habitación y me encontré a una de mis amigas que lloraba. Acababa de descubrir un pegote de diminutos huevos blancos en la costura de la axila de su sujetador: huevos de piojo. Aquello me hizo sentir pánico, pues los piojos producían un picor insoportable y solían asociarse con la suciedad. A partir de entonces, experimenté un picor constante y generalizado, y solía revisar mi ropa interior varias veces al día. ¡Cómo ansiaba que el presidente Mao nos recibiera para poder regresar a casa!
En la tarde del 24 de noviembre, me encontraba yo realizando una de nuestras habituales sesiones de estudio de las citas de Mao en una de las habitaciones de los muchachos (pues tanto éstos como los oficiales nunca entraban en las nuestras por discreción). El comandante de nuestra compañía, una persona muy agradable, entró con paso inusualmente ligero y se ofreció para dirigirnos si queríamos cantar la canción más famosa de la Revolución Cultural: «Cuando navegamos, necesitamos un timonel.» Nunca lo había hecho antes, por lo que nos sentimos agradablemente sorprendidas. Él, con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas, agitaba los brazos señalando el ritmo. Cuando terminó y anunció con mal disimulada excitación que tenía buenas noticias para nosotras, supimos inmediatamente de qué se trataba.
– ¡Vamos a ver al presidente Mao mañana! -exclamó.
El resto de sus palabras se vieron ahogadas por nuestros vítores. Tras los primeros gritos confusos, dimos rienda suelta a nuestra excitación coreando consignas: «¡Viva el presidente Mao! ¡Seguiremos eternamente al presidente Mao!»
El comandante de la compañía nos dijo que a partir de ese momento nadie estaba autorizado a abandonar el campus, y que deberíamos vigilarnos mutuamente para asegurarnos de ello. Tal solicitud resultaba completamente normal y, por otra parte, en este caso constituía una medida de seguridad para el presidente Mao, por lo que todos estuvimos encantados de ponerla en práctica. Después de la cena, el oficial se acercó a mis cinco compañeras y a mí y dijo en voz baja y solemne: «¿Os gustaría hacer algo para contribuir a la seguridad del presidente Mao?» «¡Por supuesto!», respondimos. Nos hizo una seña para que guardáramos silencio y prosiguió con un susurro: «Mañana, antes de que salgamos, ¿querríais encargaros de proponer que nos registremos unos a otros para asegurarnos de que nadie lleva nada que no debiera? Como sabéis, cuando se es joven es frecuente que se olviden las normas…» Dichas normas ya habían sido anunciadas previamente: no debíamos llevar al mitin nada que fuera metálico, ni tan siquiera nuestras llaves.
La mayoría de nosotras no pudimos dormir, y estuvimos charlando durante toda la noche en espera del amanecer. A las cuatro de la madrugada nos levantamos y nos agrupamos en formación, dispuestas a iniciar la hora y media de caminata que nos separaba de la plaza de Tiananmen. Antes de que nuestra «compañía» se pusiera en marcha, y obedeciendo a un guiño del oficial, Llenita se puso en pie y propuso que nos registráramos. Advertí que algunos de los demás opinaban que no haríamos sino perder el tiempo, pero el comandante de nuestra compañía secundó alegremente su propuesta. Sugirió que le registráramos a él en primer lugar. El muchacho al que se le encargó dicha tarea descubrió que llevaba un manojo de llaves. Nuestro comandante fingió haber sufrido realmente un descuido, y obsequió a Llenita con una sonrisa triunfante. El resto de los presentes nos registramos unos a otros. Aquel modo artificioso de hacer las cosas reflejaba una práctica maoísta corriente: las cosas tenían que suceder de tal modo que parecieran obedecer a los deseos de la gente, y no a órdenes superiores. La hipocresía y la pantomima eran métodos bien establecidos.
Las calles hervían con las distintas actividades de cada mañana. Hacia la plaza de Tiananmen se dirigían guardias rojos procedentes de todas las zonas de la capital. Se oía el estruendo de las consignas en oleadas atronadoras. Mientras las entonábamos, alzábamos las manos y nuestros ejemplares del Pequeño Libro Rojo formaban una espectacular línea encarnada que destacaba sobre la penumbra. Llegamos a la plaza al amanecer. Yo me vi situada en la séptima fila del grupo que ocupaba el ancho pavimento de la parte norte de la avenida de la Paz Eterna, en el costado este de la plaza de Tiananmen. A mi espalda se extendían numerosas hileras más. Cuando nos tuvieron pulcramente alineados, nuestros oficiales nos ordenaron sentarnos sobre el duro suelo con las piernas cruzadas. Para mis articulaciones inflamadas aquello resultó sumamente doloroso, y no tardé en notar que se me dormía el trasero. Tenía un frío y una modorra espantosos, y me sentía exhausta por la falta de sueño. Los oficiales nos dirigían en un cántico ininterrumpido, haciendo que los diversos grupos se desafiaran entre sí para mantener una atmósfera entusiasta.
Poco antes del mediodía oímos un clamor histérico procedente de la parte este: «¡Viva el presidente Mao!» Los jóvenes sentados frente a mí se pusieron en pie de un salto y comenzaron a saltar de excitación mientras agitaban frenéticamente sus libros rojos. «¡Sentaos! ¡Sentaos!», grité, pero en vano. El comandante de nuestra compañía había dicho que teníamos que permanecer todos sentados hasta el final del acto, pero pocos parecían dispuestos a observar las reglas, dominados como estaban por el anhelo de ver a Mao.
Tenía las piernas entumecidas a causa del largo rato que había pasado sentada. Durante unos segundos, lo único que pude ver fue el océano que formaban las cabezas de mis compañeros. Cuando por fin pude a duras penas ponerme en pie, apenas llegué a distinguir la cola de la procesión. Liu Shaoqi, el presidente, tenía el rostro vuelto en mi dirección.
Los carteles callejeros habían comenzado ya a atacar a Liu, bautizándole como «el Kruschev chino» a la vez que calificándole de principal opositor de Mao. Aunque no había sido denunciado oficialmente, no cabía duda de que su caída era inminente. Las crónicas de prensa que informaban de los mítines de la Guardia Roja le concedían invariablemente una importancia menor. En aquella procesión, en lugar de encontrarse junto a Mao, tal y como correspondía al número dos del Partido, estaba situado al final, en uno de los últimos automóviles.
Mostraba un aspecto abatido y fatigado, pero no me inspiró compasión alguna. Aunque se trataba del presidente, no significaba nada para los de mi generación. Habíamos crecido todos imbuidos exclusivamente del culto a Mao, y si Liu se mostraba contrario a Mao a todos nos resultaba lógico que se prescindiera de él.
En aquel momento, enfrentado a aquel océano de jóvenes que gritaban su lealtad a Mao, Liu debía de comprender lo desesperanzado de su situación. Lo más irónico del caso era, sin embargo, que él mismo había colaborado en instituir la deificación del líder que había conducido a aquel estallido de fanatismo entre la juventud de una nación en gran parte laica. Liu y sus colegas habían quizá contribuido a deificar a Mao para apaciguarle, confiando en que se conformaría con una gloria abstracta y les dejaría campo libre para desarrollar sus labores mundanas, pero Mao perseguía el poder absoluto tanto en la tierra como en el cielo. Posiblemente, no había ya nada que pudieran hacer: el culto a Mao parecía un proceso imparable.
Tales reflexiones no acudieron a mi mente aquella mañana del 25 de noviembre de 1966. Lo único que entonces me importaba era lograr un atisbo de las facciones del presidente Mao. Rápidamente, desvié la mirada de Liu y la dirigí a la sección delantera de la procesión. Alcancé a distinguir la robusta espalda del líder y su brazo que saludaba sin cesar. Al cabo de un instante, había desaparecido. Me sentí descorazonada. ¿Sería aquello todo cuanto habría de ver del presidente Mao? ¿Debería conformarme con vislumbrar fugazmente su espalda? Súbitamente, el sol pareció oscurecerse. A mi alrededor, los guardias rojos se unían en un alboroto ensordecedor. La muchacha situada junto a mí acababa de pincharse el dedo índice de la mano derecha y estaba ocupada oprimiendo la yema para extraer sangre con la que escribir algo en un pañuelo pulcramente doblado. Supe exactamente qué palabras proyectaba emplear. Muchos guardias rojos lo habían hecho anteriormente, y se trataba de una costumbre divulgada ad nauseam: «Hoy, soy la persona más feliz del mundo. ¡He visto a nuestro gran líder, el presidente Mao!» Al verla, mi consternación aumentó. La vida parecía carecer de objetivo. Un pensamiento asaltó rápidamente mi mente: ¿debería acaso suicidarme?
Casi inmediatamente, sin embargo, aquella idea se desvaneció. Al recordarlo ahora, supongo que no había sido sino un intento inconsciente por cuantificar mi desconsuelo al ver mi sueño hecho pedazos, especialmente después de todas las privaciones que había sufrido a lo largo de mi viaje. Los trenes atestados, las rodillas inflamadas, el hambre, el frío, los picores, los retretes atascados, el cansancio… al final, nada de ello me era recompensado.
Nuestro peregrinaje había concluido, y pocos días después iniciamos el regreso a casa. Harta ya del viaje, anhelaba calor, comodidad y un baño caliente, pero contemplaba la idea del hogar con aprensión. Por molesto que hubiera resultado, el viaje no me había inspirado en ningún momento el temor que había dominado mi vida anterior. Durante el mes largo que había vivido en estrecho contacto con miles y miles de guardias rojos, en ningún momento había sido testigo de violencia alguna, ni había experimentado terror. A pesar de la histeria que demostraban, las gigantescas multitudes habían resultado pacíficas y bien disciplinadas. Toda la gente que había conocido se había mostrado amistosa.
Justamente antes de abandonar Pekín, me llegó una carta de mi madre. En ella decía que mi padre se había recuperado, y que en Chengdu todos estaban bien. Al final, no obstante, añadía que tanto ella como mi padre estaban siendo criticados como seguidores del capitalismo. Se me cayo el alma a los pies. Para entonces, había comprendido que los seguidores del capitalismo -los funcionarios comunistas- constituían los principales objetivos de la Revolución Cultural. Pronto había de comprobar lo que ello significaría para mí y para mi familia.