Todo seguidor del capitalismo era, supuestamente, un poderoso funcionario empeñado en la implementación de políticas capitalistas. En la realidad, sin embargo, ningún funcionario tenía elección alguna en cuanto a las políticas que debía seguir. Tanto las órdenes de Mao como las de sus opositores eran presentadas de modo conjunto como provenientes del Partido, y los funcionarios tenían que obedecerlas sin excepción, si bien al hacerlo se veían obligados a realizar frecuentes cambios de dirección e incluso a retroceder sobre sus pasos. Cuando les disgustaba especialmente alguna orden en particular, lo máximo que podían hacer era presentar una resistencia pasiva y esforzarse concienzudamente por disimularla. Por tanto, resultaba imposible determinar qué funcionarios eran seguidores del capitalismo y cuáles no, basándose simplemente en su trabajo.
Muchos funcionarios alimentaban sus propias opiniones, pero la norma del Partido era que no debían revelarlas públicamente. Tampoco es que osaran hacerlo. Cualesquiera que fuesen sus simpatías, éstas debían permanecer ignoradas por el público en general.
Las personas corrientes, sin embargo, constituían precisamente la fuerza que Mao ordenó entonces arrojar sobre los seguidores del capitalismo aunque, claro está, sin proporcionarles ni la información necesaria ni el derecho de ejercitar juicio independiente alguno. Así pues, lo que sucedió fue que los funcionarios se vieron perseguidos como seguidores del capitalismo debido a las posiciones que ocupaban. El grado no constituía por sí solo el único criterio. El factor decisivo era si la persona en cuestión encabezaba una unidad relativamente autónoma o no. La totalidad de la población se hallaba organizada en unidades, y para la gente ordinaria los representantes del poder eran sus jefes inmediatos, esto es, los jefes de unidad. Al designar a dichas personas como objetivos de los ataques, Mao estaba recurriendo a una de las parcelas de resentimiento más evidentes, al igual que había hecho al instigar a los estudiantes en contra de sus profesores. Los jefes de unidad representaban asimismo los eslabones clave en la cadena de poder de la estructura comunista de la que quería deshacerse Mao.
En el caso de mis padres, el hecho de que fueran jefes de departamento hizo que ambos fueran denunciados como seguidores del capitalismo. «Donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las pruebas», como afirmaba un dicho chino. De acuerdo con aquella filosofía, todos los jefes de unidad de China -independientemente de su importancia- fueron denunciados sumariamente como seguidores del capitalismo por las personas a su cargo y acusados de haber implementado políticas supuestamente capitalistas y opuestas al presidente Mao. Entre ellas se incluía la autorización de mercadillos campesinos, el intento por proporcionar un mejor nivel profesional a los obreros, la permisividad de una relativa libertad literaria y artística y el estímulo de la competitividad deportiva, recientemente bautizada como «obsesión burguesa por los trofeos y las medallas». Hasta entonces, la mayoría de aquellos oficiales ignoraban que Mao se hubiera mostrado contrario a tales políticas ya que, después de todo, todas las directrices que seguían procedían del Partido, a su vez encabezado por él. Ahora, de repente, se les decía que aquellas políticas procedían de los baluartes burgueses del interior del Partido.
En todas las unidades había personas que se transformaban en activistas. Se les llamaba guardias rojos rebeldes o -para abreviar- simplemente Rebeldes. Se dedicaban a escribir consignas y carteles murales en los que proclamaban frases tales como «Abajo con los seguidores del capitalismo», y celebraban asambleas de denuncia contra sus jefes. Dichas denuncias resultaban con frecuencia vacuas, ya que los denunciados afirmaban que se habían limitado a obedecer órdenes del Partido: en efecto, Mao siempre había recomendado que las órdenes del Partido fueran seguidas incondicionalmente, y nunca les había hablado de la existencia de baluartes burgueses. ¿Cómo podían saberlo ellos? ¿Y cómo podían haber obrado de otro modo? Los funcionarios contaban con numerosos defensores, algunos de los cuales se aprestaron a unirse en su apoyo. Se les conocía como Legitimistas, y entre ellos y los Rebeldes solían desencadenarse frecuentes batallas verbales y físicas. Dado que Mao nunca había llegado a afirmar de modo explícito que todos los jefes del Partido debieran ser condenados, algunos militantes vacilaban: ¿qué ocurriría si los jefes que atacaban resultaran no ser seguidores del capitalismo? A pesar de las proclamas de carteles y consignas, la gente corriente no sabía a ciencia cierta qué se esperaba de ella.
Así, a mi regreso a Chengdu, en diciembre de 1966, pude percibir una atmósfera de clara incertidumbre.
Mis padres estaban viviendo en casa. Los responsables del sanatorio de recuperación en el que había estado internado mi padre les habían rogado en noviembre que partieran, ya que se suponía que los seguidores del capitalismo debían regresar a sus unidades para ser denunciados. La pequeña cantina del complejo había sido cerrada, y teníamos que obtener nuestros alimentos de la cantina grande, la cual aún funcionaba con normalidad. Mis padres continuaban percibiendo sus salarios todos los meses a pesar de que el sistema del Partido se encontraba paralizado y no podían acudir al trabajo. Dado que sus respectivos departamentos estaban relacionados con el área de cultura y que sus jefes de Pekín eran objeto de un odio especial por parte de los Mao y habían sido purgados al comienzo de la Revolución Cultural, mis padres se encontraban en línea directa de fuego. Se les atacaba en carteles murales con los insultos habituales de «Bombardead a Chang Shou-yu» y «Quemad a Xia De-hong». Las acusaciones en contra de ellos eran las mismas que se hacían a casi todos los directores de los Departamentos de Asuntos Públicos del país.
El departamento de mi padre organizó asambleas de denuncia contra él en las que hubo de soportar los asaltos verbales de sus colegas. Como sucedía con la mayor parte de las luchas políticas de China, la auténtica violencia provenía de animosidades personales. La principal acusadora de mi padre era una tal señora Shau, jefa adjunta de sección, una mujer estirada y acérrimamente hipócrita que llevaba largo tiempo intentando librarse del sufijo «adjunta». Opinaba que su ascenso se había visto obstaculizado por mi padre, y estaba decidida a vengarse. En cierta ocasión, le escupió en la cara y le abofeteó. En general, sin embargo, la ira no se desbordaba. Muchos de los empleados apreciaban y respetaban a mi padre, y no se mostraron violentos con él. Fuera de su departamento, algunas organizaciones de las que había sido responsable, tales como el Diario de Sichuan, organizaron también asambleas de denuncia contra él. Su personal, sin embargo, no guardaba rencor contra mi padre, por lo que tales asambleas no pasaron de constituir simples formalidades.
Contra mi madre no se celebró asamblea de denuncia alguna. En su calidad de funcionaría de base, había tenido a su cargo más unidades individuales que mi padre, entre ellas escuelas, hospitales y grupos de entretenimiento. Normalmente, cualquiera en su posición se hubiera visto denunciado por los integrantes de tales organizaciones, pero todos la dejaron en paz. Ella había sido la responsable de resolver todos sus problemas personales, tales como alojamiento, traslados y pensiones, y siempre había llevado a cabo su labor con solicitud y eficacia. Durante las campañas previas había hecho lo posible por no buscar víctimas y, de hecho, se las había arreglado para proteger a numerosas personas. La gente sabía los riesgos que había afrontado, y ahora le mostraba su agradecimiento negándose a atacarla.
La noche de mi regreso mi abuela preparó budín «traganubes» y arroz al vapor en hojas de palmera rellenas de «ocho tesoros». Mi madre me relató alegremente todo cuando les había sucedido a ella y a mi padre. Dijo que ambos habían acordado que no querían seguir siendo funcionarios después de la Revolución Cultural. Iban a presentar una solicitud para ser calificados como ciudadanos ordinarios, lo que les permitiría disfrutar de una vida familiar normal. Como posteriormente habría de darme cuenta, aquello no era sino una fantasía y un autoengaño, ya que el Partido Comunista no permitía la salida de ninguno de sus miembros; en aquel momento, sin embargo, mis padres necesitaban aferrarse a algo.
Mi padre dijo asimismo:
– Incluso un presidente capitalista puede convertirse en un ciudadano corriente de la noche a la mañana. Es bueno que no se nos dé el poder de modo permanente ya que, de otro modo, los funcionarios tenderán a abusar del mismo.
A continuación, me pidió disculpas por haberse mostrado dictatorial con la familia.
– Sois como las cigarras, cuyo canto se ve silenciado por el invierno -dijo-. Es bueno que vosotros, los jóvenes, os rebeléis contra nosotros, que somos la generación anterior. -A continuación dijo, hablando medio para mí, medio para sí mismo-: Creo que no hay nada malo en que se critique a funcionarios como yo… incluso si hemos de soportar alguna calamidad y perder nuestro prestigio.
Aquello no era sino otro intento confuso de mis padres por asimilar la Revolución Cultural. No se mostraban resentidos ante la perspectiva de perder sus posiciones privilegiadas: de hecho, intentaban contemplar tal circunstancia como algo positivo.
Llegó 1967. De pronto, la Revolución Cultural adquirió un nuevo ímpetu. Durante su primera etapa, había conseguido crear un clima de terror merced al movimiento de la Guardia Roja. Ahora, Mao dirigió su punto de mira a su objetivo principal: sustituir los baluartes burgueses y la jerarquía existente en el Partido por su sistema personal de poder. Liu Shaoqi y Deng Xiaoping fueron formalmente denunciados y detenidos, al igual que Tao Zhu.
El 9 de enero, el Diario del Pueblo y la radio anunciaron que se había desencadenado en Shanghai una «Tormenta de Enero» en la que los Rebeldes habían adquirido el control. Mao conminaba a toda la población china a emularles y arrebatar el poder de los seguidores del capitalismo.
¡«Arrebatar el poder»! (duo-quan); una frase mágica en China. El poder no implicaba influencia sobre las políticas, sino libertad sobre las personas. Añadido al dinero, traía consigo privilegios, respeto, adulaciones y la posibilidad de venganza. En China, la gente corriente no contaba prácticamente con válvula de seguridad alguna. El país era como una olla a presión en la que se hubiera acumulado una gigantesca cantidad de vapor comprimido. No había partidos de fútbol, ni grupos de presión, ni pleitos, ni siquiera películas violentas. No era posible manifestar protesta alguna acerca del sistema y de sus injusticias, y hubiera resultado impensable organizar una manifestación. Incluso las conversaciones políticas -un importante medio de aliviar la presión en la mayoría de las sociedades- eran algo tabú. Los subordinados apenas tenían oportunidades de obtener un desagravio de sus jefes. Sin embargo, si uno ejercía algún tipo de jefatura tenía ocasión de dar rienda suelta a sus frustraciones. Así, cuando Mao lanzó su llamada para arrebatar el poder, halló un enorme sector de personas deseosas de vengarse de alguien. Aunque el poder era peligroso, resultaba más apetecible que la indefensión, especialmente para aquellas personas que nunca lo habían disfrutado. Para el público en general, Mao estaba diciendo que el poder había pasado a ser algo de libre alcance.
La moral de los Rebeldes se vio inmensamente estimulada en prácticamente todas las unidades del país. Lo mismo sucedió con su número. Todo tipo de personas -obreros, profesores, dependientes de comercio, incluso empleados de oficinas gubernamentales- comenzaron a llamarse a sí mismos Rebeldes. Siguiendo el ejemplo de Shanghai, se dedicaron a someter a los desorientados Legitimistas. Los antiguos grupos de guardias rojos, tales como el de mi escuela, comenzaban a desintegrarse debido a que habían sido organizados en torno a un núcleo formado por hijos de altos funcionarios entonces sometidos a ataques. Algunos de los primeros guardias rojos manifestaron su oposición a aquella nueva fase de la Revolución Cultural y fueron arrestados. Uno de los hijos del comisario Li fue apaleado hasta morir por Rebeldes que le acusaban de haber dejado escapar una observación en contra de la señora Mao.
Los miembros del departamento de mi padre que habían integrado la partida que le había conducido a su detención eran ahora Rebeldes. La señora Shau era jefa de un grupo Rebelde que abarcaba todas las oficinas gubernamentales de Sichuan, así como líder de la rama que cubría el departamento de mi padre.
Tan pronto se hallaron constituidos, los Rebeldes se dividieron en facciones y comenzaron a luchar por el poder en prácticamente todas las unidades de trabajo del país. Todos los bandos acusaban a sus oponentes de ser anti-Revolución Cultural o de mostrarse leales al viejo sistema del Partido. En Chengdu, los numerosos grupos se apresuraron a unirse en dos bloques enfrentados, encabezados respectivamente por dos grupos Rebeldes universitarios: el del 26 de Agosto -más militante y originado en la Universidad de Sichuan- y el relativamente moderado Chengdu Rojo, nacido en la Universidad de Chengdu. Cada uno de ellos contaba con millones de seguidores en toda la provincia. En el departamento de mi padre, el grupo de la señora Shau estaba afiliado al 26 de Agosto, y el grupo enemigo -consistente en gran parte de personas más moderadas a las que mi padre había apreciado y ascendido y que, a su vez, le apreciaban a él- se había unido al Chengdu Rojo.
Tanto el 26 de Agosto como el Chengdu Rojo instalaron altavoces junto a los muros del complejo que se alzaban frente a nuestro apartamento. Suspendidos en árboles y postes de electricidad, proclamaban insultos día y noche contra el bando opuesto. Una noche oí que el 26 de Agosto había reunido a cientos de sus partidarios y había atacado una fábrica considerada como baluarte del Chengdu Rojo. Tras capturar a los obreros, los habían torturado sirviéndose de métodos entre los que se incluían las «fuentes cantoras» (abrirles la cabeza para dejar correr la sangre) y los «cuadros de paisajes» (realizar diversos cortes en el rostro formando dibujos). Las emisiones del Chengdu Rojo manifestaban que varios obreros se habían convertido en mártires tras saltar desde el tejado del edificio. Por lo que entendí, se habían suicidado al no poder soportar la tortura.
Uno de los principales objetivos de los Rebeldes era la élite profesional de cada unidad. En ella se incluían no sólo médicos, artistas, escritores y científicos más prominentes sino también ingenieros y obreros especializados, e incluso abnegados recolectores de «suelo nocturno» (gente que recogía excrementos humanos, considerablemente valiosos para los agricultores). Se les acusaba de haber sido ascendidos por los seguidores del capitalismo, pero en realidad sufrían los celos de sus colegas. También se arreglaron viejas cuentas en nombre de la revolución. La «Tormenta de Enero» desencadenó una oleada de violencia brutal contra los seguidores del capitalismo. El poder estaba siendo arrebatado a los funcionarios del Partido, y la gente era incitada a ensañarse con ellos. Aquellos que habían odiado a sus jefes de Partido aprovecharon la oportunidad para vengarse, si bien no se permitía actuar a las víctimas de persecuciones anteriores. Había de transcurrir algún tiempo hasta que Mao se decidiera a realizar nuevos nombramientos, ya que en aquel momento ignoraba a quién debía nombrar, y en consecuencia los más ambiciosos se mostraban ansiosos por demostrar su militancia en la esperanza de que con ello llegarían a ser elegidos como los nuevos depositarios del poder. Las facciones rivales competían para superarse unas a otras en brutalidad. Gran parte de los ciudadanos se hallaban enfrentados, ya fuera por intimidación, conformismo, devoción a Mao, deseo de arreglar cuentas personales o el simple deseo de dar rienda suelta a su frustración.
Los malos tratos físicos no tardaron en alcanzar a mi madre. No provinieron de las personas que trabajaban a su cargo, sino principalmente de ex presidiarios que trabajaban en los talleres callejeros de su Distrito Oriental: ladrones, violadores, contrabandistas de droga y proxenetas. A diferencia de los «criminales políticos» -entonces objetivos de la Revolución Cultural – aquellos delincuentes comunes eran incitados a atacar a víctimas designadas. Personalmente, no tenían nada en contra de mi madre, pero les bastaba el hecho de que hubiera sido uno de los líderes superiores de su distrito.
Aquellos ex presidiarios se mostraban especialmente activos durante las asambleas celebradas para denunciarla. Un día, regresó a casa con el rostro desencajado de dolor. Se le había ordenado que se arrodillara sobre trozos de cristal roto. Mi abuela se pasó la tarde extrayendo fragmentos de vidrio de sus rodillas con unas pinzas y una aguja. Al día siguiente, le fabricó un par de gruesas rodilleras, así como una riñonera acolchada, ya que la débil estructura de la cintura era la zona preferida por los asaltantes para dirigir sus golpes.
Mi madre fue paseada por las calles en varias ocasiones con un grotesco gorro en la cabeza y un pesado cartel colgando del cuello en el que aparecía su nombre escrito junto a una gran cruz en señal de humillación y eliminación. Cada pocos pasos, ella y sus colegas eran forzados a arrodillarse y realizar el kowtow frente a la muchedumbre. Los niños se mofaban de ella. Algunos gritaban que sus kowtows no habían sido lo bastante sonoros y exigían que se repitieran. En tales ocasiones, mi madre y sus colegas se veían obligados a golpearse la cabeza ruidosamente sobre el pavimento de piedra.
Cierto día de aquel invierno, se celebró una asamblea de denuncia en un taller callejero. Antes de la asamblea, mientras los participantes almorzaban en la cantina, se ordenó a mi madre y a sus colegas que permanecieran arrodillados a la intemperie durante hora y media sobre un suelo cubierto de guijarros. Llovía, y terminó completamente empapada; el viento acerado y la ropa mojada le producían escalofríos hasta los huesos. Cuando comenzó la asamblea, hubo de permanecer de pie e inclinada hacia adelante sobre el escenario mientras intentaba controlar sus estremecimientos. A medida que arreciaban los salvajes y absurdos alaridos, comenzó a experimentar un dolor terrible en la cintura y el cuello. Cambiando ligeramente de postura, intentó alzar un poco la cabeza para aliviar el dolor pero, de repente, notó un fuerte golpe sobre la nuca que la hizo caer al suelo.
Hasta algún tiempo después no supo qué había sucedido. Una mujer sentada en la primera fila, antigua dueña de burdel que se había visto encarcelada cuando los comunistas prohibieron la prostitución, había adquirido una obsesión contra mi madre, acaso porque se trataba de la única mujer que había sobre el escenario. Tan pronto había levantado la cabeza, aquella mujer se había puesto en pie y había arrojado una lezna apuntando directamente a su ojo izquierdo. El guardia Rebelde situado tras mi madre la había visto venir y la había arrojado al suelo. De no haber sido por él, habría perdido el ojo.
En aquellos días, mi madre no nos relató el incidente. Rara vez comentaba nada de lo que le ocurría. Cuando tenía que contarnos algo como el episodio de los cristales rotos, solía mencionarlo en tono despreocupado, intentando restarle el mayor dramatismo posible. Nunca nos enseñaba sus magulladuras, y siempre se mostraba serena, e incluso alegre. No quería que nos inquietáramos por ella. Mi abuela, sin embargo, podía adivinar cuánto estaba sufriendo. Solía seguir ansiosamente a mi madre con la mirada a la vez que intentaba disimular su propio dolor.
Un día vino a vernos nuestra antigua criada. Ella y su esposo se contaban entre los pocos que nunca rompieron sus relaciones con nuestra familia durante la Revolución Cultural. Yo experimenté un inmenso agradecimiento por el calor que nos demostraron, especialmente si se tiene en cuenta que se arriesgaban a ser tildados de simpatizantes de los seguidores del capitalismo. Tímidamente, comentó a mi abuela que acababa de ver a mi madre obligada a desfilar por las calles. Mi abuela la presionaba para que le diera más detalles cuando, súbitamente, se desplomó y se golpeó ruidosamente la nuca contra el suelo. Había perdido el sentido. Poco a poco, volvió de nuevo en sí. Con lágrimas rodando por sus mejillas, dijo: «¿Qué ha hecho mi hija para merecer esto?»
Mi madre desarrolló una hemorragia de útero, y durante los seis años siguientes -hasta someterse a una histerectomía en 1973- sangró la mayor parte de los días. En ocasiones, las hemorragias eran tan abundantes que se desmayaba y tenía que ser trasladada al hospital. Los médicos le recetaron hormonas para controlar el flujo de sangre, y mi hermana y yo nos encargábamos de ponerle las inyecciones. Mi madre sabía que cualquier dependencia de hormonas resultaba peligrosa, pero no tenía otra alternativa. Era el único modo en que podía soportar las asambleas de denuncia.
Entretanto, los Rebeldes del departamento de mi padre intensificaron sus ataques sobre él. Dado que se trataba de uno de los departamentos más importantes del Gobierno provincial, contaba con un nutrido grupo de oportunistas en sus filas. Muchos de ellos, en otro tiempo obedientes instrumentos del sistema del Partido, se convirtieron en feroces Rebeldes militantes encabezados por la señora Shau bajo el estandarte del 26 de Agosto.
Un día, un grupo de ellos irrumpió en nuestro apartamento y penetró en el despacho de mi padre. Tras estudiar el contenido de las estanterías, declararon que se trataba de un auténtico recalcitrante debido a que aún conservaba sus libros reaccionarios. Anteriormente, poco después de las quemas de libros llevadas a cabo por los guardias rojos adolescentes, muchas personas habían prendido fuego a sus bibliotecas. Pero no así mi padre. Débilmente, intentó proteger sus libros señalando las colecciones de tomos marxistas.
«¡No intentes engañarnos a los guardias rojos! -vociferó la señora Shau-. ¡Aún tienes numerosas hierbas venenosas!» Diciendo esto, extrajo algunos clásicos chinos impresos en delgado papel de arroz.
«¿Qué quieres decir con “engañarnos a los guardias rojos”? -repuso mi padre-. Eres lo bastante vieja para ser la madre de todos ellos… y por ello deberías tener también más sentido común.»
La señora Shau propinó una fuerte bofetada a mi padre. Los presentes le dirigieron indignados improperios, aunque algunos hacían esfuerzos por contener la risa. A continuación, cogieron sus libros y los arrojaron al interior de grandes sacos de yute que habían traído consigo. Cuando todos los sacos estuvieron llenos, los transportaron escaleras abajo y dijeron a mi padre que los quemarían en las instalaciones del departamento al día siguiente tras celebrar una asamblea de denuncia en contra suya. Asimismo, le dijeron que debería contemplar la hoguera para así aprender una lección. Entretanto, dijeron, él mismo debería quemar el resto de su colección.
Cuando regresé a casa aquella tarde, encontré a mi padre en la cocina. Había encendido una hoguera en la enorme pila de cemento y procedía a arrojar sus libros a las llamas.
Era la primera vez en mi vida que le había visto llorar. Lloraba con sollozos angustiados, quejumbrosos y desesperados, como un hombre no acostumbrado a verter lágrimas. De vez en cuando sufría un violento acceso de amargura y pateaba el suelo golpéndose al mismo tiempo la cabeza contra el muro.
Me sentí tan atemorizada que durante unos instantes no osé hacer nada por reconfortarle. Por fin, le rodeé con mis brazos y le aferré las espaldas sin saber qué decir. Mi padre había solido gastar hasta el último céntimo que poseía en libros. Eran toda su vida. Consumida ya la hoguera, adiviné que algo había cambiado en su mente.
Se vio obligado a acudir a numerosas asambleas de denuncia. Por lo general, la señora Shau y su grupo reclutaban un gran número de Rebeldes externos para aumentar el tamaño de la muchedumbre y contribuir a las manifestaciones de violencia. Uno de los comienzos habituales consistía en cantar: «¡Diez mil años, y diez mil años más, y aun otros diez mil años para nuestro Gran Maestro, Gran Líder, Gran Caudillo y Gran Timonel, el presidente Mao!» Cada vez que se gritaban los tres «diez mil» y los cuatro «Gran», todos los presentes alzaban sus libros rojos al unísono. Mi padre se negaba. Decía que los «diez mil años» era una locución que solía dirigirse a los emperadores, y que resultaba inapropiada para el presidente Mao, un comunista.
Sus palabras desencadenaban un torrente de chillidos histéricos y bofetones. En una de las asambleas, se ordenó a todos los objetivos que se arrodillaran y saludaran con el kowtow un enorme retrato de Mao situado al fondo del escenario. Los demás obedecieron, pero mi padre rehusó. Dijo que arrodillarse y realizar el kowtow eran prácticas feudales humillantes que los comunistas se habían comprometido a eliminar. Los Rebeldes gritaron, le propinaron patadas en las rodillas y le golpearon en la cabeza, pero aun así se esforzó por continuar en pie. «¡No me arrodillaré! ¡No realizaré el kowtow!», exclamó con furia. La multitud iracunda clamaba: «¡Inclina la cabeza y admite tus crímenes!», pero él contestó: «No he cometido crimen alguno. ¡No inclinaré la cabeza!»
Varios jóvenes corpulentos saltaron sobre él para obligarle a postrarse, pero tan pronto como se retiraron se levantó, alzó la cabeza y contempló a los presentes con actitud desafiante. Sus atacantes le tiraron de los cabellos y del cuello. Mi padre se debatía con fiereza. Cuando la muchedumbre histérica comenzó a gritar acusándole de ser anti-Re-volución Cultural, él vociferó, colérico: «¿Qué clase de Revolución Cultural es ésta? ¡En esto no hay nada de cultural! ¡No hay más que brutalidad!»
Los que le estaban golpeando aullaron: «¡Es el presidente Mao quien conduce la Revolución Cultural! ¿Cómo te atreves a oponerte a él?» Mi padre elevó aún más la voz: «¡Me opongo a ella, incluso si la encabeza el presidente Mao!»
Se hizo un silencio total. «Oponerse al presidente Mao» constituía un crimen castigado con la muerte. Muchas personas habían muerto simplemente por haber sido acusadas de ello, incluso sin pruebas. Los Rebeldes estaban estupefactos al comprobar que mi padre no parecía estar asustado. Una vez se recobraron de la sorpresa inicial comenzaron a golpearle de nuevo, exigiéndole que retirara sus blasfemias. Él se negó. Enfurecidos, le ataron y le arrastraron hasta la comisaría local, donde exigieron que se le mantuviera bajo custodia. Los policías, sin embargo, se negaron. Apreciaban la ley y el orden, así como a los funcionarios del Partido, y detestaban a los Rebeldes. Dijeron que necesitaban autorización para arrestar a un funcionario de la importancia de mi padre, y que nadie les había dado semejante orden.
Mi padre había de recibir aún numerosas palizas, pero siempre se mantuvo en sus trece. Fue el único habitante del complejo que se comportó así; de hecho, ni siquiera llegué a oír de nadie que hubiera hecho algo similar, y muchas personas -incluidos algunos Rebeldes- le admiraban en secreto. De vez en cuando, algún extraño que pasaba por la calle murmuraba furtivamente cuan impresionado se había sentido por mi padre. Algunos muchachos revelaron a mis hermanos que les gustaría tener huesos tan fuertes como los de mi padre.
Tras su tormento cotidiano, mis padres regresaban a casa y a los cuidados de mi abuela. Para entonces, ésta ya había olvidado su resentimiento hacia mi padre, y él también había ablandado su postura con respecto a ella. La abuela le aplicaba ungüentos en las heridas y cataplasmas especiales para reducir los hematomas, y le hacía beber pócimas preparadas con un polvo blanco llamado bai-yao que ayudarían a curar sus lesiones internas.
Mis padres tenían la orden estricta de permanecer constantemente en casa en espera de ser convocados para la próxima asamblea. La posibilidad de ocultarse se hallaba fuera de toda cuestión. Toda China era como una gran prisión. Cada casa y cada calle era vigilada por sus propios habitantes. En aquel vasto territorio no había un solo lugar en el que alguien pudiera esconderse.
Mis padres tampoco podían salir para su esparcimiento. «Esparcimiento» se había convertido en un concepto anticuado: libros, cuadros, instrumentos musicales, deportes, naipes, ajedrez, casas de té, bares… todo había desaparecido. Los parques aparecían desiertos, convertidos en áridos territorios saqueados en los que las flores y la hierba habían sido arrancadas y las aves domesticadas y los peces de colores exterminados. El cine, el teatro, los conciertos… todo había sido prohibido. La señora Mao había hecho despejar los escenarios y las pantallas para las ocho «óperas revolucionarias» en cuya producción había colaborado personalmente, únicos espectáculos que uno estaba autorizado a representar. En las provincias, la gente ni siquiera se atrevía a escenificar aquéllas. Un director había sido condenado debido a que el maquillaje que había aplicado al héroe torturado de una de las óperas fue considerado excesivo por la señora Mao. Fue encarcelado por exagerar las penurias de la lucha revolucionaria. Apenas se nos ocurría salir a dar un paseo. En el exterior reinaba una atmósfera terrorífica, dominada por las violentas asambleas callejeras de denuncia y los siniestros carteles y consignas pegados en los muros. Los ciudadanos caminaban de un lado a otro como zombis, mostrando en sus rostros una expresión amarga o atemorizada. Por si fuera poco, los rostros entumecidos de mis padres los señalaban como condenados, por lo que corrían el riesgo de verse insultados si salían.
El terror reinante quedaba reflejado por el hecho de que nadie osaba quemar o tirar ningún periódico. Todas las primeras páginas portaban el retrato de Mao, y cada pocas líneas aparecía una cita del líder. Había que atesorar aquellos diarios, pues hubiera resultado catastrófico ser sorprendido deshaciéndose de ellos. Conservarlos, sin embargo, constituía también un problema: los ratones podían roer el retrato de Mao o los periódicos podían sencillamente pudrirse, y cualquiera de ambas cosas se hubiera considerado un crimen contra el líder. De hecho, las primeras luchas rivales en gran escala ocurridas en Chengdu fueron desencadenadas por unos guardias rojos que se habían sentado accidentalmente sobre unos periódicos viejos en los que aparecía el retrato de Mao. Una amiga del colegio de mi madre se vio impulsada al suicidio porque al escribir «Amad encarecidamente al presidente Mao» sobre un cartel mural había realizado sin darse cuenta un trazo más corto de lo debido, lo que hacía que el carácter «encarecidamente» se asemejara a otro que significa «tristemente».
Un día de febrero de 1967, mis padres, sumidos como estaban en las profundidades de aquel terror agobiante, sostuvieron una larga conversación de la que no tuve noticia hasta algunos años después. Mi madre se hallaba sentada en el borde de la cama y mi padre, sentado en un sillón de mimbre frente a ella, le dijo que por fin sabía cuál era el auténtico propósito de la Revolución Cultural, y que aquella certeza había destrozado su vida. Podía advertir claramente que no tenía nada que ver con la democratización ni con proporcionar más libertad de expresión a la gente corriente. No era sino una purga sangrienta destinada a aumentar el poder personal de Mao.
Mi padre hablaba con lentitud y deliberación, escogiendo cuidadosamente sus palabras.
– Pero el presidente Mao siempre se ha comportado de modo magnánimo -dijo mi madre-. Incluso perdonó a Pu Yi. ¿Por qué ahora no puede tolerar a los mismos camaradas de armas que lucharon con él por una nueva China? ¿Cómo puede mostrarse tan despiadado con ellos?
Mi padre, con voz baja pero intensa, repuso:
– ¿Quién era Pu Yi? Era un criminal de guerra que no contaba con el apoyo del pueblo. No podía hacer nada. Pero… -Cayó en un silencio significativo, y mi madre comprendió lo que quería decir: Mao no podía tolerar ningún desafío. A continuación, preguntó:
– Pero, ¿por qué nosotros, que al fin y al cabo no hacemos sino llevar a cabo sus órdenes? ¿Y por qué incriminar a todas esas personas inocentes? ¿Por qué causar tanta destrucción y sufrimiento?
Mi padre respondió:
– Quizá el presidente Mao opina que no podría conseguir su objetivo sin poner todo patas arriba. Siempre ha sido una persona meticulosa… y nunca le han asustado las bajas. -Tras una pausa grave, mi padre prosiguió-: Esto no puede ser una revolución en ninguno de los sentidos de la palabra. Hacer que el país y el pueblo paguen este precio para asegurarse el poder tiene que ser incorrecto. De hecho, opino que resulta criminal.
Mi madre olfateaba el desastre. Tras un razonamiento como aquél, su esposo se sentiría obligado a actuar. Como ella esperaba, dijo:
– Voy a escribir una carta al presidente Mao.
Mi madre hundió el rostro entre sus manos.
– ¿De qué te servirá? -exclamó-. ¿Cómo es posible que imagines siquiera que el presidente Mao va a escucharte? ¿Por qué quieres destruirte… para nada? ¡Esta vez no cuentes conmigo para llevarla a Pekín!
Mi padre se inclinó hacia adelante y la besó.
– No estaba contando con que la llevaras tú. Voy a enviarla por correo. -A continuación, le alzó la barbilla y la miró a los ojos. En tono de desesperación, dijo-: ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué alternativas me quedan? Debo hablar. Quizá con ello ayude. Debo hacerlo aunque sólo sea para tranquilizar mi conciencia.
– ¿Por qué es tan importante tu conciencia? -dijo mi madre-. ¿Acaso es más importante que tus hijos? ¿Quieres verlos convertidos en negros?
Se produjo un largo silencio y, por fin, mi padre dijo con aire dubitativo.
– Imagino que deberías divorciarte de mí y educarlos a tu modo. -Una vez más, reinó el silencio, lo que permitió a mi madre alimentar la esperanza de que, consciente de las consecuencias, mi padre no se encontrara del todo decidido a escribir la carta. Hacerlo sería, sin duda, catastrófico.
Pasaron los días. A finales de febrero, un avión sobrevoló Chengdu arrojando miles de hojas relucientes que descendieron flotando de aquel cielo plomizo. Sobre ellas aparecía impresa la copia de una carta fechada el 17 de febrero y firmada por el Comité Militar Central, el organismo supremo de oficiales de alto rango del Ejército. En la carta se instaba a los Rebeldes a que desistieran de realizar más acciones violentas. Aunque no condenaba directamente la Revolución Cultural, constituía un claro intento por detenerla. Un colega enseñó el panfleto a mi madre, y ella y mi padre experimentaron una oleada de esperanza. Quizá los viejos y respetados mariscales chinos se habían decidido a intervenir. Las calles del centro de Chengdu fueron escenario de una enorme manifestación de apoyo al llamamiento de los mariscales.
Aquellos panfletos eran el resultado de secretos levantamientos ocurridos en Pekín. A finales de enero, Mao había recurrido por primera vez al Ejército en apoyo de los Rebeldes. La mayor parte de los altos jerarcas militares -con excepción del ministro de Defensa, Lin Biao- se habían mostrado furiosos, y el 14 y el 16 de febrero habían celebrado largas reuniones con los líderes políticos. A éstas, sin embargo, no acudieron ni el propio Mao ni su lugarteniente Lin Biao. Ambas fueron presididas por Zhou Enlai. Los mariscales unieron sus fuerzas a las de los miembros del Politburó que aún no habían sido depurados. Aquellos mariscales habían acaudillado el Ejército comunista, y eran veteranos de la Larga Marcha y héroes de la revolución. Condenaron la Revolución Cultural por perseguir a personas inocentes y desestabilizar el país. Uno de los viceprimeros ministros, Tan Zhenlin, estalló colérico: «¡He seguido al presidente Mao toda mi vida, pero no pienso seguirle más!» Inmediatamente a continuación de las reuniones, los mariscales comenzaron a tomar medidas para detener la violencia y, dado que la situación era especialmente grave en Sichuan, publicaron la carta del 17 de febrero dirigida especialmente a aquella provincia.
Zhou Enlai se negó a respaldar a la mayoría y prefirió continuar al lado de Mao. El culto a la personalidad había dotado a este último de un poder diabólico. Cualquier oposición era castigada sin tardanza. Mao organizó ataques de las masas a los miembros disidentes del Politburó y a los líderes militares, quienes sufrieron asaltos domiciliarios y se vieron sometidos a brutales asambleas de denuncia. Incluso cuando Mao dio orden de castigar a los mariscales, el propio Ejército no movió un dedo para apoyarlos.
Aquel intento débil y aislado por enfrentarse a Mao y a su Revolución Cultural se denominó oficialmente la Corriente Adversa de Febrero, y el régimen publicó una crónica expurgada del mismo con objeto de intensificar la violencia contra los seguidores del capitalismo.
Las reuniones de febrero señalaron un cambio en la trayectoria de Mao. El líder advirtió que prácticamente todo el mundo se oponía a sus políticas, lo que condujo a su total desmantelamiento del Partido, el cual tan sólo conservó su nombre. El Politburó fue sustituido por la Autoridad de la Revolución Cultural. Lin Biao no tardó en iniciar una purga de jefes militares leales a los mariscales, y el papel del Comité Militar Central fue asumido por su departamento personal, controlado a través de su esposa. Para entonces, la camarilla de Mao era como una corte medieval, estructurada en torno a esposas, primos y aduladores cortesanos. Mao envió delegados a todas las provincias para organizar los Comités Revolucionarios que habían de sustituir el sistema del Partido hasta las raíces y convertirse en el nuevo instrumento de su poder personal.
En Sichuan, los delegados de Mao resultaron ser los antiguos conocidos de mis padres, el señor y la señora Ting. Después de que mi familia abandonara Yibin, los Ting habían pasado a tomar prácticamente el control absoluto de la región. El señor Ting se había convertido en secretario del Partido, y la señora Ting era jefa del Partido en la ciudad de Yibin, la capital.
Los Ting se habían servido de su posición para desencadenar interminables persecuciones y venganzas personales. Una de ellas afectaba a un hombre que había sido guardaespaldas de la señora Ting a comienzos de los cincuenta. La mujer había intentado seducirle varias veces, y un día se quejó de dolores de estómago y ordenó al joven que le aplicara un masaje en el abdomen. A continuación, guió su mano hasta depositarla sobre sus partes íntimas. Inmediatamente, el guardaespaldas retiró la mano y se marchó. La señora Ting le acusó de haber intentado violarla y logró que le sentenciaran a tres años en un campo de trabajo. Al Comité del Partido en Sichuan llegó una carta anónima en la que se detallaban las auténticas circunstancias del caso, y se ordenó realizar una investigación. Normalmente, los Ting no hubieran debido ver aquella carta -dado que eran ellos los acusados-, pero uno de sus secuaces se la enseñó. Inmediatamente, hicieron que todos los miembros del Gobierno de Yibin escribieran un informe acerca de una cuestión u otra con objeto de comprobar sus respectivas caligrafías. Nunca lograron identificar al autor de la carta, pero la investigación a que fueron sometidos no arrojó ningún resultado.
En Yibin, los Ting habían logrado aterrorizar tanto a los funcionarios como a la gente corriente. Las sucesivas campañas políticas y el sistema de cuotas les proporcionaban oportunidades ideales para dedicarse a la caza de nuevas víctimas.
En 1959, los Ting se libraron del gobernador de Yibin, el hombre que había sucedido a mi padre en 1953. El gobernador era un veterano de la Larga Marcha, y su enorme popularidad despertó la envidia de los Ting. Era conocido con el nombre de Li Sandalias de Paja porque siempre calzaba sandalias campesinas como símbolo de su deseo de mantenerse próximo a sus raíces rurales. De hecho, durante el Gran Salto Adelante apenas había mostrado entusiasmo por forzar a los campesinos a producir acero, y en 1959 había alzado su voz para condenar la penuria. Los Ting le denunciaron como oportunista de derecha y lograron que fuera degradado al puesto de agente comercial en la cantina de una destilería. Murió durante la época del hambre, aunque normalmente su puesto debería haberle proporcionado más ocasiones qué a los demás para llenar el estómago. La autopsia demostró que su vientre no contenía otro alimento que paja. Había mantenido su honestidad hasta la muerte.
Otro caso, acaecido igualmente en 1959, afectaba a un médico a quien los Ting condenaron como enemigo de clase debido a que realizaba diagnósticos verídicos de las víctimas del hambre… cuando aún estaba prohibido mencionar el estado de escasez que se vivía.
Existían cientos de casos como aquéllos, tantos que mucha gente arriesgó su vida escribiendo a las autoridades provinciales acerca de los Ting. En 1962, época en la que éstos contaban con una posición de fuerza en el Gobierno central, los moderados ordenaron una investigación a nivel nacional acerca de las campañas previas y rehabilitaron a muchas de sus víctimas. El Gobierno de Sichuan formó un equipo encargado de investigar a los Ting, y éstos fueron declarados culpables de haber cometido desmedidos abusos de poder. En consecuencia, fueron destituidos y detenidos, y en 1956 el secretario general Deng Xiaoping firmó una orden por la que se les expulsaba del Partido.
Cuando comenzó la Revolución Cultural, los Ting lograron escapar de un modo u otro y huyeron a Pekín, donde apelaron a la Autoridad de la Revolución Cultural. Se presentaron como héroes que habían apoyado la lucha de clases y que por ello se habían visto perseguidos por las viejas autoridades del Partido. De hecho, mi madre se topó con ellos en una de las ocasiones en que acudió a la oficina de quejas. Ambos le solicitaron afectuosamente su dirección en Pekín, pero ella rehusó dársela.
Los Ting lograron captar la atención de Chen Boda, uno de los líderes de las Autoridades de la Revolución Cultural y antiguo jefe de mi padre en Yan'an. A través de él, obtuvieron una entrevista con la señora Mao, quien inmediatamente los reconoció como almas gemelas. La motivación que había impulsado a la señora Mao a iniciar la Revolución Cultural tenía mucho menos que ver con la política que con el deseo de arreglar viejas cuentas, algunas de ellas de la más mezquina índole. Había intervenido personalmente en la persecución de la señora de Liu Shaoqi debido a que, como ella misma reveló a los guardias rojos, le enfurecían los viajes que realizaba al extranjero en compañía de su esposo, entonces presidente. Mao sólo viajó al extranjero en dos ocasiones, ambas a Rusia y ambas sin la compañía de la señora Mao. Aún peor, durante sus viajes al extranjero era posible ver a la señora Liu vistiendo elegantes trajes y joyas que nadie podía lucir en la austera China de Mao. La señora Liu fue acusada de ser una agente de la CÍA y encarcelada. A duras penas logró escapar a la muerte.
En los años treinta, antes de que la señora Liu y la señora Mao se conocieran, esta última había trabajado como actriz de segunda fila en Shanghai, y siempre se había sentido despreciada por los intelectuales del lugar. Algunos de ellos eran líderes comunistas en la clandestinidad que a partir de 1949 se convirtieron en figuras representativas del Departamento Central de Asuntos Públicos. En parte para vengarse de la humillación -real o imaginaria- sufrida en Shanghai treinta años antes, la señora Mao llegó a extremos inconcebibles para descubrir elementos «antipresidente Mao y antisocialistas» a través de sus obras. La retirada de Mao entre bastidores durante la hambruna proporcionó a su esposa la ocasión de alcanzar una mayor proximidad a él. Así, en su intento por acabar con sus enemigos logró condenar la totalidad del sistema que funcionaba bajo ellos, es decir, todos los Departamentos de Asuntos Públicos del País.
También se vengó de los actores y actrices que habían despertado sus celos en la época de Shanghai. Una actriz llamada Wang Ying había interpretado un papel anhelado por la señora Mao. Treinta años más tarde, en 1966, la señora Mao la encarceló junto con su marido a perpetuidad. Wang Ying se suicidó en la cárcel en 1974.
Algunas décadas atrás, otra actriz bien conocida, Sun Wei-shi, había aparecido en cierta ocasión en compañía de la señora Mao en una obra representada en Yan'an a la que el propio Mao había acudido como espectador. Aparentemente, la actuación de Sun había sido mejor recibida que la de la señora Mao, y había hecho a la joven sumamente popular entre los principales líderes, Mao incluido. Dado que era hija adoptiva de Zhou Enlai, nunca sintió necesidad de dar jabón a la señora Mao. En 1968, sin embargo, ésta la hizo detener junto con su hermano y torturó a ambos hasta la muerte. Ni siquiera el poder de Zhou Enlai bastó para protegerla.
Las venganzas de la señora Mao fueron transmitiéndose gradualmente entre la población por vía verbal; asimismo, su carácter quedaba claramente de manifiesto en sus arengas, posteriormente reproducidas en carteles murales. Aunque había de llegar a convertirse en un personaje casi umversalmente odiado, a comienzos de 1967 sus vilezas eran aún prácticamente desconocidas.
La señora Mao y los Ting pertenecían a la misma ralea, conocida en la China de Mao con el nombre de zheng-ren, «gente que persigue funcionarios». El modo incansable y obsesivo con que perseguían a las personas y sus sangrientos métodos alcanzaban niveles realmente espeluznantes. En marzo de 1967, un documento firmado por Mao anunció que los Ting habían sido rehabilitados y autorizados para formar el Comité Revolucionario de Sichuan.
Se organizó una autoridad transitoria llamada Comité Revolucionario Preparatorio de Sichuan. Dicho comité estaba formado por dos generales -el principal comisario político y el jefe de la Región Militar de Sichuan (una de las ocho regiones militares chinas)- y por los Ting. Mao había decretado que todos los Comités Revolucionarios debían estar integrados por tres componentes: el Ejército local, los representantes de los Rebeldes y los funcionarios revolucionarios. Estos últimos debían ser escogidos entre antiguos funcionarios, y su elección correspondió a los Ting, pues eran ellos los que realmente dirigían el comité.
A finales de marzo de 1967, los Ting acudieron a ver a mi padre. Querían incluirle en el comité. Mi padre gozaba de un elevado prestigio entre sus colegas como hombre honesto y justo. Incluso los Ting apreciaban sus cualidades, especialmente debido a que sabían que durante la época en que cayeron en desgracia éste no había -como otros- añadido una denuncia personal a sus cargos. Por otra parte, necesitaban a alguien de su capacidad.
Mi padre les recibió con la debida cortesía, pero mi abuela les dio una calurosa bienvenida. Poco había llegado a sus oídos de las venganzas de los Ting, pero sabía que había sido la señora Ting quien había autorizado la entrega de los preciosos medicamentos norteamericanos que habían sanado la tuberculosis que padeciera mi madre cuando estaba embarazada de mí.
Cuando los Ting entraron en las estancias de mi padre, mi abuela corrió a buscar masa y, en breve, la cocina se llenó con la sonora y rítmica melodía de la carne al ser troceada. Picó carne de cerdo, cortó un manojo de tiernas cebolletas jóvenes, mezcló varias especias y vertió aceite de colza caliente sobre polvo de chile para preparar la salsa del almuerzo tradicional de bienvenida a base de pasta hervida.
En el despacho de mi padre, los Ting le contaron a éste cómo habían sido rehabilitados y le revelaron su nueva situación. Le dijeron que habían estado en su departamento y que se habían enterado a través de los Rebeldes de los problemas que había tenido. No obstante, afirmaron, siempre le habían apreciado en los viejos tiempos de Yibin, aún sentían gran estima por él y querían que volviera a trabajar con ellos. Le prometieron que todas las declaraciones incriminatorias que había realizado podían ser olvidadas si cooperaba. No sólo eso, sino que podría volver a ascender en la estructura de poder ocupándose, por ejemplo, de todos los asuntos culturales de Sichuan. Dieron a entender con claridad que se trataba de una oferta que no podía permitirse el lujo de rechazar. Mi padre se había enterado del nombramiento de los Ting a través de mi madre, quien a su vez lo había leído en diversos carteles murales. Al saberlo, le había dicho a ella: «No debemos fiarnos de rumores. ¡Eso que dices es imposible!» Le parecía increíble que Mao hubiera situado a aquella pareja en puestos vitales. Intentando contener su repugnancia, dijo:
– Lo siento. No puedo aceptar su oferta.
La señora Ting espetó:
– Le estamos haciendo un gran favor que muchos otros habrían implorado de rodillas. ¿Es usted consciente de la situación en la que se encuentra y de quiénes somos nosotros ahora?
La cólera de mi padre aumentó. Dijo:
– Me hago responsable personalmente de cualquier cosa que haya podido decir o hacer. No quiero verme mezclado con ustedes.
Durante la acalorada discusión que siguió, aseguró que había considerado justo el castigo a que ambos habían sido sometidos y dijo que nunca deberían habérseles confiado tan importantes puestos. Estupefactos, los Ting le dijeron que tuviera cuidado con lo que decía: era el propio presidente Mao quien los había rehabilitado y calificado de «buenos funcionarios».
Mi padre prosiguió, estimulado por la indignación que sentía:
– El presidente Mao no puede haber conocido todos los hechos acerca de ustedes. ¿Qué clase de «buenos funcionarios» son ustedes? Han cometido errores imperdonables. -Se contuvo para no decir «crímenes».
– ¡Cómo se atreve a poner en tela de juicio las palabras de Mao! -exclamó la señora Ting-. El vicepresidente Lin Biao ha dicho: «¡Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta!»
– Que una palabra signifique una palabra -repuso mi padre- constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil. La afirmación del vicepresidente Lin Biao fue retórica, y no debe ser entendida de un modo literal.
Según ellos mismos lo relataron posteriormente, los Ting no podían dar crédito a lo que oían. Advirtieron a mi padre que aquel modo de pensar, hablar y comportarse era contrario a la Revolución Cultural encabezada por el presidente Mao. A ello repuso mi padre que le encantaría tener la ocasión de discutir con el presidente Mao de todo aquel asunto. Decir aquello resultaba tan suicida que los Ting se quedaron sin habla. Tras un intervalo en silencio, ambos se levantaron para partir.
Mi abuela oyó sus pisadas indignadas y salió corriendo de la cocina con las manos blancas por la harina de trigo en la que había estado rebozando la masa. Al hacerlo, chocó con la señora Ting y rogó a la pareja que se quedara a almorzar. La señora Ting hizo como si no existiera, salió furiosa del apartamento, y comenzó a descender las escaleras. Al llegar al rellano, se detuvo, giró en redondo y gritó colérica a mi padre, que había salido tras ellos:
– ¿Acaso está loco? Se lo pregunto por última vez: ¿aún rehusa aceptar mi ayuda? Imagino que será consciente de que puedo hacer con usted lo que quiera.
– No quiero tener nada que ver con ustedes -dijo mi padre-. Ustedes y yo pertenecemos a especies distintas.
Dicho aquello regresó a su despacho, dejando en las escaleras a mi atónita y atemorizada abuela. Salió casi de inmediato portando un tintero de piedra con el que entró en el cuarto de baño. Tras verter unas cuantas gotas de agua sobre la piedra, regresó a su despacho con aire pensativo. A continuación, se sentó ante su mesa y comenzó a deshacer una barra de tinta a base de hacerla girar una y otra vez sobre la piedra hasta obtener un líquido negro y espeso. Luego extendió una hoja en blanco frente a él. En pocos minutos había concluido su segunda carta a Mao. Comenzaba diciendo: «Presidente Mao, apelo a usted, de comunista a comunista, para que detenga la Revolución Cultural.» La carta continuaba con una descripción de los desastres en los que ésta había sumido a China, y concluía: «Temo lo peor para nuestro Partido y nuestro país si a gente como Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting se les concede un poder que afecta a las vidas de decenas de millones de personas.»
Dirigió el sobre al «Presidente Mao, Pekín», y lo llevó personalmente a la oficina de correos que había al comienzo de la calle. Envió la carta por correo aéreo y certificado. El empleado que atendía el mostrador tomó el sobre y paseó la mirada por él con expresión absolutamente inmutable. Por fin, mi padre regresó caminando a casa… a esperar.