La carta de la esposa del general Xue también solicitaba a mis bisabuelos que hicieran regresar a su hija. Aunque el tema aparecía sugerido de modo indirecto, tal y como era tradicional, mi abuela supo que se le ordenaba abandonar la casa.
Su padre la recogió, si bien a regañadientes. Para entonces, ya había abandonado cualquier pretensión de ser un hombre de familia. Desde el momento en que se había visto vinculado al general Xue, su posición en la vida se había elevado. Además de ser nombrado jefe adjunto de la policía de Yixian y de ingresar en los círculos de las personas influyentes, se había convertido en un hombre relativamente rico, había adquirido algunas tierras y había comenzado a fumar opio.
Tan pronto obtuvo su promoción, adquirió una concubina, una mujer de Mongolia que le fue regalada por su jefe directo. La entrega de una concubina como presente a los colegas más jóvenes y prometedores constituía una costumbre habitual, y el jefe de policía local estaba encantado de poder complacer a un protegido del general Xue. Pero mi bisabuelo no tardó en comenzar la búsqueda de una nueva; a un hombre en su posición le convenía tener la mayor cantidad posible de mujeres, pues éstas constituían un símbolo de su categoría. No tuvo que buscar mucho: la concubina tenía una hermana.
Cuando mi abuela regresó al hogar de sus padres, se encontró con un panorama muy distinto al que había dejado atrás casi una década antes. En lugar de la sola presencia de su madre, desdichada y oprimida, ahora había tres esposas. Una de las concubinas había tenido una hija, que entonces tenía la misma edad que mi madre. La hermana de mi abuela, Lan, aún se encontraba soltera a la avanzada edad de dieciséis años, lo que era motivo de irritación para Yang.
Mi abuela había salido de un nido de intrigas para introducirse en otro. Su padre alimentaba un fuerte rencor contra ella y contra su madre. En lo que se refería a esta última, se sentía molesto por su simple presencia, y se mostraba aún más desagradable con ella ahora que tenía las dos concubinas, a las que favorecía sobre la primera. Comía en compañía de las concubinas, dejando a mi madre que comiera sola. En cuanto a mi abuela, se hallaba irritado con ella por regresar a la casa ahora que él había logrado crear un nuevo mundo a su alrededor.
Asimismo, la consideraba una gafe (ke) por el hecho de haber perdido a su marido. En aquellos tiempos, se consideraba supersticiosamente a las viudas como responsables de la muerte de sus esposos. Mi bisabuelo consideraba a su hija un símbolo de mala suerte, y deseaba expulsarla de casa.
Las dos concubinas le animaban a ello. Hasta la llegada de mi abuela, habían hecho las cosas en gran parte a su modo. Mi bisabuela era una mujer amable, e incluso débil. A pesar de que su categoría era, teóricamente, superior a la de las concubinas, lo cierto era que vivía a merced de sus caprichos. En 1930 dio a luz a un hijo, Yu-lin. Ello despojaba a las concubinas de su seguridad futura, ya que a la muerte de mi bisabuelo todos sus bienes pasarían automáticamente a poder del hijo, y ambas sufrían berrinches considerables cada vez que Yang demostraba el más mínimo afecto por su retoño. Desde el momento en que nació Yu-lin, renovaron su guerra psicológica contra mi bisabuela; logrando aislarla en su propia casa. Tan sólo se dirigían a ella para quejarse y protestar, y si le dirigían la mirada siempre era con expresión fría e impasible. Mi bisabuela no hallaba protección alguna en su marido, cuyo desprecio hacia ella no se había visto aplacado por el hecho de haberle dado un hijo. Pronto halló el modo de descubrir en ella nuevas faltas.
Mi abuela poseía un carácter más fuerte que el de su madre, y el infortunio sufrido a lo largo de una década la había endurecido. Incluso su padre mostraba cierto respeto hacia ella. Se dijo a sí misma que sus días de sumisión al padre habían terminado, y que en adelante iba a luchar por ella y por su madre. Mientras estuviera en la casa, las concubinas se verían forzadas a reprimirse, e incluso a sonreír aduladoramente de vez en cuando.
Tal era la atmósfera en la que mi madre vivió durante sus años formativos, desde los dos hasta los cuatro. A pesar de hallarse resguardada por el afecto de su madre, podía percibir la tensión que impregnaba el ambiente.
Mi abuela se había convertido en una hermosa joven que aún no alcanzaba la treintena. Poseía, además, notables dotes, y muchos hombres habían solicitado su mano a mi bisabuelo. Sin embargo, dado que había sido previamente una concubina, los únicos que se ofrecieron para desposarla como es debido eran pobres, y por ello nada tenían que hacer con el señor Yang.
Mi abuela ya había soportado bastante rencor y mezquindad en el mundo del concubinato, en el que no cabía otra elección que convertirse en víctima o en convertir a los demás en víctimas de una. No existía término medio. Todo lo que mi abuela quería era que la dejaran criar a su hija en paz.
Su padre no hacía más que importunarla con recomendaciones para que volviera a casarse. Unas veces, dejaba caer antipáticas indirectas; otras, le decía claramente que tenía que librarle de su presencia. Pero mi abuela no tenía un lugar a donde ir. No tenía dónde vivir, y no se le permitía buscar un empleo. Al cabo de un tiempo, incapaz de soportar las presiones, sufrió una crisis nerviosa.
Llamaron a un médico. Se trataba del doctor Xia, en cuya casa se había ocultado mi madre tres años antes tras escapar de la mansión del general Xue. Aunque había sido buena amiga de su nuera, el doctor Xia nunca había visto a mi abuela, tal y como recomendaba la estricta segregación sexual imperante en la época. La primera vez que entró en su habitación, se sintió tan impresionado por su belleza que retrocedió en confusión, salió de la estancia y murmuró al sirviente que no se encontraba bien. Por fin, logró recobrar su compostura y, tras tomar asiento, habló largamente con ella. Era el primer hombre que mi abuela había conocido al que pudiera revelar sus auténticos sentimientos, si bien con cierta dosis de discreción, como convenía a toda mujer que conversara con un hombre que no era su esposo. El doctor se mostró amable y afectuoso, y mi abuela pensó que nunca se había sentido tan comprendida. Ambos no tardaron en enamorarse, y el doctor Xia se le declaró. Es más, dijo a mi abuela que quería convertirla en su mujer legal y criar a mi madre como si se tratara de su propia hija. Mi abuela aceptó con lágrimas de alegría. Su padre se sintió igualmente feliz, aunque se apresuró a advertir al doctor Xia que no podría suministrar dote alguna. El doctor Xia le dijo que tal cuestión carecía por completo de importancia.
El doctor Xia había acumulado en Yixian una larga experiencia en medicina tradicional, y gozaba de una elevada reputación profesional. A diferencia de los Yang y de la mayor parte de los habitantes de China, no era un han, sino un manchú, descendiente de los primeros habitantes de Manchuria. En una época anterior, sus antepasados habían ejercido como doctores de la familia imperial manchú y habían recibido grandes honores a cambio de sus servicios.
El doctor Xia era bien conocido no sólo por su calidad como médico sino también por su amabilidad personal, que a menudo le llevaba a atender a los pobres gratuitamente. Era un hombre corpulento, de casi dos metros de altura, pero sus movimientos eran elegantes a pesar de su tamaño. Siempre se vestía con las largas túnicas tradicionales y se cubría con una chaqueta. Sus ojos eran castaños y de expresión bondadosa, y lucía una perilla y unos largos bigotes colgantes. Su rostro y su porte traslucían una enorme calma.
El doctor era ya un hombre de avanzada edad cuando se declaró a mi abuela. Tenía sesenta y cinco años y era viudo, con tres hijos adultos y una hija, todos ellos casados. Los tres hijos vivían con él en la misma casa. El mayor cuidaba de la hacienda y administraba la granja familiar; el segundo trabajaba como médico con su padre, y el tercero, casado con la amiga de mi abuela, era maestro. Entre todos, tenían ocho hijos, uno de los cuales ya estaba casado y había tenido un hijo a su vez.
El doctor Xia reunió a sus hijos en su despacho y les comunicó sus planes. Ellos le contemplaron con incredulidad, lanzándose miradas los unos a los otros. Se hizo un profundo silencio y, por fin, habló el mayor: «Imagino, padre, que lo que quieres decir es que será tu concubina.» El doctor Xia repuso que proyectaba tomar a mi abuela como su legítima esposa. Ello acarreaba tremendas repercusiones, ya que se convertiría en madrastra de todos ellos y debería ser tratada como un miembro más de la generación anterior, a la vez que disfrutaría de una categoría tan venerable como la de su esposo. En todos los hogares chinos corrientes, la generación más joven debía mostrar sumisión a las más antiguas, guardando en todo momento el decoro apropiado a sus distintas categorías, pero el doctor Xia observaba un sistema de etiqueta manchú aún más complicado. Las generaciones jóvenes debían mostrar su respeto hacia los mayores cada mañana y cada tarde, arrodillándose los hombres y haciendo una reverencia las mujeres. En los festejos, los hombres debían realizar un kowtow completo. El hecho de que mi abuela hubiera sido anteriormente concubina, unido a la diferencia de edad -lo que significaba que tendrían que rendir obediencia a alguien de categoría inferior y mucho más joven que ellos-, era más de lo que los hijos podían soportar.
Se reunieron con el resto de la familia, alimentando cada vez más su indignación. Incluso la nuera que había sido amiga de mi abuela en los tiempos del colegio se mostraba disgustada, ya que el matrimonio de su suegro la forzaría a mantener una relación completamente diferente con alguien que había sido compañera de clase. No podría comer a la misma mesa que su amiga, y ni siquiera podría sentarse junto a ella; tendría que atender a sus mínimos deseos e, incluso, saludarla por medio del kowtow.
Todos los miembros de la familia -hijos, nueras, nietos, incluso el bisnieto- acudieron por turnos a implorar al doctor Xia que «tuviera en cuenta los sentimientos» de «aquellos que eran de su propia sangre». Se arrodillaron, se postraron en kowtow, sollozaron y gritaron.
Suplicaron al doctor Xia que tuviera en cuenta el hecho de que era un manchú, y que, de acuerdo con las antiguas costumbres manchúes, un hombre de su categoría no debía casarse con una china han. El doctor Xia repuso que tal regla había sido abolida largo tiempo atrás. Sus hijos dijeron que todo buen manchú debiera observarla a pesar de todo. Insistieron una y otra vez en la diferencia de edad. El doctor Xia doblaba con mucho la edad de mi abuela. Uno de los miembros de la familia le recordó un viejo dicho: «La joven esposa de un esposo anciano es, en realidad, esposa de otro hombre.»
Lo que más le dolía al doctor Xia era el chantaje emocional, especialmente el argumento de que el hecho de tomar a una ex concubina por esposa legítima perjudicaría la posición social de sus hijos. El doctor sabía que sus hijos perderían prestigio, y se sentía culpable por ello, pero sentía que debía anteponer a ello la felicidad de mi abuela. Si la tomaba en calidad de concubina, sería ella quien no sólo perdería prestigio sino que se convertiría en esclava de toda la familia. Ni siquiera su amor por ella bastaría para protegerla si no la tomaba por legítima esposa.
El doctor Xia imploró a su familia que respetaran los deseos de un anciano, pero tanto ellos como la sociedad adoptaron la actitud de que un deseo irresponsable no debía ser tolerado. Algunos incluso insinuaron que comenzaba a padecer senilidad. Otros le dijeron: «Ya tienes hijos, nietos e incluso un bisnieto; tienes una familia grande y próspera. ¿Qué más deseas? ¿Que necesidad tienes de casarte con ella?»
Las discusiones continuaron hasta hacerse interminables. Más y más parientes y amigos hicieron acto de presencia, todos ellos invitados por los hijos. Unánimemente, declararon que el matrimonio les parecía una idea desatinada. Por fin, descargaron su inquina sobre mi abuela. «¡Casarse de nuevo cuando el cadáver y los huesos de su primer marido aún están calientes!» «Esa mujer lo tiene todo planeado: rehúsa aceptar el concubinato con objeto de convertirse en tu esposa legítima. Si realmente te ama, ¿por qué no puede conformarse con ser tu concubina?» Entre otros proyectos que atribuían a mi abuela, afirmaban que había planeado la boda con el doctor Xia para conquistar el poder en la familia y luego maltratar a sus hijos y a sus nietos.
También insinuaron que pretendía hacerse con el dinero del doctor. Bajo toda aquella charla sobre la propiedad, la moralidad y los intereses del propio doctor Xia, discurría una serie de silenciosos cálculos acerca de su fortuna. Los parientes temían que mi abuela llegara a poner sus manos sobre la riqueza del doctor ya que, como esposa, habría de convertirse automáticamente en administradora de su hacienda.
El doctor Xia era un hombre rico. Poseía ochocientas hectáreas de terreno de labranza en el condado de Yixian, e incluso tenía algunas tierras al sur de la Gran Muralla. Su enorme casa de la ciudad se hallaba construida de ladrillos grises elegantemente silueteados con pintura blanca. Los techos eran encalados, y las habitaciones estaban empapeladas, por lo que las vigas y las junturas permanecían ocultas, lo que se consideraba una importante señal de prosperidad. Poseía asimismo una próspera consulta de medicina y una farmacia.
Cuando los familiares advirtieron que no iban a lograr nada, decidieron acudir directamente a mi abuela. Un día, la nuera que había sido su compañera de colegio acudió a visitarla. Después de tomar el té y de charlar de cosas sin importancia, la amiga se concentró en la misión que la había llevado allí. Mi abuela rompió a llorar y la tomó de la mano, un gesto íntimo habitual en ellas. ¿Qué haría ella en su situación?, preguntó. Al no obtener respuesta, insistió: «Sabes muy bien lo que significa ser una concubina. A ti no te gustaría serlo, ¿verdad? No sé si conoces una expresión de Confucio que dice: Jiang-xin-bi-xin. ¡Imagina que mi corazón fuera el tuyo!» A veces, la táctica de apelar a los preceptos de los sabios funcionaba mejor que una negativa directa.
La amiga regresó a su familia poseída por un gran sentimiento de culpabilidad, y notificó a todos su fracaso. Insinuó que le faltaba coraje para presionar más a mi abuela. Descubrió un aliado en De-gui, el segundo hijo del doctor Xia, quien ejercía como médico junto a su padre y por ello se hallaba más cercano a él que el resto de los hermanos. De-gui dijo que opinaba que debían permitir que se celebrara el matrimonio. El tercer hijo también comenzó a ablandarse cuando escuchó a su esposa describir el desconsuelo de mi abuela.
Los que más indignados se mostraban eran el hijo mayor y su mujer. Cuando ésta vio que los otros dos hermanos titubeaban, espetó a su marido:
– Por supuesto que no les importa. Tienen otros empleos, y ésa mujer no puede arrebatárselos. Pero, ¿y tú? Tú no eres más que el administrador de la hacienda del viejo, ¡y todo eso pasará a manos de ella y de su hija! ¿Qué será de mí y de mis hijos, pobres de nosotros? No tenemos nada a lo que recurrir. ¡Quizá sería mejor que nos muriéramos todos! ¡Quizá es eso lo que pretende tu padre! ¡Quizá debería suicidarme para hacerles a todos felices!
El discurso fue acompañado por grandes lamentos y copiosas lágrimas.
– Concédeme tan sólo hasta mañana -repuso su esposo en tono agitado.
Cuando el doctor Xia despertó a la mañana siguiente, halló a toda su familia, con excepción de De-gui (quince personas en total), arrodillada frente a su alcoba. En el momento en que hizo su aparición, su hijo mayor gritó!», «¡Kowtow!», y todos se postraron al unísono. A continuación, con voz temblorosa por la emoción, el hijo anunció:
– Padre, tus hijos, y toda tu familia, permaneceremos aquí postrados en kowtow frente a ti hasta la muerte o hasta que comiences a pensar en nosotros, tus familiares, y, sobre todo, en tu venerable persona.
El doctor Xia se enfureció tanto que su cuerpo comenzó a temblar. Ordenó a sus hijos que se pusieran en pie, pero antes de que nadie pudiera obedecer, el mayor habló de nuevo:
– No, padre, no nos moveremos. ¡No hasta que anules la boda!
El doctor Xia intentó razonar con él, pero el hijo continuó intimidándole con voz temblorosa. Finalmente, el doctor Xia, dijo:
– Sé lo que pensáis. No me queda mucho tiempo en este mundo. Si lo que os preocupa es el futuro comportamiento de vuestra madrastra, debo decir que no albergo duda alguna de que os tratará a todos muy bien. Sé que es una buena persona. Espero que comprendáis que no puedo ofreceros otra garantía que su carácter…
Al oír mencionar la palabra «carácter», el hijo mayor soltó un resoplido de desprecio:
– ¡Cómo puedes hablar de «carácter» tratándose de una concubina! ¡Para empezar, ninguna mujer decente hubiera aceptado convertirse en concubina!
A continuación, comenzó a insultar a mi abuela. Al oírlo, el doctor Xia no pudo controlarse. Alzó su bastón y comenzó a vapulear a su hijo.
Durante toda su vida, el doctor Xia había sido un modelo de calma y discreción. El resto de los miembros de la familia, aún de rodillas, contemplaban atónitos la escena. El bisnieto comenzó a chillar histéricamente. El hijo mayor se hallaba desconcertado, pero apenas tardó un segundo en recobrarse y en alzar de nuevo la voz, no sólo por el dolor físico sino por ver su orgullo herido a causa de verse apaleado frente a su familia. El doctor Xia, casi sin aliento por la ira y el esfuerzo, se detuvo. Inmediatamente, el hijo reanudó su sarta de insultos contra mi abuela. Su padre le gritó que se callara, y le golpeó con tanta, fuerza que el bastón se partió en dos.
El hijo ponderó su humillación y su dolor durante unos instantes. A continuación, extrajo una pistola y miró al doctor Xia frente a frente.
– Un súbdito leal puede servirse de su muerte para protestar ante su emperador, y un buen hijo debe hacer lo mismo frente a su padre. ¡Que mi muerte sea mi mejor protesta!
Se oyó un disparo. El hijo se tambaleó y, por fin, se derrumbó sobre el suelo. Se había disparado una bala en el abdomen.
Una carreta tirada por caballos le trasladó apresuradamente a un hospital cercano, donde murió al día siguiente. Probablemente, no había pretendido matarse, sino tan sólo llevar a cabo un gesto lo suficientemente dramático como para que su padre se viera obligado a ceder.
La muerte de su hijo sumió al doctor Xia en un profundo desconsuelo. Aunque exteriormente su aspecto era calmado como de costumbre, aquellos que le conocían podían advertir que su tranquilidad se hallaba impregnada de una profunda amargura. A partir de entonces, se mostró propenso a sufrir ataques de melancolía completamente ajenos a su tradicional imperturbabilidad.
Yixian hervía de indignación, rumores y acusaciones, lo que hizo que el doctor Xia -y, en especial, mi abuela- se sintieran personalmente responsables de su muerte. El doctor Xia quiso demostrar que no había de ser disuadido. Poco después del funeral por su primogénito, fijó una fecha para la boda. Advirtió a sus hijos que deberían mostrar el debido respeto a su nueva madre, y envió invitaciones a las personalidades de la ciudad. La costumbre exigía que todos acudieran y ofrecieran presentes. Asimismo, dijo a mi abuela que se preparara para una gran ceremonia. Ella, sin embargo, atemorizada por las acusaciones y el imprevisible efecto que pudieran tener en el doctor Xia, intentaba desesperadamente convencerse a sí misma de su inocencia. No obstante, experimentaba sobre todo una sensación de desafío. Consintió en la celebración del rito nupcial completo. El día de la boda, abandonó la casa de su padre en un lujoso carruaje al que acompañaba una procesión de músicos. De acuerdo con la costumbre manchú, su propia familia se encargó de alquilar un carruaje para que la transportara a lo largo de la mitad del trayecto que la separaba de su nueva casa, y el novio envió otro para cubrir el resto de la ruta. En el punto de encuentro, Yu-lin, su hermano de cinco años de edad, aguardó al pie de la carroza doblado sobre sí mismo, simbolizando con ello que la transportaba sobre sus espaldas hasta el carruaje del doctor Xia, proceso que repitió cuando llegaron a casa de éste. Una mujer no podía entrar por las buenas en la casa de un hombre, pues ello implicaría una grave pérdida de prestigio. Tenía que ser llevada al interior con objeto de denotar la debida reticencia.
Dos doncellas se encargaron de conducir a mi abuela a la estancia en la que debía celebrarse la ceremonia nupcial. El doctor Xia aguardaba frente a una mesa cubierta por un grueso tapete de seda bordada sobre la que descansaban las tablas del Cielo, la Tierra, el Emperador, los Antepasados y el Maestro. Lucía un sombrero decorado a modo de corona y adornado con un plumaje colgante en su parte posterior, e iba ataviado con una larga y amplia túnica bordada con mangas en forma de campana. Se trataba de una prenda tradicional manchú sumamente apropiada para la equitación y el arco, y derivada de los orígenes nómadas de los manchúes. Arrodillándose, realizó por cinco veces el kowtow frente a las tablas y, a continuación, penetró solo en la cámara nupcial.
A continuación, mi abuela -aún acompañada por sus dos asistentes- realizó cinco reverencias, llevándose cada vez la mano derecha al cabello en señal de saludo. No podía ejecutar el kowtow debido a lo complicado de su peinado. Hecho esto, siguió al doctor Xia al interior de la cámara nupcial y, una vez allí, se despojó del velo encarnado que cubría su cabeza. Las doncellas intercambiaron sendos jarrones vacíos en forma de cantimplora y partieron. El doctor Xia y mi abuela permanecieron sentados en silencio durante un rato y, por fin, el doctor Xia salió a saludar a los parientes e invitados. Durante varias horas, mi abuela se vio obligada a permanecer sola, sentada sobre el kang, frente a la ventana en la que aparecía un enorme recorte de papel rojo en el que se leía «doble felicidad». Esta costumbre se conocía con el nombre de «dejar que se asentara la felicidad», y simbolizaba la ausencia de turbación considerada cualidad esencial de cualquier mujer. Una vez que todos los invitados se hubieron marchado, un joven pariente del doctor Xia entró y tiró tres veces de la manga de mi abuela. Sólo entonces se le permitía descender del kang. Con la ayuda de dos asistentes, se despojó de su pesado atuendo bordado y se puso una sencilla túnica roja y unos pantalones del mismo color. Finalmente, se deshizo de su voluminoso peinado y de sus tintineantes joyas y se peinó con dos rizos sobre las orejas.
Así pues, en 1935, mi madre y mi abuela, quienes a la sazón contaban cuatro y veintiséis años de edad respectivamente, se trasladaron a la confortable mansión del doctor Xia. En realidad, se trataba de un recinto independiente que constaba de la casa propiamente dicha y el dispensario, a los que había que añadir la farmacia, que daba a la calle. Era habitual que los médicos de fama dispusieran de farmacia propia. En la suya, el doctor Xue vendía medicinas chinas tradicionales, hierbas y extractos animales previamente elaborados en una rebotica por tres aprendices.
La fachada de la casa se hallaba dominada por unos aleros lujosamente decorados en rojo y oro. En el centro podía verse una placa escrita en caracteres dorados que anunciaban que se trataba de la residencia del doctor Xia. Detrás de la farmacia se extendía un pequeño patio al que daba una serie de habitaciones destinadas a los sirvientes y los cocineros. Más allá, el recinto se abría a un conjunto de patios más pequeños junto a los que habitaba la familia. Al fondo, se accedía a un gran jardín salpicado de cipreses y ciruelos de invierno. Los patios no tenían hierba, pues el clima era demasiado severo. Consistían en simples extensiones de tierra desnuda, oscura y áspera que se convertía en polvo durante el verano y en barro durante la breve primavera que deshelaba la nieve. Al doctor Xia le encantaban los pájaros, y poseía un jardín de aves. Todas las mañanas, hiciera el tiempo que hiciera, se complacía en escuchar los cantos y trinos de los pájaros mientras realizaba su qigong, una forma china de ejercicio físico a menudo denominada t'ai chi.
Tras la muerte de su hijo, el doctor Xia hubo de soportar el silencioso y constante reproche de su familia. Nunca comentó con mi abuela el dolor que ello le causaba. En China es imperativo para los hombres el saber mantener las apariencias. Pero mi abuela, claro está, sabía lo que estaba pasando y sufría en silencio con él. Se mostraba sumamente afectuosa y atendía a sus necesidades de todo corazón.
Siempre se mostraba sonriente con los miembros de la familia, si bien éstos solían tratarla con un desprecio que encubrían bajo una máscara de respeto. Incluso la nuera que había ido al colegio con ella intentaba evitarla. El hecho de saber que se le consideraba responsable por la muerte del hijo mayor constituía un gran peso para mi abuela.
Todo su estilo de vida hubo de cambiar para adaptarse al uso manchú. Dormía sola en una estancia en compañía de mi madre, y el doctor Xia lo hacía en una habitación separada. Por la mañana temprano, mucho antes de levantarse, sus nervios comenzaban a tensarse, anticipándose a los sonidos que anunciaban la llegada de la familia. Tenía que lavarse apresuradamente y darles los buenos días uno por uno mediante un rígido código de saludos. Asimismo, tenía que peinarse de un modo sumamente complicado para que su cabellera pudiera soportar los enormes adornos que sostenían su peluca. Todo cuanto obtenía era una serie de gélidos «buenos días» que constituían prácticamente las únicas palabras que el resto de la familia le dirigía. Viéndoles hacer aquellas reverencias, era consciente del odio que alimentaba sus corazones, lo que hacía que se sintiera aún más herida por la hipocresía del ritual.
En las fiestas y otras ocasiones importantes, todos los miembros de la familia tenían que saludarla con reverencias y kowtows y ella, por su parte, debía ponerse en pie y mostrar que dejaba la silla vacía como símbolo de respeto a la madre fallecida y ausente. Las costumbres manchúes parecían conspirar para mantenerla apartada del doctor Xia. Ni siquiera debían comer juntos, y una de las nueras permanecía constantemente detrás de ella para servirla. Sin embargo, aquellas mujeres solían mantener un rostro tan frío que para mi abuela no resultaba fácil terminar su comida, y mucho menos disfrutarla.
En cierta ocasión, poco después de mudarse a casa del doctor Xia, mi madre acababa de instalarse sobre el kang en lo que le pareció un lugar agradable, cálido y cómodo cuando, súbitamente, vio que el rostro del doctor Xia se ensombrecía. Abalanzándose sobre ella, la apartó bruscamente del asiento que había ocupado. Se había sentado en su lugar especial. Fue la única vez que la pegó. Según la costumbre manchú, su sitio era sagrado.
El traslado a la casa del doctor Xia trajo consigo para mi abuela una gran dosis de libertad por primera vez en su vida, pero también la convirtió hasta cierto punto en una prisionera. Lo mismo puede decirse de mi madre. El doctor Xia se mostraba sumamente afectuoso con ella y la trataba como si fuera su propia hija. Ella le llamaba «padre», y él le había concedido su propio nombre, Xia -que aún hoy lleva- y un nuevo nombre de pila, De-hong, que se compone de dos caracteres: Hong, que significa «cisne salvaje», y De, un nombre de generación que significa «virtud».
Los familiares del doctor Xia no osaban insultar a mi abuela a la cara, pues ello habría equivalido a traicionar a su «madre», pero en lo que se refería a su hija, la cosa variaba. Aparte de las caricias de mi abuela, uno de los primeros recuerdos de mi madre es la tiranía a la que la sometían los miembros más jóvenes de la familia del doctor Xia. Ella intentaba no protestar y ocultar a su madre las heridas y magulladuras que sufría, pero mi abuela era consciente de lo que ocurría. Nunca dijo nada al doctor Xia, ya que no quería preocuparle ni crearle nuevos problemas con sus hijos, pero mi madre se sentía desdichada. A menudo suplicaba ser devuelta al hogar de sus abuelos o a la casa adquirida por el general Xue, donde todos la habían tratado como a una princesa, pero pronto advirtió que no debía continuar rogando que la llevaran «a casa» ya que con ello no conseguía otra cosa que hacer asomar las lágrimas a los ojos de su madre.
Los amigos más íntimos de mi madre eran sus animales. Tenía un buho, un pájaro miná que sabía pronunciar algunas frases sencillas, un halcón, un gato, unos ratones blancos y unos cuantos grillos y saltamontes que guardaba en frascos de vidrio. Aparte de su madre, el único ser humano en quien tenía un amigo era el cochero del doctor Xia, conocido como Gran Lee. El Gran Lee era un individuo duro y curtido, procedente de las montañas septentrionales de Hinggan, cercanas al punto en el que se unían las fronteras de China, Mongolia y la Unión Soviética. Poseía una piel oscura, cabellos ásperos, labios gruesos y nariz respingona, rasgos todos ellos muy poco corrientes entre los chinos. De hecho, su aspecto no era chino en absoluto. Era alto, delgado y nervudo. Su padre le había criado para ser cazador y trampero, para excavar raíces de ginseng y perseguir osos, zorros y ciervos. Durante algún tiempo, había prosperado con la venta de sus pieles, pero los de su oficio habían tenido que abandonar su modo de vida a causa de los bandidos, de los cuales los peores eran los que trabajaban para el Viejo Mariscal, Chang Tso-lin. El Gran Lee solía referirse a él como «ese forajido bastardo». Más tarde, cuando mi madre oyó decir que el Viejo Mariscal había sido un ardiente patriota antijaponés, recordó las burlas del Gran Lee con respecto a aquel «héroe» del Nordeste.
El Gran Lee cuidaba de los animales domésticos de mi madre, y solía llevarla de excursión con él. Aquel invierno la enseñó a patinar. En primavera, cuando la nieve y el hielo se fundían, ambos acudían juntos a contemplar a la gente realizando el importante rito anual de «barrer las tumbas» y plantar flores sobre las sepulturas de sus antepasados. En verano iban a pescar y a recoger setas, y en otoño salían hasta la linde del pueblo para cazar liebres.
Durante las largas tardes de Manchuria, cuando el viento aullaba a través de las llanuras y el hielo se acumulaba en el interior de las ventanas, el Gran Lee, acomodado sobre el kang, solía sentar a mi madre sobre sus rodillas y relatarle historias fabulosas acerca de las montañas del Norte. Posteriormente, ella se dormía con imágenes de árboles misteriosos y elevados, flores exóticas, pájaros de vivos colores que entonaban bellas melodías y raíces de ginseng que, en realidad, eran niñas pequeñas (tras desenterrarlas, había que atarlas con un lazo rojo pues, de otro modo, escapaban corriendo).
El Gran Lee hablaba también a mi madre del reino animal. Le hablaba de los tigres que merodeaban por las montañas del norte de Manchuria, cuyo buen corazón les impedía atacar al hombre a no ser que se sintieran amenazados. Adoraba a los tigres. Pero los osos eran otra cuestión: se trataba de animales feroces que convenía evitar a toda costa. Si uno se topaba con ellos, había que permanecer inmóvil hasta que bajaran la cabeza. El motivo es que el oso tiene un rizo de cabello sobre la frente que le impide ver cuando baja la testuz. Frente a un lobo, no había que volverse y echar a correr, ya que siempre nos daría alcance. Había que permanecer quieto frente a él y no aparentar temor. A continuación, había que alejarse caminando hacia atrás muy, muy despacio. Muchos años después, los consejos del Gran Lee habrían de salvar la vida de mi madre.
Un día, cuando aún contaba cinco años de edad, mi madre se hallaba en el jardín, hablando con sus animales, cuando los nietos del doctor Xia la rodearon en pandilla. Empezaron por zarandearla e insultarla y, por fin, comenzaron a golpearla y a empujarla de un lado a otro más violentamente. La arrinconaron en una esquina del jardín junto a la que se abría un pozo seco y la empujaron al interior. El pozo era considerablemente profundo, y mi madre se estrelló contra los escombros esparcidos por el fondo. Al cabo de un rato, alguien oyó sus gritos y llamó al Gran Lee, quien acudió corriendo con una escalera. El cocinero la sostuvo mientras él descendía. Para entonces, ya había llegado mi abuela, frenética de preocupación. A los pocos minutos, el Gran Lee salió a la superficie llevando en brazos a mi madre, semiinconsciente y cubierta de cortes y magulladuras. La depositó en brazos de mi abuela, quien la llevó al interior para que el doctor Xia examinara sus heridas. Se había roto una cadera, la cual habría de seguir dislocándosele ocasionalmente a lo largo de los años. El accidente le dejó, además, una leve cojera permanente.
Cuando el doctor Xia le preguntó qué había pasado, mi madre dijo que había sido empujada por el [nieto] «Número seis». Mi abuela, siempre pendiente del bienestar del doctor Xia, intentó acallarla, ya que el Número seis era el favorito del anciano. Cuando éste abandonó la estancia, mi abuela dijo a mi madre que no volviera a protestar acerca del Número seis para no disgustar al doctor Xia. Durante algún tiempo, mi madre se vio confinada a la casa a causa de su cadera. El resto de los niños la condenó al más absoluto ostracismo.
Inmediatamente después de aquel episodio, el doctor Xia comenzó a ausentarse durante períodos que a veces eran de varios días. Acudió a la capital provincial, Jinzhou, situada a unos cuarenta kilómetros al Sur, en busca de empleo. El ambiente familiar se había tornado insoportable, y el accidente de mi madre -que fácilmente podía haber tenido un resultado trágico- le convenció de que se imponía la necesidad de mudarse.
La decisión no era fácil. En China se consideraba un gran honor tener a varias generaciones de una misma familia viviendo bajo el mismo techo, hasta el punto de que algunas calles ostentaban nombres tales como el de las «Cinco Generaciones Bajo Un Techo» en conmemoración de dichas estirpes. La ruptura de una familia tan grande era considerada una tragedia que había que evitar a toda costa, pero el doctor Xia intentó alegrar a mi abuela explicándole que para él sería un alivio el hecho de no tener tanta responsabilidad.
Mi abuela se sintió enormemente aliviada, si bien intentó no demostrarlo. De hecho, ella misma había intentado presionar discretamente al doctor Xia para que efectuara el traslado, especialmente después de lo que había sucedido con mi madre. Había tenido más que suficiente con la presencia glacial de aquella gran familia cuyos miembros tan fríamente contribuían a su desdicha y en la que carecía tanto de intimidad como de compañía.
El doctor Xia dividió su patrimonio entre los miembros. Lo único que conservó para sí fueron los obsequios que sus antepasados habían recibido de los emperadores manchúes. A la viuda de su hijo mayor le entregó todas sus tierras. El segundo hijo heredó la farmacia, y la casa pasó a ser propiedad del pequeño. Cuidó de asegurar el bienestar del Gran Lee y del resto de los sirvientes, y cuando preguntó a mi abuela si no le importaría verse convertida en una mujer pobre, ésta repuso que le bastaría con tenerle a él y a su hija: «Cuando se tiene amor, incluso el agua fresca resulta dulce.»
Un gélido día de diciembre de 1936, la familia se reunió frente a la verja principal para despedirles. Nadie lloraba, a excepción de De-gui, el único hijo que había defendido el matrimonio. El Gran Lee los condujo a la estación en el carro de caballos, y una vez allí mi madre se despidió de él con lágrimas en los ojos. Al subir al tren, sin embargo, su congoja se tornó en excitación. Era la primera vez que viajaba en tren desde que tenía un año, y la alegría le obligaba a dar saltos sin parar mientras miraba por la ventanilla.
Jinzhou era una ciudad grande de casi cien mil habitantes, capital de una de las nueve provincias de Manchukuo. Se extiende a unos quince kilómetros de distancia de la costa, en la zona de Manchuria más próxima a la Gran Muralla. Al igual que Yixian, se trataba de una población amurallada, pero su rápido crecimiento ya había hecho que rebasara con mucho sus muros. Contenía cierto número de fábricas textiles y dos refinerías de petróleo. Constituía, asimismo, un importante nudo de ferrocarril, e incluso contaba con su propio aeropuerto.
Los japoneses la habían ocupado a comienzos de enero de 1932 tras una serie de sangrientos combates. Jinzhou estaba situada en una posición de gran importancia estratégica, y había desempeñado un papel fundamental en la conquista de Manchuria, la cual había originado un importante conflicto diplomático entre los Estados Unidos y Japón a la vez que había constituido un episodio crucial dentro de la larga cadena de acontecimientos que, diez años más tarde, condujeron al bombardeo de Pearl Harbor.
Cuando los japoneses desencadenaron su ataque sobre Manchuria en septiembre de 1931, el Joven Mariscal -Chang Hsueh-liang- se vio forzado a abandonar su capital, Mukden, en manos del enemigo. Trasladó su campamento a Jinzhou con un contingente de unos doscientos mil soldados y estableció allí su cuartel general. Inmediatamente, los japoneses bombardearon la ciudad desde el aire en lo que se considera uno de los primeros ataques aéreos de la historia. A continuación, las tropas japonesas entraron en Jinzhou arrementiendo violentamente contra todo lo que encontraban a su paso.
Aquella era la ciudad en la que el doctor Xia, con sus sesenta y seis años de edad, hubo de comenzar de nuevo desde el principio. Tan sólo podía permitirse el alquiler de una choza de barro de apenas ocho metros cuadrados en una de las zonas bajas más pobres de la ciudad, situada junto a un río y bajo un risco. La mayor parte de sus vecinos eran demasiado pobres para permitirse un techo como es debido, por lo que se contentaban con extender sobre sus cuatro paredes unos trozos de hierro ondulado que luego lastraban con piedras en un intento de evitar que fueran arrastrados por los frecuentes vendavales. La zona se encontraba situada en la linde de la población, frente a los campos de sorgo que se extendían al otro lado del río. A su llegada, en el mes de diciembre, la tierra parduzca aparecía congelada, al igual que el río, que en aquella zona alcanzaba una anchura de treinta metros. En primavera, con el deshielo, el terreno que les rodeaba se convirtió en una ciénaga, y el hedor de las aguas residuales que habían permanecido congeladas durante el invierno llegó a atenazarse a su olfato de un modo permanente. Durante el verano, la zona se encontraba infestada de mosquitos, y las inundaciones constituían una amenaza permanente, ya que el río se elevaba muy por encima del nivel de las casas y los muros de contención se encontraban en un estado de conservación lamentable.
La sensación que más poderosamente asaltó a mi madre fue la de un frío casi insoportable. Todas las actividades -no sólo ya el sueño- debían realizarse sobre el kang, el cual ocupaba la mayor parte del espacio disponible en la choza a excepción de una pequeña estufa que descansaba en un rincón. Los tres tenían que dormir juntos sobre el kang. Carecían de electricidad y de agua corriente. El retrete era una choza de barro en la que se había instalado una letrina comunitaria.
Frente a la casa se alzaba un templo pintado de vivos colores y dedicado al Dios del Fuego. La gente que acudía a orar en él solía atar sus caballos frente a la casa de los Xia. Cuando el tiempo se tornó más cálido, el doctor Xia adquirió la costumbre de ir a pasear con mi madre a lo largo del río durante el atardecer y recitarle poemas clásicos mientras contemplaban las espléndidas puestas de sol. Mi abuela no les acompañaba: no era costumbre que los esposos salieran a pasear con sus mujeres y, en cualquier caso, sus pies vendados le hubieran hecho imposible disfrutar del paseo.
Se hallaban al borde de la inanición. En Yixian, la familia siempre había contado con un suministro constante de alimentos procedente de las tierras del doctor Xia, lo que significaba que nunca les faltaba arroz incluso después de que los japoneses se hubieran adueñado de su parte. Ahora, sus ingresos habían descendido drásticamente, y los japoneses se apropiaban de una cantidad aún mayor de los recursos existentes. Gran parte de la producción local de alimentos era exportada a Japón por la fuerza, y el nutrido Ejército japonés que ocupaba Manchuria consumía la mayor parte del arroz y el trigo restantes. La población local podía, en ocasiones, hacerse con algo de maíz o sorgo, pero incluso estos productos resultaban escasos. La dieta básica consistía en bellotas, de gusto y aroma repugnantes.
Mi abuela nunca había conocido semejante pobreza, pero aquella fue la época más feliz de su vida. El doctor Xia la amaba, y tenía a su hija con ella todo el tiempo. Ya no se veía obligada a soportar los tediosos rituales manchúes, y la diminuta choza de barro se hallaba siempre alegrada por las risas. En ocasiones, ella y el doctor Xia pasaban las largas veladas jugando a las cartas. Las reglas dictaban que si el doctor Xia perdía, mi abuela había de propinarle tres cachetes, mientras que si era él quien ganaba, debía besar a su esposa tres veces.
Mi abuela contaba con numerosas amigas en la vecindad, lo que resultaba nuevo para ella. Como esposa de un médico, era respetada a pesar de su pobreza. Después de tantos años de verse humillada y tratada como una mercancía cualquiera, se sentía por fin rodeada de auténtica libertad.
De cuando en cuando, ella y sus amigas escenificaban antiguas representaciones manchúes para su propio disfrute, tocando tambores, cantando y bailando. Las melodías que interpretaban consistían en notas y ritmos sencillos y repetitivos, y las mujeres improvisaban la letra a lo largo de la obra. Las casadas cantaban acerca de su vida sexual, y las vírgenes hacían preguntas relacionadas con el sexo. Dado que en su mayor parte eran analfabetas, aquello proporcionaba a muchas la ocasión de aprender acerca de las circunstancias de la vida. Asimismo, se servían de sus cánticos para charlar sobre sus vidas y sus esposos y a la vez airear sus chismorreos.
A mi abuela le encantaban aquellas reuniones, y a menudo las ensayaba en casa. Se sentaba sobre el kang, golpeaba el tambor con la mano izquierda y componía la letra a medida que avanzaba. Con frecuencia, el doctor Xia sugería sus propias palabras. Mi madre era demasiado joven para asistir a aquellas reuniones, pero solía observar fascinada los ensayos de mi abuela, y se mostraba especialmente interesada en conocer el significado de las palabras que sugería el doctor Xia. A la vista de lo mucho que reían ambos, sabía que debían de ser sumamente divertidas. Sin embargo, cuando mi abuela se las repetía, «se desplomaba entre nubes y niebla», ignoraba por completo qué significaban.
La vida, no obstante, resultaba dura. Cada día era una nueva batalla por sobrevivir. El arroz y el trigo sólo podían encontrarse en el mercado negro, por lo que mi abuela comenzó a vender parte de las joyas que el general Xue le había regalado. Ella misma apenas comía: o bien decía que ya había comido, o bien afirmaba que no tenía hambre y que ya comería más tarde. Cuando el doctor Xia descubrió que estaba vendiendo sus joyas, la instó a que se detuviera: «Yo ya soy un anciano -dijo-. Algún día moriré, y entonces dependerás de esas alhajas para sobrevivir.»
El doctor Xia trabajaba como médico asalariado en una farmacia, lo que no le proporcionaba demasiadas ocasiones para demostrar su competencia. Sin embargo, trabajaba con ahínco y, poco a poco, su reputación creció, por lo que no tardaron en solicitar que acudiera al domicilio de un enfermo. Aquella tarde, cuando regresó, traía consigo un paquete envuelto en tela. Guiñando un ojo a su esposa y a mi madre, les desafió a que adivinaran qué contenía. Mi madre no podía separar los ojos del humeante paquete, y antes de gritar «¡Rollos al vapor!» ya lo estaba abriendo. Mientras devoraba los rollos, alzó la mirada y vio los ojos chispeantes del doctor Xia. Más de cincuenta años después, aún puede recordar su expresión de felicidad, e incluso hoy afirma que no puede recordar nada tan delicioso como aquellos simples rollos de trigo.
Las visitas a domicilio eran sumamente importantes para los médicos, puesto que las familias eran más propensas a pagar al que acudía que a aquel para quien trabajaba. Cuando los pacientes eran ricos o quedaban satisfechos, los médicos solían verse ricamente recompensados. Asimismo, era frecuente que los pacientes agradecidos obsequiaran a su médico con espléndidos regalos con motivo del Año Nuevo, así como en otras ocasiones especiales. Tras unas cuantas visitas a domicilio, la situación del doctor Xia comenzó a mejorar.
Al mismo tiempo, su reputación comenzó a extenderse. Un día, la esposa del gobernador provincial cayó en coma, y el dignatario llamó al doctor Xia, quien logró que recobrara el sentido. Aquello se consideraba equivalente a haber rescatado a alguien de la tumba. El gobernador ordenó que se fabricara una pancarta, en la que escribió de su puño y letra: «Al doctor Xia, quien da vida a las personas y a la sociedad.» Posteriormente, la pancarta recorrió las calles de la ciudad en procesión.
Poco después, el gobernador acudió al doctor Xia para solicitar otro tipo de ayuda. Tenía una esposa y doce concubinas, pero ninguna de ellas había logrado hacerle padre. El gobernador había oído que el doctor Xia era especialmente hábil en cuestiones de fertilidad. Éste prescribió unas pociones para el gobernador y sus trece consortes, varias de las cuales no tardaron en quedar embarazadas. De hecho, el problema residía en el gobernador, pero el diplomático doctor Xia había preferido medicar también a la esposa y a las concubinas. El gobernador se mostraba gozoso, y mandó fabricar una pancarta aún más grande para el doctor Xia, en la que inscribió como leyenda «La reencarnación de Kuanyin» (diosa budista de la fertilidad y la bondad). La nueva pancarta fue llevada hasta el domicilio del doctor Xia encabezando una procesión todavía más larga que la anterior. Después de aquello, la gente acudió a visitar al doctor Xia desde puntos tan alejados como Harbin, situado a más de seiscientos kilómetros al Norte. Comenzó a ser conocido como uno de los «cuatro célebres doctores de Manchukuo».
A finales de 1937, un año después de su llegada a Jinzhou, el doctor Xia pudo por fin trasladarse a una casa mayor situada en las afueras de la entrada norte de la ciudad. La nueva residencia era de una calidad muy superior a la choza junto al río. En lugar de barro, estaba construida de ladrillo rojo. En lugar de una habitación, tenía nada menos que tres dormitorios. El doctor Xia pudo así instalar de nuevo su despacho y utilizar el salón como consulta.
La casa se hallaba adosada al costado sur de un enorme patio que compartían con otras dos familias, pero la casa del doctor Xia era la única que se abría directamente a él. Las otras dos casas daban a la calle y lindaban con el patio mediante sólidos muros. Ni siquiera las ventanas se abrían a él. Cuando querían acceder al patio tenían que dar la vuelta y entrar por una puerta que daba a la calle. La parte norte del patio se hallaba limitada por una tapia. En su interior, crecían cipreses e ílex chinos entre los que las tres familias solían tender las cuerdas de la ropa. Había también algunas rosas de Sharon lo bastante resistentes como para sobrevivir a la crudeza de los inviernos. Durante el verano, mi abuela solía plantar sus plantas anuales favoritas: crisantemos, dalias, bálsamo de los jardines y dondiegos de día, de blancos bordes.
Mi abuela y el doctor Xia nunca tuvieron hijos. El doctor sostenía la teoría de que un hombre de sesenta y cinco años no debería eyacular, para así conservar su esperma, considerado como la esencia de un hombre. Años más tarde, mi abuela reveló a mi madre con aire misterioso que el doctor Xia había desarrollado a través del qigong una técnica que le permitía disfrutar del orgasmo sin eyacular. Conservaba una salud admirable en un hombre de su edad. Nunca estaba enfermo, y todos los días, incluso con temperaturas inferiores a -23 °C, tomaba una ducha fría. De acuerdo con los dictados del Zai-li-hui (Sociedad de la Razón) -la secta cuasi religiosa a la que pertenecía- nunca probó el alcohol ni el tabaco.
A pesar de ser él mismo un médico, el doctor Xia no era aficionado a tomar medicamentos, pues insistía en que la buena salud se basaba en un cuerpo sólido. Se oponía de modo inflexible a cualquier tratamiento que, en su opinión, curara una parte del cuerpo a base de dañar otra, y nunca recurría a medicinas fuertes por temor a sus efectos secundarios. A menudo, mi madre y mi abuela tenían que medicarse a sus espaldas. Cuando caían enfermas, el doctor Xia siempre llamaba a otro médico, quien no sólo era un curandero chino tradicional sino también un chamán que sostenía la creencia de que ciertas dolencias eran causadas por espíritus malignos que habían de ser aplacados o exorcizados mediante técnicas religiosas especiales.
Mi madre era feliz. Por primera vez en su vida, notaba auténtico calor a su alrededor. Ya no experimentaba la tensión que había tenido que soportar durante los dos años que había vivido en casa de sus abuelos, y el año de abusos que había sufrido a manos de los nietos del doctor Xia pertenecía al pasado.
Se mostraba especialmente excitada ante la llegada de los festivales, los cuales tenían lugar con una frecuencia prácticamente mensual. Entre los chinos corrientes no existía el concepto de semana laboral. Tan sólo en las oficinas de la administración, las escuelas y las fábricas japonesas el domingo se consideraba un día libre. Para el resto de la gente, los festivales ofrecían la única ruptura con la rutina cotidiana.
El vigésimo tercer día de la duodécima luna, siete días antes de la llegada del Año Nuevo chino, dio comienzo el Festival de Invierno. Según la leyenda, era el mismo día en el que el Dios de la Cocina, quien, según las representaciones gráficas que de él se hacían, vivía sobre la estufa en compañía de su esposa, había subido al cielo para informar al Emperador Celestial del comportamiento de cada familia. Si éste había sido bueno, la cocina permanecería repleta de alimentos para la familia a lo largo del siguiente año. Así, era costumbre que aquel día se realizaran numerosos kowtows en todos los hogares frente a las imágenes del Señor y la Señora de la Cocina, tras lo cual ambos eran incinerados para simbolizar su ascenso a los cielos. La abuela siempre recomendaba a mi madre que se untara algo de miel en los labios. Asimismo, solía prender fuego a figuras de caballos y sirvientes en miniatura que fabricaba con plantas de sorgo de modo que los componentes de la real pareja disfrutaran de un servicio especial que les hiciera sentirse más satisfechos y, por tanto, se mostraran más inclinados a presentar al Emperador un informe positivo de los Xia.
Durante los días siguientes, prepararon toda clase de alimentos. Cortaron carne con formas especiales y trituraron arroz y habas de soja para fabricar harina con la que cocinar bollos, rollos y budines. A continuación, la comida se almacenó a la espera de la llegada del Año Nuevo. Con sus -20 °C de temperatura, la bodega constituía un frigorífico natural.
En la medianoche de la noche vieja china, se desencadenó un torrente de fuegos artificiales, lo que a mi madre le produjo una intensa emoción. Salió a la calle en pos de la abuela y del doctor Xia e hizo el kowtow en la dirección desde la que se suponía que debía llegar el Dios de la Fortuna. A su alrededor, numerosas personas hacían lo propio y, a continuación, se saludaban unas a otras con las palabras «Que la buena suerte sea contigo».
La gente intercambiaba obsequios con motivo del Año Nuevo chino. Cuando el alba iluminaba el blanco papel que cubría las ventanas abiertas hacia el Este, mi madre saltaba de la cama y se vestía con sus nuevas y mejores galas: chaqueta nueva, pantalones nuevos, calcetines nuevos y zapatos nuevos. A continuación, ella y su madre acudían a visitar a vecinos y amigos, obsequiando a todos los adultos con un kowtow. Por cada golpe de frente que realizaba sobre el suelo, mi madre obtenía una «envoltura roja» que contenía dinero. Aquellos paquetes constituían todo el dinero de bolsillo del que habría de disponer a lo largo del año.
Durante los quince días siguientes, los adultos se visitaron y se desearon buena suerte unos a otros. La buena suerte -en otras palabras, el dinero- constituía una obsesión para la mayor parte de los chinos corrientes. La gente era pobre, y en casa del doctor Xia, al igual que en muchas otras, la carne tan sólo abundaba relativamente durante los festivales.
Las festividades culminaban el décimo quinto día con una procesión de carnaval seguida, a la caída del sol, por un espectáculo de farolillos. La procesión representaba una visita de inspección realizada por el Dios del Fuego. El dios era transportado por todo el vecindario para prevenir a la gente del peligro que el fuego suponía: en efecto, dado que la mayoría de las casas estaban construidas en parte de madera y que el clima era seco y ventoso, el fuego representaba una permanente fuente de terror, por lo que la estatua del dios conservada en el templo recibía ofrendas a lo largo de todo el año. La procesión comenzaba en el templo del Dios del Fuego, frente a la choza de barro que los Xia habían ocupado al llegar a Jinzhou. Ocho jóvenes transportaban sobre una silla abierta una réplica de la misma estatua, la cual representaba a un gigante con el pelo, la barba, las cejas y la capa de color rojo. Tras ellos avanzaba una procesión de dragones y leones que se retorcían -cada uno de ellos compuesto por varios hombres- y de carrozas, zancos y bailarines de yangge [3]que hacían ondear los extremos de largas piezas de seda de colores que ataban en torno a sus caderas. Los fuegos artificiales, tambores y címbalos producían un ruido ensordecedor. Mi madre brincaba detrás de la procesión. Notó que a pesar de que casi todos los hogares mostraban apetitosos platos dispuestos a lo largo del recorrido como ofrendas a la deidad, ésta pasaba rápidamente de largo sin tocar ninguno. «¡La buena voluntad para los dioses y las ofrendas para el estómago de las personas!», le dijo su madre. En aquellos tiempos de escasez, mi madre esperaba la llegada de los festivales con ansiedad, pues sólo entonces podía satisfacer su estómago. Se mostraba indiferente ante aquellas ocasiones con una asociación más poética que gastronómica, y esperaba con impaciencia el momento en que su madre hubiera de adivinar los acertijos inscritos en los espléndidos farolillos que colgaban frente a las puertas de los hogares durante el Festival de los Faroles o recorriera los jardines de los vecinos y admirara sus crisantemos en el noveno día de la novena luna.
Un año, con motivo de la Feria del Templo del Dios de la Ciudad, mi abuela le mostró una hilera de esculturas de arcilla que habían sido alineadas en el templo y redecoradas y pintadas con motivo de tal acontecimiento. Podían verse escenas del infierno en las que la gente sufría castigo por sus pecados. Mi abuela señaló una figura de arcilla a la que dos diablos de cabellos puntiagudos como las púas de los erizos y ojos saltones como los de los sapos extraían casi medio metro de lengua a la vez que se la cortaban. El atormentado, dijo, había sido un embustero en su vida anterior, y eso mismo habría de ocurrirle a mi madre si alguna vez decía mentiras.
Entre el zumbido de la multitud y los apetitosos puestos de comida había aproximadamente una docena de grupos de estatuas, cada una de las cuales ilustraba una lección moral. Mi abuela mostraba alegremente aquellas horribles escenas a mi madre, una después de otra, pero al llegar a uno de los grupos la apartó sin dar explicación alguna. Algunos años más tarde, mi madre descubrió que el conjunto representaba a una mujer que era cortada en dos por dos hombres. La mujer, una vez viuda, había vuelto a casarse, y los dos hombres la cortaban porque había pertenecido a ambos. En aquellos días, numerosas viudas se mostraban atemorizadas por la perspectiva y, en consecuencia, permanecían fieles a sus maridos muertos sin importarles la desdicha que ello trajera consigo. Algunas llegaban a suicidarse si sus familias insistían en que contrajeran nuevamente matrimonio. Fue entonces cuando mi madre se dio cuenta de que el hecho de casarse con el doctor Xia no había supuesto una decisión fácil para mi abuela.